La mejor noche de un actor porno

Trazada cuenta en el Ejercicio como un chaval dejó de estudiar oposiciones y se convirtió a actor porno, después de aprender, en su mejor noche, que algunos maridos son felices cuando otro se acuesta con sus mujeres.

Así que vienes de parte de la Nati. Buena hembra la Nati, amigo Trazada; me permitirás que te llame amigo aunque acabemos de conocernos, haber compartido a la Nati hermana mucho, ¡qué buen culo tiene la tía! ¿Y me preguntas por mi mejor noche, para luego contarla en un relato de no sé qué Ejercicio? Por mí, vale, pero no  creas que por ser actor porno tengo una historia asombrosa.  Soy normal; es más, hace tres años y medio era un chico tímido, de excesos muy contenidos, que preparaba oposiciones a auxiliar administrativo y, a mis veinte años, tenía poquísimo éxito con las mujeres. Hasta aquella noche.

Aquella noche me cambió la vida. Te cuento. Era verano, estaba harto de los temas de Derecho Constitucional y decidí hacer un receso  bajando a la cafetería más cercana a tomar algo fresco. Dicho y hecho. Entré, me encaramé a un taburete, me acodé en barra y pedí una cerveza sin alcohol. No había mucha gente en el local aunque tanto me daba, porque me proponía largarme y seguir estudiando en cuanto acabara el botellín, fumara un cigarrillo y me despejara. Prendido el pitillo, y apenas remojado el gaznate, me dio el pálpito. La pareja que tenía al lado hablaba de mí, estaba seguro. Él era alto y delgado y andaría por la cuarentena, ella una mujer redondita, de esas que tienen cada curva en su sitio y apariencia de osito panda,  también mayor, seguro que no cumplía los treinta. Cuchicheaban y me miraban de vez en  cuando.

Me puse nervioso; no sabía por donde tirar, y en eso la mujer rebuscó en su bolso, sacó un cigarrillo, tomó mi encendedor de sobre la barra, encendió el pitillo y me sonrió:

  • Bonito encendedor – se echó hacia atrás el cabello que le cubría parte del rostro.

  • Bueno, normal – yo ni sabía lo que decía -. Me lo regalaron en el estanco al comprar un cartón de Fortuna.

  • Pues es muy bonito.

Se volvió hacia el hombre delgado:

  • Por mí, bien. ¿Tú que opinas? – le hablaba como si yo no estuviera allí.

Él me miró de arriba abajo con descaro.

  • Por mí, también – concluyó.

  • Pues allá vamos – puso la mujer una mano sobre mi brazo - ¿Quieres sentarte con nosotros en una mesa? Tenemos algo que proponerte.

Todavía no sé por qué los acompañé hasta una mesa libre y me senté con ellos. Pedí otro botellín de cerveza sin y ellos dos cubas libres. Cuando el camarero nos sirvió y se retiró, ella fue directa al grano.

  • ¿Te gustaría acostarte conmigo? – preguntó sin más ni más.

  • ¿Cómo? – salté, creyendo haber oído mal, mientras el hombre le daba un tiento a su consumición con aire inocente.

  • Que si quieres que follemos tú y yo - me aclaró la mujer -. A mi marido – y señaló a su acompañante con la barbilla – le pone a mil verme follar con alguien ¿verdad Paco?

El tal Paco susurró más que habló:

  • Me pone cantidad.

Tragué saliva. A los veinte años tenía mundo, pero no tanto. Había oído algo sobre maridos que disfrutaban como enanos mirando revolcarse a su legítima con un tipo, pero pensaba que eso ocurría en otros planetas y que, por supuesto, nunca jamás me vería involucrado en tal numerito. Y va y sí.

  • Es que he de estudiar…

Lo dije mecánicamente, sin pensar.

  • Si te gusta aprender, yo puedo enseñarte algunas cositas – ronroneó la mujer -. Me llamo Marta – añadió -. ¿Te gusta mi nombre?

  • Es muy bonito.

  • ¿Y yo? ¿Te gusto?

La verdad es que la mujer no me desagradaba. Es más, tenía su aquél. Ojos oscuros y almendrados, chatunga, boca de besar, buenas curvas en la parte delantera, brazos gordezuelos. No me había fijado en su culo y ahora no podía remediar la falta – estaba sentada -, pero decidí concederle un margen de confianza.

  • Pues claro que me gustas – dudé hasta el último momento si tutearla o no -, pero no sé, me da corte.

  • Eso lo arreglamos enseguida – sonrió la mujer -. Paco, paga, ve por el coche y recógenos en la puerta de aquí un minuto.

  • Pero…-  me defendí en la última trinchera.

  • No hay pero que valga – Marta se puso en pie, y sí, tenía un  buen culo. No era alta, le hubiera venido de cine un cuarto de palmo más de pierna, pero su culo era de nota. Quizá fuera buena idea dejarme llevar.

Tiré la toalla:

  • Yo nunca he hecho algo así.

  • Bueno – me asió del brazo -, mañana ya no podrás decir eso ¿verdad?

No aguardó respuesta. Estiró de mí hasta la calle, en que aguardaba un Audi A6 gris metalizado con el motor en marcha.

  • Tú y yo nos pondremos detrás – decidió la mujer -. Así iremos conociéndonos. Por cierto ¿cómo te llamas?

  • Gaspar – respondí.

  • ¿Ves, Paco? – se dirigió Marta a su marido en tanto nos acomodábamos – Esta noche uno de los tres Reyes Magos nos va a hacer un regalo.

Y sin más historias me echó mano al paquete.

Tragué saliva y, por no ser menos, le tanteé un pecho por sobre la ropa.

  • Hoy lo vas a pasar de cine, maridito – anunció ella -. Este chico parece muy en forma.

Lo estaba. La mano de Marta sabía lo que hacía y yo siempre he tenido una polla agradecida. La convirtió en piedra pura.  En obelisco egipcio. En bragueta de hierro. En entrepierna metálica.

El trayecto se me pasó en un soplo. Ni siquiera llegamos a morrear en el asiento trasero del Audi, nos quedamos en los preliminares. Cuando bajamos, Marta llevaba la blusa desabrochada y yo bajada la cremallera del pantalón, pero no nos había dado tiempo a profundizar y tocar carne a lo vivo. Lo habían impedido el sujetador y el slip.

Paco abrió el portal y abordamos el ascensor. No sobraba sitio yendo los tres en la cabina, pero Marta no se cortó por eso. Se arrodilló, sacó mi polla de su escondrijo pantalonero y se la embutió en la boca ante la atenta mirada de Paco que, a escasos centímetros, casi tocándonos, contemplaba arrobado la escena. No pude superarlo. Fue demasiado para mi body serrano. Pese a la pericia de la lengua de la mujer, mi cosa se fue para abajo y se hizo cosita, talmente de bebé. Aquello era muy fuerte y yo todavía muy tierno. Marta dejó de chupármela, se puso en pie y me revolvió el pelo con la mano.

  • Tiempo habrá – sonrió.

El ascensor se detuvo. Habíamos llegado a destino. Paco se dirigió a una de las puertas del rellano y la abrió, en tanto yo volvía a acomodar mis partes nobles en el lugar acostumbrado. Entramos en la vivienda. Aquello era puro lujo, a la altura del Audi A6 que se gastaba la pareja: Muebles caros, cuadros de firma, jarrones chinos…y eso sin pasar del recibidor. Sin embargo no era una de esas mansiones lujosas que salen en la tele y parecen museos o escaparates. Ésta se veía una casa.

  • ¿Pasamos a la salita, Gaspar? – me condujo la mujer por un pasillo inacabable con puertas a ambos lados.

  • La casa es grandísima – me fue informando por el camino -. Pasa de los doscientos metros, aunque nosotros vivimos apenas en cincuenta, al resto de habitaciones sólo vamos de vez en cuando de excursión.

La salita me dejó boquiabierto. Tresillo, mesa de cristal, varias sillas, el televisor…y, desperdigados aquí y  allá, todos y cada uno de los artilugios que pueden encontrarse en una sex shop. Grabados del Kamasutra, arneses, dildos, patitos, pantys de látex negro, esposas  -  lo de las esposas me mosqueó un poco, lo confieso -, vibradores, ligueros, bolas chinas, máscaras, tangas, antifaces, látigos, revistas pornográficas, consoladores, otros artículos cuya utilidad desconocía pero que presumía turbadora, y todo a batiburrillo, colgado de los muros, sobre las sillas, sobre la mesa de cristal, incluso en el suelo.

  • Disculpa, la salita está algo revuelta – se puso Marta en ama de casa, como si hubiera reparado en una tacilla de café desportillada o fuera de sitio - ; pero siéntate en el sofá, Gaspar. Paco te servirá una copa y escogerá una película interesante mientras me pongo cómoda. Enseguida vuelvo.

Me arrellané en el sofá en tanto el hombre de la casa ponía en funcionamiento el reproductor de DVD. Yo ya iba ganando confianza y le pedí un güisqui con mucho hielo, que lo que tenía por delante no era para botellines de cerveza sin alcohol, y a poco estaba tomando el primer sorbo mientras, en la pantalla del televisor, una rubia con coletas de niña, blusa blanca que mal contenía unas tetas tremendas y minifalda escocesa, preguntaba, muy modosa, la dirección de una calle  a un joven bien trajeado y con gafas que, sin responderle y en un descuido de la chica, le quitaba las bragas y se lanzaba a comerle el coño.

Marta no había vuelto todavía, y Paco se sentó en uno de los sillones y guardó silencio.

  • ¡Qué calor ha hecho hoy! – me decidí a hablar, por salir del punto muerto.

  • Estamos a finales de Julio –  me informó el hombre de la casa.

  • Pues aun así – insistí.

Justo en aquel instante entró Marta en la salita. Vestía un salto de cama negro que trasparentaba sujetador y tanga, ambos de encaje también negro. Se la veía recién duchada, todavía con alguna gotilla de agua perlándole el escote, y olía a limpio y a algo más, a algo muy agradable y sensual; no sé si era perfume, colonia o el aroma natural de su piel. El caso es que dejé el güisqui a un lado y me puse a la faena.

  • ¿Quieres besarme aquí abajo? -  me invitó Marta subiéndose el salto de cama hasta las ingles.

Dudé. Todavía no las tenía todas conmigo, el recelo iba menguando pero estaba aún ahí. Para comerle el coño a Marta, tenía que ponerme de espaldas a su marido y con el trasero en pompa. ¿Y si todo fuera una trampa para conseguir atacarme por la retaguardia o, como dice mi amiga Raquel, por la otra cara del amor? Porque Paco seguía en el sillón y se masajeaba la entrepierna.

  • O no – siguió ella, muy ajena a mis pensamientos -. Si me comes el coño así, mi marido no puede verlo, tú mismo le tapas, y él no quiere perdérselo. Mejor te chupo la polla.

Me bajó la cremallera del pantalón y me sacó el cacharro al aire. No era gran cosa, un algo morcillón que puede que sí, puede que no.

  • Es que tu marido me da corte – intenté justificarme.

  • Por mí no se preocupe, joven - ¡Joder, el marido me trataba de usted! – Usted a lo suyo, como si yo no estuviera mirando.

No sé si fue el tono distendido y apacible con el que me habló el señor de la casa o la punta de la lengua de Marta, que parecía estar escribiéndome con saliva procacidades en la cabeza de la polla, o tal vez fue el panorama de los pechos de la mujer que, no sé cómo, estaban de pronto liberados de sujetador y a la vista – dos tetas redondas y blanquísimas con areolas oscuras y pezones prominentes que me lancé a chupar, de la una a la otra, de la otra a la una, lástima tener una sola boca -, pero fue el caso que mi polla se puso guapa de veras y - esto es para no volver sobre el tema -, siguió guapísima toda la noche.

  • ¿Vamos a la cama? – sonrió Marta acariciándome los testículos.

  • Para luego es tarde.

Allí que fuimos los tres, Marta y yo metiéndonos mano, Paco detrás mirándonos, sin perder detalle, y dándole marcha a la bragueta, todavía por encima de la ropa.

La mujer y yo nos desnudamos, el mirón no, él sólo se sentó en una silla, junto a la cama.  Cuando su mujer y aquí el menda  nos tumbamos, se sacó la polla y quedó a la expectativa.

  • ¿Me comes ahora el coño? – volvió Marta a sacar a colación uno de sus temas preferidos.

No le contesté con palabras, sino con hechos. Me acoplé a su entrepierna, saqué de mi  boca la lengua-pececillo y la hice bucear en un mar de caracolas carnosas, sima de vértigo y salados laberintos. Mi lengua lamió repetidamente el sexo de la mujer, sorbió su gusto, gustó su aroma de hembra encendida, saboreó sus jugos recién destilados y todavía temblorosos de placer recién nacido, batió orgasmos chiquitos en el cuenco ofrecido entre sus muslos. Me hubiera pasado la vida amorrado a aquel pilón, pero ella me apartó la cabeza de su vientre, me agarró el sexo y lo encaró con el suyo.

  • ¡Fíjate, Paco! ¡Me va a entrar! ¡Disfruta! – gimió más que gritó.

Eché una ojeada lateral.  El tal Paco se masturbaba frenéticamente con los ojos casi fuera de las órbitas y la cara de color de apoplejía fulminante. Verle no me cortó la cosa, al revés, me puso más aún, que estas cosas del sexo no hay quien las entienda, así que aseguré la puntería colocando la cabeza de la polla en la puritita entrada del potorro y le di un envión que casi la clavo en el colchón como si la casada, no sé si fiel o infiel, fuese una mariposa.

¡Y qué bien follaba la condenada! Era una batidora. Me apretaba la polla con los músculos de la vagina, la estrujaba, la ordeñaba, dentro, más dentro todavía, un segundo aflojando y otra vez dentro, y de nuevo aflojando y el tipo sentado junto a la cama, a un palmo escaso, en primera fila del show y dándole al manubrio; hay gente para todo, Trazada, te lo digo yo que ya he visto mucho, parece que esta historia te vale ¿no? Si te sirve para el Ejercicio, mejor que mejor, yo estoy disfrutando al recordar aquella noche con Marta, mi osito panda…

Me llevó hasta muy arriba, y yo a ella también, porque caliente, lo que se dice caliente, lo era un rato la tía, y además escandalosa. Menos mal que al marido le encantaba que su mujer follara con otro, porque si no le llega a encantar se hubiera enterado lo mismo aunque hubiera estado en el otro extremo de la ciudad. ¡Cómo gritaba la condenada! ¡Ni en la matanza del puerco de mi pueblo he oído berridos tan fuertes!

Nos corrimos los tres casi a la vez. Paco se levantó inmediatamente de la silla y fue a lavarse. Aproveché la ocasión y me dirigí a Marta con la confianza que daba acabarle de alegrar la noche:

  • Tu marido está un poco mal de la sesera ¿no? – pregunté.

  • No ¿por qué? Hay muchos como él.

  • ¿Muchos? ¿Y tú como lo sabes?

  • Tienen foros en Internet y se pasan la vida contándose como sus mujeres se follan a otros.

  • ¿Pero las mujeres de verdad? ¿Ninguno hace trampas?

  • ¡Que va! Hasta se enseñan unos a otros los libros de familia.

  • ¿Y tú qué opinas de todo eso?

  • Bueno…Yo, de momento, me lo paso muy bien.

Y se rió.

Se reía bonito, tanto, que me apeteció besarla. Ahora que lo pensaba, le había comido el coño, le había echado un polvo…y no la había besado. Decidí remediar el yerro en el instante en que Paco, ya recompuesto, entraba en el dormitorio. Vio que buscaba los labios de su mujer con los míos, y saltó como una fiera:

  • Oye – ahora ya me tuteaba – que ya se ha acabado la fiesta. Deja en paz a mi mujer y vete poniendo la ropa.

Me rendí a la primera.

  • Vale, vale…

Mientras me vestía, le daba vueltas en la sesera a la gran duda. ¿Paco se mosqueaba porque los labios de su mujer eran tabú o porque se le había pasado la calentura y ahora le entraban remordimientos? Pero no era momento de filosofar. Allí sobraba alguien y  no eran los dueños de la casa.

Ni sabía como despedirme. Marta facilitó la cosa.

  • Déjanos el número de tu móvil ¿quieres?

Se lo recité, tomó de la mesilla de noche un bolígrafo y el bloc de notas, y lo anotó.

  • Espera que me ponga algo y te acompaño a la puerta.

Alcanzó el salto de cama, se lo puso y rebuscó en el cajón de la mesilla. Enfilamos el pasillo y le susurré al oído:

  • Lástima que tenga que irme, porque me apetecía volver a estar contigo.

Marta abrió unos ojos como platos.

  • ¿De veras?

Afirmé con la cabeza.

  • Eso lo arreglaremos otra noche – sonrió. Me alargó luego la mano cerrada:

  • Toma. Es un regalo. Cómprate lo que quieras.

Era un billete morado. Lo creí falso; nunca había visto uno de ese color.

  • ¿Me das dinero? – me engallé yo, al tiempo que por bajo algo me repetía: Son quinientos euros, Gaspar, nada menos que quinientos…

  • No tiene importancia. Es para que te compres algo bonito. Así cuando lo gastes pensarás en mí.

Fíjate, Trazada. Un par de horas antes llevaba tres semanas sin llevarme una chica a la cama y mi capital era de doce euros en el bolsillo. Ahora estaba bien follado, por más que todavía me quedaran ganas, y tenía mis doce euros… y un billete de los morados. ¡Valía la pena dedicarse al sexo! Lo malo era que seguía caliente, de modo que decidí  regresar a casa y, en vez de estudiar un tema de la oposición, hacerme una paja.

Trazada, si me preguntas por mi mejor noche, esa fue, empezó con una cerveza sin alcohol y terminó en plan autoservicio. Ahora bien, lo de en medio fue cosa aparte. Pero supongo que querrás saber más. ¿Sí, verdad? Pues te cuento.

Cuatro o cinco días después, me llamó Marta al móvil. La llamada me alegró cantidad. Iba a follármela  y seguramente a meterme en el bolsillo un billete morado, ahí es nada. Me citó, bueno, me citaron, porque el marido quería su palco proscenio, en un club swinger. No sé, Trazada, si conoces los clubs swinger. Allí se cambian maridos y mujeres como se cambian los cromos a la puerta de la escuela, y las parejas liberales se ponen ciegas de tanto follar con unas y con otros. Marta me dio la dirección, me indicó que debía decirle al tipo de la puerta que iba de parte e ellos, y me informó de que aquella noche llevaría braguitas rojas y sujetador a juego.

Tras un largo trayecto de autobús, con dos trasbordos, llegué a la dirección que me habían dado. Ni trazas del club. Nada de anuncios luminosos ni de  rótulos. Una puerta cerrada y paren ustedes de contar. Dudé, volví a dudar, y luego me hice el ánimo y pulsé el timbre. Era allí. Expliqué al portero lo de Marta y Paco y pasé dentro: Una barra en herradura con taburetes, una pista de baile y un montón de mesitas rodeadas de sofás y de sillones tapizados, todo a media luz. ¿Gente? Pues sí. Unos bailando – música lenta – y otros en barra o sentados en torno a las mesas. Así, de golpe, parecía una pub normal, aunque con baile.

Me dirigí a la barra y pedí un gintonic sintiéndome blanco de todas las miradas. Una pareja sentada frente a una mesa cercana me llamó. No había visto en mi vida a ninguno de los dos, pero me acerqué picado por la curiosidad…y casi me caigo de espaldas cuando la mujer me sonrió:

  • Tú eres Gaspar ¿verdad? Siéntate con nosotros.

  • Bueno – reaccioné al cabo de lo que se me antojaron siglos -, es que estoy citado con unas personas.

  • ¿Con Marta y con Paco? Ellos son quienes nos han hablado de ti. ¿Salimos a bailar?

El tipo, a todo esto, ni palabra, pero yo aprendo pronto. Si estos eran amigos de los de la otra noche, cojearían del mismo pie, pensé. ¿La señora desea bailar? ¡Pues a bailar!

No perdió el tiempo la tía. Aun no le había ceñido el talle y ya me había echado mano al paquete. Pero ni siquiera te la he descrito, Trazada. Marta era muy maja, ya te dije, pero la nueva era el doble de alta y estaba cien veces más buena. Melena castaña, ojos de caerse dentro y quedarse allí, boca de pecado, pechos tan duros y provocadores como una prohibición – lo comprobé al corresponder a su atrevida exploración con otra, casi espeleológica, por la parte delantera de su vestido -, cintura guapa, caderas de buen agarre y culo respingón a lo Jennifer López, de esos de darles caña y más caña con mano y polla. Un prodigio de mujer; lo juro. Y como guinda me dijo en plan mimoso al oído:

  • Mi amiga Marta nos ha hablado muy bien de ti. ¿Cuánto he de darte si te acuestas conmigo?

Iba a decirle que quinientos, pero se me apareció la Virgen, si es que la Virgen se aparece en casos así, y cambié de opinión sobre la marcha.

  • Yo no soy un taxi, no tengo tarifas. Si quieres hacerme un regalito, me lo haces, y si no, no pasa nada.

Estuve sembrado. Con aquella frase labré mi futuro, porque, fíjate, Trazada, si uno se pone precio la gente se pregunta ¿vale lo que cuesta?; en cambio si no lo hace, saca mucho más, ya que los paganos no quieren quedar mal ni hacer el ridículo.

Bailamos, o mejor nos restregamos un rato, el marido en primera fila, claro, y luego pasamos al fondo del local. Allí había una escalera por la que subimos los tres, y ya arriba, entramos en una habitación bien puesta, cama grande, espejos por todos lados, música, en fin, el sueño de cualquier follador. Nos desnudamos la mujer y yo a la carrera y, las cosas como son, fue ella quien tomó la iniciativa, pero no adelantemos acontecimientos. Lo primero que hizo el marido al entrar en el cuarto fue quitar la música. Me extrañó, lo confieso, pero es que ignoraba que le gustaba cantar en plan acompañamiento de las audacias de su legítima.

Ella era una experta pajillera que fue practicando con mi polla todo su repertorio. Comenzó con la paja cariñosa, que, como todo el mundo sabe, consiste en menear la polla a la vez que se le dicen ternezas del tipo “Pero qué cosita más linda” o “Me la comería a besos” y el tipo adornó el pasaje entonando una vieja canción del Consorcio, esa que empieza “Cachito, cachito, cachito mío, pedazo de cielo que Dios me dio”. Pasó luego la mujer a la paja pezonera, o sea, agarrarme el cacharro y refregar mi glande con uno de sus pezones, y él tarareó “El muro” de Pink Floyd. Vino luego la paja santa, en la que la mujer se puso mi polla en el sobaco y se santiguó repetidamente…mientras su alborotador esposo desafinaba  acordes del “Aleluya” de Haendel. Pasamos después a la paja cubana, mi cosa entre las tetas de la mujer y “Guantanamera” en los oídos y por fin rematamos la faena y me follé a la tipa con el marido jaleándonos y aplaudiendo con una sola mano, ya que la otra la tenía ocupada en aliviarse la calentura que le daba vernos trajinar. Setecientos euros saqué, ni uno más ni uno menos. Allí mismo dije adiós a las oposiciones, que si uno sabe sumar saca sus conclusiones. Y, para redondear la noche, cuando salimos del reservado me esperaban Marta y Paco con ganas de marcha, así que aquí el menda se tiró otros quinientos más al bolsillo.

El resto puedes adivinarlo, Trazada, que una cosa lleva a la otra. Me hice popular en el gremio de los mirones. Se puso de moda, y la moda sigue, que las casadas se acostaran conmigo en plan regalo a sus maridos en cada aniversario de boda. Podría contar miles de anécdotas. Un botón de muestra: Una mañana un tío, cuya cara me sonaba vagamente, me paró en la calle y me soltó. “¿Cuándo vas a volverte  follar a mi mujer? ¡Tengo unas ganas!”. Mi economía iba y va viento en popa y, aunque en alguna ocasión tuve que hacerme a alguna vieja fea, ni me quejaba ni me quejo: los regalitos compensan.

¿Mi mejor hazaña?  Una tarde se organizó una juerga en el club swinger de seis parejas y yo, y allí me tienes, en plan torero de moda, haciendo seis faenas con mucho cuerno a pocos centímetros de mi trasero. Esa tarde, no quiero engañarte, tomé Viagra para cumplir, porque seis faenas son seis faenas, qué caramba, y si uno puede ayudarse tonto es que no lo haga. Y eso me recuerda, y perdona la digresión, lo que decía un actor porno veterano: “La técnica estropea las buenas profesiones. Desde que se inventó el micrófono, canta cualquiera, y, desde que hay viagra, cualquiera folla”. Pero a lo que iba, pude con las seis, ese es mi récord, y uno de los maridos, productor de películas porno, me fichó para el séptimo arte, y aquí me tienes, Trazada, follando a mansalva, con cámaras y sin ellas y firmando autógrafos con la polla en los coñitos que se ponen a tiro. Solo una contra tiene mi vida. Me he acostumbrado de tal manera a follar con espectadores, que necesito público y me empalmo a duras penas si no lo tengo.

En fin,  esa es mi historia y ese soy yo, una cuenta saneada en el banco, veinte películas de protagonista y mujeres a mogollón…y todo porque hice un receso en el estudio y bajé a la cafetería a tomar una cerveza sin alcohol y a fumar un par de cigarrillos.

¡Qué vueltas da la vida! ¿Verdad, Trazada?