La mejor de todas las putas

Si mandas por error a tu mujer para que haga de puta con unos clientes, quizá no te guste lo que pase después.

«La mejor de todas las putas»

Carlos Palacios era un hombre hecho a sí mismo. A los doce años ya sabía que llegaría lejos. Mientras los muchachos de su edad perdían el tiempo en juegos infantiles, él ya buscaba la manera de sacar provecho económico de ellos. Acabó siendo el propietario de la mayor parte de las canicas de su colegio, las cuales volvía a vender una y otra vez para robarlas después con trampas astutas. En aquellos momentos no tenía la envergadura que llegó a adquirir con el tiempo, pero pronto aprendió que en esta vida la fuerza es necesaria. Lo aprendió de la peor manera. Un día volviendo a casa, dos matones, dos gigantones que daban miedo y con aspecto de no haber pisado nunca un colegio ni para robar en él, lo acorralaron. Mientras uno lo sujetaba el otro le quitó todas las canicas que tanto esfuerzo le había costado ganar. Qué podía hacer él, un mequetrefe canijo contra aquellas dos torres. Otra persona hubiera vuelto a casa llorando, hubiera maldecido su suerte o se hubiera compadecido. Pero Carlos Palacios no era así, él no iba a dejar que nada ni nadie le apartara de su camino.

Tardó una semana en volver a verlos, iban acompañados de otros tres tipos con aspecto aún más peligroso. Rondaban las inmediaciones de otro colegio en busca de alguna víctima a la que atracar. Carlos, al verlos, no dudó. Tragó saliva y se dirigió hacia ellos con paso decidido. Los matones se quedaron boquiabiertos ante el desparpajo de ese pequeñajo y la proposición que les hizo.

—¿Quieres que te devolvamos las canicas para que puedas venderlas, y luego tú nos darás parte de lo que ganes? ¿Te hemos entendido bien? —dijo el que parecía el jefe mientras se acercaba amenazadoramente. Tenía aspecto de un luchador de sumo a escala reducida.

—Sí, esa es la idea… —susurró Carlos con mucho miedo.

—Tú estás mal de la cabeza. Las canicas ya son mías. ¿Qué gano devolviéndotelas?

—Para vosotros no son nada, no tienen ningún valor. Yo puedo venderlas dentro y daros el dinero a cambio.

—¿Tú crees que nos importa una mierda lo que pueda valer una apestosa bolsa de canicas?

—No sería solo eso. Seguro que os… os encontráis con co- co- cosas… cosas que no sabéis a quién vender. Yo puedo ayudaros. —Carlos tartamudeaba por el miedo, pensaba que podía recibir la primera paliza de su vida.

Pero las canicas y las menudencias fueron dando paso a cosas más grandes; patinetes, bicicletas, cigarrillos, motos, drogas y a un enorme mercado negro donde todo tenía cabida. Carlos Palacios había comenzado su camino hacia el éxito en un mundo duro, y ese matón gordo al que más tarde apodó «Sumi» lo hizo a su lado.


Las oficinas centrales de la empresa de Carlos eran impresionantes; situadas en uno de los mejores edificios de la zona más exclusiva de la ciudad, ocupaban una planta completa en lo más alto. Desde allí se dominaba todo y se podía ver el mar. A Carlos le relajaba ver como los grandes barcos encaraban la bocana del puerto. No se habían escatimado medios para que las instalaciones fueran algo hermoso. La madera noble, el vidrio templado y el acero inoxidable se unían para conseguir algo que transmitía sensación de poder y bienestar. Las personas elegantes y atractivas que se movían por allí acababan de completar la imagen de empresa poderosa y joven. Quizá Lucía no encajara en esa visión global con su pelo cano y piel pálida. La vieja secretaria doblaba en edad a casi todos, pero sabía hacer su trabajo y lo hacía muy bien. Carlos tendría serios problemas si no contara con ella.

—Lucía, resérvame el primer vuelo que salga para París —dijo Carlos con autoridad—. No sé por qué contrato a inútiles, luego tengo que solucionarlo todo personalmente.

—¿Aunque no sea en primera clase? —respondió Lucía inmediatamente.

—Como si voy agarrado al ala. Necesito estar allí mañana a primera hora o perderemos un montón de contratos importantes. Salgo ahora mismo para el aeropuerto, llámame al móvil cuando tengas el número de vuelo.

—Haré lo que pueda…

—Si no me consigues ese vuelo… —Hizo una pausa para mirarla de forma amenazadora— Puedes ir buscando otro empleo.

—Sí, señor Palacios —respondió de forma sumisa.

—Los americanos están en el despacho de mi mujer, ella ya viene de camino. Ha de facilitarles los procesos para que desaparezcan ciertas cantidades de dinero. No le parecerá bien, pero ha de hacerlo. Hemos cerrado acuerdos importantes con esa promesa, ya que la competencia no puede ofrecerles esos extras. Cuando llegue Marta dígale que les ofrezca todos los servicios que pidan, que no se preocupe por la supuesta ilegalidad de algunos de ellos. Que no ponga impedimento alguno. ¿Ha quedado claro?

Lucia, transcribía apresuradamente el torrente de información que su jefe lanzaba atropelladamente. Lo conocía desde hacía muchos años y sabía que era mejor no interrumpirlo.

—En la sala de reuniones están los del grupo de Sebastián. Tras años de lucha he conseguido cerrar el trato con ellos. Ya he llamado a Paula. Ella sabe lo que ha de hacer y ellos la están esperando.

Lucía miró a su jefe por encima de las gafas. Le repugnaba la idea, le indignaba que usaran una mujer como si fuera un objeto. Paula era una espectacular prostituta de lujo. Su jefe recurría a ella para sobornar, premiar o incentivar a sus mejores clientes. Estuvo a punto de renunciar al trabajo cuando se enteró de esas cosas. Pero a su edad... Tenía miedo de no encontrar otro empleo de ese nivel, ni tan bien pagado. Ya formaba parte de la rutina, pero seguía sin gustarle.

—No me mires con esa cara. Paula es una trabajadora igual que tú o el chico de los archivos —dijo el señor Palacios al notar la mirada de desaprobación.

—Ningún problema, lo tengo todo anotado. Aunque no sé si podré conseguirle el vuelo. Acaba de finalizar el congreso de los dentistas y…

—No quiero escuchar excusas —interrumpió Carlos bruscamente—. Si no me llamas para darme el número de vuelo y la compañía, no lo hagas. Pero entonces seré yo quien llame para pedir una secretaria que sepa cumplir una orden sencilla. Me voy. Búscame un buen hotel en París y un coche que me espere.

Lucía maldijo a su jefe en silencio. Nunca le había caído bien. Era tan prepotente, tan egocéntrico. No respetaba a nada ni a nadie, salvo a su esposa… Con ella era diferente, hasta parecía otra persona cuando Marta estaba presente. Quizá debería mandar a la mujer de Carlos a la sala del grupo que estaba esperando a la prostituta. Quizá Marta pudiera evitar que se siguieran usando a las mujeres como moneda de cambio. Pero sería arriesgado… Podría perder su empleo. Lucía dejó de divagar cuando vio a Marta acercarse. Venia como siempre, discreta y elegante. Llevaba un traje chaqueta negro y una blusa blanca. Daba gusto verla andar con esos tacones. No entendía como se casó con un bruto como su marido. Ella era una dama con clase, una señora de las de antes.

—Hola Lucía, parece que tenemos un día de urgencias… Carlos me ha comentado algo por teléfono pero a duras penas lo he entendido. ¿Qué fuegos hay que apagar?

—El señor Palacios va hacia el aeropuerto. Ha surgido una crisis en París, pero aquí hay que cerrar una operación muy importante con unos clientes que llevan tiempo esperándola.


Carlos recibió la llamada de Lucía nada más llegar al aeropuerto. Sabía que pese a parecer algo desagradable y una mujer antigua, era una de las secretarias más eficientes que había tenido nunca. Todo estaba arreglado. Solo tuvo que recoger la tarjeta de embarque en el mostrador de la compañía. Primera clase, y el vuelo salía en veinte minutos. Había conseguido también hotel y coche en París. No lo podía haber hecho mejor.

Su avión esperaba en la cabecera de la pista el permiso para despegar. Ya sentado y relajado en el espacioso asiento abrió su maletín y sacó unos documentos. Aprovecharía el vuelo para conocer hasta el último detalle de lo que le esperaba al aterrizar. En ese momento sonó el teléfono, era Marta.

—Dime, cariño —contestó Carlos.

—…

—Sí, es cuestión de vida o muerte. Hay mucho en juego.

—…

—Ya sé que no lo entiendes; pero créeme, necesito que confíes en mí y des lo mejor de ti.

—Por favor, apague el móvil. Vamos a despegar —interrumpió una preciosa azafata de bonita sonrisa.

—Un segundo, en seguida acabo —protestó Carlos.

—Señor, no podemos esperar. Apague el móvil ahora mismo. —La azafata ya no sonreía, tenía una mirada fría.

—Cariño, te tengo que dejar. Haz lo que te pidan y no te preocupes por nada, te lo compensaré.


Marta colgó el teléfono pálida; la sangre había abandonado sus mejillas, las piernas le temblaban. Necesitó apoyar las palmas de las manos sobre la lustrosa mesa de caoba para asimilar lo que acababa de oír. ¿Qué podía estar en juego para que Carlos le pidiera eso? ¿Su vida tal vez? No podía correr riesgos. Las instrucciones habían sido muy claras. Frente a ella tenía sentadas a tres personas, todas vestidas impecablemente con trajes formales y elegantes. No tenían aspecto de asesinos ni de secuestradores. Uno de ellos parecía un crío; no tendría más de veinte años. Los otros dos rondarían los cuarenta y tantos. Los tres lucían una enorme sonrisa y la miraban con lascivia.

—¿Ya tienes las instrucciones, guapa? —preguntó Sebastián.

—Sí, estoy a sus órdenes, lamento que haya tenido que comprobarlo.

—No te preocupes, eso ya es historia. Ahora baila para nosotros mientras te quitas la ropa. Supongo que ya sabes que eres una mujer preciosa

Marta se movía torpemente como si estuviera bailando mientras sus manos recorrían los muslos para subir la falda. Después se quitó la chaqueta intentando moverse sensualmente. Poco a poco fue ganando confianza al ver que la miraban con lujuria. Los gestos empezaron a ser realmente eróticos.

El más joven se levantó y rodeó la mesa para ponerse a su espalda. Marta estaba paralizada y seguía de pie con los brazos apoyados en la mesa. Los brazos del joven entraron bajo su blusa, las palmas se apoyaron sobre los senos de Marta que sentía algo duro presionando sobre sus nalgas. Ella notó como le desabotonaban la blusa tirando de ella para dejarla totalmente fuera de la falda. Los dos hombres que estaban frente a ella babeaban ante la visión de esos dos hermosos pechos forrados de fino encaje negro. El joven remangó la falda hasta la cintura donde quedó enrollada. Marta sintió un beso en el cuello y le llegó un aroma de colonia varonil que la confundió. El miembro hinchado seguía presionando su culo. Una mano acarició su vientre y se deslizó bajo el elástico de la braguita. Los dedos jugaban con el escaso vello púbico. La otra mano tiró de los aros del sujetador para acceder a los senos, primero uno y después el otro. Los pezones ya estaban duros y henchidos antes de que las yemas de los dedos empezaran a jugar suavemente con ellos.

Marta estaba aturdida y confusa, no entendía como su cuerpo podía traicionarla de esa manera. No debería tener las braguitas húmedas, ni los pezones erizados. No debería de estar deseando que ese pene duro que notaba sobre sus nalgas la penetrara. No debería, no estaba bien, no lo entendía… Era tan solo un desconocido que apenas le había proporcionado algunas burdas caricias.

El joven le quitó la blusa para abrir el cierre del sujetador, las copas quedaron inertes sobre los pechos. El sujetador fue retirado con suavidad. Aprovecho para recorrer su torso hasta llegar bajo esas pequeñas pero suaves y duras tetas. Fueron acariciadas, amasadas y apretadas con ansia mientras sus pezones recibían pellizcos y eran estirados.

En ese momento se abrió la puerta y entró Paula, que se quedó boquiabierta al ver la escena. Pidió disculpas y salió rápidamente sin decir nada. Se marchó enfadada porque la hubieran reemplazado por otra puta con tanta facilidad. Sólo había llegado treinta minutos tarde… Mientras andaba irritada hacia la salida de las oficinas echó una mirada furibunda a Lucía; seguro que ella había tenido algo que ver, pero no montaría una escena. Con Carlos había ganado mucho dinero, y esperaba seguir haciendolo.

Tras la interrupción, Sebastián, el jefe del grupo se levanto y se dirigió hasta la puerta, cerró el pestillo interior y volvió a sentarse frente a esa magnífica mujer semidesnuda.

—Sigue hijo, ya no nos molestarán más.

El joven no se lo pensó dos veces, pues la verga le iba a estallar si no descargaba rápido. Nunca había vivido nada tan excitante. Se arrodilló para bajarle las braguitas con nerviosismo y levantó uno por uno los tobillos de Marta para sacarlas. Se las llevó a la nariz y suspiró. Olían a mujer, a placer. Se las guardó en el bolsillo de su chaqueta y se puso en pie. Sus dedos peleaban con la cremallera del pantalón, hasta que consiguió bajarla para extraer el miembro duro y caliente. Lo introdujo entre los muslos de Marta rozando sus labios vaginales. Ella lo sentía palpitar intuyendo el torrente de esperma que esperaba a ser liberado. El joven rasgó el envoltorio de un preservativo. Marta chorreaba imaginando lo que iba a pasar. El muchacho empujó sobre la espalda de Marta hasta que los pechos se aplastaron sobre la mesa. Enfiló el glande y empujó entrando en ella sin dificultad. Pero tras cuatro movimientos rápidos se acabó. Marta notó las descargas abundantes y prolongadas a través del látex. Ese amago de polvo la había dejado en un estado de ansiedad insoportable, el clítoris le ardía, necesitaba un orgasmo y lo necesitaba ¡ya!

Se alegró cuando el padre del chico se levantó y sacó su miembro. Sebastián también rodeó la gran mesa ovalada y colocó a Marta sobre la dura madera con la espalda apoyada sobre ella. Levantó y apoyó las piernas de la hermosa hembra sobre sus propios hombros. Puso la palma de la mano sobre su vientre mientras el pulgar jugaba con su botoncito. Marta no tardó en ser penetrada. Ese grueso miembro la lleno completamente, y duró hasta que disfrutó de dos magníficos orgasmos.

El hombre que faltaba la extendió en el borde de la mesa y se limitó a follarle la boca sin ningún miramiento. Marta tenía arcadas cada vez que el glande rozaba su garganta y le impedía respirar. El desconocido agarraba con fuerza su cabeza para introducir bruscamente su virilidad en ella, una y otra vez. Con una mano le presionaba un pecho como si quisiera reventarlo, la otra, la que estaba en la parte posterior de su cabeza ayudaba a sincronizar las embestidas. El hombre eyaculó dejando escapar un gemido, apretando con fuerza los huevos sobre la mejilla de ella. El esperma tibio inundó su garganta. Marta pensó que se ahogaba al faltarle el aire. No le gustó nada que la usara así. No fue nada agradable.

Los clientes se fueron muy satisfechos, encantados con la fantástica mujer que les había proporcionado Carlos. Comentaron entre ellos que era tan buena que ni parecía una puta. Les gustó que fuera vestida con esa ropa tan elegante y formal. Fue como si se hubieran tirado a una ejecutiva.


—Señora Palacios, he estado buscándola. Los americanos están enfadadísimos. Venga conmigo, a ver si conseguimos que se tranquilicen. Es una operación importantísima, al señor Palacios le ha costado casi un año poder cerrarla.

—Tranquila Lucía, este día está resultando agotador. Dame unos minutos para que me arregle un poco, ahora salgo.

Marta se miró en el espejo del baño, realmente su aspecto no era el habitual. Las marcas de haber sido usada eran evidentes, aunque nada que no pudiera solucionar algo de maquillaje y un peine. La ropa casi no se había manchado, excepto que… ¡No llevaba las braguitas! Y no eran unas cualquiera, tenían una flor de oro bordada junto con sus iníciales. Habían sido un carísimo regalo de su marido, debía encontrarlas como fuera.

—Señora Palacios, ya no podemos entretener más a los americanos. Por favor… —La voz de Lucía llegó amortiguada desde el otro lado de la puerta del baño.

Marta salió ya en perfecto estado, su aspecto volvía a ser impecable.

—Un momento Lucía, creo que me he dejado algo en la sala de reuniones, enseguida estoy con los americanos.

Marta se desesperó, registró toda la sala y las braguitas no aparecían por ningún lado… Lucía no dejaba de incordiarla para que atendiera a los clientes.

Durante el resto del día, no volvió a acordarse de ellas, lo pasó enfrascada en complejas operaciones de blanqueo de dinero. Tras un montón de horas de intenso trabajo y de infringir un montón de leyes, los americanos abandonaron la oficina satisfechos. Ella tras acompañarles hasta la puerta y despedirse, se dejó caer derrotada sobre el mullido sillón de su despacho. Había sido una jornada dura y agotadora.

En ese momento sonó el móvil, era Carlos:

—Sí, dime… —contestó Marta.

—…

—Bien, todo solucionado.

—…

—Sí, se han ido satisfechos —dijo dolida.

—…

—¿Que no quieres conocer los detalles? —preguntó sorprendida.

—…

—No te preocupes… No te contaré nada. ¿Cuándo vuelves?

—…

—Yo también te quiero… Ya me voy para casa. Descansa cariño —Marta colgó algo aliviada, el problema que hubiera ya había dejado de serlo.


Marta despertó sola, como casi siempre. Su hijo apenas aparecía por casa; entre su novia, los amigos, los estudios, era como si viviera en un país lejano. Ahora mismo no sabía ni dónde estaba. Era domingo y no tenía que pasar por la oficina. Carlos seguía de viaje; de París había tenido que volar a Londres, después a Berlín. Siempre era lo mismo, siempre surgía alguna urgencia en alguna parte del mundo. Había llamado para decir que volvía esa noche. Pero sería normal que sucediera algo a última hora y no lo hiciera.

Se puso una bata de seda roja y fue a la cocina a desayunar. Atravesó la inmensa casa caminando descalza por el cálido suelo de nogal. Encontraba tristes esas estancias grandes tan vacías. Miró hacía fuera por los inmensos ventanales y el hermoso jardín que bordeaba la piscina la animó algo. Era relajante esa belleza, el contraste del agua azul con los colores vivos de las flores, el trino de los pájaros… Preparó un café y lo dejó junto con unas tostadas sobre la mesa de mármol de la terraza de la cocina, y se sentó en una pesada silla de hierro forjado a contemplar el hermoso paisaje. Al untar la mermelada sobre el pan, evocó lo que había sucedido en la oficina. Era lo más apasionante que le había ocurrido nunca. Le vino a la mente el miembro de aquel desconocido golpeando en su mejilla para liberar las últimas gotas de semen tras correrse en su garganta… No le había gustado cuando sucedió, pero ahora se humedecía recordándolo. Separó las piernas y entreabrió la bata. No llevaba nada bajo ella y un dedo travieso se posó sobre su clítoris.

—Hola mamá.

—Hola hijo —respondió sorprendida—. No te oí llegar. —Sus manos cerraron la bata bruscamente antes de girarse.

—Perdona si te hemos asustado. He venido con un par de amigos a recoger algo de ropa, pasaremos el fin de semana fuera.

—¿Queréis tomar algo? Hay café hecho y os puedo… —Marta palideció al ver a los amigos de su hijo, uno de ellos era el chico joven que se la había follado hacía poco— ….preparar un zumo de naranja natural. —Acabó diciendo con un hilillo de voz.

—Pues sería perfecto, estamos hartos de las porquerías que tomamos por ahí. Voy preparando la ropa mientras y así ganamos tiempo —dijo el joven mientras se iba.

—Espera, Luis. Si me prestas algo de ropa, ahorro pasar por mi casa —dijo el otro amigo saliendo tras él.

Marta se levantó y se sintió como una colegiala de trece años. Estaba a solas con el joven. Las piernas le temblaban. Se sentía indefensa con esa fina bata que marcaba cada curva de su cuerpo. Bajó la cabeza y pensó: «¡Mierda!», los pezones despuntaban como faros en la noche.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Marta intentado controlar la situación.

—Pedro —respondió el chico tímidamente, pero sin poder apartar la vista de esas dos hermosas protuberancias.

—Creo que será mejor para todos que olvidemos lo que sucedió —dijo intentando que la voz sonara firme, pero sin conseguirlo.

El chico se limitó a mirarla, incapaz de articular palabra. Mientras Marta entraba en la cocina para preparar los zumos, pensó que debía estar dejando un rastro de baba como los caracoles. ¡Ojalá se hubiera puesto unas braguitas! Intentó concentrarse en cortar las naranjas por la mitad. Cuando ponía la primera sobre el exprimidor, sintió como unas manos aterrizaban sobre sus pechos cubriéndolos totalmente.

—No, no, para…, nos puede sorprender mi hijo… —susurró sin ninguna convicción.

La única respuesta que obtuvo fue que el joven se acercó más y empezó a mordisquearle el cuello. Sintió un bulto presionando sobre sus nalgas. Ella seguía exprimiendo naranjas, esperando que el zumbido del aparato amortiguara sus suspiros. Una mano abrió la fina bata por la parte superior y unos dedos rozaron el pezón directamente, electrizándolo. Marta apretaba las naranjas con fuerza para que el zumbido del motor subiera de intensidad. Otra mano entró entre sus muslos, separándolos. Marta ya jadeaba de deseo. El sonido de rasgar el envoltorio del preservativo aún produjo más fluidos. Debía de haberlo roto con los dientes. Toda su entrepierna era un charco enorme donde unos dedos inexpertos jugaban. El exprimidor protestaba, rugiendo ante la enorme presión que estaba sufriendo.

—¡Métela de una puta vez! —Marta no podía creer que de su boca hubieran salido esas palabras.

El miembro del joven penetró hasta el fondo deslizándose como un delfín en cálidas aguas. Marta, ansiosa, se movía y retorcía para maximizar el placer, porque el chico estaba quieto, temía que pasara como la otra vez, no quería acabar tan rápido, esta vez quería disfrutar más tiempo del placer de tener a esa preciosa mujer ensartada.

—Hum, que bien huele —dijo Luis al entrar en la cocina yendo directo hacia la nevera—, pillo unas manzanas para el viaje. Si no lo hago ahora, después se me olvidará.

Marta y Pedro se quedaron congelados. Si no se movían quizá Luis no se diera cuenta de que se estaban beneficiando a su madre delante de sus narices. La cocina era grande y ellos estaban en la otra esquina. Una columna evitaba la visión directa de la nevera.

—Id al salón cuando acabéis, enseguida vamos con los zumos. —Marta rezó para que obedeciera. Se sentía muy violenta hablando a su hijo con el miembro de su amigo clavado hasta el fondo.

Apretó más fuerte la naranja sobre el exprimidor. El motor se quejaba, parecía que iba a explotar. Pedro bajo la mano hacía el  clítoris de Marta y lo estimuló toscamente mientras daba las últimas embestidas para correrse. Tenía miedo de no poder acabar. Marta soltó un gemido mientras el orgasmo recorría su cuerpo. Apretó las piernas y sintió como su joven amante descargaba también.

—¿Decías algo mamá?

—Ahora os llevo los zumos —dijo como pudo mientras del agonizante exprimidor salía una columna de humo. Se había quemado.

Luis se fue hacia el salón y Marta suspiró. Había faltado poco para que los sorprendieran. No entendía cómo podía perder los papeles de esa manera con un niñato que no tenía ni puta idea de follar. Pedro se sacó el preservativo y lo anudó, buscando también el envoltorio rasgado que recogió del suelo.

—¿Cogiste tú mis braguitas el otro día? —preguntó Marta.

—Sí —respondió tras un momento de duda.

—Devuélvemelas, por favor. No son unas braguitas normales, tienen grabadas mis iniciales.

—No puedo, se las regalé a tu hijo. Salió el tema y le hizo ilusión tenerlas.

—¿Tema? ¿Qué tema? No me digas que le contaste lo del otro día…

—Perdona… pero no sabía que eras su madre. Entiende que era algo digno de contar. Follarse a una puta de lujo junto a tu padre no es algo que pase todos los días.

—¿Me estás llamando puta de lujo?

—No, yo… yo no sabía quién eras… No te enfades.

—Mi hijo anda por ahí con mis braguitas húmedas, posiblemente se masturbe mientras las huele y seguro que fantasea sobre cómo me follaron tres tipos. ¿Y tú quieres que no me enfade?

—Él no sabe nada. No le des más importancia y no pienses en ello. Te juro que no le diré nada más.

—Gracias, que generoso eres… —dijo Marta con ironía—. Y aprende a follar, que lo haces de pena.

—Enséñame tú —respondió Pedro tras meditar unos segundos.


Carlos estaba agotado. Llevaba toda la semana volando sin parar y asistiendo a reunión tras reunión. Soñaba con llegar a casa y ponerse cómodo con un whisky en la mano mientras miraba a Marta nadar desnuda en la piscina. Después la ayudaría a salir, la secaría con la toalla y le haría el amor sobre el verde césped a la luz de la luna. Quizá hubiera suerte y su hijo estuviera fuera como era habitual. El solo pensamiento hizo que un bulto creciera en su entrepierna. Llevaba muchos días sin descargar, demasiados. A veces había estado a punto de hacerlo y oportunidades no le habían faltado. En los últimos días había tenido varias mujeres a tiro, y algunas de ellas fueron realmente tentadoras, pero por experiencia sabía que la espera merecía la pena. No veía el momento de llegar a casa. Sabía que Marta estaría tan caliente como él, o más. Apretó el botón para subir el cristal que le separaba del chófer e hizo una llamada.

—Hola cariño. He aterrizado. Voy para casa.

—Por fin, pensaba que tampoco volverías hoy. Te añoré mi amor.

—Yo también te he echado de menos. Dime que estaremos solos —suplicó—, dímelo…

—Lo siento, Luis se iba a ir con sus amigos fuera, pero llamó Eva, que llegará de Londres esta noche. Tardó tres segundos en mandar a sus amigos a paseo y cambiar los planes. Iban a cenar conmigo antes de salir. Ahora lo haremos los cuatro juntos. En cuanto se vayan, seré toda tuya…

—No tardaré en llegar. Un beso —dijo Carlos desilusionado terminando la llamada. «La novia de Luis podía haberse quedado en Londres…», pensó.

El jarro de agua fría al saber que no estarían a solas hizo que pensara de nuevo en los negocios en marcha. Le preocupaba mucho la operación de Sebastián. Había hablado varias veces con él por teléfono y aparentemente todo iba bien. Pero pensó que no estaría de más asegurarse personalmente. Quería que supiera que lo consideraba una pieza importante para sus empresas. Miró el reloj, eran las ocho, una buena hora. Si estaba en casa podría pasarse y conocer de primera mano los detalles, perdería poco más media hora. Llamó por teléfono a Sebastián y tal como se imaginaba, le dijo que estaría encantado de que se pasara por casa. Bajó el vidrio que le separaba del chófer y le dio la dirección. Le gustaba ese chofer; era serio, profesional y nunca se perdía en las rotondas.

—Hola Carlos, no era necesaria la visita. Pasa, tómate algo. ¿Qué quieres? —dijo Sebastián tras darle la mano efusivamente.

—Un whisky con hielo me sentaría genial. Pero no te preocupes, sólo he pasado para saludar y agradecerte que al final hayas confiado en nosotros.

—Pasa, vamos a mi despacho y hablaremos tranquilamente, hay cosas que prefiero que mi mujer no sepa —dijo mientras ponía la manos sobre su hombro de forma amistosa y le guiñaba un ojo.

Al atravesar el salón, saludó a la mujer de Sebastián e intercambiaron frases triviales de cortesía. Era una mujer de aspecto vulgar y conversación insulsa. Daba la sensación de llevar la ropa de otra por lo mal que le quedaba. Los enormes pechos deformaban el vestido de una forma grotesca, y ese peinado rizado de los años setenta no ayudaba nada.

—No te fíes de las apariencias —dijo Sebastián una vez estuvieron a solas en el despacho—. Mi mujer tiene algunas virtudes ocultas.

Carlos enrojeció como si le hubieran sorprendido haciendo trampas con las cartas. Debía de haber dejado entrever sus pensamientos sin querer. Durante unos segundos buscó la forma de arreglarlo. Sebastián y sus empresas eran realmente importantes para él.

—No me cabe la menor duda, sé que tu criterio es preciso como un láser de cirugía —dijo esbozando una gran sonrisa al pensar que había sorteado bien el desliz—. Pero no vayas pregonando sus virtudes por ahí, no vaya a ser que te la roben.

La siguiente media hora la pasaron hablando sobre detalles financieros e inversiones. Cuando todo estuvo matizado y cristalino, Carlos se levantó para irse.

—¿Os gustaron los servicios de Paula? —preguntó Carlos.

—¿Paula? Qué bonito nombre. No nos dijo como se llamaba. Fue algo fuera de serie. Así da gusto cerrar tratos. Tenías que haber visto la cara de mi hijo cuando se corrió dentro de la zorra. Es que parecía una dama de la alta sociedad. ¡Qué nivel!

—Paula es así, hace que todo sea emocionante. Deja a todos los clientes con ganas de repetir. ¿Os hizo su cubana especial? Los que se han corrido entre sus enormes pechos no pueden dejar de soñar con ellos.

—Tampoco tenía tantas tetas… Pero eran impresionantes, de esas que caben en una mano, con los pezones altos y duros. La mariposa tatuada en el pubis te hipnotizaba, parecía que moviera sus alas mientras la embestías. ¡Vaya pedazo de mujer! Y lo mejor de todo es que no se comportó como una vulgar puta, se corrió un montón de veces.

En ese momento Carlos desapareció de esta realidad. Quizás había cosas que desconocía de su mujer. Fue él quien pidió a Marta que se tatuara esa mariposa, era algo entre los dos, no entendía nada. Con el cerebro fundido consiguió abandonar la casa sin saber cómo. No dejaba de hacerse preguntas: ¿Desde cuándo hacía su mujer de puta? ¿Quién más estaría implicado?


Carlos vio llegar a Sumi con otros cuatro matones en un Mercedes negro. Estaba sentado en el asiento trasero del coche y dudaba entre bajar o no. Su presencia ya no era necesaria pues los chicos tenían sus instrucciones. Podría irse y no implicarse directamente, pero recordó la frase de Sebastián: «Parecía que moviera las alas cuando la embestías», y crispó los puños mientras se bajaba del coche. Quería ver sufrir a ese cabrón.

Fue Carlos quien llamó a la puerta apartándose para dejar que los profesionales entraran en tromba, como elefantes en una estampida al ser abierta. En menos de tres minutos tenían todo controlado. El servicio estaba encerrado en una habitación de la planta superior y Sebastián y su mujer estaban sentados en un sofá del salón ante pistolas automáticas que los apuntaban.

—¿Qué pasa, Carlos? —preguntó Sebastián al reconocerlo entre el grupo de asaltantes

—¿Qué pasa? ¿Tienes cojones de preguntarme eso? —gritó Carlos mientras agarraba de la pechera a Sebastián— ¿Te gustaría que me follara a tu mujer? ¿Te gustaría?

—No entiendo nada, yo no conozco a tu mujer.

Carlos nunca supo reprimir la ira ante las mentiras. El puñetazo lleno de rabia rompió el labio de Sebastián. La sangre empezó a mancharlo todo.

—Follaos a esa puta, que esté cabrón sepa lo que se siente —dijo Carlos señalando a la mujer de Sebastián.

Sumi dirigió con empujones a la mujer hacia el respaldo del sofá. El mismo en el que estaba sentado su marido. Remangó el horrible vestido que llevaba hasta la cintura y empujó su espalda para dejar el culo en pompa. Rápidamente tiró de las bragas que se rompieron como papel de fumar. Uno de los matones se puso frente a ella evitando que pudiera levantar la cabeza. Sebastián miraba a la mujer que estaba a su lado y suplicaba.

—Carlos, por favor. Para esto, por favor.

Sumi escupió en la mano y deslizó dos dedos por los labios mayores de la mujer. La zorra ya estaba húmeda por sí misma, no hubiera sido necesario. Enfiló el glande hacia la entrada y empujó con todas sus fuerzas esperando un grito que no llegó. Furioso, la agarró por la cintura para penetrarla con toda la violencia y rapidez con la que fue capaz. La mujer no gritaba, pero gemía como una actriz porno y dejó a todos los presentes sorprendidos.


Al entrar en casa lo primero que hizo fue quitarse la corbata y desabotonarse la camisa para después dejar la chaqueta en el perchero de la entrada. El maletín parecía pesar como si llevara plomo y subir las escaleras le costó tanto como escalar el Himalaya. Mientras lo hacía recordó las láminas originales firmadas por Frank Miller que traía para su hijo. Decidió dejarlas en su habitación, él chaval no tenía culpa de nada. Ya las había dejado sobre la mesa del ordenador cuando la almohada de la cama llamó su atención, sobresalía algo… Recibió otro mazazo al levantarla y ver que escondía unas bragas de su mujer. Eran inconfundibles con las iniciales bordadas. Se las llevó a la nariz y la furia lo invadió, olían a semen fresco… ¿Sería posible que además de puta su mujer follara con su hijo?

Fue a la cocina a prepararse un whisky con hielo. Estaba apoyado en la encimera saboreando ya el tercero e intentando asimilar la traición de todos los suyos cuando lo vio. Era tan sólo un pequeño triángulo plateado, pero sabía de dónde procedía, era parte del envoltorio de un preservativo. Lleno de rabia vació el cubo de basura en el suelo esparciendo el contenido y rápidamente encontró lo que buscaba, un condón lleno de leche. Ya no había ninguna duda. «Los mataré», pensó mientras salía con el preservativo en la mano.

Lleno de ira se dirigió a su despacho, extrajo la pistola de la caja fuerte y automáticamente verificó el cargador y lo montó. A Carlos Palacios no le podían hacer eso, iban a pagar por ello. Bajó las escaleras impetuosamente con el condón en una mano y la pistola amartillada en la otra. Escuchó las voces que procedían del jardín y se fue hacia allí.

Todos se quedaron petrificados al ver entrar a Carlos con la pistola en la mano y lo ojos inyectados de sangre. A pocos metros de distancia se detuvo y tiró con rabia el condón hacia Marta, este se quedó enganchado entre sus senos.

—Te dije que te mataría si volvía a suceder, zorra desagradecida. Te lo dije —gritó Carlos fuera de sí.

—Me lo pediste tú, yo no tengo la culpa de nada. Seguía tus órdenes —contestó Marta aterrorizada ante ese mortífero cañón que le apuntaba a los ojos.

Al sonar el disparo los pájaros alzaron el vuelo. Marta se llevó la mano al pecho y notó la humedad que lo cubría. Miró a los ojos de Carlos y vio odio mezclado con dolor. El tiempo parecía haberse detenido y seguía viva. Marta quiso saber el alcance de su herida y bajó la mirada. Estaba empapada, pero no de sangre. Era vino granate lo que la cubría. Carlos había fallado, tan solo había atinado a una botella de vino.  No podía creer en su suerte. Carlos era un tirador excepcional. Mientras asimilaba la nueva situación observó como su marido caía al suelo como un tablón, como un saco de patatas inanimado. Ante los ojos de la asombrada Marta apareció un asustado Pedro blandiendo una enorme sartén de color rojo.


El autor me ha pedido que escriba unas líneas antes de publicar el relato. Quiere saber qué pasó después de que él acabara de contar la historia. Soy Marta Palacios, y lo haré con mucho gusto:

La relación con mi marido volvió a la normalidad. Bueno… quizás no sea la situación más normal del mundo, pero nosotros somos felices. En la empresa no hemos vuelto a contratar más prostitutas. Siempre fue un trabajo que me gustó hacer personalmente. La inocente de Lucía piensa que ya no las usamos porque yo lo prohibí, al descubrir como las usaban.

—«¿Qué pasó con Sebastián y su mujer?» —Os preguntaréis— Pues aunque cueste de creer, Sumi y sus chicos han de pasar como mínimo una vez al mes por su casa, pero no les gusta saber cuándo lo harán, prefieren ser sorprendidos…

Mi marido entró en un coma del que no creo que salga nunca más. Está instalado en una habitación desde la que puede ver la piscina y el jardín. A veces cuando hago el amor con los chicos jóvenes sobre el césped, parece que quisiera decir algo, pero deben ser imaginaciones mías.

Y como os decía, todo volvió a la normalidad…

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