La mascarada

Alcohol, fiesta, disfraces y máscaras. Una combinación explosiva que puede culminar en una noche frenética y en alguna sorpresa completamente inesperada.

La fiesta estaba en pleno apogeo. La música y la bebida animaban el ambiente de los numerosos corrillos de gente que conversaban en distintos lugares del apartamento de dos pisos, con jardín y piscina, o bailaban en el salón que se había dispuesto como discoteca improvisada. Era agradable ver cómo la gente disfrutaba de la noche aparentemente infinita, y también curioso ver a la gente disfrazada que se había agrupado en combinaciones tan variopintas. Había una pareja de gemelas gatitas con un Frankenstein, un guerrero nórdico bailando con una faraona muy parecida a Cleopatra, una María Antonieta, un cowboy y un robot riéndose del chiste que había contado un Fantasma de la Ópera, un Batman y un gorila que estaban a punto de tirar a una momia a la piscina… El anfitrión y organizador había permitido a sus invitados total libertad para elegir los disfraces que quisiesen traer, pero les había impuesto una condición indispensable si querían asistir: habían de traer una máscara que les tapase total o parcialmente la cara, de manera que fuesen completamente irreconocibles. El objetivo de la fiesta era el de entablar amistades con completos desconocidos y disfrutar de una noche de jolgorio sin que luego pudieses avergonzarte de lo que hubiese sucedido allí dentro. Tu identidad estaba a salvo.

Oliver nunca había sido muy de disfraces, con lo cual el suyo era más bien una sábana blanca de cama, atada al hombro y ceñida por la cintura, de manera que parecía una toga griega o romana, dejando su torso parcialmente al descubierto. En cambio, para cubrirse el rostro, había optado por un pañuelo negro al que había hecho dos agujeros para los ojos, cubriéndole la parte superior de la cabeza, algo así como hiciese Westley en “La Princesa Prometida”. Sí, era una combinación muy extraña, y varias personas le habían preguntado por ello o lo habían comentado, pero era lo único que había podido encontrar por casa. Oliver era un asiduo a las fiestas pero, como ya se ha dicho, no era propenso a disfrazarse. Tal vez se hubiera podido comprar un disfraz de El Zorro; habría hecho juego con su improvisado antifaz, pero hubiera llamado mucho la atención cuando hubiese entrado en casa con esa inusual compra. Prefería mantener las fiestas a las que asistía bajo secreto ante las posibles negativas de sus padres a que fuese. No es que no aprobasen que su hijo se marchase alguna noche a cometer algún que otro exceso, pero precisamente esos excesos es lo que prefería mantener en secreto.

Ahora mismo se encontraba en la cocina, donde se había montado una especie de barra de bar. Estaba degustando lo que parecía ser un Bloody Mary y, hasta hace poco, charlando con una sirena de piel oscura que se había marchado ante sus tontos intentos de ligoteo, bastante torpes debido a las varias copas que ya había consumido. No había pasado mucho rato solo cuando se acercó otra persona, esta vez un hombre. Iba disfrazado con un traje fastuoso de color morado, típico del carnaval veneciano, y una máscara del mismo estilo que sólo le cubría ojos y nariz y que se asemejaba a la cara de un gato, pero de vivos colores en vez de estar pintada de manera realista.. Se acodó en la barra, junto a él, y, tras pedir una bebida, empezó a hablarle:

-Una fiesta genial, ¿no es así?

Oliver creyó distinguir algo familiar en la voz de ese desconocido, pero el alcohol ya había empezado a hacer mella en sus facultades y su mente no procesaba tan bien como él quisiera.

-Sí… Sí que lo es-respondió de manera indolente.

-Dime, ¿cómo te llamas?

Oliver estaría borracho, pero todavía conservaba algo de lucidez.

-Se supone que no podemos saberlo.

-Cierto. Qué maleducado soy. Entonces supongo que tú tampoco sabrás mi nombre.

Tomó otro trago antes de responder.

-Tampoco es que me importe.

Oliver tenía su atención en otra parte. A él no le interesaba para nada ese moscardón que había venido a incordiarle. Ni siquiera sabía por qué se había acercado a él, pero si su nivel de alcohol en sangre fuese más bajo, se hubiera dado cuenta de que ese desconocido le estaba rozando el brazo de arriba abajo, en una actitud sugerente.

-Oye, ¿tienes planes para esta noche?

-¿Qué planes crees que puedo tener?

-No sé. Todavía queda mucha noche por delante y podrían hacerse muchas cosas…

No notaba la picardía de su voz. Estaba distraído viendo a una bailarina del vientre dar lo mejor de sí misma en la pista de baile y la mirada se perdía en sus caderas. La visión pasaba de sus ojos a su entrepierna, y tal vez el caballero veneciano pensó otra cosa, pues le plantó impulsivamente un beso a Oliver en la boca que le pilló completamente desprevenido.

-¿Qué haces?-gritó, al tiempo que se lo quitaba de encima de un empujón-. ¿Tú estás loco?

-¡Perdón, perdón! ¡Yo pensaba que…!

-¿Tú pensabas que qué? ¿Que me iba a interesar por ti? ¡Puaj! ¡Lárgate de aquí!

En vez de eso, fue Oliver el que se marchó, apurando su bebida de un último trago. Pretendía largarse ahora mismo de la fiesta, pero tal vez había bebido demasiado y no se podía orientar bien. Empezó a dar vueltas por varias habitaciones del piso bajo, ajeno al resto de invitados a la fiesta, hasta que su mente reparó en que había pasado junto a la entrada varias veces. Iba a coger el picaporte y largarse en ese mismo instante cuando Aarón, el anfitrión de la fiesta, le detuvo en pleno acto. Le podía reconocer por su inconfundible y pomposo disfraz de emperador, el mismo que le había abierto las puertas de la casa.

-¿A dónde crees que vas? ¡La fiesta todavía no ha acabado! ¡Todavía queda lo mejor!

-No tengo ganas. Tengo que irme a casa.

-¡No seas absurdo! Tengo una sorpresa final para todos, quédate.

El emperador le acomodó en el sofá del salón, el mismo de la improvisada sala de baile, con la música bombardeándole los tímpanos a cada instante. Por suerte para él, no pasó mucho rato hasta que la música se apagó, pero eso sólo significó el comienzo de la prometida última parte de la fiesta. La gente empezó a congregarse en la habitación, intrigada por lo que iba a suceder ahora. El emperador Aarón, tomando una posición privilegiada, empezó a hablar a sus invitados como un “showman” una vez se hizo el silencio entre los presentes.

-¡Muchas gracias por venir a todos! ¡Espero que lo hayáis pasado bien! Para poner la guinda a esta fantástica fiesta, quiero proponeros un último juego. Yo lo llamo: ¡pareja por sorpresa!

Algunos murmullos se oyeron entre la multitud.

-El juego es muy simple. Cada uno de vosotros se va a marchar de esta fiesta con una pareja decidida al azar. Una vez salgáis de aquí con ella, podréis hacer lo que queráis;  todo quedará en secreto y nadie más lo sabrá. Y, sólo por si acaso-añadió, con un tono de voz insinuante-, aquí tenéis un surtido de preservativos… Por favor, coged cada uno un número para comenzar el sorteo.

Los murmullos comenzaron de nuevo a medida que el guerrero nórdico iba pasando por entre los invitados con un bol lleno de papeletas. Cada una tenía un número escrito. Oliver tomó uno de manera casi mecánica, mientras deseaba con todas sus fuerzas que le tocase la sirena de piel oscura o la bailarina del vientre. Irónicamente, consiguió el número sesenta y nueve. Tal vez fuese un buen augurio.

Una vez todo el mundo tuvo su número, el emperador Aarón empezó a hacer girar una bola con números, la típica que se encuentra en los juegos de bingo. Cada número que sacaba quedaba emparejado con el siguiente que saliese y, una vez los elegidos se encontraban enfrente de toda la multitud, se marchaban juntos de la fiesta. Así, la Cleopatra se marchó con una especie de hombre lobo, la momia se fue con el gorila,  la María Antonieta se fue con una de las gemelas gatitas y Batman tuvo un irónico emparejamiento con un Joker. Algunos optaban por coger uno de los preservativos del bol que reposaba junto a la bola de los números, mientras que otros no lo hacían. El primer chasco que se llevó Oliver fue cuando salió la sirenita y, en vez de tocar a continuación su número, tocó el de un apuesto mosquetero que se llevó un condón mientras la sirenita le miraba con cierta picardía. Por lo menos todavía le quedaba la bailarina del vientre.

-Siguiente número… ¡Sesenta y nueve!

El suyo. Oliver se abrió paso entre la multitud y se presentó allí delante de todos.

-Un extraño Adonis griego, y de buen ver además-comentó Aarón-. Veamos quién se lleva a casa a esta escultura. Y se va con el número… ¡Once!

Desde allí Oliver podía ver a la bailarina del vientre entre el resto de cabezas y máscaras, pero la fortuna no quiso que ella fuese la número once. Más desgraciado se sintió cuando salió el maldito caballero veneciano mostrando el papelito con dicho número.

-Un gentilhombre de estilo medieval, o algo así. ¡Interesante combinación! ¡Disfrutad del resto de la noche, parejita!

Oliver estaba disgustado. No, aún peor, estaba enfadado, y lo disimuló el tiempo justo para salir de la casa junto a ese chico y marcharse rápidamente en cuanto estuvieron fuera.

-¡Oye! ¡Espera! ¡Por favor, no corras!-exclamó el chico al ver que le dejaba atrás.

Oliver le ignoró por completo. Pero el caballero veneciano pudo alcanzarle y se interpuso en su camino, obligándole a detenerse.

-Oye, escucha, lo siento…-dijo-. Lo siento si me sobrepasé antes. Pero es que te vi, con estos brazos tan fuertes, y me gustaste y…

Se interrumpió en sus compungidos balbuceos. Oliver no dijo nada, sólo le miró a través de las máscaras a esos ojos marrones que le resultaban tan familiares pero que, al mismo tiempo, no conseguía adivinar de qué los conocía.

-Déjame compensártelo, ¿vale?

-¿Ah, sí? ¿Y qué tienes en mente?-respondió Oliver, con la lengua trastabillando por la ebriedad.

-Yo puedo… Podría… Podríamos…

La conclusión era que estaba demasiado borracho. Eso pensó Oliver cuando, por algún instinto atrofiado, acercó sus labios a los de ese chico dudoso y empezó a besarle. Tampoco es que pensase mucho, tan sólo hacía lo que su cerebro embotado le dictaba, si es que acaso este seguía teniendo el control. El otro se sobresaltó por un momento por ese súbito contacto, pero después lo abrazó y juntó su lengua con la de Oliver. Ambos jugaron con la boca del otro durante un intenso y efímero instante, y luego se separaron para mirarse el uno al otro.

-Vayamos a mi casa. Mis padres no están esta noche. Estaré solo, podremos tener privacidad.

Oliver no respondió. Estaba tan borracho que simplemente se dejó arrastrar de la mano por ese caballero veneciano. Anduvieron por la calle hasta llegar a la casa del chico que, una vez dentro, lo arrastró escaleras arriba hacia su habitación. Una vez allí, rodeados por la oscuridad nocturna, se volvieron a besar apasionadamente junto a la cama. Aprovechando la coyuntura, el chico le desató la sábana del hombro y le deshizo el cinturón. La improvisada toga cayó y Oliver hubiera quedado completamente desnudo de no ser por sus calzoncillos, donde su pene erecto empezaba a hacer fuerza hacia fuera. Cuando se soltaron, el caballero veneciano atrajo a Oliver hacia la cama y le empujó para que cayese boca arriba sobre ella. Mientras Oliver esperaba allí tirado, el caballero veneciano se fue retirando poco a poco, aunque con cierta prisa, su propio disfraz, dejándose la máscara puesta a todo rato y dándose la vuelta si tenía que quitársela brevemente. Una vez reveló su cuerpo, delgado y esbelto, con su pene firme y excitado, se acomodó entre las piernas de Oliver. Le retiró el calzoncillo y agarró su falo, una estaca recta y puntiaguda de grosor medio que apuntaba hacia el techo.

Oliver sintió cómo la boca de ese chico se iba tragando su miembro. Subía lentamente y luego bajaba de golpe, metiéndoselo cada vez más, hasta que los labios sintieron el contacto de los testículos de Oliver, que gemía excitado entre efluvios alcohólicos, imaginando que eso era un sueño demasiado real. Cuando el chico hubo satisfecho su hambre, se levantó y se sentó a horcajadas sobre la cadera de Oliver, guiando con la mano esa hombría hacia su propio ano. Empezó a hacer fuerza para abajo, comprobando los límites de su propia resistencia, hasta que no podía más y se volvía a levantar, siguiendo con un nuevo intento, hasta que consiguió acomodar todo el pene de Oliver en su interior. Ambos sentían la calidez del otro en ese pequeño espacio, y el chico empezó a impulsarse con las rodillas hacia arriba para luego caer con fuerza. Oliver levantó las manos y las apoyó en las nalgas del chico, como queriendo colaborar y ayudar al caballero veneciano en su trabajo. Ambos gemían al unísono con cada enérgico descenso y varias caídas después, Oliver no pudo aguantar más y su semen se desperdigó por el interior del chico. Este no quería ser menos y se sacudió a sí mismo, desparramando su propia leche sobre las sábanas de la cama y sobre Oliver.

Sin embargo, no habían quedado satisfechos, y la escena se repitió. Esta vez el chico a cuatro patas y Oliver arrodillado detrás de él, embistiendo su poderoso miembro contra aquel culo estrecho y respingón. Parecía un toro, grande y fuerte, que poseía a un ser más pequeño que él, y tras varias sacudidas que pusieron a prueba al caballero veneciano, volvió a regar ese ano con su simiente. La noche y el chico le pertenecían a él y alternaron posturas y ritmos hasta un total de cinco veces, tras lo cual cayeron rendidos, el pene de Oliver y el culo del chico rojos tras muchos embates.

La mañana les sorprendió a ambos dormidos en la cama del chico. Oliver fue el primero en despertar, la cabeza dolorida por la resaca e intentando averiguar dónde se encontraba. El sueño les había invadido juntos; la cabeza del chico y una de sus manos reposaban contra el pecho de Oliver, que tenía su brazo atrapado bajo el cuello de ese chaval. La ropa de ambos todavía yacía desperdigada por el suelo, con lo cual no había ropa que estorbase el contacto de sus cuerpos. Cuando Oliver abrió los ojos, los paseó por la habitación, la cual le resultaba extrañamente familiar. Al otro lado de la habitación, un escritorio con un ordenador, junto a un armario empotrado. En la pared de la izquierda, el sol entraba a raudales por la ventana. A su derecha había algunos posters por varias partes, en su mayoría de grupos musicales bastante conocidos, pero había visto antes la disposición en que estaban colocados.

Intentó que su cabeza resacosa recordase, y fue entonces cuando algo en su cabeza pareció activar algún recuerdo. Era una sensación extraña, casi pavorosa, y para cerciorarse de ello, miró al chico con el que había yacido esa noche. La máscara se le había caído en algún momento y contempló, horrorizado, aquel rostro.

El caballero veneciano era su hermano.