La máscara del machismo
Aferrado a una falsa imagen de virilidad, un hombre estéril y sin cura posible convence a su mujer de que le sea infiel, tenga hijos y se salven las apariencias. Pero no mide las consecuencias de su plan.
Hace unos meses, Superpopelle reeditó uno de aquellos viejos relatos de las revistas de los años 70: Crema catalana. Me pareció una idea excelente resucitar esos magníficos autores que fueron pioneros en este tema. Esta serie de relatos que intento ir enviando para su publicación, es mi granito de arena, aunque apenas he podido rescatar unos pocos. Animo a los que hayan sido mas previsores, y tengan aun alguna de aquellas revistas, a que los saquen a la luz, para intentar enseñar algo a los nuevos autores.
De joven siempre fui algo engreído y estaba orgulloso de mi presencia física, simpatía y dotes de conquistador. Desde luego, no se me daba mal con las chicas y las tenía locas por mis huesos, como vulgarmente se dice.
Tuve varias novias, con las que flirteé y mantuve relaciones más o menos íntimas y que dejaba no sé por qué. ¿Machismo? Me consideraba el amo del mundo en este aspecto hasta que me puse en relaciones formales con la que hoy es mí mujer. Al hacerlo, sufrí un cambio radical en mis sentimientos y forma de comportarme.
A pesar de continuar estando absolutamente convencido de mi superioridad sobre las mujeres, a ésta la respetaba y la trataba con marcada ternura, y me sentía más fuerte al ofrecerle mí cariño y protección.
Tuvimos relaciones sexuales prematrimoniales, tomando las naturales precauciones para no dejarla embarazada. Nos casamos y vivíamos inmersos en una envidiable felicidad.
Sin embargo, después de tres años de matrimonio, y sin haber hecho nada para evitarlo, no conseguíamos tener hijos.
Como los dos lo deseábamos formalmente, visitamos varios ginecólogos sin que ninguno de ellos encontrara en mi esposa la más mínima causa que pudiera producir "su" esterilidad.
Todos los meses esperábamos con impaciencia la fecha de la menstruación, que se presentaba inexorablemente con una puntualidad y regularidad más digna de mejor causa.
En una ocasión, uno de los especialistas que visitamos nos dijo indiferente, con esa crudeza rayana en el cinismo que la práctica de muchos años en la profesión y la vista de tantos y tantos casos que no les atañen personalmente es natural les produzca, que, a veces, existen incompatibilidades entre personas completamente normales y que ello da lugar a que una mujer no consiga tener hijos con su marido poniendo todos los medios para obtenerlos y, en cambio, los tiene con el vecino haciendo lo posible por evitarlos.
Lo consideré como una broma de mal gusto y no me digné contestarle.
Y así transcurría nuestra vida hasta que...
El último especialista que visitamos, tras informarse detalladamente de nuestras andanzas por otros consultorios, y tras examinar detenidamente a mi esposa y no encontrar, como los otros, malformación alguna, dijo, ante mi mayor asombro, que me quería examinar también a mí.
Yo no lo tomé en serio, porque mi aspecto no puede ser más normal y saludable y, gracias a Dios, creo y hasta presumo de estar bien dotado anatómicamente en mis órganos sexuales y disfrutar de unas erecciones envidiables.
Pero el doctor lo decía muy en serio.
Y, entre sorprendido y divertido, y más que nada por complacer a mi esposa, que, con una risita enigmática, me lo rogaba también, me dejé reconocer también y accedí después a que me hiciese un examen de semen.
Los resultados del análisis no pudieron ser más desastrosos y apabullantes para mí.
El médico nos dijo que, sin ningún género de dudas, la causa de nuestra esterilidad residía en mí, y muy paciente y documentadamente nos empezó a explicar las razones en que fundaba su diagnóstico.
Creo recordar que habló algo de la escasa movilidad y defectuosa conformación de los espermatozoides..., pero no me hagan mucho caso, porque en aquellos momentos no me enteraba ni me importaba nada de sus explicaciones.
Lo único que comprendía, y con excelente claridad por cierto, dejándome destrozado, como si me hubieran dado un mazazo en la cabeza, era que yo no era tan macho como había creído toda mi vida, que no era apto para fecundar a una mujer... y que no le veía un posible remedio por ninguna parte.
Era lo peor que me podían haber dicho.
Por si la noticia en sí no tuviera la suficiente importancia como para trastornarme, no sé si serían aprensiones mías, pero creí distinguir, tanto en él como en mi esposa, una sonrisita irónica que me crispaba los nervios.
De buena gana le hubiera roto la cara de un puñetazo; pero, por fortuna, logré contenerme.
Mientras bajábamos la escalera supliqué encarecidamente a mi esposa, humillándome como un perrillo faldero, que, por lo que más quisiera, no dijera a nadie lo que nos habían dicho a nosotros.
Y me volvió el color a la cara y volví a respirar algo aliviado cuando me respondió con sinceridad que no me preocupase ni lo tomara tan a pecho.
Que no era necesario que le recordase lo que consideraba un elemental deber de esposa y que lo principal era que todo esto no afectara a nuestro cariño, asegurándome por su parte que, lejos de disminuirlo, lo acrecentaría para poder suplir el que confiábamos obtener de los hijos.
¡Cómo le agradecí sus palabras y qué apasionadamente la besé llamándola emocionado mi ángel tutelar!
Con sus caricias, vivacidad, simpatía y natural alegría consiguió, por el momento, hacer desaparecer el carácter trágico con que yo había revestido la escena.
Como pueden figurarse, pasé unos días abatido y sin humor para nada; la fatalidad conseguía el efecto de transformarme sin transición de un hombre triunfador y seguro de si mismo, en un miserable eunuco que, de allí en adelante, había de esconder avergonzado la cabeza.
Gracias al cariño y comprensión de mi esposa, que se mostró a la altura de las circunstancias, fui saliendo lentamente del estado de depresión en que me hallaba sumido.
Nada dijimos a nadie de lo que nos ocurría; mi orgullo no podía permitir que trascendiera y llegara a ser de dominio público.
Pasó algún tiempo y mi esposa, con esa habilidad y diplomacia que Dios ha concedido a las mujeres, empezó a inculcarme la idea de que podíamos adoptar un niño.
Yo, al principio, no contestaba. Pero algo, allá dentro, me hacia rechazar la sugerencia de mi esposa.
Me sentía culpable de haberla defraudado, estaba convencido de que, aunque involuntariamente, había destrozado los más puros, naturales e íntimos deseos y derechos de toda mujer a ser madre.
¿Por qué había de consentir a mi esposa adoptar un niño de padres desconocidos, que nadie sabe qué problemas originaría tarde o temprano, pudiéndolos tener propios? ¿Qué culpa tenía ella de que yo no pudiera dárselos?
¿El amor no es abnegación, entrega, sacrificio, renunciación... y no sé cuántas cosas más? ¿Y yo no le repito reiteradamente, y es verdad, que la quiero con toda el alma y que soy capaz, por hacerla feliz, de cualquier sacrificio?
Pues... ¡a demostrarlo tocan! Y el movimiento se demuestra andando.
¿Que para mí supone una prueba terrible al consentir que mi mujer se acueste con un desconocido?
Pues, sí, es cierto; pero eso y más haría yo por concederle la dicha de ser madre.
Lo que no comprendía yo entonces es que quizá la principal y verdadera razón de mi forma de reaccionar fuera el miedo patológico a que la gente se enterase de que yo era un tarado sexual.
En resumen, tras muchos titubeos, una noche me decidí y, aparentando no darle mucha importancia por mi parte, comuniqué a mi esposa lo que estaba pensando.
Ella, en el primer momento, se ofendió replicándome que estaba loco, que ella no era una cualquiera y que jamás consentiría en una idea tan descabellada.
Pero, ante mi persuasiva insistencia y razonamientos, fue cediendo y no encontrando tan absurda la idea.
Planeamos una excursión a Ibiza y fue allí, no se me olvidará en la vida, donde se consumó lo irreparable; en San Antonio, por más señas.
La dejaba salir sola por las tardes mientras yo me iba a rumiar mis pensamientos frente al mar... como lo que era.
Al tercer día, ya en el hotel, me dijo aparentemente distraída, pero mirándome con el rabillo del ojo para no perder detalle de mis reacciones, que había quedado citada para el día siguiente con un hombre que no le desagradaba. Y añadió que aún estábamos a tiempo y que lo pensara bien, no fuera luego a arrepentirme y a echarle en cara el haber consentido en sus proposiciones.
Yo disimulé bastante bien estas reacciones y le dije que no temiera nada. (Yo mantenía mi palabra; había prometido hacerla feliz y lo cumpliría ¡aunque reventase!
Al día siguiente volvió bastante tarde al hotel.
Al verme, sólo hizo un imperceptible, aunque elocuente gesto afirmativo con la cabeza y no dijo una palabra... ni yo le pregunté.
Los dos nos sentíamos avergonzados y agradecí su prudencia y discreción.
Pasaron unos días de expectación en los que no me atrevía a hacer el amor con ella por miedo a echarlo todo a perder; llegó la fecha de la regla... y no la tuvo. Respiramos hondo y nos sentimos radiantes de felicidad como niños que hubieran cometido una travesura.
Tuvo una niña preciosa en la que pusimos todo nuestro cariño.
Recibí cínicamente complacido los parabienes y pláceme de los amigos. Ya nadie podía poner en duda que yo era todo un hombre.
Todo había resultado perfecto; nuestro amor no se resintió en lo más mínimo y el trauma que me ocasionaron los acontecimientos de Ibiza fue desapareciendo, afortunadamente, con mayor rapidez de lo que había supuesto.
Pasó un año. Nos sentíamos dichosos y libres por completo de complejos o remordimientos. Hasta nos permitíamos bromear sobre nuestra "travesura" y, poco a poco, me fui enterando de pormenores y detalles de la misma, sin que, incomprensiblemente, me produjeran ni el más leve asomo de celos.
Consideraba yo que habían terminado mis cavilaciones y que podía vivir ya siempre tranquilo, cuando mi esposa comenzó a mostrar vehementes deseos de tener otro hijo.
Yo me consideraba de ideas avanzadas y hasta orgulloso de haber salido airoso en la pugna por librarme de rancios prejuicios; pero tenía muy presente lo que siempre se ha dicho de que "nunca segundas partes fueron buenas".
Comenzó de nuevo una lucha en mi interior entre mí "honor" y mi "deber".
A mí me gustan también mucho los niños; pero el modo de conseguirlo era demasiado expuesto y denigrante para mi.
Pero, ¿qué fuerza moral tenia ya para oponerme a los deseos de ella?
Por si fuera poco, las amistades no hacían nada más que importunarnos, preguntando que cuándo buscábamos la parejita. ¿Qué les importaría a ellos?
Pasando por alto innecesarios y bochornosos detalles, les diré, para abreviar, que diez meses después dio a luz mi señora otra preciosa niña.
¡¡¡Y dos años más tarde..., un niño!!!
Creí llegado el momento de plantarme y decir muy enérgicamente a mi esposa que ya estaba bien.
Teníamos tres niños sanos y adorables, nadie se podía figurar nuestra doble vida, disfrutábamos de una existencia cómoda y feliz, otros matrimonios nos envidiaban y repetían a mi esposa qué suerte había tenido al casarse conmigo... ¿Qué más podíamos desear?
Ella asintió comprensiva a mis palabras y, con la más ingenua de sus sonrisas, me contestó dulcemente:
-No te preocupes, de hoy en adelante tomaré la píldora.
El estupor que me producen estas sencillas palabras no me permiten articular sonido alguno; quedo como paralizado.
Aún trato de creer que lo dice en un rasgo de humor negro; pero he de convencerme de que lo dice en serio, como la cosa más natural del mundo.
Y lo chocante es que considero muy lógica la actitud de ella y estoy convencido de que tengo muy merecido lo que me pasa.
Y me pregunto angustiado:
¿Es que ya me toma a pitorreo o cree que si le he consentido acostarse con otros es porque a mí me gusta que lo haga?
¿Se habrá entregado en otras ocasiones y yo no me he enterado?
Dada mi imposibilidad para reaccionar como quisiera, vencido y humillado hasta lo más despreciable, sólo encuentro algún alivio a mi infortunio pensando en cuántas profundas e íntimas tragedias como la mía se esconderán tras las sonrientes caras de probos varones.