La masajista de la playa

Un chico conoce a una exótica masajista en una playa y comienza una sensual y tormentosa relación a espaldas de su pareja.

LA MASAJISTA DE LA PLAYA

Hay momentos de la vida que merecerían ocupar un lugar privilegiado en nuestra memoria. Uno de ellos es cuando viajas, en mi caso a la playa, con tu novia, tu primera novia, lejos del siempre agobiante control paterno. Y aunque estos momentos no siempre son tan fascinantes como cuando están en nuestra mente, a veces, surgen historias inesperadas que nos salvan de las garras de la rutina.

Yo tengo la comprobada teoría de que en la vida no se escoge lo que se quiere, sino lo que se puede o lo que otros más preparados te dejan. Si de escoger lo que uno quiere se tratara yo me habría quedado con Sandra, su tatuaje a la altura del omóplato y su cuerpazo de escándalo, o con Sofía que, aunque menos curvilínea, tenía unos ojos preciosos de color lapislázuli, y una voz susurrante que inducía a la hipnosis. Pero ni Sandra ni Sofía me hicieron caso. Ambas me dieron calabazas: una riéndose cuando se lo planteé y la otra dando la callada por respuesta. Tenían planes en los que yo no entraba, ni podía participar. Ellas tenían la mente puesta en otros chicos más altos, más guapos, más divertidos o con un futuro más prometedor.

Olga sí me hizo caso y por eso estábamos juntos. No estaba muy buena ni era muy guapa, pero fue lo que pude conseguir. Y a fin de cuentas la mente te hace percibir que lo que posees es lo mejor. Me la presentó Sergio, un amigo en común que sabía que yo andaba no ya necesitado, sino muerto de hambre. En algo menos de un mes, y con tres o cuatro citas previas, ya lo estábamos haciendo en la cama de matrimonio de la casa de sus padres. Ella no era virgen y yo sí, pero no me importó.

Me gustaba besarla y acariciarla, juguetear con sus pechos, chupar sus pezones, a pesar de que le sobraban bastantes kilos acumulados en caderas y muslos y un par de mollas que le afeaban el vientre. Pero la suavidad de su piel y unas tetas muy bonitas y blancas como la horchata a las que la gravedad no había condenado, compensaban las imperfecciones.

Confieso que follar con ella no era mucho mejor que hacerse una paja. Con frecuencia era peor incluso. Ella se tumbaba boca arriba, separaba un poco las piernas y yo la penetraba. Aunque yo me empeñaba en que practicáramos alguna otra postura, para romper la monotonía, ella se negaba en redondo. Tenía la flexibilidad de un tronco, de una viga de hormigón, tal vez. Y la flexibilidad de su mente aún era menor que la de su cuerpo. Nada que ver con todas esas actrices porno que tenían pinta de hacer pasar a sus parejas ratos inolvidables con su elasticidad insultante y sus sensuales movimientos cuando practicaban el coito.

Su repertorio sexual terminaba en lo de tumbarse boca arriba. No me la chupaba porque decía que le daba asco. Esto fue una decepción enorme. Con la ilusión que me hacía que se introdujera mi polla entera en su boca.

Pero es que ni siquiera me dejaba comerle el coño porque decía que le hacía cosquillas y que no le gustaba. A mí no me importaba que lo tuviera muy peludo. Cuando la veía desnuda quería amorrarme ahí para dar rienda suelta a todo mi ímpetu sexual a mis anchas, pero no me lo permitía apenas. Unos segundos como mucho, siempre insuficientes para aquietar mi desatado lado salvaje.

Olga tampoco me dejaba metérsela todo el rato que a mí me apetecía. De pronto y decidiendo siempre por ambos te decía: “vale ya” y se ponía de medio lado, importándole un comino si yo me había corrido en el preservativo o no. Entonces no quedaba otro remedio que aguantarse y callarse, so pena de que se enfadara.

Y por supuesto, que por nada del mundo se me ocurriera eyacular en su cuerpo. Lo hice en una ocasión y me llevé una bronca de campeonato. Hizo una mueca de asco de la que nunca me olvidaré. Y yo que pensaba que eso era normal en la pareja. Ya empezaba a tener claro que me iba a tocar masturbarme encima de la taza del váter para terminar la faena más veces de las que yo quisiera. Es frustrante no tener novia, pero también lo es tenerla y no poder hacer con ella todo lo que uno siempre ha soñado.

La mañana de aquel lunes estaba muy soleada. Una agradable brisa corría por la playa abarrotada. Nos situamos a unos cinco metros de donde alcanza el agua de las últimas olas, la zona por donde caminan los paseantes y los niños hacen castillos. Desplegamos las toallas, nos quitamos las chancletas y nos tumbamos. En mis funciones de porteador de Olga, le había llevado una tumbona de plástico, porque claro, ella no estaba cómoda sobre la arena, y mucho menos si había colillas, restos de conchas o cualquier otra inmundicia. Me lo había repetido hasta la saciedad. Mis chancletas tenían una tira que abrazaba el empeine, las suyas eran de estas que se sujetan con un cordel al dedo pulgar del pie. Siempre me han dado repelús esa clase de chancletas. Le apliqué crema a Olga en la espalda y ella hizo otro tanto conmigo. Tenía las uñas de los pies pintadas de azul.

Al cabo de un rato Olga se incorporó. Había traído en una monumental bolsa, una colchoneta hinchable. Soplé y soplé como un lobo feroz iracundo hasta que la dejé preparada. Soplar siempre ha sido una servidumbre absurda e incomprensiblemente ligada a los hombres, como la de llevar las tumbonas.

—Me voy al agua —anunció Olga—. ¿Te vienes?

—¿No será mejor que me quede para guardar las cosas? No me fío. Ya iré luego.

—Como quieras. Yo me meto.

Y dicho esto se encaminó al mar.

Una mujer hermosa tomaba el sol con las tetas al aire no lejos de donde yo estaba. Tumbado boca abajo devoré secretamente con mi mirada sus encantos. Una niña de unos dos años se afanaba en llevar cubos de agua a un padre joven que construía con suma concentración un castillo rodeado por un foso. El padre daba indicaciones a la pequeña en francés.

Tendido sobre la toalla boca abajo, me puse a leer una novela sobre un caballero templario al que expulsan de la orden que había traído para hacer más llevadero ese sinnúmero de horas libres de que uno dispone en vacaciones, y más viviendo en un hotel. No había leído dos páginas siquiera cuando algo me hizo sombra a la espalda. Puse el marca-páginas en el libro y me volteé creyendo que sería Olga, ya de regreso tras su divertimento acuático, pero me encontré con una chica de rasgos orientales que me sonreía. Por los rasgos no me pareció que fuera china, pero no pude precisar su país de procedencia.

—Una pielna, sinco eulo. Todo dies eulo —me soltó a golpes de voz en su macarrónico español. Apenas tardé en comprender que se trataba de una masajista ilegal ofreciendo sus servicios.

Tenía un cuerpo menudo, compacto y estaba muy bronceada. Llevaba puesto un bañador negro. Me gustaba la chica, su proximidad me transmitía una oleada de paz que recorrió mi interior. No me puse en guardia, como me suele suceder cuando me asaltan para venderme algo que no necesito. No soy demasiado caprichoso, pero no quería que aquella chica se fuera porque me había dado buena impresión, así que la retuve de la única forma posible. Antes de nada me puse en pie ojo avizor para asegurarme de que Olga seguía dentro del mar. Contemplé la colchoneta verde fosforescente entre los bañistas a una considerable distancia y me decidí. Había sombrillas y gente delante y dudaba de que pudiera verme, pero lógicamente prefería ahorrarme explicaciones.

—Hazme un masaje completo, sí —accedí.

Alargué la mano hasta mi monedero y le entregué un billete de diez euros que ella, presta, se guardó en una riñonera de cuero.

Boca abajo me untó un aceite que sacó de la riñonera en la parte trasera de las piernas y con sus suaves manos me fue amasando los músculos produciéndome un gusto que a punto estuvo de adormecerme. Sus dedos firmes y vivarachos me transmitían un escalofriante goce que no sabía que se podía conseguir con un simple masaje. Luego se colocó a horcajadas sobre la parte baja de mi espalda y se dedicó a trabajarme los brazos con enérgicos movimientos. Mi pene se iba irguiendo dolorosamente al sentir el peso de su culo pequeño y duro a través de la tela del bañador. Remató el masaje poniendo sus pies sobre mi espalda y guardando el equilibrio, dejándome a resultas de todo aquello, muy relajado.

—¿Cómo te llamas?

—¿Cómo? —inquirió.

—Nombre, tu nombre —dije silabeando con toda la claridad posible.

—Enidei.

Dijo algo así. La transcripción fonética era harto complicada teniendo en cuenta lo extraño de su pronunciación y lo limitado de mi comprensión.

—Un nombre precioso.

—Glasia.

—Tu país, país.

—Malasia.

Solo hay una clase de personas más desesperadas que los solitarios por tener una aventura, los emparejados no convencidos. Me gustaba Enidei. Me gustaba mucho Enidei. Me la habría comido empezando por cualquier lugar del cuerpo.

Al terminar le di otros diez euros, que ella se guardó, porque no quería robarle su tiempo.

—Necesito otro masaje —le dije mirándola fijamente.

Ella no respondió enseguida. Me estudiaba.

—¿Qué quiele de mí?

—Todo. Completo.

Sonrió exhibiendo una buena dentadura y me sostuvo la mirada. Sentí algo intenso y creo que compartimos la misma sensación. Fue algo precioso. Mejor que cualquier cosa que había sentido con Olga.

—Plimelo, homble sometido a la mujé, luego yo en otlo momento dalte otla clase de masague.

Acepté el pacto encantado de la vida. Pensaba aceptar cualquier cosa.

Comprobé que Olga seguía a considerable distancia, ajena a lo que estaba pasando allí. Nadie me miraba. Aunque alguien hubiera reparado en nosotros, nadie me conocía allí. Un señor mayor leía un periódico inglés sentado en una hamaca a unos metros, cobijado del sol por una sombrilla. Un hombre más joven dormitaba sobre una estera a nuestra derecha, poniendo los brazos a modo de almohada.

Enidei colocó las toallas de Olga y mía encima de la tumbona, de manera que debajo quedó un habitáculo al que entraba algo de luz por los extremos de la hamaca. Aunque, sin duda, lo mejor es que estaba protegido de miradas curiosas. Era un lugar muy apropiado para cambiarse de bañador, o algo que requiriera intimidad.

Enidei se deslizó hacia el interior de aquel improvisado reducto y luego lo hice yo. Dentro había penumbra y se concentraba un calor bochornoso. Ella se despojó de su bañador y de su riñonera, yo de mis bermudas. Traté de sobar su bello cuerpo a mi antojo, pero ella se zafó, impidiéndolo. Mi polla estaba tiesa y a ella no parecía importarle.

—Manos quietas. Ahola homble sometido.

Acto seguido me indicó que me tumbara boca arriba. Ella colocó su entrepierna sobre mi boca y yo procedí a chupar su coño lo mejor que supe. Tenía pelo áspero encima de su raja. Ella permanecía en silencio, trémula. No sé que habría dado por agarrarme a ese culo redondito y duro, por estrechar contra mí su cuerpo adolescente y lascivo aunque fuera por unos segundos, pero la obedecí. Ella enseguida chorreó y tuvo como un rapto, un movimiento involuntario de sus piernas.

Luego le chupé el ano a mi amante moviendo la lengua todo lo rápido que pude, notando como se escurrían los jugos a mi boca. Me sentía feliz como un cerdo retozando en un barrizal.

No llevábamos apenas tiempo pero decidí no abusar de mi suerte. Me puse el bañador con dificultades por culpa de la erección y, asegurándome de que no había moros en la costa, salí al exterior. Ella me imitó muy poco después. Nadie se nos quedó contemplando tras nuestra triunfal salida del escondrijo. Habíamos pasado desapercibidos. Aquel fugaz encuentro amoroso era nuestro secreto.

—Necesito verte pronto —le supliqué con una intensidad tan grande que me asusté a mí mismo. Tenía la imperiosa necesidad de estar con ella.

—Esta noche. Cuatlo. Ahí. Haré todo posible.

Y señaló unas duchas que había junto a una pasarela de madera que comunicaba la playa con el paseo marítimo.

Enseguida captó que el mejor momento para quedar era por la noche. Sabía que yo estaba con alguien y que solo podría quedar a esas horas clandestinas en las que todos los gatos son pardos. También me dejaba caer que quizá no se presentara. No porque no le apeteciera. Sino porque quizá no pudiera. Ella seguramente viviría hacinada en un piso. Quizá controlada por alguien que se lucraba con aquel negocio. Jugando al despiste con la policía que controlaba la venta ambulante. No conocía los detalles, pero no había tiempo para más.

Al rato llegó Olga, caminando con cierto bamboleo de senos. No estaba buena. No llamaba la atención. Ningún chico volvía la cabeza para mirarla, para recrearse en la contemplación de su trasero. Era joven y eso la salvaba, pero estaba empezando a descuidarse. Yo me había quedado quieto, pensativo, con el libro a mis pies. La erección había desaparecido.

—¿Se puede saber qué haces? ¿Por qué has puesto las toallas así?

“—Si tú supieras… —pensé.”

—Las he puesto así para que se secaran —improvisé—. Antes han pasado unos niños que iban empapados y han salpicado.

—Ah.

Pareció convencida con la explicación. Luego me escrutó. Me hizo sentirme mal. Por un momento pensé que se había enterado de todo.

—¿Qué pasa? —pregunté lo más tranquilo que pude, aunque como es natural, en mi fuero interno sentía una desazón muy grande.

—Llevas crema encima de los labios y por la barbilla.

Me la extendí por la cara. Evidentemente no era crema de protección solar, pero tampoco era cuestión de decírselo.

Se secó con su toalla y luego se tumbó en la hamaca a tomar el sol. Yo retomé la lectura del libro de templarios. Estaba interesante. Más que hablar con Olga. Opté por no bañarme.

Comimos en el hotel. La verdad es que es un poco aburrido estar en pareja. Te has contado todo tantas veces que es difícil encontrar novedades. Uno tiene que tratar de entresacar cosas nuevas de entre tanta repetición.

Olga comía mucho. La daba igual ganar peso. No se cuidaba y no hacía ningún deporte. Era carnívora y una glotona insaciable con los postres. De hecho ese día pidió un trozo de tarta de queso que no entraba dentro del menú y que hubo de pagar aparte. Cada día que pasaba estaba más blanda, menos apetecible. El único ejercicio que le gustaba era salir a dar paseos, siempre y cuando fuera para comprarse algo. Follar parecía hacerlo más por obligación que por placer y, desde luego, en la cama no quemaba muchas calorías precisamente, pues su movilidad no era mayor que la de un saco de patatas.

Matamos la tarde recorriendo la ciudad en busca de tenderetes callejeros. Al caer la noche cenamos en el hotel y después de la cena asistimos en el propio hotel a una actuación de un mago con bastante sentido del humor que nos hizo pasar un buen rato. Había alguno que celebraba el menor chiste con sonoras carcajadas y contagiaba de buen rollo a la concurrencia. El ilusionista estaba todo el rato diciendo tonterías como: “Este truco no me ha salido todavía ni en los ensayos”. Y la gente se partía de risa.

Tras el mago que se llamaba Mister Black, llegó una actuación de cuatro bailarines muy ligeros de ropa, dos hombres y dos mujeres de raza negra. Los hombres estaban fibrados y eran ágiles y las mujeres eran esbeltas, bellas y también se les marcaban los músculos. Una tenía una larga cabellera y la otra llevaba el pelo corto teñido de rubio.

Bailaron una serie de ritmos africanos o jamaicanos o yo qué sé con una energía tremenda y, para poner el colofón hicieron subir a los niños que allí se congregaban para bailar todos juntos una canción de moda, guiados por las chicas.

Mi mirada no podía apartarse de los cuerpos fascinantes de esas negritas, esos abdominales llenos de surcos, la espalda abultada de tanto músculo oculto o inexistente en mi novia. Más buenas imposible. Quien tuviera semejantes pibones entre los brazos aunque fuera unos segundos. Quien pudiera acariciar esos culos redondos y bien definidos. Si hubiera permanecido con la boca abierta, creo que me habría secado de tanto como se me caía la baba. El público estaba entregado y aplaudimos a rabiar al final de la actuación.

Ya en la habitación del hotel me dirigí a Olga:

—Olga, mañana me voy a levantar pronto para ir a correr. ¿Quieres venirte?

—Ni harta de vino.

—Vale, pues nada.

—Ya sabes que no me gusta el deporte.

“—Ya se ve, a ti lo que te gusta es zampar.”

Me puse el despertador a las cuatro menos cuarto para que sonara con la menor estridencia posible y no molestara a Olga. Fíjense hasta dónde llegaba el patetismo de nuestra relación que nadie sugirió follar. Y eso que en nuestra ciudad del interior, ninguno teníamos casa y las posibilidades de echar un polvo en condiciones no eran muy numerosas. A mí, francamente, cada vez me apetecía menos.

A las cuatro menos cinco ya estaba en el lugar convenido vestido con mi ropa deportiva. Por el paseo marítimo se veían grupillos de guiris que volvían andando de las zonas de marcha, armando un poco de alboroto. Un tractor equipado con un gran foco y un mecanismo frontal limpiaba la arena de colillas y demás desperdicios, además de alisar la arena.

Enidei llegó caminando hasta donde me encontraba. La pegué un abrazo antes de que tuviera tiempo de ponerme condiciones. No se resistió. Llevaba una camiseta y pantalones cortos. No llevaba sujetador, ni falta que le hacía.

La incomodaba estar allí expuesta, a la mirada de los viandantes, así que me agarró de la mano y me llevó por la pasarela hasta la playa, ahora desierta. Y allí nos sentamos, amparados por la oscuridad. Ni yo mismo sé cómo podía tener tan claro que quería entablar una relación con ella, pero lo tenía claro.

—¿Dónde vives?

—Piso con sinco compañelas. Ama se queda setenta po siento de ganacia de masague. Vive en piso abajo. Yo he salido a escondidas.

—¿Y siempre estás aquí?

—No, solo mese velano. Lesto de año tlabajo en un talle de confesió.

—Sin contrato, me imagino. ¿Por qué no lo denuncias?

—Tú no complende. Mi helmano está en la calcel. Tengo que pagá a un abogado muy calo, para levisió condena. Yo no tengo otla manela de gana dinelo, mi familia es campesina, muy poble, padle aluinado, aquí gano má. Aquí un me, allí un año.

—Esa ama se está aprovechando de vosotras.

—Clalo, pelo ella da segulidad jurídica, ella paga multa, para nosotras no expulsa. Ella nos tlajo, le debemos diez años de tlabajo. Era el tlato. Hay que cumpli lo tlato.

Me entristeció oír estas palabras en ese ambiente despilfarrador y ostentoso de hoteles, fumadores de puros, tipos musculados con motos acuáticas y señoras enjoyadas. La abracé y se me saltaron las lágrimas, pero ella no lo vio porque estaba oscuro. Pero el contacto del cuerpo de la mujer tuvo efectos en mi polla, un apéndice poco respetuoso con los arrebatos románticos. Ella se acurrucó contra mi cuerpo y yo la rodeé con los brazos.

—Tú no enamolado de tu chica —me dijo.

Chasqueé los labios.

—No, no me gusta. Está gorda. Siempre está comiendo. No sé ni por qué estoy con ella. Folla poco y mal. Tenemos muy poco en común.

—Yo no hablo bien españo.

—Tonterías —negué—, hablas de maravilla, corazón. Yo en tu idioma no entendería ni media palabra.

—Eta mañana, vi en tu mirada tristeza. Tú tiene el colazón apagado.

Y Edinei se volvió. Y nos besamos impetuosamente en los labios, sellando nuestro compromiso. Uno no sabe lo que es el amor hasta que lo tiene encima.

Antes de que pudiera meterle mano, Edinei tomó la iniciativa.

—Vamo a enterrarte. Tú debe sé fuete como un albol. Entiela el pasado y blotalá lo nuevo.

Nos pusimos a escarbar un agujero pequeño y profundo con las dos manos. Me descalcé y me desnudé por completo dejando toda la ropa metida dentro de la camiseta, para que no se la pudiera llevar el viento. Luego me metí en aquel hoyo de manera que mis piernas quedaron enterradas y mis partes a un palmo del suelo. Ella completó los huecos que quedaban entre mis piernas y las paredes del agujero con la arena que habíamos sacado y compactó la arena pisando alrededor de mi cuerpo.

—Tú esta mañana, sometido. Ahora tú gosa.

Fue hasta mi pene y poco a poco se lo introdujo en la boca. Los músculos de mis piernas se tensaron mientras disfrutaba de todo el placer que Enidei sabía darme. Movía la lengua con suma precisión, para mi deleite. También chupó mis testículos. Luego siguió chupando mi miembro hasta que ya no pude aguantar más y una potente descarga de semen alcanzó su cara. No puedo precisar dónde porque estaba muy oscuro.

Luego nos revolcamos por la arena, extasiados, palpando nuestros cuerpos hasta el último centímetro, dando vueltas por el suelo, combatientes de una guerra pacífica y maravillosa.

Luego me ayudó a desenterrarme y lo hicimos conmigo tumbado y ella a horcajadas, cabalgándome sensualmente y poniéndome las manos en el torso. Después de un buen rato se dio la vuelta ofreciéndome su espalda. Yo la agarraba por su fino talle.

Luego para quitarnos la arena nos lanzamos al agua y allí, donde no cubre, me la follé conmigo de pie y ella colgada de mis hombros y con sus piernas en torno a mi espalda. No me resultaba nada pesado hacerlo así. Me incliné hacia delante un poco para correrme.

Al final, exhaustos, me tumbé sobre la arena. Ella apoyó la cabeza contra mi abdomen y yo aproveché para acariciar su pelo mojado. Entonces me fijé en que cuarenta o cincuenta metros más a la izquierda había un grupo de jóvenes desnudos entregados a parecidas diversiones que las nuestras.

—Quiero seguir viéndote —expuse.

—Imposible —se negó—. Yo liesgo vení aquí. Mucho liesgo. Yo no puedo.

—Vente conmigo. Te ayudaré.

—No puedo. Ama conoce gente mala. Yo cumplí tlato. Yo no lible. Te pondlia en peliglo.

La tristeza me embargó, porque no quería contrariarla.

—Conselva lecuerdo. Nosotros siempre junto en lecueldo —me dijo.

Y dicho esto se fue. Fue la última vez que la vi. El resto de los días nos pusimos en la misma zona de la playa, pero ella se cuidó mucho de no dejarse ver. Mi teoría de que uno se queda, no con lo quiere, sino con lo que le dejan, se confirmaba una vez más. Parecía que todo había sido un sueño. Un bonito sueño. El sueño de una noche de verano.

Cuando llegué a la habitación del hotel ya empezaban a verse las primeras luces del alba. Olga no se había despertado todavía. Me duché procurando no molestarla.

Al salir de la ducha secándome con la toalla, ya estaba despierta.

—Bueno, ¿Qué? ¿Has corrido mucho?

—Bastante.

—¿Cuántos kilómetros?

—En kilómetros no te lo puedo precisar, pero he corrido como nunca.

—¡Qué ganas! Madrugar tanto para pegarte semejante sudada.

—Pues ya ves. A mí me gusta. Me lo he pasado muy bien.

Olga negaba con la cabeza.

—No entiendo como te puede gustar correr.