La mariposa en la botella de Tequila.
Una pareja de universitarios es asesinada mientras mantienen relaciones sexuales en su habitación. Una joven, y novata inspectora de policía, investigará el crimen.
La taza, de porcelana barata, se fragmentó en varios pedazos, tras caer al suelo, en el momento en que la enfermera auxiliar la intentó depositar sobre la mano de la muchacha. El leve impacto, llamó la atención de los hombres que inspeccionaban los cajones del mueble bar y al momento, todas las miradas recaían sobre la tila que ahora empapaba la desgastada alfombra sobre la que se asentaba el sofá.
Temblorosa, con la mirada perdida en la mancha, que se extendía lentamente sobre la alfombra, la compañera de Irene, comenzó a gimotear de nuevo, mientras se tapaba el rostro con las manos. La enfermera estrechó sus brazos de manera cariñosa, sobre el cuerpo de la joven, al tiempo que escrutaba con la mirada el interior de la habitación contigua, esperando recibir ordenes del medico que permanecía explicando a la policía los detalles de las cuchilladas recibidas por Irene y su pareja.
El escueto mobiliario de la habitación, se encontraba sumergido entre columnas de libros, y folios, escritos durante las interminables horas de universidad. De no ser por el testimonio de la compañera de Irene, que explicó que aquel desorden era habitual, los policías abrían interpretado la escena, como un claro caso de robo.
El doctor abandonó la habitación llevando su maletín de cuero consigo, del cual, tras acercarse a la muchacha, cuyos llantos se acrecentaban por momentos, saco una jeringa junto a un pequeño envase de cristal. La enfermera, sin dejar de asir la cabeza de la joven, contra su pecho, deslizó ligeramente la manga de la camiseta de esta, y mojando con alcohol un pequeño trozo de algodón, de la mochila de nailon que tenia junto a sus pies, lo frotó varias veces sobre la parte exterior del delgado antebrazo, no sin antes observar una pequeña rosa, tatuada unos centímetros más arriba de la zona desinfectada.
El doctor insertó rápidamente la aguja de la jeringa en la piel de la muchacha, y presionando el émbolo, la inyectó un tranquilizante.
Los llantos de la compañera de piso de Irene, se tornaron en un gimoteo nervioso al contacto de la aguja en su antebrazo. Separando la cabeza, del pecho de la enfermera, lanzó una mirada acusadora al doctor, al tiempo que con su brazo izquierdo presionaba el lugar del pinchazo. La enfermera insistió a la joven que se relajara y, que se tumbase sobre el sofá, después tapando su cuerpo, con una sabana que uno de los policías de uniforme la alcanzó tras rebuscar en un armario, calmó a la muchacha acariciando su melena, mientras esta, se sumía en un estado de relajación previo al momento en que cerrando sus ojos comenzaría a dormir.
El doctor y la enfermera, abandonaron el apartamento poco después de la llegada del comisario que, con gesto malhumorado, venia recriminando a la nueva inspectora su retraso al presentarse en la comisaría. Bajo su gorra, la joven, mantenía una larga melena morena recogida, en un curioso moño, que dejaba su rostro completamente despejado. Los labios, decorados con un tenue carmín rosado, se convirtieron durante unos días en los más apreciados dentro de la jefatura de policía. La fama de su exuberante belleza decreció, tras el incidente que protagonizó en el primer caso de homicidio al que acudió, cuando mientras trataba de recoger las huellas, de la chaqueta de una anciana que había sido degollada, la novata inspectora se desplomó sobre el cadáver, victima de una lipotimia, como consecuencia de la impresión que la provocó la gran cantidad de sangre que permanecía derramada por el lugar del crimen. El comisario, curtido con más de veinte años a su servicio, calificó el incidente como puramente anecdótico, pero lo cierto es que, desde aquel día, ordenó que la joven inspectora permaneciera bajo la supervisión de un superior, siempre que hubiera un cadáver de por medio. Y en este crimen en concreto, había dos.
Poco después del amanecer, cuando la luz del sol comenzaba a iluminar la habitación, Marta, la compañera de piso de Irene, que ahora permanecía totalmente dormida sobre el sofá del salón, irrumpió en la habitación después de haber llamado, varias veces, a la puerta, incluso antes de entrar realizo varias llamadas al teléfono móvil de Irene, para tratar de despertarla, pues tenia pleno conocimiento de que no había pasado la noche sola. Preocupada ante la posibilidad de que Irene llegase tarde al examen, de economía, que la joven tenia a primera hora de la mañana, Marta decidió entrar en la habitación a despertarla y la escena que encontró, era la misma que el comisario y la joven inspectora pudieron observar nada más traspasar el umbral de la puerta de la desordenada habitación.
El olor de la sangre seca penetró en el interior de las fosas nasales de Diana, su desagradable perfume descolocó durante unos instantes a la joven inspectora que, siguiendo los pasos del comisario, luchaba por mantener la compostura. Sobre la, no muy grande, cama de la habitación se encontraba el cuerpo desnudo de una chica, su pecho y su cuello permanecían cubiertos de sangre, mientras sus muñecas se encontraban enrojecidas por la presión de unos grilletes de acero, forrados con plumas sintéticas de color rosa, que la encadenaban al cabecero de la cama. A la derecha de la cama, entre esta y la ventana, se encontraba el cuerpo, también desnudo, del novio de Irene. Juan un joven guapo y atractivo, pero de dudosa reputación amorosa según contarían después sus compañeras de universidad a los inspectores de policía, se encontraba tendido en el suelo, de costado, con una herida letal de arma blanca en la espalda que, en opinión del doctor, le habría atravesado el ventrículo derecho del corazón.
Lo primero que llamó la atención de Diana, al acercarse al cadáver del muchacho, no fue la herida de su espalda, ni la gran cantidad de sangre que había brotado de ella, si no el hecho de que en su pene, ya flácido, se encontrase un preservativo de color azul turquesa, en él cual, al reflejarse la luz del sol, emitía ligeros destellos fluorescentes. Diana, tras colocarse unos finos guantes de látex, examinó con total naturalidad el pene y los testículos del joven. Detrás de ella, el comisario, sorprendido por la actitud decidida de la inspectora, no perdía detalle de sus movimientos. Sin percatarse de estar siendo el foco de atención de su superior, Diana se dirigió hasta la cama, donde descansaba el cuerpo de Irene, primero examinó las enrojecidas muñecas y los eróticos grilletes que la mantenían encadenada al cabecero, de forja blanca, de la cama. Sin cruzar, en ningún momento, su mirada con la profusa herida sangrante del cuello de la chica, continuó examinando el cadáver, prestando especial atención en el piercing que atravesaba el pezón derecho. Un gesto desconcertante invadió el rostro de la inspectora mientras separaba las, ya frías, piernas de Irene. Su vulva, delicadamente depilada, permanecía aún húmeda y cubierta por una espesa capa de semen que escapaba, sobre el ano, hasta la superficie de la sabana que enfundaba el colchón.
Girando bruscamente el cuello, Diana, enfrentó su mirada a la del comisario. El hombre, que había permanecido en silencio, ante la meticulosidad de los movimientos de la inspectora, se acercó al cadáver de Irene.
Comisario. - Dijo Diana mirándole a los ojos.- ¿ Cómo es posible que tenga semen? El chico tenia un preservativo puesto.
El asesino la violó. – Respondió el comisario, al tiempo que sin dejar de observar la vulva de la muchacha, añadió; – El análisis del ADN, tardará casi dos días. Después lo cortejaremos con la base de datos y, si no obtenemos resultados, tendremos que investigar al entorno de la pareja.
¿Dos días? – Susurró Diana, con voz casi inaudible. – Es mucho tiempo, podría violar a otras chicas.
No tenemos huellas y la única testigo, ni tan siquiera es capaz de recordar su nombre, sufrió un ataque de nervios y el doctor la sedó. – Puntualizo el comisario. – Si lo desea tiene autorización para investigar el caso, pero recuerde que es su primer homicidio, no se sobrepase en sus funciones, ni cometa errores irreparables.
¿ Irreparables? –Preguntó Diana, con gesto ofendido. – Da por hecho que cometeré errores. ¿Verdad?
Sí. – Afirmó contundentemente el comisario. Después dándose la vuelta se dirigió al resto de agentes, que observaban la conversación, y tras indicarles las pertinentes instrucciones, abandonó el apartamento.
A pesar de haberse sentido ofendida, en un primer momento, por las palabras del comisario, lo cierto es que ahora Diana acogía con gran entusiasmo la investigación del homicidio. Cubierta por una cortina de vapor repasaba mentalmente, mientras se duchaba, cada uno de los datos que figuraban en el escueto informe policial.
Reflejados en el espejo, que cubría las puertas del armario de la habitación de Diana, sus pequeños pechos bailaban mientras la joven, tumbada en la cama, levantaba su cadera al tiempo que se colocaba unas sencillas braguitas amarillas. Dejó que el aire cálido de la habitación secara su cuerpo, sin ni tan siquiera cubrirse con una toalla. La inspectora, paseaba inquieta por su apartamento, acudió a la cocina y, tras rebuscar en el fondo del congelador, escogió un envase de tallarines a la boloñesa. Lo introdujo en el microondas y, mientras el electrodoméstico le calentaba, la joven colocó sobre la mesa del comedor un pequeño tapete de bambú, al que acompañó de dos palillos chinos, y un vaso al que llenó de agua casi hasta el limite del vidrio.
La tarde castigaba a los, osados viandantes, que se atrevían a desafiar el ímpetu de las radiaciones solares. La primavera trascurría con unas temperaturas inusualmente altas, lo que llenaba la universidad de jovencitas que exhibían sus cuerpos ante las miradas descaradas de sus compañeros. Mientras recorría los pasillos, de la facultad, las sandalias blancas de Diana, marcaban el camino con que las fantasías de los alumnos se perdían bajo la corta falda vaquera, que ceñía su cadera, marcando con claridad los bordes de sus braguitas.
Las desvergonzadas miradas se tornaron tímidas en el momento en que los jóvenes, que permanecían agrupados junto a la entrada de un patio interior, comprendieron al escuchar sus preguntas que se trataba de una policía. La historia, del asesinato de la pareja, circulaba ya por todos los rincones de la universidad. Al principio, reacias a dar explicaciones, las compañeras de Irene permanecían escuchando con discreción los testimonios de los chicos que, más atraídos por el escote de Diana que por su interés en hablar con la inspectora, comenzaron a relatar todo tipo de hipótesis y conjeturas.
La relación entre Irene y Juan, distaba mucho de ser la tranquila historia de dos jóvenes enamorados. Sus desavenencias amorosas eran conocidas por todos sus amigos, al igual que el motivo de ellas; Los celos de Irene.
No fue hasta que los chicos, cansados de ojear el cuerpo de Diana, se retiraron, cuando ésta pudo comenzar a entablar conversación con las amigas de la pareja. Las chicas rehuían de las multitudes y preferían conversar de una manera más discreta. Aprovechándose de su juventud, Diana, consiguió introducirse en el círculo de amigas, y compañeras, más próximas a Irene.
Enamorada desde el instituto, Irene, tan buena estudiante como buena novia, había permanecido fiel a Juan desde el primer beso que éste le robó una mañana de invierno. No fue hasta un año más tarde, que una de sus amigas la aconsejó que vigilara a su novio, cuando empezó a tener constancia de las infidelidades de Juan. Despreciada continuamente por él, sus amigas nunca pudieron entender la actitud de Irene, que defendía su relación incluso a consta de pelearse con ellas mismas.
Juan nunca la quiso, tan sólo la utilizaba. – Con el rostro apenado la, hasta hace unos meses, mejor amiga de Irene. Confesaba a Diana, las múltiples humillaciones sufridas por Irene a manos de su novio. – Irene estaba enamorada de él, se dejaba manipular según los caprichos de Juan. En los últimos meses apenas se veían, Irene le llamaba pero Juan siempre tenia alguna excusa o simplemente la ignoraba. En los exámenes, antes de entrar al aula, les veíamos acaramelados besándose y abrazándose. Durante el examen Irene le pasaba las respuestas, se arriesgaba a que la expulsaran pero a ella parecía no importarle, tan sólo quería satisfacer a su novio. Normalmente, Irene, acababa primero el examen de Juan y al salir se encontraba sola, porque Juan se había ido con sus amigos sin esperarla.
¿ Irene, nunca os hablaba de cómo la trataba Juan? – Pregunto Diana, mientras trataba de comprender la relación que la pareja mantenía.
No era necesario. – Respondió la joven, mientras su mirada se perdía entre las fotos de su carpeta. – Todos sabíamos lo que pasaba y ella lo sabia. Ya en el instituto, Juan tenia la costumbre de contar, en los vestuarios de los chicos, sus hazañas con Irene. No tuvo ningún pudor en contar como la desvirgó; En casa de sus padres la tumbó sobre el sofá, y la embistió con todas sus fuerzas, ella sangraba, la dolía mucho, le gritaba para que parase, pero en lugar de ello, comenzó a empujar con más fuerza. Juan se vanagloriaba ante sus amigos, de conseguir que Irene acabase llorando como una niña y, según contaba, como no utilizo preservativo, acabó llenándola la cara de semen.
¡Dios! – Exclamó Diana frunciendo el ceño – Y supongo que aquello sólo seria el principio, ¿Verdad?
Sí – Afirmó la muchacha. Y mirándola fijamente a los ojos continuó hablando con gesto serio. – Se dice que después comenzó a grabarla y fotografiarla con el teléfono móvil. Yo no he visto nada de eso, pero todos sabemos que es cierto. Incluso una vez, la convenció para hacer un trío, con una de las chicas con la que la era infiel.
¿Irene conocía a esa chica? – Preguntó Diana.
Claro, además mucho. – Exclamó rápidamente. – Ella fue el detonante de los celos de Irene. A partir de ese momento se volvió celosa y desconfiada. Se apartó del grupo de amigas, incluida de mi.– Añadió retomando su gesto apenado. – Se llama Bárbara. La encontraras junto a la puerta del patio norte. No te será difícil de reconocerla, viste únicamente con ropa de cuero negro y tiene el pelo de color rosa.
Diana, tras agradecer su ayuda a la amiga de Irene, la ofreció una tarjeta con su teléfono, por si recordaba algún detalle importante. La joven, esbozando una ligera sonrisa, negó con la cabeza y, rehusando la tarjeta, se alejó por el pasillo, caminando hacia la salida.
La inspectora reanudó su marcha, recorriendo los pasillos atestados de alumnos, tratando de ignorar las miradas y comentarios que su presencia suscitaba en la facultad.
El numero de alumnos descendía drásticamente, a medida que Diana se acercaba al patio Norte, hasta llegar a encontrarse sola en el pasillo. La luz, que se filtraba a través de un gran ventanal, iluminaba ampliamente el único recoveco que, junto a la entrada del patio, permanecía ocupado por una pareja de enamorados que, junto a aquel intransitado paso, se besaban acaloradamente.
La melena, teñida de un intenso color rosa, caía sobre la chaqueta de cuero negro de la joven. Mientras el hombre, un joven de pelo corto y piel morena, la besaba de manera efusiva en el cuello. La mano derecha del joven se perdió, bajo la ropa de la muchacha, hasta encontrar uno de sus pechos. Ella reaccionó profiriendo una gran carcajada y levantando la cabeza. Besó los labios del hombre al tiempo que asía con fuerza sus nalgas y, lanzándole después una sexual mirada, la joven de pelo rosa, comenzó a caminar hacia el fondo del pasillo. Al cabo de unos segundos, el hombre, la seguía sin perder detalle de sus piernas.
Diana siguió a la pareja con cautela, sin aproximarse demasiado a ellos, hasta que ambos se perdieron tras una puerta. La inspectora aceleró entonces sus pasos, hasta que al llegar al lugar, donde ambos se habían introducido, comprobó que se trataba de los cuartos de baño de las mujeres.
Abrió la puerta y entró. Aunque para su sorpresa el lugar se encontraba vacío. El suelo de losetas blancas brillaba impoluto ante la limpieza del lugar. A la izquierda, una serie de lavabos blancos se sostenían sobre una elegante encimera de mármol gris. Mientras que a la derecha la luz del sol, se colaba difusa a través de los ventanucos traslucidos, que se situaban sobre las cabinas de madera, azul celeste, que salvaguardaban los inodoros. Una franja, de unos quince centímetros, separaba las puertas de las cabinas del suelo del baño. Agachándose con sumo cuidado, Diana, recorrió lentamente el baño, registrando el interior de cada una. La mayoría permanecían ligeramente entornadas, tan sólo la ultima cabina, en cuya puerta casualmente se vislumbraba una pequeña pintada similar a un graffiti, se encontraba totalmente cerrada.
El grácil sonido de un gemido, de mujer, disparó el corazón de Diana. Arrodillándose en el suelo, agachó su cabeza hasta apoyarla contra el suelo. La escena, que presenció, desencajó su rostro. De un montón de ropa, de cuero negro, cuya cúspide la formaba un tanga, también negro, levantaban las rodillas del chico, que permanecía con la cabeza entre las piernas de la muchacha. Desnuda por completo, sus nalgas apoyaban sobre la cisterna del inodoro, mientras las piernas, abiertas por las manos de su amante, descansaban sobre la tapa del inodoro. El joven desplazaba la cabeza, con ligeros movimientos, por las ingles de la joven, mientras ella le acariciaba con ternura el cabello. La joven, de pelo rosa, balbuceaba ligeros gemidos al tiempo que, con los ojos cerrados, levantaba la mirada hasta el techo de escayola.
Al igual que la fiebre, de una enfermedad contagiosa, el calor saltó de la chica de pelo rosa al cuerpo de la inspectora que, desde su posición, no perdía detalle de las trabajadas maniobras del muchacho. Subió el borde de su falda hasta la cadera, y deslizando tímidamente sus braguitas amarillas hasta los tobillos, Diana, comenzó a acariciarse el clítoris, olvidando así el motivo que la había llevado a la universidad.
La melena rosa se sacudía, cada vez con más fuerza, en el interior de la cabina. Lo que anteriormente tan sólo era livianos gemidos, se tornaban ahora en descaradas ordenes imperiosas de placer. La muchacha guiaba con sus manos la cabeza del joven, al tiempo que presionaba con la pelvis, buscando el máximo placer. La lengua del muchacho, surcando la humedad sobre el clítoris, enloquecía a la joven, que ahora cabalgaba produciendo un estridente crujido al chocar la loza de la cisterna contra los azulejos de la pared. Dos atrevidos dedos penetraron en la vagina, al instante, el licor retenido en su interior comenzó a resbalar entre ellos, empapando no sólo la mano si no, mojando incluso el reloj que portaba en su muñeca. Un último gemido, en forma de insulto hacia el muchacho que saboreaba su vulva, se prolongó durante varios segundos al tiempo que su cuerpo se volvía rígido y cesaban todos sus movimientos. Apoyando la espalda sobre los azulejos de la pared, la melena rosa descansaba tranquila sobre sus hombros, mientras su respiración se reducía paulatinamente y sus manos se separaban de la cabeza del muchacho. Éste, de rodillas ante ella, secaba sus labios frotándolos con el antebrazo derecho al tiempo que, con la mano izquierda, liberaba su sexo del pantalón.
Desde el suelo Diana, que no perdía detalle de lo que ocurría a tan sólo unos centímetros de ella, se penetraba con el dedo índice de su mano izquierda, al mismo tiempo que se acariciaba el clítoris y los labios de su vulva con su mano derecha. El miedo a ser descubierta por la pareja, o por cualquier mujer que entrase en los cuartos de baño, la proporcionaba una complicada mezcla de miedo y morbo. Su boca, entreabierta, luchaba por expirar el aire de los pulmones sin emitir jadeo alguno.
Las rodillas de la muchacha, de la melena rosada, eran las que ahora se apoyaban contra el suelo. El joven, de pies frente a ella, paseaba la verga por entre los pechos, de la joven de pelo rosa, presionando con ella los sensuales pezones que permanecían tan erectos que apenas se deformaban en cada envite del hombre. La joven enlazó sus manos a las de él y, retorciéndoselas mansamente, las colocó sobre la morena piel de sus nalgas. Simulando estar maniatado, el muchacho, permaneció en esa posición cuando tras una mirada pícara, de la joven, las manos de ésta comenzaron a masajear el prepucio del hombre.
Entretanto el muchacho, que continuaba simulando estar esposado, observaba impaciente los expertos movimientos de las pequeñas manos de la chica, que tras estirar al máximo la piel del prepucio, comenzó a lamer la verga de manera ascendente. Comenzando por la zona más cercana a los testículos, y acabando con un genial movimiento circular sobre la endurecida punta.
El joven comenzó a gemir, cuando la boca humedeció por completo su verga. Al principio la joven de pelo rosa, se introducía el miembro con suaves movimientos a los que acompañaba con un masaje, de sus manos, en los testículos del chico. Diana, permanecía ensimismada, deleitándose con la visión el placer ajeno y disfrutando del suyo propio.
La joven, de pelo rosa, aumentó el ritmo de sus movimientos, hasta convertirlos en una rabiosa secuencia de delicioso castigo. La respiración del muchacho servía, desde el suelo, de referencia a Diana, que se masturbaba al compás de los gemidos que escuchaba. La inspectora, que sentía cercano su orgasmo, no pudo evitar dejar escapar una escueta exclamación de gozo cuando, la muchacha de la melena rosa, frenó su movimiento de repente y sacó la verga de su boca. Humedecido abundantemente por su saliva, la joven de pelo rosa, observó como el miembro temblaba en el aire y, mientras éste danzaba ante sus ojos, profirió un soplido desde su punta hasta los testículos. El joven, sintió como su cuerpo se estremecía por la oleada de aire gélido que envolvía su sexo. Y a continuación, la joven introdujo de nuevo la fría lanza en su boca.
El contraste de temperaturas asaltó de placer al muchacho. Abandonando sus manos el juego del hombre esposado, asió la melena rosa de la chica y la apretó contra su cuerpo.
El alarido que acompañó a la liberación de su semen, en la cálida boca que ocultaba su sexo, ocultó el gemido, esta vez más intenso, de Diana, que encontraba el placer casi al mismo tiempo que el muchacho. Disfrutando, de la ardiente humedad de la boca de la muchacha, el joven ni tan siquiera sospechaba que había compartido su placer con una desconocida.
No se esperaba, la inspectora Diana, que el muchacho abandonase en solitario el cuarto de baño de señoras, desapareciendo por el pasillo, en dirección a las aulas. Poco después la joven, de pelo rosa, salía de su interior. Enfundada en sus pantalones de cuero negro, los labios de Bárbara se cubrían de un intenso carmín de color rosa, casi idéntico al tono de su melena.
Con una hosca naturalidad Bárbara, la joven de pelo rosa, esquivó a la desconocida que se interponía en su camino. Sus hombros se chocaron y, la joven de pelo rosa, asaltó con la mirada a la mujer que la obstaculizaba. Ésta agarró el brazo Bárbara, la cual reaccionó con un violento movimiento de cadera, al tiempo que levantaba su brazo en señal de desafió.
¿Qué haces tía? – Gritó Bárbara, mientras tanteaba a Diana con la mirada.
Quiero hablar contigo de Juan. – Respondió Diana, mostrando su identificación de policía a la joven.
El rostro de Bárbara palideció por momentos. Su actitud desafiante se redujo, paulatinamente, hasta semejarse a la de una niña asustada. El intento de Diana por establecer una conversación, similar a la anterior, quedó reducido a una mera batería de preguntas que, la joven de pelo rosa, respondía únicamente de forma defensiva. Aunque después de varios minutos insistiendo sobre la relación que ambos tenían, Diana consiguió recopilar suficiente información como para incluir, a Bárbara, en su lista de sospechosos.
Al parecer, según el testimonio de Bárbara, ella y Juan se conocieron cuando hace dos años Bárbara entro por equivocación en el cuarto de baño, de los chicos, de la cafetería que se encuentra en una de las calles aledañas a la universidad. Bárbara insistió que, el encuentro fue casual y que, no fue consciente de su error hasta que no se topó con Juan en su interior. Tras haber presenciado el uso que Bárbara propiciaba a los aseos de la universidad, Diana, dudó seriamente sobre si aquel primer encuentro con Juan, fue ciertamente casual o fruto del insaciable apetito sexual de la joven. Lo cierto, es que tras ser informada por Juan de su equivocación, Bárbara, que por aquella época lucía una melena negra azabache, no sólo no rectificó y se encamino a los aseos de mujeres, si no que mantuvo una desahogada conversación con Juan que culminó, tras múltiples tocamientos entre ambos, en una rápida felación.
Ese primer encuentro, fue la antesala de múltiples tardes de sexo. Bárbara, describiría a Juan como un adicto al morbo. En un principio, Juan se comportaba como un muchacho normal, que se divertía siendo infiel a su novia. Pero al cabo de unas semanas, Bárbara comenzó a sentir cierto recelo antes las proposiciones de Juan. A medida que sus fantasías exigían un mayor grado de dominación, su obsesión por realizarlas se incrementaba peligrosamente. Primeramente, se trataba de usar juguetes tales como vibradores, esposas o vendas para los ojos, Bárbara encontraba gran placer en el uso de aquellos instrumentos, reconocía experimentar múltiples orgasmos durante sus encuentros, hasta que llegó el día en que, sin darse cuenta, ella misma se convirtió en el juguete de Juan. Teñirse, el pelo de rosa, fue el más inofensivo de los caprichos de Juan. El muchacho fantaseaba con eyacular sobre una melena rosa, porque le recordaba a la protagonista de una serie japonesa de animación. Posteriormente, los caprichos comenzaron a tornarse violentos, primero con pequeños cachetes, sobre el cuerpo maniatado de Bárbara, y a continuación toda clase de dolorosas y a veces humillantes torturas.
Fue una tarde lluviosa, de otoño, cuando Juan sobrepasó los infranqueables limites sexuales de Bárbara. Grabar, con una videocámara, sus relaciones sexuales era un capricho tan inofensivo que Bárbara pecó de inocente por subestimar la morbosa mente de Juan. Desnuda sobre la cama los grilletes de plumas rosas, que ella misma regaló a Juan, la esposaban al cabecero de madera. Juan, con la voz visiblemente emocionada, comentó a Bárbara que tendría que esperar un rato, que él saldría a por una sorpresa y volvería en unos minutos. De nada sirvieron las protestas de Bárbara, que insistía en que la desatase, Juan abandonó el piso dejándola encadenada.
Nunca la había visto. Por eso cuando Juan entró, tras media hora, en la habitación donde Bárbara permanecía “casi” voluntariamente retenida. Pensó que se trataba de otra conquista, o incluso de una prostituta. Desnuda, con su vulva depilada frente a la cara de la muchacha, su cuerpo comenzó a enrojecer, y a sudar, cuando Juan la presentó como su novia Irene.
La vergüenza de Bárbara se unía al estupor de Irene, que al igual que un niño tartamudo, no acertaba a coordinar varias frases consecutivas. Juan se desnudó y, mientras besaba apasionadamente el cuello y los labios de su novia, se fue desprendiendo de su ropa y de la de Irene, hasta que los tres permanecieron desnudos en la habitación.
El juego, de humillaciones, de Juan comenzó cuando Irene se encontró, de rodillas sobre la cama, con la cabeza entre las piernas de Bárbara. Los movimientos, inexpertos y desacompasados, de la lengua de Irene no proporcionaban en absoluto placer a Bárbara, que escrutaba con desconfianza los pensamientos de Juan. Él cual, enfocó con precisión la cámara de video para pasearse después, alrededor de la cama, mostrando su miembro erecto.
Cuando Juan penetró a Irene, la muchacha, que permanecía a cuatro patas sobre la cama, comenzó la lamer insistentemente el clítoris de Bárbara en un insípido movimiento de ida y vuelta. Juan jadeaba de placer, al tiempo que espetaba palabras soeces a su novia. El movimiento del joven se aceleró, hasta producir que la nariz de Irene se clavara en el pubis de Bárbara. La joven, de pelo rosa, que conocía sobradamente la potencia sexual del muchacho, confiaba en que todo acabase en unos instantes, pero para su sorpresa no fue así.
Juan emergió su miembro del cuerpo de Irene y, asiéndola a esta por los sobacos, la sentó sobre la boca de Bárbara. La reacción primaria de Bárbara fue cerrar la boca, pero sabiéndose atada a la cama, una oleada de pánico la invadió cuando Irene la instó, entre insultos y leves saltos, a que repitiera lo que ella misma la acababa de hacer. Asustada, y sin poder ver otra cosa que la ligera pelambrera de Irene, Bárbara comenzó a masajear con la lengua el clítoris de la novia de Juan.
La penetración de su novio, había humedecido la vagina de Irene de forma abundante. Mientras se esforzaba por consumar los mismos movimientos circulares, que otros hombres habían realizado sobre su clítoris, Bárbara realizaba sus propias conjeturas sobre la sexualidad de Irene, descartando que fuese bisexual, si no más bien un juguete a manos de Juan.
El orgasmo alcanzó a Irene, y emitiendo un suave monosílabo que acompañó una serie de temblores en su cuerpo, se desfogó ante la atenta mirada de su novio. Bárbara, acostumbrada al sabor de los jugos de la vagina de la muchacha, aceptó resignada el ultimo brote de su sabor.
Fue entonces cuando cesó la humillación y comenzó el castigo. El cuerpo de Bárbara se convulsionó a la vez que un grito de dolor reafirmaba la presencia de Juan. Asustada, Irene saltó de la cama y, desde un lado de la habitación, observó atónita el sufrimiento que su novio infligía a su amante, y en su presencia, al penetrarla analmente. Como una lanza a manos de un salvaje, el pene de Juan hirió el cuerpo de Bárbara hasta hacerla sangrar. Las lágrimas de la muchacha, de pelo rosa, no detuvieron el implacable deseo de Juan, que se deleitó orgulloso observando como su semen se mezclaba con pequeñas gotas de sangre de Bárbara.
La joven pareja abandonó el piso de Bárbara. Desde la ventana, la muchacha de pelo rosa, observaba con el rostro compungido y el maquillaje deshecho entre lágrimas, como la lluvia arreciaba sobre el paraguas negro de Juan. Las heridas de su cuerpo no tardarían en cicatrizar, aunque el rencor, nacido aquella tarde, iría creciendo hasta abandonar por completo cualquier relación con Juan. Él la llamaría posteriormente, en repetidas ocasiones En un primer momento afrontaría con calma las negativas de Bárbara, después incluso utilizaría la grabación de video como método para presionarla. El tiempo calmó la insistencia de Juan, Bárbara nunca terminó de creer que no volviera a desearla, simplemente pensaba que habría encontrado otra victima para sus fantasías.
Dos adolescentes, que jugaban en el parque, trataban de espiar, sin ser vistos, a la mujer de bonitas piernas que, sentada en un banco de granito, conversaba por teléfono bajo la sombra de un almendro.
Ensimismada en las palabras del comisario, Diana alternaba en su boca el micrófono del teléfono móvil, con un vaso de refresco sabor naranja. Atosigada por el calor, y sin ser consciente de las miradas furtivas de los jóvenes, Diana se apoderó de uno de los hielos del vaso de refresco y comenzó a frotarle por su piel. Los brazos fueron los primeros en sentir la temperatura del agua helada, después lentamente recorrió de forma ascendente su cuello, dejando que el hielo se derritiese en varias gotas de agua que corrían felices sobre su escote, perdiéndose en el interior de su pecho. Para cuando la inspectora abandonó el parque, los adolescentes ya habían perdido la cuenta de sus lanzamientos de balón.
El comisario, en su llamada, apenas pudo aportar nuevos datos. Tan sólo confirmar a Diana que ninguno de los jóvenes tenia ningún tipo de antecedentes delictivos, incluida Bárbara a la que rápidamente la inspectora se apresuró a incluirla en la investigación. El comisario la confirmó que, tras el minucioso registro de la escena del crimen y de sus alrededores, el arma que había acabado con la vida de la pareja no había sido encontrada. Aunque añadió también, que el forense estaba estudiando unas extrañas marcas aparecidas junto a la letal herida del cuerpo de Juan, por si pudiera extraer alguna pista sobre el tipo de arma blanca utilizada. Asimismo agregó que Marta, la compañera de piso de Irene, permanecería todo el día en su domicilio, autorizando a Diana a tomarla declaración por si, tras superar el inicial ataque de nervios, pudiera aportar algún dato de interés. Aunque el comisario parecía escéptico, pues al parecer, el doctor habitual de la muchacha había confirmado, que ésta ingería fármacos para combatir el insomnio y descartaba que hubiera percibido movimiento alguno.
El siguiente paso de la inspectora, era visitar de nuevo la escena del crimen. El apartamento de Irene, y su compañera, se encontraba situado no demasiado lejos de la universidad, en una zona en la que abundaban los piso alquilados a estudiantes, aunque según los datos, de que disponían, en ese mismo edificio el único arrendado era el de las dos jóvenes.
La puerta de madera escondía un ligero blindaje en su interior, las dos cerraduras permanecían intactas y sin signos de haber sido forzadas. La duda de sí Juan tendría copia de las llaves de la vivienda se disipó, de la mente de Diana, al tiempo que recordaba el testimonio de Bárbara. Tras el sonido del timbre, el silencio se interpuso durante casi un minuto, antes de ser quebrado por el rechinar de los cerrojos.
Un albornoz, verde esmeralda, era la única prenda que escondía el sinuoso cuerpo, de niña, de la solitaria moradora del apartamento. Humedecida por una reciente ducha, la melena castaña de Marta caía sobre los hombros ligeramente rizada. El inicial gesto de sorpresa, se transformó en una mueca de resignación cuando la inspectora se identifico.
El salón, permanecía gratamente iluminado gracias a la luz que se filtraba a través de las finas cortinas blancas, y con flores de colores estampadas, que ocultaban la estancia del exterior. La inspectora se sentó, en el mismo sofá en el cual los médicos habían atendido a Marta durante la mañana, Al tiempo que la joven se acomodaba frente a ella.
Una serpiente tatuada ascendía rodeando el muslo derecho de Marta, hasta perderse por el interior del albornoz, Diana lo recorrió con la mirada, al tiempo que la joven, percatándose de la curiosidad de la inspectora, cruzó sus piernas, tratando de ocultar el recorrido del reptil. La inspectora se ruborizó ligeramente al sentirse descubierta por su atrevida observación.
Pese a su nivel de estudios, en su conversación, distó mucho de ser una chica con gran nivel de cultura, incluso su capacidad de expresión se alejaba de los parámetros que Diana especulaba encontrar en una chica universitaria. Su inicial resignación, dio paso a un alocado dialogo en el cual la joven contaba con dulzura sus anécdotas en la facultad. La inspectora, temiendo interrumpir la locuacidad de la joven, apenas formulaba preguntas. Marta, tras responder de manera muy escueta, a las escasas preguntas de Diana, continuaba narrando sus experiencias en la universidad. Tan relajada se encontraba ahora Marta que, de manera inconsciente, descruzó sus piernas y, recostándose sobre el borde del sofá, dejó a la vista de la inspectora la visión de su sexo a través de la abertura del albornoz. La inspectora, trató de evitar dirigir su mirada al interior de las ingles de la muchacha. Pero finalmente, la atracción que la serpiente tatuada ejercía sobre ella, cautivó de manera hipnótica su atención. Para cuando Diana se percató, que la voz de Marta había cesado, ya era tarde. La joven, se encontraba en silencio vigilando como la mirada de la inspectora se clavaba en su sexo. La inspectora se ruborizó por segunda vez y, cuando se disponía a disculparse ante la muchacha, fue Marta la que, sin romper el silencio, flexionó sus rodillas colocando ambos sobre el sofá y separándolos lo máximo posible. Sólo en ese momento fue cuando su sexo, hábilmente rasurado, quedó inevitablemente ante los ojos de Diana. Que esta vez, sin disimular, por fin pudo observar como la lengua de la serpiente alcanzaba los labios del sexo de la muchacha. El sonido, del teléfono móvil de la inspectora, despertó a ambas mujeres como si de un cubo de agua fría se tratase. El comisario requería de la presencia de la inspectora en comisaría y tras despedirse de Marta, entregándola una tarjeta de visita, se sorprendió al sentir la humedad que mojaba sus braguitas.
El comisario informó a sus agentes de los primeros detalles de la autopsia, de Juan e Irene, insistiendo repetidamente en el arma utilizada para los asesinatos. Al parecer, según el forense, se trataría de una navaja del tipo denominado como mariposa. Muy común entre las pandillas de jóvenes. Las marcas, en la espalda de Juan, se corresponderían con la de los mangos de dicha arma. Diana y el comisario, se reunieron posteriormente en el despacho de éste. La inspectora elaboró un detallado informe sobre los datos obtenidos durante el día, cuya conclusión no pasaba de meras especulaciones. Aún tendrían que esperar al día siguiente para obtener los resultados del ADN encontrado en el cuerpo de Irene. Sin la navaja mariposa, ni huellas, el abanico de posibilidades era demasiado amplio como para continuar la investigación. Ambos barajaron la hipótesis de la venganza por parte de algún chico despechado, al enterarse de la infidelidad de su pareja, con el propio Juan. Incluso podía tratarse de algún amigo de Juan, lo cual explicaría la facilidad para apoderarse de las llaves del piso de Irene. Tampoco podían descartar la participación de Bárbara, la chica de pelo rosa. No obstante, en el punto en el que se encontraban, tan sólo podían retirarse a sus casas a descansar y esperar al día siguiente.
Para cuando Diana regresó a su casa, la noche se había cerrado sobre la ciudad. El aire abrasador del día, daba paso ahora a una liviana brisa que apenas servía para refrescar las viviendas, pese a ello, la ventana de su dormitorio permanecía abierta mientras se cambiaba de ropa. De nuevo el timbre del microondas marcaba el momento en que la cena estaba preparada, o mejor dicho recalentada. Absorta en la investigación, sus esfuerzos culinarios se habían reducido a cero. Los tallarines sobrantes de la comida eran ahora capturados con destreza por los dos palillos de bambú, decorados con motivos orientales. Por un instante dudó en encender el televisor, que yacía mudo sobre el mueble del comedor, a la espera de que los noticiarios se hicieran eco del asesinato de los jóvenes estudiantes. Al final decidió no hacerlo, seguramente los periodistas, no aportarían más que un torrente de datos sensacionalistas y sin ningún tipo de fundamento.
Apenas interrumpido por el leve sonido de los palillos, al chocar entre sí, el silencio se quebró cuando, desde el interior de su habitación, la melodía de su teléfono móvil comenzó a sonar. Diana, extrañada de recibir una llamada a esas horas de la noche, se apresuró a recorrer el tramo de pasillo que la distanciaba del armario donde permanecía su bolso. Mientras abría la puerta del armario la llamada cesó. Rebuscó en el interior del bolso. El numero de teléfono que permanecía reflejado, en la pantalla del teléfono móvil, no se encontraba memorizado en su agenda, pensó en llamar para averiguar el motivo de la llamada, pero rápidamente su incipiente curiosidad de policía decreció, dando por hecho que se trataría simplemente de alguien que se habría equivocado al marcar el numero. Estaba a punto de depositar de nuevo el teléfono en el interior del bolso, cuando la pantalla se iluminó acompañada de un pequeño pitido. Diana leyó el mensaje de texto, que provenía del mismo numero que acababa de llamarla. Rápidamente se enfundó unos pantalones vaqueros y una ceñida camiseta blanca, sacó su revolver, del interior de la caja de zapatos en el que lo ocultaba, y con las llaves de su coche en la mano, se lanzó corriendo hacia la calle.
Mientras conducía a toda velocidad por las, a esa hora, desiertas calles de la ciudad, en la cabeza de Diana, resonaba constantemente el contenido del mensaje; “ Diana, ven a mi casa, es urgente. Marta.”
Al llegar al bloque de apartamentos, Diana aparcó el coche lo más cerca posible de la entrada del portal. Ni tan siquiera esperó al ascensor, subió corriendo las escaleras y al llegar a la puerta del apartamento de Marta, y la asesinada Irene, llamó al timbre al tiempo que quitaba el seguro de su pistola. La puerta se abrió casi de manera instantánea.
Al observar el gesto serio de la inspectora, mientras empuñaba el revolver entre sus manos, Marta no pudo evitar esbozar una divertida sonrisa. Cerrando la puerta, la muchacha indicó a la inspectora que se dirigiera al salón. Estuvieron hablando durante largo rato. Marta dedicaba amables sonrisas a la inspectora mientras la confesaba que, al llegar la noche, la soledad del apartamento la había agobiado y sintiéndose insegura había optado por llamarla. Una botella de vino tinto, sobre la mesa situada junto al sofá, arbitraba la conversación, que fluía cada vez de manera más amena. Ambas mujeres reían, al recordar, la interesante llegada de la inspectora que, revolver en mano, acudía a rescatar a la indefensa muchacha.
Ahora que el pantalón largo, del pijama de Marta, ocultaba la serpiente tatuada. Las miradas de la inspectora se dirigían hacia la melena, de un suave tono castaño, que parecía también querer ocultar el pequeño tatuaje en forma de rosa, dibujado en el antebrazo, a tan solo unos centímetros del pecho derecho de la muchacha, el cual, flotaba en cada movimiento, arañando con el pezón el interior de la camiseta. Diana, que nunca había deseado el cuerpo de una mujer, luchaba intensamente por anclar su mirada en las pupilas, color ceniza, de Marta.
Con un infantil gesto de tristeza, Marta indicó a Diana, el fin de la botella de vino. Se levantó del sofá, y acogiéndola de la mano, la instó a que la siguiera hasta su habitación.
La sencilla lámpara, que colgaba del techo, se hallaba reflejada en las innumerables botellas que adornaban la habitación. De todas formas y colores las botellas doblaban, con su peso, las baldas de las estanterías y competían con las prendas de lencería, que se encontraban repartidas por doquier, a la espera de ser elegidas por su dueña.
Marta escrutó el interior de una estantería y tras agarrar una botella de vodca se la enseño a Diana, la cual sonrió lanzando una mueca cómplice. Las chicas se sentaron sobre la cama, que seguramente permanecía desecha desde hace mucho tiempo, y Marta ingirió, directamente en su boca, un gran trago de la botella.
Las agujas del reloj de pared, recorrían su espacio de forma silenciosa, al igual que los labios de Marta se adosaron a los de la inspectora. En silencio, dejándose tan sólo escuchar la respiración de ambas mujeres, mientras el sabor del vodca de la boca de Marta inundaba el paladar de Diana, ésta sentía como placidamente las manos de la muchacha acariciaban sus pechos. Poco después, sus camisas contribuían también al desorden de la habitación.
Diana sintió arder las yemas de sus dedos, al sentir como sus caricias producían el endurecimiento de los pezones de la muchacha. Sus lenguas bailaban al unísono, obligándolas a permanecer unidas. Mientras ambas jóvenes mantenían los ojos cerrados, Diana recorría los pechos de Marta, cual dragón sobrevuela por entre pequeñas colinas.
La mano derecha de Marta surcó la piel, de la inspectora, hasta sumergirse en el interior del pantalón y buceando entre sus braguitas, dejó que la humedad del sexo de Diana mojase sus dedos. Las mujeres aumentaban su respiración de forma desigual, Diana ahora apenas acariciaba los pechos de la muchacha, únicamente se dejaba sumir en un estado de ensoñación de cual, tan sólo, la mano zurda de Marta fue capaz de despertar. Ya fuese una continuación del ritual o tal vez un signo de protesta, ante la pasividad de la inspectora, lo cierto es que cuando la mano de Marta asió por los dedos, a la mano de Diana, ésta dudó en un primer momento sobre las intenciones de la joven, la cual tras lamer lentamente los dedos de Diana, los derivó rumbo a lo más profundo de su pantalón. Poco después, las dos mujeres respiraban al unísono.
De nuevo fue Marta la que tomo el mando de la situación y, colocándose de rodillas sobre el colchón, desabrochó lentamente los botones del pantalón de la inspectora, para después empujarle hasta los tobillos. Su dedo anular recorrió, de forma vertical, el fino tejido de la braguita de Diana, dejando que éste se hundiera ligeramente en el sexo que cubría. El dedo de Marta realizó de nuevo, esta vez de forma inversa, el mismo recorrido. Poco después los pantalones y las braguitas de la inspectora caían, sobre la alfombra, mientras la lengua de Marta se paseaba, también, por el interior del sexo de Diana.
Ni aquellas manos sobre sus pechos, ni aquella lengua sobre su sexo, le recordaba a Diana a ninguno de los amantes masculinos que habían recorrido su cuerpo desde que, con dieciséis años, su novio del instituto la desnudara por primera vez. La nube, en la que esta mujer la estaba haciendo flotar, tal vez no fuera más alta, ni más grande que la que cualquier hombre conseguiría con sus caricias, pero lo cierto es que Diana gozaba, de todos sus sentidos, sin necesidad de valorar el sexo de su amante. El calor se mostró enfermizo cuando, mientras las manos de Marta recorrían su cuerpo, ésta comenzó a gemir y a convulsionarse moviendo sus caderas.
Los ojos cerrados y las piernas abiertas. Diana respiraba ahora, de manera más pausada, sintiendo como las pulsaciones de su corazón, saltaban de su pecho a su sexo. Relajada, gozando del éxtasis en el que Marta la había sumido, la inspectora apenas prestaba atención a los movimientos que alrededor de ella la muchacha realizaba. Fue tan sólo en el momento en que unos grilletes se cerraron, aprisionando sus muñecas, cuando tensando de inmediato sus brazos Diana abrió repentinamente los ojos.
- Tranquila. – Dijo Marta, trasformando su voz en un susurro, al tiempo que acariciaba los tensos brazos de la inspectora.
-¿Que vas hacer? – Preguntó Diana, y al girar su cabeza y observar que los grilletes que la amarraban, estaban decorados por plumas sintéticas de color rosa, un escalofrió en forma de duda recorrió su cuerpo hasta aplastar su estomago.
Marta no respondió a la pregunta de la inspectora. La cual, mirándola a los ojos, pudo vislumbrar con claridad como un tímido titubeo se reflejaba en el gesto de la muchacha. Después, poniéndose de pies sobre la cama, procedió a quitarse, de una manera muy brusca, el pantalón y el tanga negro, el cual permanecía empapado por los licores que fluían de su sexo.
Las rodillas de Marta cayeron a ambos lados de la cabeza de Diana que, desde su posición, vigilaba en todo momento los movimientos de la serpiente tatuada en el muslo de la muchacha. Justo antes de descender su sexo, sobre la boca de la inspectora, Marta agitó los labios de su vulva con sus propios dedos.
La serpiente comenzó a zigzaguear de manera hipnótica ante los ojos de Diana. Apresada entre los muslos de Marta y esposada por los grilletes de plumas rosas, la inspectora, que aunque no quiso tampoco pudiera haber ofrecido resistencia, dejó a la serpiente acercase a su boca y, una vez allí, unió su lengua a la del reptil, bebiendo profusamente el veneno que escupía a través de su lengua bífida.
Humedeciendo la lengua, y dibujando con ella pequeñas espirales alrededor del clítoris, la inspectora consiguió calmar a la serpiente y, en consecuencia, desató a la bestia de carne y hueso en que Marta se transformaba. Más que gemir la muchacha bramaba, el contorneo de sus caderas acompañaba el recorrido de la lengua de Diana. Se acariciaba los pechos, soltaba su melena, manoseaba la cabeza de la inspectora y, de nuevo, se frotaba sus propios pezones. La metamorfosis de dulce muchacha, a terrible bestia, culminó en el mismo momento en que gritando alocadamente alcanzó su punto de mayor placer, o al menos de placer sexual.
El ruido de la ducha era claramente perceptible desde la habitación de Marta. El placer de producir un orgasmo tan intenso a la muchacha, rivalizaba con el placer de recibirlo en su propio cuerpo. Diana, ensimismada en su nube, y sin dejar de visualizar la imagen de la serpiente danzando sobre su boca, no fue consciente de que Marta abandonaba la habitación dejándola esposada al cabecero, hasta que escucho el sonido de la ducha.
La noche recorría su camino en dirección al amanecer. El grifo de la ducha cesó su actividad y, ataviada con su albornoz, Marta contempló como la inspectora balbuceaba pequeños monosílabos mientras sus ojos, ya cerrados, paseaban seguramente por entre el mundo de los sueños. Marta se deshizo del albornoz y tumbándose, sobre el colchón, junto al cuerpo de la mujer que continuaba amarrada al cabecero de la cama, levantó la sabana que permanecía doblada en un costado y arropó ambos cuerpos antes de iniciar su descanso.
No fue necesario que un gallo cantase para que la inspectora contemplara el amanecer. Al alba, los tenues rayos de sol se filtraban, por entre la persiana, creando un tapiz de minúsculos puntos de luz sobre la sabana blanca que arropaba los cuerpos desnudos de las mujeres. La inspectora, dubitativa, trataba de indagar mentalmente en el comportamiento final de Marta. Escuchaba su respiración y repasaba todos y cada uno de los datos obtenidos durante la investigación. El rostro casi infantil, de la compañera de piso de Irene, mezclado con el ataque de nervios inicial tras encontrar los cadáveres, había mantenido inertes las sospechas sobre Marta. Ahora esposada en el cabecero de la cama, de la habitación contigua a la que habían encontrado la muerte la controvertida pareja de novios, Diana se preguntaba si no habría cometido uno de esos errores irreparables a los que el comisario se refería tras asignarla la investigación del homicidio.
A cada minuto, la habitación se iluminaba con mayor intensidad. La persiana, que no había sido bajada por completo, dirigía sus haces de luz, cada vez con mayor intensidad, hacia el rostro de Marta, que continuaba placidamente dormida.
Era tan sólo cuestión de tiempo que el sol impactara contra los párpados de la joven, deshaciendo sus sueños, y para inquietud de Diana su despertar podría ser tan imprevisible como el placentero final de la noche que acababa de morir.
Pequeños arco iris impregnaban las paredes, de la habitación, al chocar el sol contra las múltiples botellas que abarrotaban las estanterías. Ordenadas, de una manera desordenada, las botellas de licores se mezclaban con las de cerveza, Ginebra, Ron, Vodca, whisky, la mayoría de ellas permanecían aparentemente vacías, como testimonio de largas y alocadas noches. Una de ellas llamó la atención de la inspectora, un bonito sombrero mexicano cerraba el grueso cuello de la botella, haciendo la doble función de tapón y adorno. En su interior una extraña silueta se percibía a través del vidrio blanco mate, Diana forzó al máximo su vista, tratando de leer la etiqueta que rodeaba el envase, había oído hablar de botellas de licor en cuyo interior se introducían gusanos e incluso escorpiones para intensificar su sabor, pero desde su posición la fue imposible distinguir las pequeñas letras negras impresas sobre la pegatina azul turquesa.
- Es tequila. – La voz, aun somnolienta, de Marta se marcó en sus oídos al igual que un latigazo se marca sobre una espalda. Sus miradas chocaron en silencio, como tantas otras veces lo habían hecho en las ultimas veinticuatro horas. Marta se levantó de la cama, en dirección a la botella, y justo en el momento en el cual la alcanzaba con su mano izquierda, el teléfono móvil de la inspectora comenzó a sonar desde el salón.
La melodía de la llamada se hizo eterna, la muchacha abandonó la habitación en busca del teléfono, y momentos después regresó a la habitación con ambas manos ocupadas; En la izquierda permanecía el teléfono que ya había parado de sonar, y en la derecha el revolver que la noche anterior Diana había abandonado sobre el sofá.
Marta manipuló durante unos segundos el teléfono móvil de la inspectora, y acercando el aparato a su oído, escucho el mensaje depositado en el contestador automático.
Desnuda ante Diana, la muchacha recobraba su gesto casi infantil y su mirada divertida, mientras escuchaba el mensaje grabado en el teléfono móvil. Cuidadosamente depositó el revolver sobre una de las baldas de la estantería, para después colocar el teléfono a su lado. Mostrando una gran confianza en sí misma, avanzó hasta Diana y con un fuerte tirón la despojó de la sabana que la cubría, de nuevo la inspectora se encontraba desnuda ante la muchacha.
¿Crees que soy lesbiana? – Preguntó Marta mientras recorría los muslos de Diana con sus manos.
Si no lo eres, desde luego sabes como provocar a una mujer.– Respondió la inspectora tratando de aparentar la máxima tranquilidad posible.
¿Te hubiese gustado más, haber pasado la noche con un hombre? – Preguntó de nuevo la muchacha, mientras esta vez masajeaba el clítoris de Diana.
Esta noche ha sido inolvidable. – Afirmó, al tiempo que trataba de no olvidar que sus manos continuaban amarradas al cabecero de la cama.
Pero reconoce que también te hubiese gustado tener una gran verga para ti sola. – Y esbozando una sonrisa picara añadió; - Di la verdad.
Es posible, aunque tal vez hubiesen sido demasiadas emociones juntas. – Contestó Diana al tiempo que pensaba si su respuesta sería la que la muchacha querría oír.
El rostro de Marta permaneció impasible ante la respuesta de la inspectora, seguidamente se levantó, otra vez, de la cama y se dirigió en silencio hasta el armario. Diana observaba a la muchacha que, de espaldas a ella, rebuscaba en el interior de varias bolsas llenas de ropa. Finalmente, la joven encontró algo parecido a un cinturón de cuero marrón, él cual se colocó sobre su cuerpo desnudo.
No fue hasta que la muchacha se dio la vuelta, cuando la inspectora pudo discernir con claridad el cinturón. Aunque con exagerado tamaño, un pene de plástico totalmente erecto, sobresalía por encima de la vulva de Marta, la cual, lanzando pequeños envites al aire manejaba el miembro como si de un hombre se tratase.
La inspectora, se alegró del pequeño masaje que acababa de recibir alrededor de su clítoris, ignoraba si Marta utilizaría su juguete de manera, dulce o, tan salvaje como la noche anterior, pero en esa situación la recién segregada humedad de su sexo, ayudaría a lubricar el paso del miembro de plástico. Porque si de algo no tenia dudas Diana, en ese momento, era que Marta sabia utilizar el juguete y que lo utilizaría.
Como si de un antiguo ritual se tratase, Marta recorrió el cuerpo de la inspectora frotando el miembro de plástico en cada poro de su piel que permaneciera visible. Lo introdujo entre los pechos, rozó con él los pezones de Diana hasta conseguir que estos se erizasen por completo y después, avanzando lentamente, se lo coloco sobre la boca, presionando ligeramente hasta que los labios se abrieron.
Realizar una felación a un pene de plástico, no era lo que en realidad crispaba a la inspectora. Amarrada de las muñecas por dos grilletes, y a punto de ser violada por la máxima aspirante a ser imputada por doble homicidio, el colmo de su rabia era sentir como su vagina babeaba abundantes jugos. Mentalmente la costaba reconocerlo, pero en la antesala de la muerte, la mujer que posiblemente se convertiría en su asesina, estaba conduciendo su excitación hasta limites inimaginables.
Lamía el plástico con avidez, tratando de convencerse de que su saliva lubricaría el artilugio de Marta. Pero cuando éste se separo de su boca, la inspectora inclinó la cabeza intentando alcanzar con la lengua la suave punta del juguete. Cerró los ojos y se dejo llevar. En realidad no podía hacer otra cosa pero sentir la lengua de Marta, jugando en su sexo, era un castigo demasiado placentero como para resistirse. La lengua cesó su actividad, Marta levantó las piernas de Diana hasta colocarla las rodillas sobre los pechos.
La excitación de la inspectora la evitó un verdadero calvario, el enorme pene de plástico dilató al máximo su vagina. Los movimientos de cadera de Marta, nada envidiables a los de un hombre, se sucedían de forma suave y placentera. La muchacha, soltando una de las rodillas de Diana, comenzó a estimularla el clítoris con el dedo índice, al que previamente había empapado con la humedad que desprendía el sexo de la mujer.
Envistiendo al igual que un animal ataca a su presa, los movimientos de Marta crearon un cóctel de dolor y placer a los cuales la inspectora se rindió tensando su cuerpo para después descargar varias oleadas de palpitaciones, y sacudidas, a las que acompañó de interminables gemidos de placer.
Marta se desabrochó el cinturón dejando el pene de plástico en el interior del sexo de Diana. Las dos mujeres permanecían en silencio, mirándose mutuamente, tan sólo se interrumpieron sus miradas cuando la inspectora emitió un liviano gruñido, en el momento en que, el pene de plástico, salió expulsado del su cuerpo.
Diana quedó abatida sobre la cama, dejando que el miedo ganase la batalla al placer. Pero aun así, permaneciendo en un sepulcral silencio mientras Marta se vestía y llenaba una gran maleta con ropa de su armario.
Cuando finalizó su tarea, Marta se dirigió hacia la estantería donde permanecía la botella de Tequilla. La sostuvo en la posición adecuada para que Diana no perdiera detalle de sus movimientos, desenrosco lentamente el tapón con forma de sombrero mexicano y, poniéndola boca abajo, dejó que el objeto que se hallaba en su interior cayera sobre su mano.
Con un ágil movimiento de muñeca Marta abrió las dos empuñaduras, dejando que el filo de la mariposa brillase ante los ojos de Diana. Aún se podían distinguir manchas de sangre seca sobre el acero de la navaja.
Asumiendo su propio fracaso, y temiendo sus consecuencias, la inspectora cerro sus ojos al acercarse la muchacha con el arma en la mano. Al contacto con el frío acero, el estomago de Diana se contrajo y su respiración se aceleró.
Abrió los ojos sorprendida, Marta introducía el revolver en el interior de la maleta que acababa de llenar de ropa. Se acercó a la cama, con el teléfono móvil de la inspectora en la mano, y después de besarla de manera frenética en la boca, beso al cual Diana tampoco se resistió, abandonó la habitación y después la vivienda, no sin antes conectar el contestador automático del teléfono móvil.
Esposada al cabecero de la cama, mediante dos grilletes rosas de plumas sintéticas, desnuda, con un cinturón en forma de gran pene junto a su sexo irritado y una navaja mariposa sobre su estomago, la inspectora, contempló como Marta desaparecía para siempre, mientras el mensaje del comisario se escuchaba a través del pequeño altavoz del teléfono móvil;
-“ Diana, acuda inmediatamente a comisaría. El informe genético del ADN encontrado en la vagina de Irene, concluye que se trata del semen de su novio. Al parecer no la violaron. El preservativo que tenia colocado Juan, no estaba usado, fue una artimaña para despistarnos. Tenemos el testimonio de, una joven que afirma, que la compañera de piso de Irene, Marta, es lesbiana y estaba enamorada de Irene. No se retrase, tenemos que proceder a tomar declaración nuevamente a Marta. La espero en mi despacho.”