La manzana, fruta de pasiones y venganzas
La hermosa Milodora ha muerto y espera cruzar las aguas del averno. La reina Perséfone, celosa de su belleza, hará todo lo posible porque la muchacha no llegue a su destino.
—¡Milodora! —una voz varonil retumbaba en la lejanía, despertando a la joven pelirroja de su letargo—, ¡Milodora!, ¿me oyes?
La bella chica se revolvió en el césped silvestre que tapizaba la llanura. Sin abrir los ojos, se llevó las manos a la cara. Se sentía aturdida y la cabeza le dolía horrores. “¿Cuánto vino bebí anoche?”, se preguntaba, incapaz de recordar nada de lo acontecido.
—Milodora, estoy aquí, abre los ojos —ella sintió que la voz estaba ahora a su lado. Con gran pereza, separó sus párpados. El cielo estaba oscuro y había poca luz. Parecía el ocaso de un día nublado. Su cabeza rotó ligeramente a la derecha, permitiendo así que sus ojos verdes enfocaran a la figura masculina que se alzaba a su costado. Palideció al verle.
—¿Sois... —no se atrevió continuar con la pregunta. Ese cuerpo estaba desnudo frente a ella, pero no era eso lo que le había impactado. No, lo que había dejado a Milodora helada era el pétaso alado que lucía su cabeza y el inconfundible caduceo que sostenía en su mano. Nunca le había visto, pero sabía de sobra quien era. Cualquier mortal le habría reconocido.
—Sí, soy Hermes —aclaró desviando su mirada de la muchacha. Era el dios mensajero. El dios que guiaba a los muertos al inframundo.
Milodora tembló y sus ojos se humedecieron al comprender porque había venido esa divinidad a verla. Los recuerdos comenzaban a ordenarse en su dolorida cabeza. No era el vino lo que había provocado la jaqueca. Era la cicuta.
—¿Estoy... muerta? —preguntó con un último halo de esperanza de estar equivocada.
—Así es —contestó el dios, con su mirada todavía apartada del rostro de la joven —. Levantate, tenemos que irnos.
Milodora cerró los ojos para evitar que se le escapase una lágrima. El mazazo había sido duro, pero lo encajó bien. Al fin y al cabo era ella la que había elegido estar allí. Sin duda prefería la muerte a convertirse en esclava sexual del cruel ejército persa.
Finalmente, la muchacha se incorporó. Sus entumecidas piernas flaquearon al ponerse de pie y requirió de unos segundos para afianzar su equilibrio. El chasquido que escuchó en varias articulaciones de su cuerpo al estirarse, la sobresaltó, pero también le hizo sentir alivio. Miró a Hermes a la espera de instrucciones.
—Por aquí —señaló con su vara. Seguía evitando mirar a la chica, como si estuviese nervioso. Milodora, que seguía asimilando la situación, tardó en percatarse de lo absurda que eso resultaba. Ella vestía con una túnica naranja, mientras que él estaba desnudo. ¿Por qué se comportaba Hermes como si la situación fuese la inversa?.—¿Hay algún motivo por el que apartáis vuestra mirada? —preguntó al fin, después de un largo rato caminando.
—Soy un dios, pero también soy precavido. No sé si tus encantos encandilan únicamente a los mortales, pero no voy a tentar a la suerte. De hecho, será mejor que te cubras con ésto —la apremió, entregándole un velo—. Pensaba dártelo más adelante, cuando ya estuviésemos cerca del Estigia, pero quizás sea más prudente que te lo pongas ahora. Es por tu seguridad.
—Comprendo.
—¡No digas sandeces! —Perséfone estaba irritada.
—¡Oh! —Hécate fingió sorpresa a modo de burla—, ¿acaso está la reina del inframundo celosa?
—¿Celosa de una mortal? —la ofensa hizo que sus oscuros ojos ardieran—, ¡¿por quién me has tomado?!
—Bueno, es normal que lo estés. Lo lógico es que estés celosa y nerviosa —decidió ignorar la respuesta de su reina, divertida por la irascibilidad que ésta exhibía—. Al menos yo lo estaría... una muchacha así de bella podría poner en peligro tu posición.
—¡Es una mortal!
—Y muy guapa, por cierto. Su piel es suave y blanca como la de ninguna otra mortal que hayas visto, casa perfectamente con su exótica melena rojiza. Y sus ojos... parecen esmeraldas, deberías verlos.
—No pienso perder el tiempo fijándome en una vulgar muerta —sentenció, molesta.
—Bueno, quizás deberías perderlo preocupándote porque Hades no lo haga —sabía que su insolencia estaba poniendo a prueba los límites de la paciencia de Perséfone, era un divertido lujo que como diosa se podía permitir—. Creo que no te he hablado de sus curvas. Verás,...
—¡Silencio! —la interrumpió— no voy a seguir escuchando tus tonterías sobre esa tal... ¡ni si quiera recuerdo su nombre!, ya ves lo poco que me importa.
—No lo recuerdas porque no te lo he dicho.
—Ni... ¡ni falta que hace! —estaba tan claro que deseaba saberlo. Hécate se desternillaba por dentro.
—Se llama Milodora —decidió satisfacer la curiosidad de Perséfone para poder seguir con el juego.
—¡Qué nombre más estúpido! —exclamó antes de proferir la risa más forzada que jamás se había escuchado en el inframundo—, ¿en qué estarían pensando sus padres?
—Dicen que su madre, estando encinta, se encontró con Afrodita cuando estaba dándose un baño en las aguas de Cypris. Nuestra querida amiga, la diosa de la belleza y fertilidad, se conmovió al ver como la futura madre acariciaba su vientre y canturreaba para el ser que llevaba dentro— Hécate se detuvo.
—¿Y eso que tiene que ver con que se llame Milodora? —la reina del inframundo pronunció el nombre de la chica con desprecio. Hécate sonrió por dentro. Si se había detenido era para darse el gusto de ver como Perséfone exteriorizaba su curiosidad por la joven.
—Afrodita estaba comiendo una manzana y, cuando vio esa muestra de afecto maternal hacia un ser que aún ni siquiera había nacido, le ofreció la mitad de la fruta a la mujer. Ella se la comió y, al día siguiente, dio a luz a la bebé más bonita que se ha visto. Los padres lo atribuyeron a que la diosa más bella había compartido su manzana con la madre de la criatura. Por eso la llamaron “el regalo (o don) de la manzana”.
—Bah, leyendas de los mortales.
—Yo no estaría tan segura. Verás, hay algo más... —esperó a ver como el ceño de Perséfone se fruncía— su belleza es tan exagerada que hechiza a todo aquel que la contempla. No es instantáneo, pero sus encantos te van atrapando hasta que acabas locamente enamorado de ella. Sólo puede explicarse por la influencia de Afrodita.
—Esa estúpida Afrodita... ¡siempre haciéndole la vida más fácil a los mortales!
—¿Fácil? Estás muy equivocada. Los padres de Milodora tuvieron que entregar a su hija a la reina de Cypris, para que la encerrase en una torre del palacio. Ese era el único lugar de la isla donde podía estar a salvo de aquellos que la habían contemplado y estaban dispuestos a cometer locuras por ella.
—¿Me estás diciendo que esa mortal se ha pasado la vida encerrada en una torre, y ahora se ha suicidado y está camino del inframundo? —la pregunta estaba cargada de sádico divertimiento.
—Sí —Hécate contestó escuetamente. Le molestó que Perséfone se mofase de un ser tan infeliz. Nada quedaba de la inocente muchacha que llegó al averno milenios atrás. Ahora se había convertido la sádica e inclemente señora del reino de los muertos. Una mujer que disfrutaba echando maldiciones a los condenados y escuchando desgracias ajenas. Hécate decidió castigarla—. Se ha pasado toda su vida encerrada, por lo tanto es virgen. Puede que a tu marido no le pierdan las mortales tanto como a su hermano Zeus, pero si crees que va resistir la tentación de desvirgar a la mujer más hermosa que jamás haya cruzado el Estigia...
—¡No! —Perséfone interrumpió con un grito vehemente a su descarada amiga— ¡No lo cruzará!
—¿C-Cómo? —el rebote era tan absurdo e infantil que hasta Hécate se sorprendió— ¿Cómo vas a impedirlo? Eres la reina del inframundo, pero quien entra en él no te compete. Caronte es quien decide que almas cruzan las aguas, no tú.
—Le obligaré a dejarla en la orilla —el amenazante tono de Perséfone intimidaría a cualquiera.
—¡No seas boba! —a cualquiera menos a Hécate, claro— A Caronte sólo le preocupa que le paguen el óbolo que cuesta el viaje. Si un alma paga, pasa; por mucho que te moleste.
—Puede que ese terco barquero no entre en razón, pero otros sí lo harán —el agitado rostro de la reina se relajó y una malévola sonrisa se formó en sus labios.
—¿Qué tramas? —Hécate estaba intrigada.
—Ya lo verás —Perséfone acarició su negra melena y se levantó con una sonrisa triunfante y abandonó a su contestataria súbdita en la terraza. Bajó por las escaleras de la torre corriendo y salió del palacio en dirección a las aguas que separaban el mundo de los muertos del de los mortales— ¡Estigia! —exclamó, invocando a la diosa que portaba el nombre del río— ¿dónde estás, Estigia?
—Aquí estoy, Majestad —la deidad apareció ante su reina.
—Estigia, necesito tu ayuda
—Lo que Majestad ordene —la sumisa actitud de Estigia no tenía nada que ver con la de Hécate, “ya podría aprender de ella esa impertinente”, pensó Perséfone.
—Un alma va a cruzar tu río con la ambición de poner patas arriba nuestro reino, te ordeno que lo impidas —ordenó.
—Pero, ¿cómo puedo hacer eso, Majestad? Caronte es quien decide quien sube a su barca.
—Tu misión, como diosa de las aguas que rodean nuestro mundo, es provocar una gran oleaje que haga volcar la barca de ese viejo testarudo. Caronte sabe nadar, pero esa insolente quedará sepultada bajo el agua para siempre —el simple hecho de imaginarse a Milodora agonizando en el fondo del río llenaba de gozo a la cruel monarca—. Debes agitar el Estigia y el Aqueronte, los dos cauces que atravesará la embarcación.
—Pero, ¿qué pasa con las otras almas que vayan en la barca? —Estigia era leal a su soberana pero, a diferencia de ella, tenía consciencia.
—Son un sacrificio necesario —aseveró—. Esa mujer es una harpía con forma humana. Afrodita la ha infiltrado para que me derroque. Si llega hasta aquí, se desatará una guerra entre los dioses y... —un sutil toque de amenaza aderezó su tono— ya sabes que al final de las guerras siempre hay dioses que pierden su posición. Ninguna deidad está a salvo, por muchos eones que lleve en su puesto.
—Entiendo —los ojos de Perséfone, negros como la noche, brillaron satisfechos al ver que el mensaje había calado—. Como siempre, será un honor llevar a cabo los deseos de mi reina.
Milodora se abrazó a si misma y se frotó los brazos. La brisa del averno era fría para una chica acostumbrada al cálido clima chipriota. Tenía que ser fuerte, pronto llegaría al otro lado y se enfrentaría al tribunal encargado de decidir el destino de su alma.
Ella estaba deseando llegar. Habían pasado ya tres días desde que Hermes la había dejado a la vera del río. Recordó como la larga espera en el muelle le había hecho temer que los invasores persas no hubiesen permitido a los griegos enterrar a sus muertos. Fue una prolongada angustia hasta que sintió como un óbolo se formaba bajo su lengua, signo inequívoco de que había se había celebrado la ceremonia funeraria.
A la joven le hacía ilusión pensar que la habían enterrado sus padres, a los que tanto había añorado durante sus años de reclusión en la torre de palacio. Fuese quien fuese, poco importaba. El caso es que alguien había depositado la moneda en su boca, tal y como marca la tradición. Con ella pudo pagar a Caronte y en ese momento se encontraba atravesando las aguas estígeas.
No estaba cómoda. El oleaje era brusco y se estaba empezando a marear. Además, el velo que le había dado Hermes le estaba agobiando. Transparentaba lo justo como para que pudiese ver, pero le provocaba una cierta claustrofobia. Estuvo tentada de deshacerse de él, pero se contuvo. Sabía que si los demás pasajeros de la barca la contemplaban y comenzaban a cortejarla, podría desatarse una pelea entre ellos que acabase con ella malparada.
—Algo raro pasa— anunció la carraspeante voz del barquero. Milodora giró su cabeza hacia él. El viejo navegante había dejado de remar y contemplaba el horizonte a través de la bruma—. Agarraos, que algo traman esas zorras del otro lado del río.
Milodora tardó en reaccionar. Sólo cuando notó la fuerte sacudida de una ola, se agachó y se aferró a su asiento. Era lo único a lo que podía anclarse.
La muchacha tenía miedo. Era consciente de que si se caía al Estigia estaría perdida. No sabía nadar y se ahogaría. Ahogada en muerte. ¿Había algo peor que eso? La idea de pasar la eternidad sumergida con la agobiante sensación de anhelar oxígeno mientras sus pulmones permanecían llenos de agua la aterraba. Hasta Sísifo tuvo un mejor destino.
Las olas azotaban una tras otra a la embarcación, provocando que ésta se balancease cada vez más. Las blasfemias y maldiciones que exclamaba el ronco patrón se perdían en el viento. Estaba claro que, aunque pudiese, ese cascarrabias no iba a ayudar a nadie que cayese por la borda.
Milodora tenía los ojos cerrados. Bastante era tener que vivir un momento tan angustioso como para también verlo. No pudo ser testigo de como varios pasajeros cayeron a las aguas, aunque sí escuchó como chillaban desesperados mientras intentaban mantenerse a flote.
Las lágrimas de terror que salían de los ojos de la bella chica eran lavadas por el agua que salpicaba su cara. Pensó que de un momento a otro acabaría precipitada por la borda. No se equivocaba.
Una enorme ola comenzó a escorar la pequeña nave. La barca emprendió una escalada imposible por el muro acuático que acechaba su proa. Como si de un potro desbocado se tratase, la embarcación se alzó completamente, quedando en la vertical. Volcó y todo el pasaje cayó al agua.
Milodora chapoteaba entre las turbulencias. Había perdido el velo, pero ese el menor de sus problemas. Se estaba hundiendo. Sus brazos se agitaban erráticamente, golpeando la superficie. Sintió como su mano derecha golpeaba madera. Era el remo de Caronte, aunque ella no lo veía como tal. Para ella era un flotador, y se aferró a él. La larga pala de madera no podía soportar su peso, pero si ayudarla a mantener su cabeza a flote durante un tiempo.
La corriente la arrastraba por el río. Incluso con la ayuda de su improvisado flotador, no iba a poder aguantar mucho sin hundirse. Parecía que estaba condenada, pero entonces vio el islote en medio del vasto cauce.
Era una pequeña plataforma de piedra y se encontraba a menos de medio stadium de distancia. La corriente la arrastraba justamente en esa dirección. Puede que no contase con el favor de la reina del inframundo, pero Tiqué, la diosa de la fortuna, sí parecía tenerla en buena estima.
El oleaje provocó que golpeara con fuerza contra la rocosa estructura. El impacto fue tremendo, le dolía todo el cuerpo y había soltado el remo de Caronte. Consiguió subirse a la plataforma y descansó sobre ella. Estar muerta tenía sus ventajas: A pesar del dolor que aún sentía por el aparatoso topetazo, no tenía ningún hueso roto. Ni siquiera un rasguño.
Milodora se incorporó y miró a su alrededor. Estaba en un pequeño islote de piedra. Era poco más grande que la alcoba en la que tantos años había pasado recluida. Las yermas rocas no tenían más vegetación que algún parche de musgo. Eso era todo lo que había en ese pétreo cayo.
Las aguas se habían calmado. El río era ancho y sus orillas a penas se vislumbraban a través del manto de niebla que la rodeaba. Debía estar a unas tres o cuatro stadia de la costa más cercana. Era una distancia imposible de cruzar para alguien que no sabía nadar.
Estaba sola. Había naufragado a las puertas del más allá. Estaba condenada a pasar la eternidad en esa sórdida roca. Ella misma se sorprendió de no sentir ansias de llorar. Quizás fuese porque ya se había quedado sin lágrimas, o tal vez era porque se consolaba pensando que se había librado de acabar ahogada. En cualquier caso, su futuro no era muy prometedor: en lugar de sufrir la angustia del ahogamiento eterno, sufriría la agonía de un hambre que no podría saciar.
Y así pasaron los días, las semanas y los meses. En más de una ocasión vio a Caronte portando nuevas almas en su barca. Ella le pidió auxilio, pero el desalmado barquero ignoró cada una de sus llamadas. Ni siquiera se dignó a mirarla.
El deseo de comer la estaba consumiendo. Desesperada, intentaba roer parte del musgo que tapizaba las rocas. Las ínfimas cantidades que conseguía rascar de esa amarga vegetación era su única comida. Deseaba volver a la vida sólo para poder morir otra vez y tener una nueva oportunidad de cruzar.
Su cuerpo seguía sano y hermoso. Seguía teniendo curvas bien pronunciadas. Unos pechos firmes y unas amplias caderas seguían intactos bajo la tela de su túnica. La muerte impedía que quemase grasa, pero no la inmunizaba contra las ansias de comer, que crecían con cada día que pasaba.
Y fueron muchos los días que pasaron hasta que escuchó un lejano chapoteo. Milodora se arrastró por el suelo hasta el borde del islote. Buscó en la lejanía hasta que divisó una sombra entre la boira. Era difícil distinguir la figura, pero parecía la silueta de una mujer bañándose en el agua.
La misteriosa bañista comenzó a cantar. Era la voz más bella que Milodora jamás había oído. Era tan dulce su tono y tan hermosa la melodía que sospechó que se trataba de una alucinación provocada por el hambre y el aislamiento. Tenía que salir de dudas, esa chica podía ser su salvación.
—¡Eh! —exclamó— ¡Ayúdame, por favor!
La cantante calló al ser interrumpida.
—¡Aquí, aquí! —llamaba, agitando los brazos para llamar su atención— ¡Ven, por favor!
La enigmática figura se giró en dirección a la plataforma de piedra. Permaneció quieta y silente durante unos instantes, y luego desapareció.
—¡No te vayas! —gritó desesperada— ¡Vuelve, por favor!
Pero la sombra había desaparecido. Ya no importaba si había sido real o una alucinación; lo único que importaba era el desgarrador hecho de que su suplicio iba a continuar. No había esperanza. Así pensaba Milodora en ese momento. Sin embargo, el destino quiso darle una agradable sorpresa.
Al agacharse para beber agua el río, observó como algo se acercaba a la superficie desde las profundidades. La sorpresa la dejó bloqueada y, cuando vio la cabeza de una mujer rubia emerger del agua, reaccionó pegando un brinco hacia atrás y cayéndose de nalgas.
La misteriosa rubia apoyó los brazos en el borde del islote y analizó a Milodora con curiosidad. Una vez se recuperó del sobresalto, ella, que seguía sentada en el suelo, le devolvió el análisis. Se trataba de una mujer de piel bronceada, aunque lo primero que llamaba la atención era que estaba desnuda. O al menos lo estaba su torso, que lucía dos enormes pechos. Se mantenían firmes a pesar de su gran volumen. Sus oscuros pezones también eran grandes, guardando una adecuada proporción con las mamas que adornaban. Tenía los brazos musculados, no de manera masculina o antiestética, sino de forma que indicaban de que se trataba de una mujer fuerte. Su rostro era ovalado, sus labios carnosos y sus ojos azul zafiro. Puede que no estuviese dotada del embrujo divino de los rasgos de Milodora, pero sin duda gozaba de un físico envidiable.
—Hola —la extraña rompió el hielo.
—Ho-hola —Milodora contestó titubeante. Era la primera vez que cruzaba palabras con alguien desde que Hermes la había guiado hasta el río.
—Me llamo Crísope —el tono de su voz era alegre—. ¿Tú como te llamas?
—Milodora —no era capaz de articular más que una escueta respuesta. Parte de ella todavía temía que esto fuese una alucinación.
—¡Encantada! —sus labios carnosos dibujaron una simpática sonrisa— Eres muy guapa.
—Gracias... tú también lo eres —dijo con timidez, algo sorprendida por el repentino cumplido—. Y cantas muy bien.
—¡Gracias! —su rostro se iluminó. Una de sus manos se dirigió hacia su boca, descubriendo que llevaba un higo. Milodora no pudo evitar clavar su vista en la fruta. Fue tan indiscreta la mirada que Crísope se percató de ella justo antes de morderla —¿Lo quieres?
—¡Sí! —Milodora no estaba para andarse con cortesías y su respuesta fue tan espontanea como contundente.
Crísope sonrió y lanzó el higo a la famélica naufraga, que no perdió el tiempo en devorarlo. El dulce sabor de esa fruta inundó todo sus ser. Saboreó cada instante de la masticación. Cuando tragó, casi pudo sentir como los restos que había deglutido bajaban por su esófago y se alojaban en su vacuo estómago. Fue una sensación muy real... desde luego, no estaba alucinando.
—Gra... gracias —esta vez sí, Milodora recordó sus modales.
—No hay de que —la amable mujer no dejaba de sonreír—. Veo que tienes mucha hambre... ¿hace cuanto que no comes?
—No sé, han debido ser meses. Caí al agua desde la barca de Caronte durante un fuerte oleaje, y desde entonces no he probado bocado.
—¡Pero si la tormenta fue hace cuatro meses! —exclamó, alarmada — Normal que estés hambrienta. Dime que quieres comer, que yo te lo traigo.
—Si me puedes traer un poco de pan, te lo agradecería...
—¿Pan y qué más?
—Pues... pan y queso.
—Venga, no te cortes, puedo conseguirte muchas más cosas —Milodora hesitó, algo incrédula— ¡Vamos! Yo te traigo lo que quieras —la apremió.
—Pues, algo de verduras y pescado también, por favor. Y también dos huevos duros —sus hambrientas tripas resonaron— mejor que sean tres —rectificó sonrojada.
—¡Hecho!
—Pero, ¿cómo vas a...?
—¡No te preocupes! —la interrumpió con tono bonachón— Hay un cabiro para el que canto a cambio de que me consiga comida del Elíseo.
—Me refiero a cómo vas a cargar con tanta comida.
—Pues, lo pondré una bandeja, claro —respondió con el ceño fruncido, pues le pareció que la solución era una obviedad.
—¿Vas a nadar con una bandeja en las manos? —Milodora no lo entendía— ¿Cómo vas a cruzar estas aguas usando sólo tus piernas?
—¿Mis piernas? —Crísope puso un gesto extrañado. Acto seguido cerró los ojos y comenzó a reírse— Claro, ya entiendo. Sólo me has visto de cintura para arriba.
—¿A qué te refieres?
Sin dejar de reírse, Crísope se echó hacia atrás, retirándose del islote. Se tumbó sobre la superficie acuática y reveló una larga cola pisciforme. Era una sirena de agua.
—¿Qué te parece? —Crísope miraba divertida a Milodora, que no salía de su asombro.
—Yo... no me lo esperaba —contestó estupefacta.
—Ya veo —dijo entre carcajadas—. Anda, espera un rato que voy a por la comida —anunció justo antes de sumergirse en el agua y bucear hacia la orilla.
Milodora se quedó sola, asimilando lo ocurrido. La sensación de mareo que le provocaba el vacío de su vientre era mucho más llevadera sabiendo que pronto iba a comer. La angustia había sido reemplazada por la ilusión y la esperanza. “Quizás la sirena pueda llevarme a remolque hasta la orilla”, pensó.
Tras una larga espera, Crísope regresó con los bienes prometidos. Nada más ver la comida, Milodora se abalanzó sobre la bandeja y devoró los alimentos con ansias. La sirena le había traído incluso uvas y yogur. Eran raciones abundantes y la náufraga se pudo dar un buen festín.
—¡Ya no recordaba la maravillosa sensación de tener el estómago lleno! —exclamó alegremente.
—Me alegro de que te hayas saciado.
—Muchas gracias, Crísope.
—No hay de qué.
—Oye, Crísope... —Milodora cambió de tema.
—Dime
—¿Crees que podrías llevarme hasta el final del río, para que me juzguen de una vez y pueda empezar mi etapa en en este mundo?
—... —Crísope guardo silencio durante unos instantes antes de contestar con un tono prudente— Me temo que no puedes ir allí...
—¿Cómo que no?
—Verás... —parecida afligida— Cuando fui a por la comida, estuve investigando por si alguien sabía algo de ti. Resulta que la reina Perséfone provocó tu naufragio. No quiere que cruces al otro lado, y si se entera de que has puesto pie en la orilla irá a por ti.
—Pero, ¿por qué? —preguntó, agitada— Me he pasado toda mi vida encerrada entre cuatro paredes, no quiero pasarme toda la eternidad aislada en una roca.
—Está celosa de su belleza —explicó.
—¿Qué clase de monstruo intenta ahogar a alguien por unos celos?
—Así es Perséfone. Es una reina cruel, celosa, malvada...
—¡No me merezco esto! —la interrumpió, angustiada.
—Sé que es duro —Crísope tomó la mano de Milodora—, pero yo estaré contigo. No te dejaré sola.
No era consuelo para Milodora. De hecho, a punto estuvo a punto de gritarle a la sirena que no le importaba su compañía. No obstante, se contuvo. Sabía que dependía de Crísope para conseguir comida, así que debía tratarla bien. Al final, su única reacción fue un llanto de impotencia.
Pasaron los días y su ánimo no mejoró, a pesar del empeño de Crísope en alegrarla. Ella le traía cada día comida. Le daba conversación, relatándole historias de cuando las sirenas habían sido criaturas que surcaban los cielos, y le cantaba hermosas serenatas. El paso del tiempo evidenciaba que había sido hechizada por la belleza sobrenatural de la náufraga, pues el interés y la devoción que mostraba hacia Milodora iba cada vez a más. Un día vino con una esponja.
—Milodora, te he traído esto para asearte —anunció mostrándole el objeto.
—No necesito asearme. Estoy muerta y no sudo —explicó—. Sólo me mancho las manos y la boca con la comida, y no necesito de una esponja para lavarme.
—Pero, aunque no lo necesites, te resultará agradable lavar tu cuerpo con la esponja.
—... —Milodora se quedó pensativa— Puede que tengas razón. Más tarde me asearé con ella, gracias.
—No hará falta, ya te aseó yo ahora.
—¿Qué dices? —reaccionó sorprendida— Me asearé yo sola, por supuesto.
—¡No seas tonta! —adoptó su habitual tono simpático y despreocupado— Yo podré frotarte por las partes de tu espalda a las que no llegas, y te será mucho más cómodo y agradable. ¡Date el gusto!
—No me siento cómoda desnudándome ante ti —admitió.
—¡Qué tontería! Si yo voy siempre desnuda...
—¡Pero tu eres una sirena! Es distinto —se justificó.
—Y tu eres la mortal más hermosa que ha jamás ha existido. No tiene sentido que te avergüences de tu cuerpo...
—No me avergüenzo de mi cuerpo —contestó molesta por la insistencia de Crísope.
—Entonces, ¿qué problema hay?
—No me siento cómoda y punto. No voy a cambiar de opinión —sentenció.
La contundente respuesta de Milodora provocó que se hiciese silencio durante un rato lo suficientemente largo como para resultar incómodo.
—Oye —Crísope decidió cambiar de tema—, sabes de quien es hija Perséfone, ¿no?
—Sí. Es la hija de Deméter, la diosa de la agricultura.
—Y ¿sabes cómo se convirtió en reina?
—Hades, rey del inframundo, la secuestró. A pesar del rapto, finalmente ella se enamoró de él y se casaron.
—Eso es, entonces ¿sabes lo que pasa durante los meses de primavera y verano?
—Claro. Perséfone vuelve al Olimpo para reunirse con su madre. De esta manera la diosa de la agricultura es feliz durante esos seis meses y podemos disfrutar de buenas cosechas durante esas dos estaciones. ¿Por qué me preguntas estas cosas que todo griego sabe?
—Porque yo podría llevarte a la orilla cuando Perséfone se vaya al Olimpo —su voz se tornó sugerente—. Ella no estaría para impedírtelo.
—¿Harías eso por mí? —los ojos de Milodora brillaron ilusionados.
—Por supuesto.
—Pero —el gesto de la muchacha se contrarió— ¿qué pasará cuando vuelva? Si se enterá de que he cruzado el río, estaré en peligro.
—Debes usar tu belleza para enamorar a Hades y a todo su séquito. Si les pones de tu parte, Perséfone no podrá tocarte cuando vuelvas.
—Yo no sé si podría...
—¡Claro que puedes! —exclamó— Todos caerán rendidos ante ti. Además, podrás vengarte de esa bruja que te ha intentado ahogar.
—No sé...
—¡No me venga con esas! —la regañó— ¿Sabes por qué te encerró la reina de Cyrpis en una torre? No fue para protegerte, sino para proteger su posición. Ella sabía que con tu belleza podrías formar una devota legión que la derrozase.
—.... —Milodora se quedó callada. Jamás lo había visto de esa forma. Ella nunca había tenido ansias de poder, pero tenía sentido que los demás la viesen como una amenaza. “¿He vivido engañada toda mi vida?”, se preguntó. La única explicación lógica era que sí.
—Dime, ¿prefieres convertirte en la nueva reina del averno, o marchitarte en este islote eternamente?
—Tienes razón —dijo aceptando la realidad—. Derrocaré a esa malnacida y me vengaré —su voz destilaba rabia. Rabia hacia Perséfone, pero también hacia todos aquellos que la habían engañado.
—¡Claro que sí! Podrás vengarte en cuanto yo te lleve —mostró la mejor de sus sonrisas—. Por cierto —puso de nuevo un tono sugerente, y alzó la esponja en el aire— ¿estás segura de que no quieres que te frote con la esponja?
—... —Milodora captó el mensaje. Crísope la estaba chantajeando y debía aceptar si quería salir de su aislamiento— Está bien... creo que no es mala idea.
La sirena enmascaró su euforia. Con serenidad, movió sus dedos para indicar a Milodora que se sentase en el borde del islote y dejase caer sus piernas. La pelirroja se descalzó, subió el final de su túnica hasta las rodillas y acató las instrucciones.
Crísope baño la esponja en el agua y comenzó a frotar la rodilla izquierda de la muchacha. La mano que no frotaba se dedicaba a palpar la suave piel de sus piernas. Milodora estaba tensa. Ni siquiera la sensación del roce de la esponja y del agua que cascadeaba por sus piernas era capaz de relajarla. Se sentía sucia, dejándose tocar únicamente por interés.
La esponja fue descendiendo hasta llegar a sus pie. Una vez frotado, la sirena repitió la operación en la pierna derecha. La tensión de Milodora fue en aumento, pues sabía lo que venía después.
—Quitate la túnica —Crísope no pudo ocultar el tono de excitación de su voz al dar la orden.
Milodora temblaba. Estaba tan nerviosa que sus manos se sentían heladas. Con gran timidez, se deshizo de su única prenda, quedando desnuda ante una Crísope que no se perdía ni un detalle del armonioso cuerpo de la chica. La pelirroja volvió a sentarse en el borde. Estiró sus brazos hacia atrás para apoyarse sobre sus manos, y cerró los ojos, avergonzada.
No había sido su intención al cerrar sus ojos, pero el privarse de la vista hizo que se agudizaran su otros sentidos. Percibió con absoluta nitidez como la esponja se paseaba suavemente sobre su abdomen. Realizaba delicados movimientos circulares entorno a su ombligo. Era una sensación agradable. Milodora comenzó a relajarse y se distrajo tanto que ni siquiera se dio cuenta de que la otra mano de Crísope había comenzado a acariciar sus muslos.
La esponja comenzó a bajar hasta el tapizado pubis de la náufraga. La chica se estremeció al sentir el húmedo objeto peinar su vello rojizo, y reaccionó cerrando sus piernas. Abrió los ojos y miró hacia abajo. Los ojos azules de Crísope le devolvían una mirada tranquila y relajada La sirena le acariciaba la piel, intentando transmitir serenidad.
Una extraña sensación de calor comenzó a crecer en el interior de Milodora. No sabía de que se trataba, pero era placentera. Las suaves caricias de la rubia estaban consiguiendo que sus músculos se volviesen a relajar. La esponja, situada justo encima de las cerrada piernas de la muchacha, volvió a realizar una leve insistencia hacia abajo. La chica ya no sabía si era por la extraña relajación que sentía o por que temía perder su única oportunidad de abandonar esa maldita roca, pero el caso es que separó ligeramente sus muslos.
A pesar de que se había abierto la vía de acceso que estaba buscando, Crísope no avanzó más allá del bajo vientre. Se recreó frotando esa zona durante unos instantes más, y luego dirigió la esponja hacia la cara interna de los muslos, evitando hacer contacto con la zona más íntima de Milodora.
A medida que la húmeda esponja acariciaba sus muslos, la piernas de Milodora se fueron separando más y más. Ella ni siquiera era consciente de ello. Estaba aturdida por ese extraño calor que sentía... su cuerpo era reaccionaba instintivamente. Entró en un trance. No había esponja. No había roces. Sólo había una desconocida sensación de placer que aumentaba por momentos.
No se inmutó cuando Crísope se deshizo de la esponja y comenzó a pasear las yemas de sus diez dedos por el interior de sus muslos. Sólo cuando una de esas yemas tocó su vulva, reaccionó tensándose otra vez. Miró de nuevo a los tranquilizadores ojos azules de la sirena. Ella le sonrió con cariño y le besó la rodilla izquierda.
La pelirroja se relajó y ya no opuso más resistencia cuando los dedos de la sirena volvieron a tocar sus labios vaginales. El dedo índice de Crísope subía y bajaba por el contorno de su raja. Percibió como una viscosa humedad comenzaba a rezumar del interior de su cueva. No pudo impedir que se le escapase un gemido cuando el dedo de la sirena se aventuró a introducirse en su sexo.
La respiración de Milodora se aceleró. Ella observó como sus generoso pechos se movían con cada inspiración y espiración de su excitado tórax. Se fijó en sus pezones. Estaban duros y erectos como sólo los había tenido en las frías noches de invierno.
A Crísope también le llamaron la atención. Se impulsó con sus brazos en la plataforma rocosa para poder sentarse al costado de la pelirroja. Su cabeza se agachó y comenzó a lamer esos prominentes pezones.
Milodora se mordió el labio y echó su cabeza para atrás. Jamás hubiese imaginado que una mujer pudiese brindarle tanto placer. Cerró los ojos, entregándose al goce desbordante que esa lengua juguetona le hacía sentir. Se derritió al notar como los dedos de la rubia sirena volvían a entrar en su coño.
Fue demasiado. Sus codos flaquearon y la muchacha no pudo sino dejarse caer sobre su espalda. Crísope se abalanzó sobre ella. Sus carnosos labios escalaron por el mentón de Milodora, y ambas se fundieron en un apasionado beso.
La temperatura del lascivo ambiente fue en aumento con cada roce. Era el roce de sus labios. El de sus lenguas. El de sus pechos. El de la escamada cola de Crísope contra el ardiente y chorreante chocho de Milodora. Cada uno de esos roces hacía que el placer de ambas creciese.
La sirena se impulsó hacia arriba, dejando caer sus enormes tetas sobre la cara de Milodora. La chica no se demoró en abrir la boca y degustar el suculento manjar. Sus finos labios succionaron los hinchados pezones de la rubia. Su lengua se movió a rienda suelta por esas magníficas mamas, saboreando cada rincón de su bronceado busto.
Crísope estaba disfrutando de la comida de tetas. Se hubiese quedado así toda la eternidad, si no fuese por que sus brazos se estaban empezando a cansar. Volvió a dejarse caer hacia atrás, metiendo su cuerpo en el agua y dejando su cabeza a la altura del ardiente coño de Milodora. Sus labios comenzaron a besar aquella empapada vagina, provocando que la pelirroja se estremeciese.
Crísope empezó a surcar los labios de ese divino tesoro con su lengua. Primero fueron leves caricias, pero pronto aumentó el ritmo y la intensidad de los lametones. Los dedos de Milodora se dirigieron instintivamente a su hinchado y lubricado clítoris. La sirena pasó entones a explorar el interior de la vulva con su lengua, deleitándose con el sabor de cada gota de sus flujos.
Las manos de la rubia se aferraron a las amplias caderas de la chica, que retiraba los dedos de su clítoris para entregárselo a Crísope. La sirena centró su atención sobre esa íntima protuberancia. La destacada habilidad de sus labios y su lengua lograba que olas de intenso placer sacudieran el cuerpo de Milodora.
La agraciada pelirroja percibió como su excitación se estaba concentrando en una sensación de ardor, tan desconocida como maravillosa. Algo se estaba desatando en ella. Sus músculos comenzaron a contraerse a medida que Crísope devoraba su sexo con más y más ganas. Fue como la cuerda de un arco tensándose por la retracción de una flecha; sentía como si fuese a disparar toda su pasión. Y eso es exactamente lo que hizo.
Un terremoto de puro goce agitó todo su ser. Vibró de los pies a la cabeza cuando sintió como estallaba en el primer orgasmo de su vida. Crísope no desperdició ni una gota de la dulce ambrosía que emanaba de las profundidades de Milodora.
Tras la última contracción del clímax sexual, Crísope volvió a impulsarse hacia arriba para poder besar a Milodora. Las dos se morrearon con pasión, compartiendo el sabor del néctar de la náufraga.
Ese fue el primero de muchos encuentros sexuales entre Milodora y Crísope. En un principio ambas disfrutaron de su nueva relación, sin embargo, con el paso de las semanas, la situación se volvió insostenible.
Si Crísope ya se sentía fuertemente atraída por Milodora antes de mantener un contacto íntimo con ella, la pasión que experimentaba se desbordó tras ese día. Estaba completamente obsesionada con la muchacha. Sólo se despegaba de ella para traerle comida, y pasaba las noches en vela observándola mientras dormía.
—Cuando seas reina, vendrás a verme todos los días, ¿verdad? —le preguntaba constantemente a Milodora— Tenemos tanta suerte de amarnos de esta manera... vamos a pasar la eternidad juntas.
Milodora estaba completamente alienada por la situación. Fueron muchas las veces que quiso deshacerse de la sirena, pero aguantó las cinco semanas que le quedaban al invierno. Finalmente, Crísope llevó a su amada hasta la orilla, y esta le prometió a cambio que se acercaría al río todos los días y pasarían largos ratos juntas.
No hace falta decir que la muchacha no fue ni una sola vez a visitarla.
—¡Amor mío! —los gritos de Crísope hacían retumbar el fondo de los cinco ríos del inframundo— ¡¿Dónde estás, amor mío?!
Buceaba caóticamente a gran velocidad. Sus gestos eran de desesperación; agitaba su cuerpo como si estuviese agonizando, y tiraba de su dorada melena como si quisiese arrancarse los pelos.
—¿Por qué me has abandonado? —se preguntaba— ¿Ha sido Hades, verdad? Él se ha enamorado de ti y te tiene encerrada —razonaba enloquecida—. Sí, por eso no has vuelto a mí. Es la única explicación posible. Tú nunca me dejarías, Milodora.
La desbocada sirena se revolcaba, como si estuviese peleando contra si misma. El encantador brillo de sus ojos azules había sido reemplazado por la gélida mirada de una psicópata
—Prometo salvarte —prosiguió con su monólogo—. ¡Volveremos a estar juntas!—apretó los puños, mostrando furia y decisión a partes iguales— Necesitamos que vuelva Perséfone. Ella puede restaurar el orden y devolverte a la libertad. Sé que en un pasado te hizo daño, pero estoy segura de que te dejará marchar si te quedas conmigo. Pediré clemencia por ti, mi amor.
Crísope se había convertido en una maníaca obsesionada con Milodora. Necesitaba verla, escuchar su voz, sentir su cuerpo entre sus brazos. El hechizante físico de la muchacha que había rescatado había hecho que la sirena ya no pudiese vivir sin ella.
Todavía le quedaban dos semanas al verano. Dos semanas hasta que Perséfone regresase y pudiese devolverle a su amada. Era demasiado tiempo para Crísope. Tenía que llamar a Hermes. Si le contaba al dios mensajero lo que había pasado, éste podría comunicárselo a Perséfone y así ella volvería antes de tiempo.
La sirena subió a la superficie y llamó al dios. No obtuvo respuesta. Ella insistió, pero el mensajero se negaba a ser invocado. Debía estar ocupado con otros quehaceres, pero Crísope no estaba por la labor de dejar el asunto para otro momento. Despejó su garganta y comenzó a cantar una improvisada oda en honor a Hermes.
Sabía que ni siquiera una deidad ignoraría la música de su irresistible voz. Por algo el nombre de Crísope significa “voz de oro”. Tal es su arte, que Poseidón se vio obligado a apartarla del mundo de los vivos. Los habitantes de la isla de Lesbos, hartos de los naufragios que la voz de la sirena estaba causando al atraer a los marineros a las rocas de la isla, sacrificaron diez caballos al dios del mar para que éste la desterrase al inframundo.
Tal y como era de esperar, Hermes no tardó en aparecer. La sirena le contó su versión de los hechos y le apremió a que se informase a Perséfone.
Milodora sonreía expectante desde su cómoda posición en el trono de mármol negro. De un momento a otro entraría Perséfone en la sala de audiencias. Había llegado con adelanto, una semana antes de que acabase el verano, así que era fácil suponer que la antigua inquilina de su asiento estaba al tanto de los acontecimientos.
“¿Cómo reaccionará esa vulpeja cuando vea que todo su séquito ha caído rendido ante mi belleza?”, se preguntaba la nueva reina. Estaba dibujando distintos escenarios en su mente y en todos salía ganando. Al fin y al cabo, ¿qué podía hacer Perséfone?. El palacio estaba lleno de leales súbditos que tenían un amplio abanico de poderes divinos. Ella sola no podría tocarla.
Milodora había pasado mucho tiempo rumiando como ejecutaría su venganza. Su intención inicial había sido la de ordenar que arrojasen a Perséfone al Tártaro, la más oscura de las mazmorras del inframundo, nada más la viese entrar por la puerta. Con el paso de los días, no obstante, había decidido que su enemiga debía sufrir más.
Su plan consistía en humillarla. Iba a pasar tiempo con su predecesora en el cargo de monarca. Esperaría a que ella se enamorase de su divina belleza y entonces sí la encerraría en esa celda que no conoce la luz. Así sufriría el doble.
Milodora sabía que cuando Deméter se enterase de que su hija había sido apresada, ésta intentaría movilizar a los dioses del Olimpo con el fin de iniciar una guerra contra el inframundo. No le preocupaba. Contaba con la fidelidad de Hades y los demás dioses de su dominio. También tenía a un ejército de deidades ctónicas y a incontables legiones de almas humanas totalmente a sus disposición. Todos la habían contemplado y se habían convertido en sus fervientes siervos; no dudarían en defender a su reina hasta el final.
Por mucho que se uniesen los dioses contra ella, estarían en clara desventaja numérica. Además, si fuese necesario, podía liberar a los Titanes, los antiguos dioses que estaban sellados en el Tártaro, para unirlos a su bando. Era demasiado poder disuasorio y sabía que Zeus preferiría reconocerla como legítima reina y esposa de Hades a iniciar una guerra que difícilmente iba a ganar y que podría debilitar su posición en el Olimpo.
Estaba absorta en esos pensamientos cuando escuchó como se abrían las puertas de la sala de audiencias. Perséfone no venía con más escolta que la que le había impuesto Milodora a su llegada al inframundo. Entró con calma en la sala, caminando lentamente, como si estuviese midiendo cada paso que daba.
—Milodora, fruto de la diosa Afrodita, guardiana de la belleza en el reino de los muertos y reina legítima del inframundo —anunció la voz de Hécate—, concede audiencia a Perséfone, hija de la diosa Deméter.
Perséfone apretó los puños y los dientes. “Hasta esa maldita insolente de Hécate se ha convertido en su perro faldero”, se quejó a si misma.
—¿A que has venido, Perséfone? —preguntó la reina.
—Este es mi hogar —contestó, desafiante.
—Oh, tu hogar —Milodora sonrió—. Y, dime, ¿sigues considerándolo tu hogar ahora que has perdido tu trono?
—¿Dónde está Hades? —ignoró la pregunta y cambió de tema.
—Ha salido a resolver una disputa entre dos deidades ctónicas. Al fin y al cabo, es un asunto más interesante que el tener que escuchar los lamentos de una vulgar y aburrida mujerzuela que lo ha perdido todo.
—Mira, maldita morta... —Perséfone se calló y quedó boquiabierta, clavando sus ojos color miel en el perfecto rostro de su anfitriona— … sois... preciosa.
—... —Milodora estaba descolocada por el repentino cambio de actitud de Perséfone. Nadie había quedado prendado con tanta celeridad.
—Ahora puedo entender porque mis súbditos prefieren serviros a vos. Vuestra belleza es divina. Puede que en vida fueseis una mortal, pero aquí sois una diosa con todas las letras.
—¿Estás diciendo que aceptas mi posición como reina? —inquirió Milodora, todavía incrédula por lo sencillo que estaba resultando.
—Por supuesto, Majestad.
—Bu-bueno —titubeó ligeramente al no poder salir de su asombro—. Está bien. Entonces, quiero que te arrodilles ante mi, beses mi pie y me jures servidumbre.
—Será un honor —Perséfone se aproximó lentamente pero con decisión al trono. Se arrodilló y llevó sus labios a la base de la espinilla de Milodora.
—Eso es mi espinilla, no mi pie —señaló altiva.
—Perdonadme, Majestad, es que estoy desorientada por vuestra suprema elegancia —dirigió su boca hasta el empeine de la reina, y lo besó—. Juro serviros, Majestad —decía mientras cubría de besos la suave piel del pie de Milodora—. Seré vuestra sierva más devota.
—Vale, ya basta —la cortó—. Puedes retirarte. Hécate te llevará a tus aposentos.
Perséfone y Hécate abandonaron la sala, dejando a Milodora saboreando su triunfo en soledad. Había sido muy fácil. Quizás demasiado. Era muy sospechoso que una persona que la despreciaba tanto cayese con esa facilidad. Sin embargo, también le costaba imaginar que Perséfone fuese a aceptar ser humillada de aquella manera si no era porque había sido hechizada por sus encantos. Decidió que lo más conveniente era vigilarla de cerca durante unos días y, cuando no cupiese duda de su total entrega, procedería a confinarla al Tártaro.
Perséfone se esmeró en demostrar su completa sumisión hacia la nueva reina. Aceptó con gusto realizar tareas de limpieza, sin importarle lo indecoroso que resultaba que la hija de una diosa formase parte del servicio de palacio. Su actitud complacía a Milodora, que disfrutaba humillándola. Varias veces al día le ordenaba que se arrodillase ante ella y la venerase como a una diosa, en presencia de quienes habían sido sus súbditos.
Le divertía sobremanera la torpeza que a veces exhibía su nueva sirvienta. En ocasiones ésta caminaba torpemente, o no atinaba a coger algún objeto. Era como si estuviese borracha. “Borracha de amor y lealtad por mi reina”, era como lo definía Perséfone. Milodora nunca había presenciado tal devoción. Para ella ya no había duda de que había caído rendida.
Según el plan que había trazado, había llegado el momento de apresar a Perséfone. Sin embargo, Milodora quería hacer algo más antes de confinarla. Quería llevar la pasión de su nueva esclava más allá de los límites de la cordura.
Tumbada en la cama, recordó lo que un encuentro sexual con Crísope había provocado en la sirena. Esa obsesión desbordante. Esa locura que convertía cada instante que pasaban separadas en un suplicio. Sí, eso es lo que Milodora quería que sintiese Perséfone.
Casi por instinto llevó su mano a la entrepierna mientras meditaba la situación. Se estaba humedeciendo. La idea de someter a Perséfone a esa tortura eterna en el Tártaro la excitaba. Pero no era sólo eso lo que despertaba sus instintos más íntimos. La antigua señora del averno era una mujer atractiva. Sería absurdo negar que disfrutaría compartiendo su cuerpo con ella.
Se miró al espejo. Estaba radiante vestida con su nuevo quitón morado. Se imaginó quitándoselo ante Perséfone. Seguro que desataría los instintos más lascivos de su nuevo juguete.
Definitivamente, ahora estaba cachonda. Con la impulsividad que caracteriza a quienes ya no tienen consecuencias que temer, salió de su alcoba y decidió buscar a su presa. Perséfone estaba haciendo la colada en el río. Era un lugar tranquilo y estaban solas. “Perfecto”, pensó Milodora. Se acercó a la hija de Deméter, que no se percató de su presencia.
—¡Perséfone!
—¡Majestad! —reaccionó, saliendo de su despiste.
—¿Es que no me has visto llegar?
—Perdonad, Majestad —se excusó—. Ya sabéis que vuestra inigualable belleza en ocasiones me embriaga y me cuesta reaccionar.
—¿Tan bella te parezco? —preguntó con voz seductora.
—Nadie es más hermosa que vos —aseveró.
—¿Me deseas? —se acercó a ella, de forma que casi se tocaban.
—¿Majestad? —no estaba segura de haber captado lo que quería decir.
—Te pregunto —su tono era cada vez más sugerente—, que si además de contemplar mi belleza —tomó la mano derecha de Perséfone y la llevó hasta sus pechos—, ¿no querrías también sentirla en todo su esplendor?
—Ma-jestad... —suspiró.
—Deseas entregarte a tu reina, ¿verdad? —le susurró al oído.
—Sí... —Perséfone se ruborizó.
—Entonces —dijo mientras se quitaba la fíbula que abrochaba su túnica por el lado derecho—, demuéstramelo —la retó, empujando el pecho que acababa de descubrir contra su mano.
Perséfone se quedó atónita durante unos instantes. Su mano sentía el tacto de un pecho suave, cálido y perfectamente proporcionado. Había tenido experiencias lésbicas en los tríos que había compartido con Hades, pero sus manos jamás habían copado una teta tan perfecta. Su otra mano fue guiada al otro seno de Milodora, que ya había dejado caer su prenda completamente. Sentir el tacto de esas dos maravillosas protuberancias despertó su lujuria. Su cabeza se abalanzó sobre los pechos de su ama, y comenzó a devorarlas con deseo.
Beso tras beso recubrieron toda la superficie de esas dos espléndidas tetas. Los pezones de Milodora reaccionaron, endureciéndose al sentir el contacto con de los labios de Perséfone. La juguetona lengua de ésta se recreó trazando círculos al rededor de las rosadas aureolas, provocando que sensaciones de puro placer recorriesen el cuerpo de su amada.
Milodora no pudo más y se tumbó en la orilla. Abrió sus piernas, flexionando sus rodillas y apoyando sus pies en el suelo, para ofrecerle su coño a Perséfone. Su sirvienta aceptó la invitación y se arrodilló entre los muslos de la nueva reina.
La vulva de Milodora chorreaba de excitación. Perséfone llevó su lengua a los brillantes labios vaginales de su soberana y comenzó a surcarlos con delicadeza. Arriba y abajo, recorrió toda su extensión, provocando que se escuchasen los primeros gemidos. Sus dedos también se unieron a la faena. El índice y el corazón comenzaron a explorar el ardiente vestíbulo del sexo de aquella escultural mujer.
La lengua de Perséfone se desplazó hacia el clítoris. Milodora arqueó sus espalda, entregada al disfrute que esos lametones le hacían sentir. Los dedos que exploraban su cueva se aventuraban a hacer incursiones cada vez más profundas, y el ritmo que imprimían era cada vez más rápido.
Sus propias manos comenzaron a juguetear con sus pezones erectos. Todavía podía sentir la capa de saliva que los cubría. Sintió como su tórax subía y bajaba a medida que su patrón respiratorio ganaba en excitación. Todo su cuerpo se estremecía de gusto.
Perséfone rodeó el clítoris con sus labios y lo succionó. La placentera sensación sorprendió a Milodora, que reaccionó con un espasmo. Toda su vagina vibraba mientras los labios y dedos de su sirvienta trabajaban se esmeraban en darle el mayor placer posible.
Los gemidos y jadeos que emitía la pelirroja animaban a la morena a aumentar la intensidad. Perséfone llevó sus manos a los muslos de Milodora y empotró su cabeza contra el pubis que tenía frente a ella. Le metía la lengua hasta el fondo mientras su labio superior se frotaba contra la íntima perla que había estado chupando.
Milodora no podía aguantar mucho más. Comenzó a mover la pelvis, friccionándola contra la boca que la estaba devorando. Sus gemidos se convirtieron en alaridos de placer. Sus dedos abandonaron sus pezones para clavarse en la tierra sobre la cual estaba tumbada. Lo sentía tan cerca; ya no había vuelta atrás.
Un tremendo grito de goce salió por su boca. Todos sus músculos se contrajeron y una cascada de placer bañó la sedienta boca de Perséfone.
Los espasmos se prolongaron mientras se ralentizaban los movimientos de esa lengua juguetona. Finalmente, Perséfone besó ese tesoro por última vez y se levantó de su posición. Se deshizo de su túnica negra y mostró su desnudez a Milodora.
El cuerpo de Perséfone era hermoso. La amplitud de sus caderas y la firmeza de sus nalgas se apreciaban ahora a la perfección. Sus pechos, si bien no eran especialmente grandes, eran armoniosos y sugerentes. Unos oscuros y erectos pezones los ornamentaban.
Se recostó al lado de Milodora. Los labios de ambas se fundieron en un apasionado beso. Las manos de una y otra comenzaron a explorarse, mientras sus lenguas se entrelazaban. La agraciada pelirroja comenzó a acariciar el vientre de Perséfone. Su mano se deslizó hacia abajo, peinando el oscuro vello púbico que adornaba el coño que iba a hacer suyo.
Las yemas de sus dedos palparon el húmedo relieve de la raja. Sintió como el calor irradiaba de su interior. Sin dejar de besarla, introdujo dos dedos en la mojada concha de Perséfone. Su dedo pulgar presionó sobre el clítoris mientras los dedos que le había metido comenzaron a flexionarse y extenderse, estimulando así su sexo desde dentro.
Milodora interrumpió el beso para llevar su boca hasta los pechos de Perséfone. Sus labios se encerraron entorno al pezón izquierdo de la mujer, y comenzó a succionarlo mientras sus dedos seguían recreándose en el interior de ese chocho empapado.
Perséfone movía la cabeza hacia los lados, sobrecogida por el placer que sentía. Una de sus manos acariciaba la melena rojiza de su amada; la otra pellizcaba el pezón que tenía libre. Si no resoplaba de gusto era porque se estaba mordiendo los labios en un intento por no desmayarse.
Y es que era difícil no perder la cabeza con los dedos de Milodora hurgando en su vulva. La pelirroja estaba masturbando a su devota con habilidad. Perséfone se sintió como una musa, pues parecía estar inspirando el arte de aquella muchacha, que no paraba de presionar y frotar con absoluta precisión sobre los puntos que mayor disfrute le brindaban.
Los dedos entraban y salían por el lubricado túnel, obligando a Perséfone a emitir sonoros gemidos. Los labios de Milodora estaban cubriendo de besos el busto de su devota a medida que se desplazaban hacia el pezón derecho, que comenzaron a succionar nada más llegar a él, de la misma manera que habían hecho con el izquierdo.
La velocidad a la que se movían sus dedos era cada vez más alta. Podía sentir como se avecinaba el clímax. Perséfone estaba ansiosa por sentir la inminente explosión de placer. Cerró sus ojos y apretó sus puños; había llegado al punto sin retorno. Abrió la boca y bramó gozosa mientras sus jugos más íntimos eran exprimidos por esos dedos expertos. Fue la corrida más intensa que había tenido en eones.
Sin tiempo para que pudiese recuperarse del orgasmo, Milodora se echó sobre ella. Ambas se fundieron en una sucesión de besos y abrazos, mientras sus cuerpos se revolcaban en la orilla del río. La pasión había estimulado la sensibilidad de sus pieles, y el agua fresca intensificaba les provocaba placenteros escalofríos.
Estuvieron retozando un buen rato hasta que la calentura de ambas volvió a sus puntos más álgidos. Las dos separaron sus piernas y juntaron sus sexos como si fuesen dos tijeras enfrentadas. Los labios de sus vaginas comenzaron a besarse apasionadamente cuando las dos amantes iniciaron los movimientos pertinentes.
El roce de sus sexos hacía que ambas se estremeciesen, pero eso no era obstáculo para que ellas aumentasen el ritmo. Cada vez se frotaban con más ganas, danzando a la música que componían sus gemidos y jadeos.
Las dos sabían que el clímax era inminente. En un arreón final, lograron un último incremento de velocidad y fricción. Ambas bufaron de gusto y, tan sólo unos instantes después, estallaron en un espectacular orgasmo compartido que retumbó por los confines del averno.
Rendidas, separaron sus cuerpos y descansaron la una junto a la otra. Tumbadas en la vera del río, tenían las piernas metidas las relajantes aguas estígeas.
Una vez la resaca del orgasmo comenzó a disiparse, Milodora recordó su plan. No pudo evitar dibujar una sádica sonrisa en su boca. Se sabía vencedora. En cuanto llegasen a palacio, iba a pedir a Hades que encarcelase a Perséfone en las profundidades del Tártaro. Estaba observando como el objeto de su venganza se vestía cuando notó algo raro. Los ojos color miel de la hija de Deméter apuntaban en distintos sentidos.
—¿Qué te pasa en los ojos? —preguntó
—Oh —una pícara sonrisa se dibujo en los labios de la reina derrocada— ¿se me han descolocado?
—Si —contestó, agitada por el desagradable efecto que le producía esa visión— tus ojos miran en direcciones opuestas...
—Vaya, vaya —se relamió los labios—. Bueno, parece que ha llegado el momento —Perséfone llevó sus manos hasta sus ojos. Puso sus dedos en pinza, y arrancó ambas esferas de sus órbitas.
—¡¿Qué estás haciendo?! —Milodora chilló horrorizada.
—Oh, no te preocupes por estos ojos —no se cortó en tutear a la nueva reina—. No son míos. Son de un rey de Tebas que ya no los necesita —los arrojó al agua y sacó una pequeña caja de su túnica—. Estos son los míos —aclaró mientras sacaba de su interior dos ojos de iris oscuro—. Así se está mejor —suspiró, tras incrustarlos en sus cuencas vacías—. Llevo tantos milenios aquí que puedo pasearme ciega sin problemas, pero echaba de menos el poder ver.
—¿Qué...? —la estupefacta usurpadora de tronos apenas podía articular palabra.
—Vaya, sí que eres guapa —comentó Perséfone con un fingido tono de admiración—. Hice bien en quitarme los ojos, hasta yo me hubiese visto encandilada por tus encantos.
—¿Qué tramáis? —el voseo le salió por instinto. Se sentía insegura y algo le decía que estaba en grave peligro.
—¿Qué, qué tramo? —sonrió triunfante ante una temblorosa Milodora— ¡Pues recuperar mi trono, furcia estúpida! —la iracunda divinidad extendió un brazo y comenzó a recitar una maldición— ¡Quisiste mi reino gobernar, y ahora en él te condeno a vagar; en estas aguas vivirás, pues ahora una sirena por siempre serás!
El grito de desolación de Milodora fue música celestial para oídos de aquella bruja. La joven se derrumbó, incapaz de sostener su peso. Tirada en la orilla, se retorcía de dolor y desesperación al sentir como millones de escamas punzaban su piel desde dentro, recubriéndola de cintura para abajo. Sus largas piernas se fusionaron, y los huesos de ambos miembros se soldaron en una articulada columna. Por último, los armoniosos pies de la muchacha se deformaron hasta formar una gran aleta.
—¡Perdonadme! —la chica maldita suplicaba entre lágrimas.
—¿Perdonarte? —la complacida cara de Perséfone reflejaba que nunca había disfrutado tanto maldiciendo a alguien— ¡Deberías estarme agradecida, insolente mortal! Si por mi fuese, hubiese convertido todo tu cuerpo en el de un pez, pero he querido recompensar a una súbdita leal —los llorosos ojos esmeralda de la sirena la miraban, sin entender—. ¡Aquí la tienes!, ¡es toda tuya!
Milodora sintió como dos brazos la abrazaban por detrás. Se enroscaron con fuerza, y su cuerpo quedó atrapado entre ellos y un torso con dos mullidos pechos que se aplastaban contra su espalda. Antes de que pudiese reaccionar, la presencia que tenía a su retaguardia tiró de ella con vigor, sumergiéndola en el agua.
Con su recién adquirida visión de sirena, pudo ver con total claridad como se alejaba de la orilla al ser arrastrada hacia el profundo abismo de las aguas del inframundo. Su nuevo oído, también adaptado al medio acuático, le permitió escuchar con total claridad a Crísope.
—Estoy aquí, amor mío —el enloquecido tono de su voz aterró a Milodora—. Tranquila, no volveré a separarme de ti. Ahora estaremos juntas. Para siempre.