La manzana del paraíso

Pero sin dudas, el premio que más disfruto, es su cuerpo desnudo gimiendo bajo el mío.

Capítulo 3: La manzana del paraíso

Intimas memorias.

Porque a mí, llegaste silencioso con  la ardiente exaltación de mi elocuencia, y de inmediato conquistaste  en una amable delincuencia  una pasión pecaminosa.

Escuchaba el rose constante de su ramaje sediento, y aquel sollozo continuo que de su copa oscilante removía cada pedazo de mí.

Yo lo abrí al descuido, y supe sonriendo de tu dulce secreto que al instante guarde con cautela, distraída y loca sentí la atracción estelar de las estrellas. Te cristianizaste en la nube que transitaba enmudecida, la extensión indefinida, que lentamente era perseguida por la luz de mi mirada.

Nun… acaso intimaste con Dios para acariciar mi voluntad?

¡Oh! Viajero recóndito de mi vida, ¿quizás tus caricias compartidas tienen el dominio absoluto de hacer llegar el cielo a la altura de mis sentidos?

¿Acaso me ves? porque yo, sí. Veo esa boca que besa, el aire que teje la utopía de palpar, veo el cielo en tus ojos que con el viento disuelto me aprisiona.  Aunque la realidad cada vez más se hacía presente, mis ojos no se cansaban de apreciar su picara geografía corporal y la libidinosa incógnita que siempre me asaltaba.

De todas maneras yo seguía haciendo caso omiso a lo correcto, me vivificaba saber que el dueño de mis codicias era un poema vuelto carne, y que yo lo escribía, aun sabiendo que  en cualquier instante él  podría volverse en una lluvia de adioses.

Pero sin dudas, el premio que más disfruto, es su cuerpo desnudo gimiendo bajo el mío.

Aparentemente, nunca sería el tiempo más propicio para unirnos, famélicos uno del otro, a través de esa cama efímera que aun arde en la memoria, pero de repente veo mi mano acariciando tu nuca, mientras tu cuerpo formulaba su oscura exigencia, tú cálido ser reposaba en mi vientre. Se deslizaba apaciblemente con frecuencia adentro de este otro cuerpo que mojaba con pasión la inmensidad de mis sentidos. El paraíso es aquí.

Mientras lo veía ahí desnudo, mi fogosidad vehemente aceitaba los florecidos engranajes de su imaginación.

Pero la complicidad dulce de su aliento hacia que velara noche y día, como quien inhala aroma de café. ¿Qué pasión era factible en estos tiempos áridos? Solo sabía que en el otro extremo de su mundo, yo también estaba despierta.

Pero lo que nunca entregaron a nadie, aquí lo ofrendaron, más desnudos que nunca, más caídos y puros, fascinados de su anhelo, conocieron como nutrían su divino delito.

No te alcanzaba, como es obvio, pero ¿Quién merece el sol o el agua?

Solo pedía permiso para ser invisible, flotar en torno tuyo.