La mano delatora

No es un relato de terror, se trata de algo más espeluznante.

LA MANO DELATORA

Siempre me lo decían y yo no lo quería creer. Cuántas veces me repitieron aquello de: "no te toques ahí", "no te andes jalando tu cosita", "te van a salir pelos en la mano".

Pero yo no hacía caso, pues estas advertencias se me olvidaban cada vez que me acariciaba, desde que era virgen, o sea, cuando el prepucio todavía cubría al glande, hasta que poco a poco iba descubriendo lo agradable que era sentir la caricia de mi mano sobre la piel de mi platanito.

Primero era el roce suave de mi mano, después era el ansia de terminar aquello que había comenzado, de apresurar mis movimientos hasta obtener aquella sensación de placidez y relajamiento que me hacía dormir tan a gusto.

Pero la gratificación más grande que me produjo mi mano, fue cuando tuve mi primer orgasmo líquido, después de unos momentos de masturbación, de respiración

entrecortada, de sentir "la muerte chiquita", de detener el sube y baja de mi mano, para seguir sintiendo aquellas sensaciones encontradas que se desprenden de este ejercicio, que son, el hecho de querer terminar y el de seguir adelante, y volver a detenerse, para después seguir, porque quiere uno que el placer continúe por toda la eternidad, pero no puede ser así, aunque uno quiera seguir envuelto en el aura divina del placer, llega un momento en que no nos podemos controlar más y, abandonándonos, buscamos el deleite supremo que llega cuando sale a borbotones nuestra leche, arrastrando con ella toda nuestra fuerza, con lo que quedamos exhaustos, listos para el descanso, que repondrá nuestras energías para un nuevo goce.

Ante este panorama, ¿quién podría hacer caso a las recomendaciones que se le hacían? Yo, no. Y así seguí dándome placer, disfrutando el acariciar, el sobar, el apretar, el deslizarse de mi mano, de arriba abajo, sobre la piel de mi cilindro sexual, despertando cada vez más intensas sensaciones, prolongando cada vez más el momento del orgasmo, hasta que explotaba con el disfrute que acompañaba al fluir de mi semen por mi conducto eyaculatorio.

Seguí y seguí, sin importarme las advertencias que desde muy pequeño había recibido, sobre todo, aquella que rezaba, "te van a salir pelos en la mano".

Hasta que sucedió. En el centro de la palma de mi mano derecha, había brotado un vello, no muy grueso, tampoco era muy llamativo, más bien era descolorido y bastante delgado, pero ahí estaba, y eso, eso era la denuncia de que yo me masturbaba, la muestra de que yo, en solitario, hacía "cositas malas", que me encerraba en mi alcoba a usar mi mano para acariciarme, en una palabra, para puñetearme, o como se dice en España, para hacerme una paja.

No lo podía creer, mi propia mano, mi compañera de tantos días de placer, ella, mi amiga de la infancia, de mis años mozos y de momentos tan hermosos, me estaba denunciando, gritando, aunque silenciosamente, a todo mundo, que yo era un puñetero más en este puñetero mundo. Y s i ella se había atrevido a exhibirme, yo tenía que acabar con ello, no podía dejar que todo el mundo se enterara de mi adicción, todos me señalarían como algo innoble, como algo del que todos debían apartarse, so pena de adquirir los mismos vicios y eso, eso no podía yo permitirlo, así que, queriendo acabar con esta maldición de una vez por todas, con mi mano izquierda tomé unas afiladas tijeras y dirigiéndolas amenazadoramente hacia mi mano traidora, con un certero clic, que me pareció la música del himno a la libertad, corté aquel vello, aquella amenaza, que rodó sin vida por el suelo.