La manchita en la alfombra persa

Confieso que la manchita en la alfombra persa, que pagué setenta y cinco mil dólares en un negocio de compras y ventas de antigüedades en mi primer viaje turístico a Babilonia, con debida certificación de origen y estado, es el recuerdo más lindo e imborrable de mi vida

La manchita en la alfombra persa

Confieso que la manchita en la alfombra persa, que pagué setenta y cinco mil dólares en un negocio de compras y ventas de antigüedades en mi primer viaje turístico a Babilonia, con debida certificación de origen y estado, es el recuerdo más lindo e imborrable de mi vida, o por lo menos de los últimos tiempos de mi existencia, y cada vez que la traigo a la memoria o la observo personalmente en el óleo que la inmortaliza o en el espacio original donde se produjo, siento las mismas cosas de aquella irrepetible tarde invernal, cuando el devenir me brindó el mejor y más codiciado de los premios, seguramente inmerecido.

Siempre, desde muy chico, tuve novias, simpatías, entusiasmos, y sexualmente fui bastante activo, sobre todo en épocas universitarias donde comenzaba a plantar su rotunda determinación la prédica del amor libre y nos amábamos como locos con compañeras de estudio o amigas ocasionales en cualquier rincón que encontrábamos adecuado para quemarnos los cuerpos a puro sexo por el sexo mismo, casi sin que importara la sapiencia de la vida al imponer los motivos por las diferencias entre hombres y mujeres, pero hasta ese momento de mi existencia nunca establecí alguna relación que me llevara al deseo de formar familia y despertar en las mañanas junto a la misma mujer.

Sólo buscaba el desahogo, la satisfacción de enganchar preciosuras, o no tanto, de los colegios secundarios o de cursos inferiores al mío en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires, y si no abrían las piernas en el primer encuentro las abandonaba para buscar otras, sexualmente más accesibles, convencido de que los sentimientos no importaban y la verdad estaba en los requerimientos testiculares. Las chicas, con excepciones por supuesto, pensaban lo mismo durante los años felices de la juventud, hasta que las realidades existenciales comenzaban a golpearnos con sus crudezas y la mayoría recuperábamos la conciencia y nos volvíamos “normales”, con ansias de formar parejas definitivas o casarnos como ansiaban los padres chapados a la antigua, sin ningún deseo de aceptarnos y comprendernos al vernos melenudos, desprolijos, indiferentes, sin atreverse a sospechar que éramos consecuencias de sus mismos aciertos y errores, vástagos del mundo que construyeron para nosotros.

Una prima solterona de mi madre, enérgica y tiránica, que vivía en la ciudad encendiendo cirios, rezando a toda hora o imponiendo conductas desde su lugar de directora de la Escuela de Manualidades, me quitó los restos de infancia y me diplomó de adolescente durante una siesta de marzo, al ordenarme que la acompañara a la cama para que la refrescara moviendo la pantalla de cartón que utilizaba a modo de abanico. Ya no creía en cigüeñas y repollos, pero me asusté al verla quitarse el batón de entrecasa, quedar en bombacha y corpiño y tenderse en la cama enorme donde sus padres hicieron los hijos que continuarían las tradiciones de la familia noble, aristocrática, plagada de guerreros, políticos, monseñores, acrisolados en la historia patria. Abrió brazos y piernas mostrando su desnudez temible, con pechos rotundos, piel blanquísima, desconocida hasta por el sol, y piernas largas, fuertes, con muslos ávidos y pantorrillas cubiertas por el vello rubio que incitaba a tocarlo, rozarlo, soplarlo, mientras movía la pantalla con el brazo y los ojos recorrían el paisaje estremecedor de mujer que sólo había logrado ver en las revistas de la peluquería o en el taller de gomería del pueblo. También sentía que debajo del pantalón, venturosamente largo por mi condición de estudiante de primer año del Colegio Nacional, se desataban erupciones incontenibles.

Estábamos solos en el caserón familiar, ocupado sólo por ella, sus soledades irremediables y tres sirvientas emparentadas con fantasmas de otros tiempos que la atendían, y mi presencia se debía a que comenzaba los estudios secundarios y viajar desde el pueblo, donde residían mis padres y hermanos, a la ciudad, era demasiado sacrificio, y la prima de mamá ofreció la enormidad del caserón para que ocupara una de las habitaciones de lunes a viernes: No me apantalles más, Tito, y acaríciame…, ordenó, buscando mi mano y colocándola sobre su vientre. Lo hice, lentamente, siguiendo las órdenes de su voz diciendo bien, así, más abajo, tócame los pechos, por debajo de la bombacha, no tengas miedo, si estás asustado déjame y aquí no pasó nada, y cosas que me obligaban a enfrentarme con la realidad de que estaba complaciendo a una mujer, mayor y respetable, pero mujer al fin, para colmo cargada con una historia extraña que pude conocer en todos sus detalles, gracias a que a lo largo de todo el colegio secundario vivimos mucho más que juntos.

Poco a poco perdí el miedo, superé el asombro, comprendí que las manos tactaban cosas desconocidas hasta entonces, apenas esbozadas en las altas conversaciones con amigos en el baño de la escuela o en los bancos de la plaza, cuando sacábamos a la luz los primeros temas escabrosos acerca del sexo y la mujer, con confesiones imaginarias de hazañas imposibles. Obedeciendo sus precisas instrucciones invadí la espesura de vello púbico, reconocí la humedad vaginal, percibí el olorcito áspero de jugos excitantes, y también llené ambas manos con las turgencias de los pechos duros, aún airosos, y pezones rosados, sin señales de haber sido aureolados por la madurez de la fecundidad, aunque esa aseveración la aprendí con el transcurso de la vida.

El cuerpo de la prima de mi madre comenzó a moverse, a expresar gozos y necesidades, y las manos fueron directamente a comprobar qué ocurría en el interior de mi pantalón: ¡Dios mío, Tito, lo tienes duro como una ramita de quebracho!, exclamó, y con movimientos rápidos me ayudó a quitármelo, también al calzoncillo, para que mi miembro endurecido se alojara en la puerta de su vagina. No se aprende a copular, se nace sabiendo, y en cuanto estuve sólidamente ubicado empecé el movimiento que me permitiría penetrar hasta quién sabía adónde, porque eso sí, desconocía los fundamentos básicos del coito, o de la cópula, o de la garchada, o de la culeada, como llamábamos al misterioso acoplamiento entre hombre y mujer, y hasta me asusté cuando las escasas dimensiones de mi falo encontraron resistencia y, por insistencia de la solterona, dupliqué las fuerzas y embestí a lo bruto hasta trasponer la frontera en medio de lagrimones de sangre: No quería morir intacta, querido, y tuviste el honor de deshonrarme y hacerme feliz, las dos cosas al mismo tiempo…, me dijo, luego de padecer espasmos que me llevaron a pensar que en realidad se estaba muriendo, gritando groserías incalificables a alguien que la había herido de muerte.

Desde esa tarde en que dejé atrás la infancia definitivamente y me hundí de cabeza en la veloz adolescencia mantuve relaciones con la prima de mamá a lo largo de los días laborales de la semana, y me atrevería a asegurar que cogíamos en cuanta oportunidad se presentaba, sin que nadie fuera de la casa sospechara lo que hacíamos, porque, indudablemente, las tres servidoras conocían perfectamente lo que cambió el carácter de la niña y se mostraban tan alegres como ella. Aprendimos juntos a complacernos, a saber lo que significaban felaciones, sesenta y nueve, y hasta coito anal, al que llegamos cuando cursaba tercer año y los compañeros se ufanaban de haberlo practicado en los prostíbulos a los que ya podían ingresar. A lo largo del colegio secundario sólo copulé con la mujer solterona, chupacirios y autoritaria, y al dejar la provincia para asistir a la universidad podía asegurar que era tan experto como un marido en beneficiar a una mujer.

Al recibir el título de arquitecto, a los veinticinco años, entré a trabajar en una gran empresa de construcciones, gracias a que una de mis compañeras de facultad, y a veces de cama, era hija del dueño.  A lo largo de la carrera había dado muestras de talento superlativo y mi libreta de calificaciones era muestra de mi capacidad, de modo que el padre de mi compañera no dudó en jugarse por mí. Inmediatamente me puso a cargo del departamento de diseño, consciente de que debería ser talentoso y con ambiciones para tratar de convertirme en su yerno, marido de su única hija.

De ninguna manera pensé en tamaña posibilidad: conocía la “carrera” de la flamante arquitecta y sólo borracho podría engancharme con quien hiciera del amor libre su filosofía y se acostaba hasta con los porteros de la facultad, pasando primero por alumnos y profesores, filosofando que siendo generosa con los hombres contribuía a la paz mundial. Se llamaba Diana, y no era para nada bonita, sino todo lo contrario a los conceptos de belleza que maneja la sociedad de consumo, pero tenía una particularidad asombrosa que la volvía apetecible: por algún desacomodo de su naturaleza tenía labios vaginales dobles, uno detrás del otro, y poseerla era algo superlativo, porque los manejaba con habilidad robótica, y tanto penetrar como permanecer adentro de su antro vaginal era alcanzar la gloria. Siempre andaba a la búsqueda de los machos mejores armados para poder sentirlos alcanzar sus profundidades, ya que entre seis u ocho centímetros eran requeridos por el doble túnel vaginal, y un órgano de dimensiones normales apenas le hacía cosquillas. Soñaba con encontrar un instrumento elefantiásico y tenerlo para su uso exclusivo, y quizá debido a ese objetivo vivía en posición horizontal desbravando pasiones con quien requería de sus servicios.

Nos hicimos amigos no por mis dimensiones viriles, apenas un poco mayores que el común, sino porque no sólo era bueno en la cama y de la camada de estudiantes era el que sacaba mejores notas, resolvía situaciones más rápidamente y dibujaba como los dioses, a tal punto que desde chico soñaba con ser pintor y morirme de hambre en una  buhardilla miserable a orillas del Sena, en el París bohemio y capital indiscutible del arte.

El padre de Diana era sumamente generoso con sus colaboradores, aunque ninguno se atrevía a convertirlo en suegro, y al ganar la licitación estatal para la construcción de cinco mil viviendas en distintos puntos del país, gracias a la originalidad de mi diseño presentado en la licitación, que permitía construir casas más cómodas, fuertes y baratas, me premió con una suma equivalente a cinco años de trabajo. De esa manera pasé al frente de la noche a la mañana, olvidé definitivamente las utopías juveniles y me volví serio, elegante, discreto, partido excelente para herederas de fortunas morrocotudas que comenzaron a revolotear incansablemente sobre mi cómoda y confortable existencia.

Para más beneficio, en esos mismos momentos me informaron de la muerte de la prima solterona de mamá y su voluntad de que heredara sus ahorros de toda la vida, considerando que fui el pariente más cercano a sus afectos y el que más alegrías le produjo. Murió de infecciones renales a los cuarenta y seis años, o sea que al comenzar las relaciones incestuosas conmigo apenas superaba los treinta años y todos la consideraban mujer mayor, apartada de posibilidades futuras, sólo digna de vestir santos y dirigir una escuela especial para muchachas pobres, precisadas de aprender el oficio de servir, en todas las variantes posibles. La casa familiar, que por voluntad de sus hermanos quedó para ella, pasó a manos de la iglesia en donde rezó y se refugió de la soledad toda su vida, aunque con la condición de que fuera convertida en hogar para niñas abandonadas o abusadas. Creo que fue manera de golpear a quienes la dejaron sola cuando el novio, con el que llevaba doce años de relaciones a la espera del casamiento, la plantó de la noche a la mañana en cuanto ganó la banca de diputado nacional y se instaló en Buenos Aires, fascinado por las luces de los cabarets y el brillo de sus mujeres, para colmo justificando su conducta ante la sociedad provinciana insinuando que no podía unir su vida con quien le permitió saltar demasiadas fronteras en el camino transitado a lo largo de doce años de amor: Los hijos necesitan nacer de madres impolutas…, filosofaba el sinvergüenza en las tertulias porteñas donde se le ofrecían hijas de nuevos ricos precisadas de cargar apellidos pesados para pisar definitivamente la alta sociedad.

Algunas de las bellezas que conocí en mi etapa de éxito económico eran dignas de tenerse en cuenta, y también de guardarse, pero como estaban influenciadas por las liberalidades de los tiempos se entregaban mansitas a los fervores sexuales y perdían el concepto favorable de los primeros encuentros de mostrarse vírgenes, pero en cuanto se quitaban las bombachas y abrían las piernas, y quizá para no quedar atrás en los requerimientos de los nuevos tiempos, se llenaban las bocas con la verga y mamaban como desaforadas tragando el semen, cosa que me desagrada hasta el día de hoy, por cuanto una cosa es llegar a la felación de a poco y siguiendo las circunstancias del amor y otra prenderse como ternero a la teta sólo para mostrarse cancheras y dignas de competir con quienes ejercen el oficio de satisfacer machos a cambio de dinero. Lo mismo ocurría con el reclamo de beneficiarme con la “colita”, de sodomizarlas como si el gozo antinatural se impusiera sobre lo normal.

Es hermoso “hacer una colita”, no lo niego, pero sólo cuando llega como concatenación del amor, ya que soy un convencido de que cuando existe el sentimiento y el deseo se puede copular hasta por las orejas y lograr el más mayúsculo de los gozos, no la simple eyaculación que se olvida en la hora siguiente, con sensación de haber perdido tiempo y energías valiosas.

Estuve a punto de relacionarme en serio con una ahijada de mamá, hija de su mejor amiga, soberbia muchacha que vino a Buenos Aires a rendir examen de danzas clásicas y españolas en el Teatro Colón, cursadas en la escuela provincial que dirigía una profesional de la enseñanza recibida en la escuela de danzas del teatro porteño. Era majestuosa, magnífica, acreedora de todos los calificativos posibles y perfectamente compatibles con mis expectativas, y mamá me suplicó que la atendiera mientras duraba su estadía en Buenos Aires, preparándose para el examen: Pili es como una hija para mí, y te ruego que hagas hasta lo imposible para que no extrañe demasiado a sus cosas queridas, señaló mamá en la carta correspondiente que la propia Pili puso en mis manos, logrando que me preguntara, irrespetuosamente, cómo sería atender por todos los medios posibles e imposibles a semejante ejemplar de hermana.

Para esos momentos vivía solo, en un departamento espectacular que adquirí en el centro con los ahorros heredados, a metros del obelisco, tenía auto y bastante dinero en el banco como para pensar en cosas mayores, de manera que la tarea encomendada la realicé a gusto y placer, porque tanto ella como yo nos entregamos el uno al otro como incendiados por una explosión cósmica.

Luego del trabajo la buscaba en el Teatro Colón y la sacaba a varear por el Buenos Aires cultural, teatral, revisteril, cinematográfico, sibarítico, y comenzamos por andar del brazo, luego de la manito, más tarde a los besos y después a satisfacernos mutuamente en la cama de mi departamento de soltero, donde gozamos momentos inolvidables. Era tan exquisita que no me cansaba de saborearla, de hundir mis cinco sentidos en las vastedades de su universo de mujer, y ella me devolvía las atenciones con fervor mayúsculo, nos jurábamos que nos querríamos hasta la muerte y alcanzábamos el éxtasis juntos, en el mismo instante, y a partir de ese momento nos entregábamos a todo lo que pedían los cuerpos, que comenzaban a mandar por encima de los cerebros. Con ella perfeccioné el coito en sus distintas variables posicionales y de origen, la masturbación mutua, el gozo insuperable del sesenta y nueve que se practica por órdenes del mejor amor, y en algún momento de las pasiones en plena floración decidimos vivir juntos hasta cuando la existencia dispusiera otra cosa.

Pero luego de haber tomado la decisión Pili quedó estática, con sus piernas colgadas de mis hombros y la verga palpitando en sus profundidades: No puede ser, Tito, estoy comprometida desde los quince años con un amigo de la infancia, con anillos de compromiso y todo, casa puesta, las familias conformes y anhelando que llegue el momento de la ceremonia, programada para dentro de dos meses. Siempre fuimos “novios”, desde que ambos aprendimos a pronunciar esa palabra y a descubrir que a él le sobraba lo que a mí me faltaba. Creo que aún no teníamos diez años cuando jugando al matrimonio intentamos consumar el amor que sentíamos, pero no pudimos porque nos moríamos de risa, él porque no se le endurecía el pito para penetrarme y yo porque no me atrevía a ayudarlo y me daba aprensión el hecho de tocarlo. Antes de mi primera sangre nos desfloramos y fue maravilloso, y lo continuamos haciendo cada vez que podemos. A los quince se me atrasó la regla y nos asustamos tanto que decidimos escapar y casarnos, pero sólo fue falsa alarma, y sólo nos comprometimos ante las dos familias para acostumbrarlos a reconocer que ya éramos pareja. Te quiero con toda mi alma, querido mío, pero no tengo fuerzas ni argumentos para echarme atrás y destrozar al único hombre que amé hasta conocerte, porque en todo este tiempo contigo, y lo juro por el amor que aprendí a tenerte, olvidé que existía…, dijo, como si le ocurriera un nuevo orgasmo, pero no pude continuar en sus interiores: mi armamento se fue desinflando y salió solo, minúsculo y torpe, y permanecimos abrazados, sin pronunciar palabras, hasta que el dolor nos exigió dormir de cansancio, como si el cambio de las cosas nos hubiese exigido atravesar a nado el más proceloso y cruel de los océanos. Supe una vez más lo que significan las tradiciones sociales en la provincia, la crudeza de compromisos interfamiliares y el temor a no cumplirlos, condenando, como siempre, a las mujeres a padecer la crudeza de las costumbres inmemoriales.

Quedé vacío, apelmazado, sin deseos ni ganas de recuperar mis actividades amorosas. En las horas libres me ponía a pintar, a bosquejar intentos de traer a Pili al ámbito de mis vivencias, a dibujar escenas de amor que venían a mis recuerdos con el fuego creciente de la ansiedad. Diana, la hija de mi patrón y gran amigo, con intenciones de habilitarme como socio, en una de sus esporádicas visitas al departamento de diseño de la empresa, ya que había conseguido marido y estaba convertida en un dechado de virtudes maritales, opinó que eran obras espléndidas, cargadas de erotismo, y se llevó varias para enmarcarlas y ponerlas en el negocio de obras de arte que el esposo tenía en lo más paquete del Buenos Aires sofisticado.

Federico, el esposo de Diana, con aires amanerados por su oficio de negociante de arte superior, pero con una contundente herramienta de trabajo marital, de acuerdo con expresiones de su feliz esposa, preparó una exposición especial que llamó Erotismo y placer en la visión de Orlando Zito, porque, llevado por cierto pudor por lo caliente de las obras, comencé a firmar con seudónimo, cosa de no mezclar mi afición por la pintura con mi talento profesional.

Las obras se vendieron como pan caliente y Diana me pidió más, cosa que obedecí con mucho entusiasmo, dedicando las horas libres a trabajar en casa lo que me exigía la imaginación. Creo que desde lo ocurrido con Pili reemplacé la necesidad de sexo por la tiranía del arte, ya que las mujeres que me rodeaban en ambos ámbitos no llamaban mi atención y durante largo tiempo dormí solo, cerca de mis herramientas de pintura que me permitían crear en las telas imágenes sobrecargadas de erotismo. Diana bromeaba, cada vez que acudía a llevar las obras para enmarcarlas, acerca de que me estaba contagiando de la delicadeza femenina de su esposo, a quien rescatara de la inminente homosexualidad debido a su talento vaginal, convirtiéndolo en hombrecito a la hora determinante de la verdad: Tiene más de lo que busqué a lo largo de toda mi carrera de cogedora infatigable y se lo gané de puro guapa al puto que ya lo tenía a punto de caramelo en la quinta de amigos comunes. Cuando le vi el instrumento por la ventanita donde observábamos la función para divertirnos corrí como loca, abrí la puerta de la habitación donde se revolcaban y preparaban la cogida, aferré al puto de las orejas y lo quité de encima de quien, desde ese momento, es mi único hombre. Cada vez que hacemos el amor es como una parición, aunque al revés, y no puedo ni caminar, pero quedo feliz y contenta…, me confesó, cuando por curiosidad le pregunté por qué Federico vestía pantalones extremadamente holgados y con la entrepierna demasiado baja para los conceptos de elegancia.

Poco tiempo después de la exposición, casualmente, conocí a la mujer con quien estaba dispuesto a despertar los restantes días de mi vida a su lado, dejando en el olvido a todo lo transcurrido hasta entonces. Algo espectacular, divino, con rostro perfecto y cuerpo exquisito, tan formidable que la vi pasar por el paseo subterráneo del obelisco y quedé estupidizado, inmóvil, sin poder quitar de encima de mis huesos el peso aplastante de no saber quién era ni dónde poder encontrarla. Creo que fue la más viva demostración de que el amor a primera vista es tan posible como aquél que precisa tiempo para manifestarse, y desde el próximo paso que di sabía que la tendría enquistada en la sangre como daño incurable hasta el final de mi existencia.

Cuando pude reaccionar corrí como estúpido por el pasillo subterráneo, subí de dos en dos los peldaños de la escalera de salida y al llegar a la superficie me di cuenta de que había corrido en sentido contrario al que llevaba la preciosidad. Casi me hago matar por el hormiguero de automóviles al cruzar la avenida 9 de Julio esquivando paragolpes, tratando de recuperar el tiempo perdido, y me resigné a perder las esperanzas de encontrarla en la multitud de avenida Corrientes, a la altura de Esmeralda.

La tenía tan presente en la memoria que al llegar a casa lo primero que hice fue dibujarla, traerla en secuencias esbozadas desde el instante en que mis ojos la descubrieron a treinta pasos de distancia hasta pasar rozándome con su fragancia, juventud, encanto, dejando tras ella la sensación de que me invitaba a seguirla con el vaivén del traserito presuntuoso y la sonrisa aviesa que, lo juraría, llevaba estampada en el rostro, señal de que no le había sido indiferente. Hice los esbozos con tanta realidad que hasta le coloqué en la mejilla izquierda el lunar que la embellecía aún más: Esa mujer es demasiado hermosa para existir …, afirmó Diana al descubrir el óleo que hice de ella en tamaño natural, basado en los dibujos, vestida con la solera estampada, las piernas sin medias, las sandalias de tacos altos y el rostro incitando a sonreírle como si en lugar de estar vestida estuviese desnuda, por cuanto la levedad de la tela insinuaba las formas de su cuerpo digno de presentarse en los teatros de revistas de la ciudad. Diana ofreció pagar una suma altísima, a modo de anticipo, si se lo entregaba para ofrecerlo en el negocio de su esposo.

De ninguna manera podía aceptar vender mis ilusiones, y lo puse en mi dormitorio para tenerlo conmigo al acostarme y al despertar. Sólo para darle un nombre puse a la pintura el nombre de Primavera porteña, consciente de que debía encontrarla alguna vez. Todos los días, y a la misma hora, iba al paseo subterráneo del obelisco convencido de que en alguna ocasión volvería a pasar, hasta que comprendí que sólo podría tenerla en la memoria y en el óleo que, desde la pared, dormía conmigo.

La suerte y el destino estuvieron de mi parte. Meses después necesité encargar un traje para el casamiento de una de mis hermanas, que se casaba en la provincia, y alguien de mi entorno me recomendó la sastrería de Ludovico Lorenzano, para muchos la mejor tijera de la ciudad. Quedaba en San José de Flores, en un barrio familiar y tranquilo, con casas antiguas y veredas con chicos jugando, vecinas charlando y el tiempo estacionado en el aire con aromas de malvones y rosales.

Fui, me atendió personalmente el dueño, le expliqué lo que necesitaba, elegimos la tela, y me hizo pasar a la sala interior para tomarme las medidas.

Me pareció un tipo macanudo, elegante, sobrio, clásico, con pinta de galán de cine y aplomo de noble europeo condenado a trabajar para ganarse el pan de todos los días. La sastrería era como él, pulcra, sobria, prolija, espaciosa, con espejos enormes y una correntada de clientes que certificaban los valores recomendados, atendidos por oficiales competentes. En el piso superior estaba la residencia familiar, comunicada con la planta baja mediante una escalera amplia, alfombrada, con herrajes dorados en cada escalón. Con ojos expertos observé que el mobiliario, en general, poseía el lujo esplendoroso de finales del siglo anterior, con mesas, armarios, sillas y sillones adquiridos en los mercados de pulgas y restaurados a nuevo por manos expertas.

Arquitectónicamente hablando la construcción era una belleza y me interesé en observar molduras de paredes y techos, parquets de pisos y todo lo que a mis ojos llamaba mi atención. Ludovico Lorenzano se dio cuenta de mi interés y sonrió con evidente satisfacción al saber que era arquitecto: Fue construida en 1883, en la Argentina del general Roca, donde todo debía ser grande y fastuoso. La construyó mi abuelo, sastre como yo, pero tuvo problemas económicos en la crisis de 1890 y un banco la remató. Estuvo cerrada mucho tiempo, y los ladrones no dejaron nada que pudieran cargar. Hace unos años compré la propiedad por monedas, la restauré sin demasiados esfuerzos, porque la construcción es sólida y fuerte, y puse la sastrería en la planta baja, donde sobra espacio para todo, y mi familia vive arriba. Su curiosidad por los muebles me obliga a informarle que fueron adquiridos en negocios de viejo, dejados en empeño o venta por los inmigrantes que al salir de Italia o de España se traían lo que poseían, y los recuperé con mis propias manos, porque además de sastre ejerzo siete oficios: albañil, carpintero, comerciante, criador de caballos de carrera, horticultor, banquero, y el que ya conoce y el que mejor conozco, el de las tijeras y las agujas…, señaló, brindándome sensaciones de que el destino acababa de acercarme a un amigo, algo que específicamente me faltaba.

En la sastrería propiamente dicha, con entrada por la ochava de la esquina, se confeccionaba y vendía todo tipo de ropa para caballeros, pero al lado, sobre avenida Rivadavia, se levantaba el negocio amplio, con vitrinas, mostradores y vidrieras, donde se ofrecían camisas, corbatas, medias, calzoncillos, y el resto de ropa masculina que un caballero con posibles podía adquirir, y en el fondo de la planta baja se escuchaban ruidos de máquinas de coser, voces masculinas y también femeninas, determinando que ahí estaba el taller con operarios y operarias trabajando en la confección de lo que se vendía bajo la marca Ludovico Lorenzano, prendas de vestir para el hombre moderno .

Como quien no quiere la cosa Ludovico Lorenzano, mientras tomaba mis medidas personalmente, haciéndome enorme distinción, contó que sus abuelos llegaron a la Argentina a mediados del siglo XIX siguiendo los rastros de un personaje de la nobleza veneciana que los estafó y dejó en la ruina: Aquí, como me ve, provengo del mejor tronco veneciano, aunque soy y me considero argentino hasta la muerte, y tengo el oficio de sastre porque todos los Lorenzano lo fueron por generaciones, pero exclusivamente para vestir dogos, militares y nobles de los gobiernos venecianos. Mi mujer, a la que seguramente conocerá en los días de prueba, es aún más de sangre azul que yo. Su abuela, que era preciosa, se enamoró perdidamente del hijo del panadero de la corte veneciana, apenas un buen mozo con el mérito de ser excelente persona, y para poder amarse sin las trabazones impuestas por las estúpidas reglas de la nobleza se tomaron un barco y vinieron a la Argentina, donde las sangres azules no existen, pero sí la felicidad y la posibilidad de encontrar el futuro trabajando con el arado o con las agujas, y las más de las veces sólo con el ingenio, o la viveza, como la llaman…, contó, y una oleada de simpatía mutua nos inundó, a tal punto que al dejar la sastrería nos despedimos como dos grandes amigos que ansían volver a verse.

Dos días después me presenté a la prueba requerida a la hora precisa y Ludovico Lorenzano me atendió con suma amabilidad, y hasta me convidó café con magdalenas caseras, muy españolas, hechas por una de sus hijas que acababa de diplomarse en cocina internacional. Casi muero de gozo cuando el café lo trajo la mujer que tanto me había impresionado meses antes en el paseo del obelisco. Era Mirtha, su hija mayor, y en cuanto dejó la cafetera y las tacitas para regresar al interior me cargué de aplomo y me mandé la primera de mis locuras: No lo tome como atrevimiento, señor Ludovico, pero daría con gusto la mitad de la vida, o la vida entera si así lo exigen las circunstancias, a cambio de tenerlo como suegro…, dije, y el sastre no mostró enojo, sino todo lo contrario, le pareció divertido mi comentario: Mirtha, lamentablemente, está comprometida y se casará el próximo mes, de manera que por ese lado la cosa viene renga, pero Sonia, la menor, está sola y sin gavilanes a la vista, sólo que me juego también mi vida a que todavía no nació el hombre capaz de conmoverla como para pensar en el matrimonio…, respondió, dejándome turulato y arañando las paredes por la excitación. También maldije a mi suerte: las dos mujeres elegidas para llevarlas al altar andaban de novias desde pendejas con boluditos con el único mérito de haberse criado con ellas desde borregos.

Fue Ludovico Lorenzano quien hizo las veces de Celestina para que Sonia y yo nos conociéramos, simpatizáramos y nos pusiéramos formalmente de novios, aunque después de una carrera de obstáculos que parecían insalvables y que sólo la voluntad de Dios y las argucias del diablo lograron encontrar la manera de esquivarlos. Si bien me encantaba Mirtha, la mayor de las hijas de quien ya era mi gran amigo y compinche en cuestiones de conformar mi afición de coleccionar antigüedades, tal vez más agraciada espiritual y físicamente, más suelta en su manera de ser, la otra no le iba demasiado en zaga, y tenía piernas, silueta y nalgas tan impresionantes que me hicieron estremecer con una erección espectacular e inesperada, cosa que no ocurrió al conocer a Mirtha. Mirtha me había entrado por el corazón, Sonia lo hizo por los sentidos, y no veía las horas de poder disfrutar del cuerpo que día a día parecía florecer con nuevas primaveras. Ya no eran sólo piernas, silueta y nalgas respingonas, sino también esplendor de pechos, regocijo de caderas, crujir de cintura, frutalidad de labios, aroma que manaba de sus poros con delirios de jazmín, logrando que me fuera enamorando, soñándola por las noches y derramando ríos de poluciones y consolaciones al pensar en ella.

Me encantaba su piel, blanca, inmaculada, sin lunares ni pecas, tentadora como un mar de crema, y la imaginaba tendida, desnuda sobre sábanas negras aguardando mis explosiones amantes y mi hambre insaciable. Primero le comería los deditos de los pies, se los chuparía hasta sentirlos derretirse como miel al sol, luego me entendería con las pantorrillas perfectas para poder subir a los muslos en idas y venidas linguales, hasta prenderme con golosidad de picaflor en el clítoris preparado para gozarlo. Llegaba a esos lugares y me vaciaba hasta secarme, y aún me faltaba saborear pubis, ombligo, pechos, cuello, permitiendo que la masculinidad fuera encontrando sola el sacro socavón que resguardaba el más delicioso tesoro.

Sonia era también maestra normal, como Mirtha, pero no ejercía, y trabajaba en la Suprema Corte de Justicia como taquígrafa y dactilógrafa, además de tener diplomas oficiales en danzas folclóricas, corte y confección, jardinería y cocina internacional, estudiados por correspondencia. Nunca tuvo novio ni simpatías ni pretendientes, espantados por su manera de ser, que impresionaba por seriedad y sequedad hacia lo masculino: Eres el primer hombre que llamó mi atención, porque no me miraste con deseos de devorarme, como hacen los otros…, me dijo en las primeras conversaciones, asombrándome por su inocencia y falta de sagacidad, porque yo deseaba comerla entera y rocigarle los huesos como animal carnívoro.

Estuvimos tres años de novios formales, como se usaba en aquellos tiempos, y con clara conciencia de futuro construí en un terreno de Olivos, junto al Río de la Plata, que nos facilitó Ludovico, aduciendo que era el pago de una apuesta informal, una casa diseñada para el siglo XXI, con todos los chiches modernos que provocaban admiración en quienes la observaban crecer.

Sonia estaba feliz, dicharachera, planeando el futuro con ciertas muestras de superioridad hacia su hermana, ya que Mirtha y el esposo no pasaban por buenos tiempos económicos y vivían sin estrecheces, pero con presupuesto acorde con los sueldos de maestra y profesor de historia que traían a fines de mes, nada suficientes como para pensar en cosas espectaculares. Era una manera de cobrar postergaciones, segundos planos, ya que siempre Mirtha fue la que estaba en primera fila en todos los aspectos familiares, no sólo por ser la mayor, la primera hija del matrimonio, sino también por méritos propios, ya que era verdadero encanto, algo sumamente especial, y el compañero que le tocó en suerte no lo era menos, conformando una pareja digna de admiración y respeto. Me conformé con admirarla y entregarme a la posibilidad de ser feliz con su hermana e hice buenas migas con el futuro concuñado, a quien comencé a admirar por su humanismo a ultranza y sus conocimientos históricos y sociales.

Muchas veces, en mis meditaciones trascendentales, boca arriba sobre la cama, desnudo y sobando mis atributos viriles, me decía que me encantaría amar a Mirtha como compañera de vida y a Sonia como señora de mi cama, y era cierto, porque sólo bastaba enfrentar a mi futura cuñada para que la paz se apoderara de mi espíritu y sólo deseara estar con ella fundando paraísos de felicidad celestial, y cuando me encontraba con Sonia salían a mi encuentro los duendes de la pasión, desbocados y dispuestos a quererla con toda la virilidad a sus órdenes.

Sonia me provocaba calenturas superlativas, tanto viriles como espirituales, descomunales, ganas de violarla en la primera oportunidad o deseos de dejarla plantada camino al altar o al salir de paseo por lugares inaccesibles, ejecutando el crimen perfecto, porque apenas permitía que le tomara la mano, y en los encuentros o despedidas el beso casto en la mejilla, jamás en la boca.

Tenía pundonor inquebrantable, comportamiento de santidad a ultranza que me volvía loco, sobre todo al observarle las piernas esculturales que me ponían en estado de ultraje, imaginando el momento de verlas desplegarse en la intimidad de la cama, que seguramente desarmaríamos llegado el momento, ya que Sonia, además de recatada, era sumamente cariñosa en el trato, inocultablemente ardiente en su manera de ser, y confesaba sinceramente los esfuerzos que hacía para no comerme a besos y consumar el amor antes de lo programado: Paciencia, queridito, y tendrás el mejor premio, pero hasta ese instante nada, para no tentar al destino y caer en cosas irreparables. Ya lo sabes bien, se comienza por la mano y agarramos el codo, me tocas la rodilla y te vas a los muslos, y de ahí al pecado estamos a un paso, porque cuando tocas la plancha y está caliente debes ponerte a planchar, si no ¿para qué la enciendes?, decía, y como quien no quiere la cosa levantaba pícaramente dos centímetros la pollera para que mis ojos se extasiaran en la porción visible de muslo cremoso, ávido, excitante. Terminaba las visitas con los calzoncillos almidonados de jugos seminales, enfermo de pasiones truculentas, y debía descargarlas con el listado de amantes dispuestas a satisfacerme, porque si no lo hacía los testículos reventarían como bombas sobrecargadas de pólvora y metralla.

Salía de las visitas de novio arañando paredes, pateando lo que encontraba, subía al automóvil y enfilaba para los lugares donde podría encontrar compañía para los desahogos, no prostitutas, sino viejas amigas a las que les encantaba pasar bien una noche o unas horas sin compromisos posteriores. Lamentablemente, el paso del tiempo las mermaba y se hacía difícil encontrarlas, sobre todo si dejaba la casa de Sonia después de cenar o al filo de las medianoches, donde en lugar de franelear como Dios manda jugábamos en familia a los juegos boludos que se inventaron para avivar aburrimientos: lotería, cartas, ludo, scrabble, y cosas que no permitían avanzar en posibilidades de sentir en las manos los encantos exquisitos de quien sería la compañera de mi existencia, cada noche más colmada de encantos que obligaban a Mirtha a quedar zaguera.

Tres meses antes del casamiento me propusieron diseñar mansiones de primerísima categoría para estrellas de Hollywood, en Los Ángeles, Estados Unidos. Una de ellas, para el actor argentino escalando posiciones destacadas en el cine, casado con la actriz más taquillera del momento, famosa por sus películas donde hacía las delicias de sus admiradores con su talento como nadadora olímpica y su físico incomparable, que había visitado casualmente la casa en construcción de Olivos y no dudó en contratarme para que utilizara ese mismo estilo en lo más paquete y caro de Beverly Hills.

La casa que habitaríamos con Sonia estaba terminada en su estructura y faltaba la terminación, y podía apreciarse en sus espacios y comodidades, tan modernamente diseñados que quienes la visitaban, por curiosidad o interés, quedaban encantados con la sencillez de las líneas y la amplitud de los ambientes, donde nada estaba el vicio y todo se complementaba, además de sentir sensaciones de que así se construiría en los próximos siglos. La visita del actor y su mujer sorprendió a todos los que en esos momentos nos encontrábamos en el trabajo cotidiano, y pude brindarles detalles de primera mano que los entusiasmaron: Queremos una casa así, sin importarnos el precio…, dijeron, en conversaciones y encuentros posteriores que nos hicieron amigos durante la estadía en Buenos Aires.

Para entusiasmarme más, una vez de regreso en Los Ángeles, el matrimonio logró que cinco de sus amigos, dos productores, un actor exitoso y dos directores, formaran un paquete imposible de no aceptar: abrirlo significaba dar un salto olímpico hasta encaramarme en las alturas siderales de la profesión: Es la oportunidad única de convertirte en estrella de Hollywood, no del espectáculo cinematográfico, sino del económico, porque ganarás dólares a lo Howard Hughes y en menos de lo que canta un gallo serás el arquitecto único de Los Ángeles…, me entusiasmó, cuando viajé a Estados Unidos por unos días sólo para compulsar el ambiente, la exquisita mujer del actor, que además de belleza y talento artístico poseía el don de quien, pese a vivir en las alturas mágicas del mundo privilegiado por la suerte de haber creado la industria del cine y convertirla en pasión universal, tenía los pies bien plantados en la tierra y manejaba sus ganancias con criterio superior.

Para que el negocio cerrara no sólo debía diseñar los trabajos, sino también ejecutarlos, creando una compañía de construcciones en Estados Unidos y permanecer el tiempo necesario hasta terminar las obras. La más entusiasta fue Sonia, enamorada del cine y en permanente información acerca de actores y actrices: ¡Es tu gran oportunidad, queridito, y no debes desperdiciarla!, exclamó, cuando se lo dije, pero se negó tozuda e inexplicablemente a acompañarme y prefirió desistir del casamiento, convencida de que no se adaptaría a la vida norteamericana ni podría vivir lejos de sus padres y hermana.

No hubo Dios que la convenciera de lo contrario, y cuando ya desesperado le ofrecí quedarme, no aceptar la propuesta, dijo que logró tomar una decisión, meditada con cuidado y paciencia, y ya no le interesaba el casamiento. La familia hizo lo imposible por hacerle cambiar de idea, pero fue inflexible: Gracias al cielo pude darme cuenta de que no soy mujer para tolerar un marido y vivir en medio del lujo y la riqueza. Tengo veintidós años y aún no aprendí a vivir, y mucho menos tengo madurez para enfrentarme a un mundo extraño en todos los sentidos…, confesó a mi hermana, cuando vino a verla para decirle que me estaba destrozando la vida, aunque de acuerdo con sus observaciones estaba convencida de que Sonia sacrificaba su felicidad para no cercenar mi carrera profesional como arquitecto: Es mujer de pasiones simples, hogareñas, tranquilas, costumbres maternales, muy aferrada al mundo familiar y no podría soportar la dinámica de tu vida, que al parecer volará muy alto…, me dijo mi hermana para que me conformara, porque me habían entrado furiosas ráfagas de celos que la imaginaban en brazos de otro hombre.

Mirtha intentó disculpar a su hermana, confesando que desde chica manifestaba aprensión por los varones y juraba que jamás se casaría y permanecería soltera y sin compromisos, y sólo cambió de idea al conocerme y enamorarse irremediablemente: Sé que no te permitió besarla como lo hacen los novios, y mucho menos tocarla, acariciarla, a pesar de que te ama con todo su corazón, pero desde chiquita rechazó hasta las caricias de papá, como si le disgustaran. Vas a ver que en algún momento te buscará nuevamente y serán felices, porque están hechos el uno para el otro…, me dijo, sosteniendo mis manos pese a la presencia del esposo, quien me manifestó que no dejáramos de estar en contacto, por si se producían cambios interesantes en el ánimo de Sonia.

Convine con Ludovico Lorenzano un precio razonable por el terreno y dejé la casa de Olivos a medio terminar, cercándola con una tapia de ladrillos de tres metros de altura y dientes de tiburón en el extremo, como poniendo fin definitivo a una etapa de mi vida. Vendí departamento, auto, muebles; cambié mis ahorros por dólares norteamericanos; me despedí de amigos y familiares y viajé a Estados Unidos con el alma dolorida, por no decir destrozada, pero en cuanto comencé a elaborar planes y trabajar me olvidé bastante de lo ocurrido, fascinado por convertirme en el arquitecto más buscado por el ambiente artístico y también en un personaje solicitado por las más bellas mujeres del gran mundo del cine, entroncado en la sociedad especial de Beverly Hills y con acceso a las monumentales entrepiernas que se me abrían al primer amague, no tanto por mis atributos masculinos como por mis cuentas bancarias, que crecían a ritmo de trote con destino de galopar de pura sangre.

Me hice gran amigo del actor argentino y de su mujer, y generosamente me abrieron las puertas del universo del cine con sus millones de dólares dispuestos a convertirse en mansiones construidas sin escatimar costos, mientras más lujosas y originales mejor. Me acosté con artistas legendarias y principiantes, con esposas infieles y de las otras, y siempre escapé por el canto de una uña al matrimonio, convencido de que no lo necesitaba para ser feliz y sentirme satisfecho.

Mi empresa de construcciones construyó diecinueve mansiones de lujo y planificó doce edificios de apartamentos exclusivos en Los Ángeles, además de diseñar escenarios para una veintena de películas hechas en los mejores estudios de Hollywood que aún recorren las pantallas de los canales televisivos. Desde mi estudio en Beverly Hills diseñé casas de veraneo para los magnates que querían vivir por tres meses o para siempre en Marbella o en la Riviera francesa y también gané concursos en África del Sur al diseñar viviendas proletarias, confortables y baratas en Johannesburgo y Ciudad del Cabo .

Tuve algunas relaciones estables, aunque ninguna duró más de un año y la mayoría menos de un mes. En Hollywood la dinámica del tiempo se concatena con las oportunidades, y las estrellas, en su mayoría, no desaprovechan ocasiones para cambiar de maridos o de amantes de acuerdo con las necesidades profesionales, calculando que poder estar en tal o cual película resulta más conveniente que vivir en el amor. Sí hice muy buena amistad con los zares de la industria, quienes me permitieron aportar dineros en grandes producciones que resultaron altamente beneficiosas, convirtiéndome en uno de esos multimillonarios que no saben en qué gastar. El vicio de adquirir antigüedades y obras artísticas se acrecentó, consiguiendo ejemplares magníficos que valorizaron mi colección particular que, entre otras cosas invalorables, contaba con seis Picasso, dos Rubens, un Van Gogh, la carpeta con dibujos originales de Leonardo Da Vinci y, sobre todo, la alfombra persa tejida en el siglo xiv por encargo de un Sha que quería colocarla en la habitación que compartiría con su nueva mujer, una beldad que las tradiciones cuentan como de belleza sobrehumana, y cosas que fui recogiendo en mis andanzas por el mundo.

A la alfombra persa la obtuve gracias a los buenos servicios de la directora de un museo británico interesado en rapiñar todo lo valioso del mundo. Nos conocimos en Londres, donde debí dar conferencias sobre arquitectura moderna, y reclamados por la química del deseo terminamos enredados en un romance tempestuoso, que para evadir la vigilancia del marido debimos desarrollarla lo más lejos posible, aprovechando el interés del museo de adquirir objetos interesantes en Babilonia: Voy a cederte la oportunidad de adquirir una verdadera joya, revisada y certificada su autenticidad por los expertos de varios museos. Cuesta setenta y cinco mil dólares norteamericanos, pero te aseguro que su valor real sobrepasa largamente el medio millón de la misma moneda. Cómprala y que sea recuerdo de la maravillosa relación que tuvimos…, señaló la mujer más ardiente que tuve hasta ese momento, tanto que amarla era como quemarse en el peor y más caliente de los infiernos, aunque en llamas deliciosas, por supuesto.

Cuando me encontraba en el apogeo de mi profesión me detuve un momento en la cima de la montaña que había construido, contemplé seriamente el paisaje de mi vida extendido a mis pies y me dije para qué quería poseer tanto dinero y copular con toda clase de mujeres que se me entregaban mintiendo amor si no era un tipo feliz, sin aspirar el aroma del sol al caer en la pampa, observar el brillo del agua turbia del Río de la Plata o mirar todos los días los gestos de quienes conforman el ser argentino. Saqué cuentas y supe que hacía veintiséis años que dejé país, familia, afectos, todo, y fui tan ingrato que sólo escribía tarjetas postales para fines de año y telegramas escuetos por nacimientos o muertes, y a mis vacaciones las pasaba en la Polinesia o en la Riviera Francesa o en las islas griegas o en Tailandia o en cualquier otra parte sofisticada del mundo superior, jamás en las orillas del río turbio de mi país o en las montañas de los Andes de mi continente suramericano.

No volví nunca a la Argentina, ni siquiera para acontecimientos dolorosos o circunstancias felices, siempre poniendo como pretexto trabajos, compromisos, vértigo, intereses profesionales. En veintiséis años no regresé, y creo que la motivación principal era el dolor consciente de haber fracasado en mi intimidad, no haber calado hondo en el corazón de una mujer con principios, o por lo menos no lo suficiente como para convertirse en mi compañera, en todo el sentido de la palabra. Hasta llegué a pensar que Sonia sólo aceptó relacionarse conmigo al descubrir mi apasionamiento espontáneo por Mirtha, y como siempre deseaba superarla se aferró a mí para sentirse triunfando en algo sobre quien le sacaba ventajas en todo, hasta en la felicidad de amar a su hombre. La hipótesis se hacía viable, y fue la causa de prácticamente olvidarla, o resignarme al olvido.


De la noche a la mañana puse mis cosas en orden y en manos de mis socios y colaboradores, determinando que sólo me pasaran un ínfimo porcentaje de las ganancias, aunque continuaba siendo presidente del directorio de la empresa, con derecho al control de la misma. La organización era tan perfecta y estaba tan afiatada que mi presencia no era necesaria. Supe que podría vivir derrochando el tiempo que quisiese, y que a los cincuenta y siete años tenía suficientes derechos para jubilarme a mi manera y dedicar los restos de vida que me quedaban a pintar, a hacer todo lo que me gustaba hacer antes de iniciar la carrera de arquitecto.

Desde hacía unos años prefería aprovechar los momentos libres en pintar y no en rodar con mujeres en lechos que al final sólo dejaban sensaciones frustrantes. Me sentía harto de cópulas insustanciales, de conchas entusiastas pero sin amor, de traseros duros y fáciles, de bocas ávidas y golosas, de niñas que creían construir el futuro a base de coitos generosos y señoras felices de poder contar en las ruedas sociales que hicieron el amor con Fulanito de Tal, el arquitecto que antes de iniciar un proyecto exigía que la montaña de dólares estuviese sobre la mesa. Llegué a la conclusión de que en realidad no tenía nada, aunque a ojos de los demás lo poseía todo.

Regresé, visité a los hermanos mayores que me quedaban, dos mujeres y un varón, terminé la construcción de la casa a orillas del Río de la Plata y me instalé confortablemente a gozar de la vida y esperar la muerte mientras pintaba las escenas cotidianas, sobre todo las que se deslizaban en la ribera de la población, que en un cuarto de siglo se había transformado en lugar bastante concurrido y habitado. Traje de Estados Unidos todas las cosas valiosas que fui acumulando debido a mi fervor de anticuario, de enamorado de las antigüedades y coleccionista de obras imposibles de imitar, entre ellas mi orgullo: la alfombra persa, auténtica obra artesanal que pese a los siglos de haber sido tejida y tramada estaba perfecta, mejor que nueva, con todo el material en maravilloso estado de conservación. Había pagado setenta y cinco mil dólares en su momento, y seguramente hubiese ofrecido cien o doscientos mil si se daba el caso, ya que los conocedores sabían el valor superlativo que tenía.

Poco antes de mi regreso un jeque árabe envió representantes para adquirirla y pusieron sobre la mesa de mi escritorio el cheque certificado por quinientos mil dólares que no acepté, aunque insinuaron que podrían doblar la propuesta. Podía darme ese lujo gracias a los grandes de Hollywood que nunca pusieron cara fea al leer mis presupuestos y analizar mis proyectos, conscientes de que habitarían una mansión única, inimitable, que provocaría celos y envidias en los colegas que la visitaran. La oferta por la alfombra persa alcanzó el millón y medio de dólares, porque comenzaron a terciar las casas reales europeas y los multimillonarios petroleros que buscaban adornar sus residencias en la costa mediterránea española.

La casa quedó preciosa, admirable, y en un rapto de locura coloqué la alfombra persa junto al hogar de la sala de planta alta, con leños falsos ardiendo con llamas producidas por el gas domiciliario. Puse almohadones en profusión, no sillones, y mesitas bajas montadas sobre superficies que no dañaban el tejido esponjoso, alto, suave, realizado seiscientos años atrás. El valor histórico era superior al material, por cuanto el soberano protagonizó una época inolvidable para el pueblo persa, que hasta en la actualidad lo tiene en el pináculo de la gloria. La alfombra me encantaba, media diez metros de ancho por doce de largo, con fondo blanco y adornos en distintos colores, todos referidos a temas de amor, incluyendo la figura de dos amantes celebrando la cópula en posición del misionero. Después de colocarla me encantaba tenderme en los almohadones y leer, escuchar música o dibujar en mis carpetones de apuntes, feliz de haber regresado y saborear las vivencias que entraban por la ventana en imágenes, sonidos y fragancias.

Un día de lluvia, después de haber pintado durante toda la mañana el paisaje del río ofuscado por lo que indudablemente era una surestada, me di cuenta de que a la sala íntima, hogareña, para nada comparable con la de planta baja, donde todo estaba arreglado para recibir la admiración de los visitantes, observé que faltaba algo, un adorno que pusiera calidez a la pared donde había colgado el Van Gogh que le quitaba fuerza de intimidad. La sala unía a los dormitorios en una especie de terraza enteramente protegida por vidrios que permitían la invasión del paisaje en una orgía de belleza, y de pronto recordé el óleo que había pintado con la imagen de Mirtha, treinta años atrás. Estaba guardado en el depósito que había arreglado convenientemente antes de viajar a Estados Unidos, dotándolo de seguridades mayúsculas, y lo encontré fácilmente, guardado en un estuche a prueba de humedad. Lo llevé a que me lo enmarcaran nuevamente y quedé sorprendido al contemplarlo: era mi mejor obra, mi más prolijo trabajo artístico, tan expresivo que Mirtha vivía en todas sus dimensiones de mujer veinteañera embelleciendo la primavera porteña.

En cuanto quedó colgado, reemplazando al Van Gogh, que pasó a la planta baja a un sitio de privilegio, volví a fascinarme como aquel lejano día en que la crucé en la galería subterránea del Obelisco. Concentrándome en los rasgos faciales, el cabello castaño airoso de ondas suaves y brillantes, el cuerpo cargado de perfecciones apabullantes, recordé la impresión que me brindó el óleo de una noble mujer veneciana, esposa del dogo que gobernaba Venecia en postrimerías del siglo xviii, que embellecía la galería de arte del palacio ducal, abierta para los visitantes de una de las ciudades más dramáticamente bellas que conocí. En momentos de estar contemplando la obra de un pintor desconocido, aunque soberbio retratista, urgido por el amontonamiento de turistas empeñados en recorrer todo a velocidad imposible y no ver nada, no pensé más que en la belleza indescriptible de la gran dama, pero ahora, observando el óleo de Mirtha, podía darme cuenta perfectamente de que se parecían como dos gotas de agua, permitiéndome recordar que Ludovico Lorenzano me habló alguna vez del parentesco de su mujer, o sea de la madre de Mirtha y de Sonia, con nobles familias venecianas, con tanta sangre azul en las venas que sin ningún lugar a dudas eran especiales, frutos de selectividades humanas que mejoraron la hermosura del linaje a lo largo de las generaciones.

Desde ese día no dejaba de contemplar el óleo de tamaño natural y extasiarme ante tanto encanto, y me preguntaba qué sería de ella después de tanto tiempo. Seguramente ya sería abuela, abultada en carnes, desmejorada por la lucha constante que exigía el vivir del trabajo, del empeño, del sacrificio, y si la volviese a ver para poder pintarla el resultado sería Otoño, o quizá Invierno porteño.

Dos años después del regreso, ya consustanciado con la población que con el transcurrir del tiempo había ganado espacios hasta convertirse en zona de balnearios veraniegos y quintas de fines de semana, por la proximidad con el río, con el único inconveniente de no contar con suficientes líneas telefónicas y una demora en años para tenerla, fui al dispensario para pedir a la enfermera que no enviara esa tarde a su hija a realizar la limpieza, por cuanto me habían invitado mis hermanas, ahora residentes en Buenos Aires debido a sus casamientos con políticos interesados en permanecer en la capital, a una reunión familiar. Entré en la salita, siempre llena de gente, y en cuanto encontré un lugar le hice el pedido, volviendo a salir sin que nadie se molestara por no haber esperado turno. En la calle sin asfalto, leyendo el diario montado en un caballo, estaba el esposo de Mirtha, vestido con pantalón y botas de polista. Se sorprendió tanto al reconocerme que clavó uno de los talones en los ijares del equino y lo obligó a salir de la inercia con un relincho de espanto, tirando al diablo las páginas del diario y provocando el desparramo de gente estacionada en la vereda a la espera de atención.

Una vez tranquilizado el viejo pura sangre, propiedad del haras que un pariente suyo tenía en los alrededores, nos saludamos efusivamente, sacando cuentas de que pasaban de veintisiete los años en que no nos veíamos ni sostuvimos las comunicaciones prometidas. Pregunté por Mirtha, su señora, y respondió que estaba muy bien, lo mismo que los seis hijos que tuvieron, cuatro varones y dos mujeres, la última, precisamente la menor, acompañando a la tía para que se pusiera la inyección de antibiótico, por cuanto el aire del río la había engripado, aunque ya se encontraba en la última etapa de curación.

Indudablemente, la tía era Sonia, mi antigua novia, y sólo entonces tomé conciencia de que a lo largo del tiempo transcurrido la había apartado de mi memoria y sólo en ocasiones de hondas nostalgias pensé en ella. Su cuñado me contó que el suegro no sólo tenía el terreno que luego convertí en casa, sino también otros, aunque menos favorecidos por los servicios de cloacas, agua corriente y energía eléctrica, donde construyeron un chalé veraniego, chico, aunque muy confortable. No hizo falta preguntar más: Sonia dejaba la salita acompañada por la sobrina que, cuando totalizara la edad de la mujer, sería copia exacta de Mirtha, su madre.

Sonia sólo me reconoció al llegar junto al caballo y el corazón dio vueltas de carnero al observar que el tiempo fue piadoso con ella y no pasó para nada: a los cincuenta y un años, de acuerdo con mis cálculos, estaba casi igual, apenas un poco más cargada en carnes, pero con el rostro bello y simpático y las piernas que los kilos de más habían convertido en miembros esculturales. De pronto, tomé conciencia de la sorprendente reacción de mis atributos viriles y debí quitarme la gorra, colocarla a manera de escudo protector en mi bragueta y hacer lo imposible por disimular. Pero no fue por Sonia, sino por Betiana, la menor de las hijas de Mirtha, que era más que un sol, un fuego vivo y delicioso dejando atrás la mocedad para acercarse a los calores incontenibles de la mujer.

Al tenerla cerca supe que me equivoqué al calibrar a Betiana: sería más bella que Mirtha, porque tenía la apostura enérgica del padre y el resplandor estatuario de la tía, con el talle ágil y liviano de las chicas de hoy.

El esposo de Mirtha me comprometió a que pasara por el ranchito de fines de semana el mediodía del domingo para comernos un asado en familia, como en antiguos tiempos. Me presenté cargando una canasta adquirida en Harrod’s, colmada con toda clase de golosinas, turrones, chocolates, postres, y pasé horas de inestimable placer saboreando la parrillada que el esposo de Mirtha hizo con sapiencia de parrillero y abundancia demostrativa de su buena posición económica. Se encontraban dos de los hijos varones con sus respectivas familias, bromeando acerca que de la juventud moderna se casaba joven, aunque los dos varones ausentes aún permanecían solteros, empeñados en abrirse paso en la Patagonia, empleados en empresas petroleras. La otra hija mujer, mayor que Betiana, estaba radicada en Ushuaia, donde el marido regentaba un hotel. Para no quedar atrás en las informaciones Betiana contó que acababa de terminar el colegio secundario y estaba punto de entrar en la universidad para estudiar arquitectura. No pregunté nada más y dejé que las malas noticias o las buenas cayeran por inercia, convencido de que acababa de volver a relacionarme con una de las épocas más intensas de mi vida.

Luego de saborear el banquete caminamos en grupo hasta mi casa, para mostrarles cómo había quedado. Sonia no me prestaba demasiada atención, pero Mirtha y su esposo se deshacían en atenciones, realmente gustosos de volver a tenerme con ellos. Betiana no perdía ocasión para salvar la indiferencia de la tía, como disculpando su conducta, mientras la familia entera intercambiaba guiños y miradas.

A pesar del lapso transcurrido desde mi regreso no habían pasado por el antiguo terreno, cercado aún por el muro protector, al que pensaba derribar más adelante, cuando el parque del frente estuviese debidamente terminado, con árboles creciendo y canteros floridos. Quedaron sorprendidos por lo que veían: una casa de construcción futurista donde los espacios se multiplicaban y confundían unos con otros, dando sensación de que todos eran uno, con muebles construidos a medida para dejar las paredes de la planta baja en libertad de recibir obras de arte. Las habitaciones en la planta alta eran independientes, cada una con su baño y vestidor, y la terraza amplia, totalmente vidriada, que en verano podía abrirse y en invierno podía cerrarse y convertirse en delicioso lugar de estar: ¡Qué hermosa alfombra, Tito!, exclamó Mirtha al observar la espectacular artesanía persa tendida al pie del hogar: Es una lástima, porque el uso la va a ensuciar…, dijo Sonia, descubriendo un error grosero en mi gusto por la decoración: ¡Tía, esas cosas se hicieron para disfrutarlas, y cuando se ensucian simplemente se limpian!, razonó Betiana espontáneamente, y sin importarle la presencia de los demás se colgó de mi brazo y me acercó a Sonia, sonrojada como una granada. El gesto de Betiana hizo que comenzáramos a conversar, a intercambiar opiniones y recordar que al proyecto lo encaramos juntos en algún momento preciso de nuestras vidas.

Tomamos asiento en las comodidades de la terraza y observamos el río, rumoroso y amplio, desde más o menos treinta metros de altura, ya que la barranca que nos separaba de la playa se elevaba muy por encima de todo lo que nos rodeaba. Allá, a lo lejos, pasaban barcos hacia Rosario de Santa Fe o el Paraguay o se acercaban al puerto de Buenos Aires, y cerca de donde el horizonte azul se confundía con la línea parda del agua estaba Colonia del Sacramento, en la costa uruguaya, que en noches oscuras y limpias dejaba admirar sus luces titilando a nueve leguas de distancia: ¡Cuánto amor debiste poner en esta casa!, exclamó Betiana, arrobada por lo espectacular del paisaje, tomando asiento al lado de su madre y mostrando la mitad de sus muslos arrogantes y decididos, aún más cremosos que los de su tía cuando a los veinte años me hacían enloquecer.

No sé en qué momentos volvimos a ser formalmente novios con Sonia, a encontrarnos en la barriada de Flores en la misma sala de tanto tiempo atrás. Sonia ya estaba sola: sus padres habían fallecido y de la sastrería no quedaba nada, modificada para que ambas hermanas contaran con casas cómodas, refaccionadas, una al lado de la otra. Éramos dos novios viejos que no necesitaban tocarse ni besarse ni prometerse cosas, y que hasta se avergonzaban al salir a cines, teatros, confiterías, y para superar la molestia de la gente nos hacíamos acompañar por Betiana, tan compinche de la tía que parecía más hija que sobrina.

Betiana era preciosa, igual que la madre, aunque aún no había desplegado totalmente la arboladura de sus encantos, pese a que los vientos la reclamaban con urgencias sorprendentes en los pechitos bien plantados, las piernas largas y fuertes, las caderas definiendo sus formas guitarrales y el rostro fascinante de diosa en sazón. Tenía diecisiete años, casi dieciocho, y se parecía tanto a la tía, en cuanto a carácter, que no gustaba salir a bailes ni reuniones y prefería la calidez de la casa. Tampoco le gustaban los chicos, y sólo tenía dos o tres amigas que compartían los mismos gustos, con quienes se encontraba para estudiar o asistir a las clases de inglés de las tardes. Su único vicio, como lo decía, era asistir al Teatro Colón desde la cazuela, sin perderse ninguno de los espectáculos de las temporadas: estudiaba danzas clásicas y españolas desde chiquilina y en dos ocasiones integró cuerpos de bailes en ballets importantes, aunque no creía llegar muy alto en la carrera de bailarina debido a que estaba ganando demasiado cuerpo.

Le conté mis experiencias turísticas por La Scala de Milán, el London Festival Ballet en Londres, el Bolshoi en Moscú, además de las ocasiones en que tuve el privilegio de crear la escenografía en musicales de Broadway, donde gané premios por la originalidad de mis diseños. Betiana me escuchaba con asombro y me apabullaba a preguntas acerca de cosas que quizá jamás vería personalmente y que debido a la dinámica de mi vida alcancé a gozar con todos los sentidos: ¿Conoces a Rock Hudson? ¿Cenaste con Leslie Caron? ¿Frank Sinatra y Tony Benet cantaron a dúo en tu casa de Beverly Hills? ¿Escuchaste Carmina Burana en la Ópera de París?, eran sus preguntas, por cuanto Mirtha había juntado toda clase recortes y noticias que llegaban a sus manos, y ahora las esparcía para asombrar a todos.

Hubo una corriente de afecto entre nosotros, sensaciones imposibles de describirse, señales que superaban las diferencias existentes entre una joven dejando atrás la mocedad y un hombre arañando la madurez de los sesenta, aunque tan evidentes que me resultaba fácil imaginar, paladear, pensar, soñar, dejar que los restos de virilidad se potenciaran y encontraran la manera de desbravarse en pasiones solitarias, como en los viejos tiempos.

A Betiana le encantaban mis dibujos, también preguntar cosas del mundo que mis sentidos admiraron, soñando con recorrerlo alguna vez, cuando la vida se lo permitiera. Le gustaba hablar de libros, de música, y su madre la observaba con arrobamiento al comprobar que yo la tomaba muy en serio, no con la amabilidad exigida por las circunstancias: Has cambiado a mi niña, Tito querido, y la pusiste en las conmociones del mundo…, afirmó Mirtha, estremeciéndome como siempre, aunque sentía tanto respeto por ella que era incapaz de pensar en cosas escabrosas teniéndola como protagonista, pero me encantaba sentir a Betiana cerca, escucharla contar cosas de la facultad, opinar acerca de las problemáticas actuales y rebelarse contra quienes despedazaban al país, observarle los adelantos que cada día mostraba en su físico y en su espíritu colmado de adolescencia ya entrando en la inminencia de la juventud. A veces me preguntaba si no ansiaba más visitar a Betiana que a Sonia, pero debía reconocer que mi antigua novia se adecuaba más a mis necesidades, no sólo de amor, sino también de esperanzas de paz y felicidad, aunque a veces sentía explosiones en los testículos cuando Betiana se presentaba con sus minifaldas a la moda mostrando esa prodigiosa porción de muslos que asomaban bajo el ruedo de la pollera corta.

Para colmo, Sonia continuaba siendo la misma tacaña en cuanto a entregar los últimos temporales de sus encantos, y ya no podíamos perder tiempo. A costa de esfuerzos sobrehumanos logré convencerla de casarnos, de acomodarnos en el otoño para aguardar el invierno acompañados, y creo que no fui yo quien logró el sí definitivo, sino Betiana, al derribar las barreras que Sonia intentaba imponer: que éramos demasiado grandes, que estábamos bien así, que la gente se reiría de que cuando estábamos más cerca del final que del principio nos hiciéramos los jóvenes. Betiana, en las sobremesas de cenas o en los encuentros en confiterías, apoyaba mis embates y trataba de hacer razonar a la tía que no era un disparate casarnos y ser felices, por cuanto ambos nos queríamos: ¿No es cierto que se quieren desde cuando eran jóvenes?, preguntaba, y Sonia me tomaba la mano, bajaba la cabeza y admitía que se enamoró de mí en el mismo instante de verme y fue una estúpida al no seguir los reclamos de su corazón y obedecer al consejo de su conciencia, perdiendo la oportunidad de conformar una familia como la de su hermana Mirtha. Yo decía lo mismo, lamentaba no haber recurrido a mi inteligencia para pelear por el absurdo de una decisión que nos costó un cuarto de siglo de soledades: ¡Entonces no pierdan tiempo y formen pareja sin necesidades de ceremonias ni compromisos protocolares!, reclamaba Betiana tomándonos las manos anudadas, llevándolas a sus labios y besándolas con pasión intensa, dándome impresión de que su boca se detenía más en la mía que en la de Sonia.

De golpe, impensadamente, percibí que me encantaba estar junto a Betiana, que rejuvenecía a su lado, y que ella, inocentemente, no desperdiciaba ocasión en rozarme, sonreírme, guiñarme un ojo, y hasta permitía que su rodilla se apoyara en la mía debajo de la mesa, no como pretexto sensual, sino a manera de darme confianza para no bajar los brazos en la lucha con Sonia. Era una delicia, una cosita imperdible, y poco a poco sentí amor y deseo sexual por ella, alentado por esas señales que comencé a admitirlas como reales, como si ella, asombrosamente, sintiera lo mismo.

Fuimos al cine y Betiana, como de costumbre, nos acompañó: Sonia la necesitaba como compañera para que la gente no pensara mal, y si yo lo toleraba era para estar cerca de la preciosura que conmigo era simpática, desenvuelta, alegre, curiosa, distinta a la seria y juiciosa que no salía con nadie, dedicada al estudio desde la mañana a la noche, por cuanto además de cursar el primer año de arquitectura asistía a clases de inglés y francés y tres veces por semana a la escuela de danzas del Teatro Colón. Sonia, como de costumbre, se sentó en el medio, conmigo a un lado y Betiana al otro, pero a mitad de la película cambiamos de lugar, porque el espectador de adelante era enorme y no le permitía ver. Pasé al medio, con el sobretodo en mi falda abultando bastante, y no sé en qué momento sentí la evidente presión de la pierna de Betiana en la mía. Podría equivocarme, tal vez, o pensar mal, posiblemente, pero la tenía pegada, latiente, cálida, y sin permitirme pensar puse el brazo debajo del sobretodo y coloqué la mano en el muslo de Betiana, casi rogando al cielo que me rechazara.

No hizo nada, seguía imperturbable mirando la película, lo mismo que Sonia. Aproveché que el grandote de la butaca delantera no me permitía ver bien y me arrime a Betiana, e inmediatamente sentí que su hombro se apoyaba en el mío, mientras su mano bajaba por el tapado y cubría la mía. Era sólo un gesto de ternura, de complicidad, pero mis urgencias pensaban de otra manera y la locura me invadía con oleadas de miel caliente. Apreté el muslo con deseo inocultable y ella presionó la mano aceptando lo que indudablemente era caricia, y para nada inocente. Mirando de reojo, y pese a la oscuridad, reconocí las mejillas incendiadas de Betiana y las palpitaciones del corazón debajo de su blusa. Entonces di vuelta la mano y aferré la suya, que se enredó en mis dedos con determinación y fuerza. Terminó la película, nos levantamos, nos ayudamos a ponernos los abrigos y aguardamos de pie que se despejara la fila. Betiana iba primero, luego yo y nos seguía Sonia. No sé cómo hice, pero aprovechando mi corpachón para ocultarme de mi futura mujer me agaché y susurré en el oído de Betiana sólo dos palabras: Chiquita mía…

Ella, sin darse vuelta, estiró el brazo hacia atrás y tomó el sobretodo, como para acercarme, y luego buscó mi mano. La tomó con fuerzas y la soltó inmediatamente, pero en ese momento yo ya estaba loco, deschavetado, y sostenía una erección como hacía años no disfrutaba.

Las invité a cenar y aceptaron. Fue entonces, a la hora del postre, cuando Sonia me dijo que podríamos casarnos y dejaba la fecha a mi entera elección. No sólo tuvo ese gesto, también acercó su rostro al mío y me rozó los labios, por primera vez en tanto tiempo de relación, aunque cortada por el lapso de ausencia. Junto con el roce de labios, por debajo de la mesa, sentí la mano de Betiana apoyarse en mi muslo y clavarme las uñas: Felicidades, y los quiero mucho, a los dos…, dijo, para luego abrazarme y plantarme un beso entre la mejilla y la boca. Se mostraba tan contenta y feliz que deduje como de total inocencia sus actitudes, aunque por momentos actuara como gatita en celo.

Soy un hombre bien plantado, con mucho mundo encima, y a lo largo del tiempo disfruté de manjares exquisitos, sin ánimo de sobrevalorarme. Además soy bastante competente en cuestiones de amor carnal, y en mi cama de Beverly Hill yacieron estrellas radiantes, muchas por interés, pero varias por verdadera necesidad de pasión, y se fueron conformes, satisfechas de mis condiciones amantes. Pero nunca sentí tantos deseos de copular con alguien como con Betiana, no tanto por el parecido que tenía con su madre como por el hecho de comprobar si a mis casi sesenta años de vida podía vérmelas haciendo el amor a una pendeja, a una mocosa que acababa de quitarse los pañales y sentía necesidades de ahondar en los misterios de la vida. Al levantarnos de la mesa del restaurante mencioné a Betiana que acababa de ser testigo de un hecho muy trascendente para Sonia y para mí, que seguramente viviría en unos cuantos años más, cuando un hombre la reclamara como mujer: Ojalá que cuando me llegue el tiempo de amar encuentre a un hombre como vos…, dijo, con pasmosa seriedad, con sus ojos clavados en los míos.

Me estremecí hasta los huesos al escucharla, y mientras las acercaba a la casa pensaba en cómo hacer para descargar la calentura impresionante que no me dejaba manejar, porque el empalme que sostenía rozaba el volante del automóvil y Sonia no me quitaba los ojos de encima para poder echarle mano y por lo menos ladearlo hacia un costado: Parece que te picó el bichito del casamiento, queridito mío, pero deberás tener un poco más de paciencia…, comentó Sonia en mi oído, con total picardía, sonriente por haber logrado la excitación mayúscula con una simple respuesta.

Al llegar a la puerta de casa, aprovechando que Betiana bajó primero para abrirla, tomé a Sonia con mi brazo derecho, la obligué a acercarse y sin que me importara su asombro le comí la boca con todo el hambre que cargaba encima. Ella, tal vez para buscar apoyo en alguna parte, puso la mano izquierda en mi bragueta y se encontró con el tizón ardiendo: ¡Tito!, exclamó horrorizada, bajando del auto como alma que lleva el diablo, aunque muerta de risa.

Habíamos quedado en que a la tarde siguiente iría a solicitar formalmente su mano a su hermana mayor y a su esposo, además de decidir la fecha para el casamiento. Por la mañana fui a Buenos Aires a cumplir compromisos con el grupo de colegas que deseaban escucharme hablar acerca de arquitectura moderna en un ciclo de conferencias en la facultad. Luego visité a una de mis hermanas, almorcé con ella y regresé a casa cerca de las cuatro de la tarde. Inmediatamente me duché, para poder estar a las cinco en casa de Mirtha y cumplir con el protocolo estúpido que sólo seguíamos nosotros, los chapados a la antigua.

Hacía frío y lloviznaba, pero la calefacción central funcionaba a las mil maravillas y salí de la ducha sólo cubierto con la bata de baño. Escuché la insistencia del timbre de calle, porque por la lluvia dejé el portón abierto, y pensé que Rita, la chica que realizaba por las tardes las tareas de poner orden en la casa, vino un poco tarde. Al abrir casi tengo un infarto: Betiana estaba ante mí, tiritando, para decirme que Sonia se encontraba en cama, con una gripe espantosa, y sus padres viajaron a Mar del Plata esa mañana para hablar con los directores de un colegio que ofrecían al benemérito profesor de historia el cargo de rector: Tía Sonia me pidió que tomara el micro y te avisara que no te molestaras en ir con semejante tiempo. Ya sabes cómo es ella, que cuida a todo el mundo como la mejor enfermera. Quiso llamar por teléfono a la comisaría de la vuelta, para que te dieran el mensaje, pero las líneas están cortadas debido a la surestada de anoche, así que me animé a tomar el micro y vine…, dijo, mientras se quitaba el piloto y quedaba con el vestido corto y las calzas de lana, segura de que al verla así no tendría más remedio que perder hasta el sentido de la responsabilidad. Entonces me di cuenta de que Betiana no sólo estaba con frío: luchaba contra el miedo y el deseo de quedar a solas conmigo.

Subimos a la planta alta, donde podríamos estar más tranquilos y observar el temporal a través de los vidrios. Pese a la calefacción central encendí los mecheros del hogar de la terraza cubierta y la obligué a tomar asiento en los almohadones: Tienes los pies mojados…, dije, y Betiana pensó que lo decía por cuidar la alfombra persa que quisieron comprármela por un montón de miles de dólares y se quitó los mocasines. Entonces sonreí, me acuclillé frente a ella, tomé los zapatos, los coloqué cerca del hogar y luego la ayudé a quitarse las calzas de lana. La piel estaba fría, de manera que con ambas manos froté los empeines y las plantas de los pies. La miré a los ojos y observé que no sabía qué actitud tomar, con las manos de un hombre acariciando sus pies, y en un rapto de inspiración los llevé a mi boca y calenté las puntas escarchadas de los dedos con el calor de mi aliento. Observé que sonreía, sorprendida por el calor que le provocaba estremecimientos de calidez. Entonces puse los dedos en mis labios y los besé con delicadeza de picaflor, con tanto cuidado que no se negaron a dejar que mi boca los amparara.

Betiana lanzó algo semejante a un quejido, y fue la señal de que no le provocaba disgusto mi atrevimiento. Calenté y humedecí con besos dedos, empeines, tobillos, cada vez más osado y atrevido, siempre clavando la mirada en los ojos que poco a poco lanzaban llamitas de ansiedades: Si sientes que te molesto no dudes en decirlo…, susurré, y ella negó con la cabeza, dándome vía libre para que mis manos avanzaran por las pantorrillas y se encantaran con la suave dureza de los músculos, mientras observaba que la falda permitía ver partes interiores de los muslos y allá, a lo lejos, la blancura de la bombacha protectora de mi objetivo: Enséñame a querer…, musitó Betiana, con la vocecita astillada por ramalazos de coraje y hálitos de temor. Me aproximé, le tomé el rostro con ambas manos y la besé dulcemente, picoteando apenas la sequedad comprensible de los labios. Ella, instintivamente, puso sus brazos en mis hombros y me obligó a profundizar el beso, el primer beso de amor que recibía.

Agradecí a la suerte el hecho de estar bañado, perfumado, con los dientes cepillados y enjuagados como corresponde, así que poco a poco utilicé la punta de la lengua para abrirle los dientes y jugar con la suya las ansiedades que ya compartíamos plenamente: Betiana, mi amor, estamos en un punto crucial, si lo cruzamos no habrá posibilidades de retorno, por eso te pido que decidas qué hacer, yo aceptaré lo que dispongas…, dije a centímetros de su boca y de sus ojos, y ella me respondió hundiendo su boca en la mía y apretando sus brazos en mi cuello: No sé por qué lo hago, pero te necesito desde que te conocí… Tal vez sea porque tía Sonia duda en ser tuya cuando yo saltaría de gusto para estar contigo, o quizá porque lograste despertar cosas que jamás sentí… No sé… Ningún muchacho me conmovió el corazón y la sangre como vos, y con sólo acercarse, pero no quiero hacer nada que perjudique a tía Sonia o la haga sufrir…, señaló, repentinamente recuperado el buen juicio, retirando sus manos de mis hombros y alejándose hacia donde estaban sus mocasines mojados.

Quedé arrodillado en la alfombra, con la bata de baño perniabierta y la erección en su máxima valoración. La vi luchar con la calza húmeda, lagrimear con nerviosidad, pero de pronto dio vuelta y prácticamente se lanzó en mis brazos. Rodamos por la alfombra en un nudo ciego, sin posibilidad de desatarnos, y la bata se abrió del todo y mi arboladura se liberó entre aspavientos de asombro: a medida que el cuerpo de Betiana la percibía la dureza aumentaba y el tamaño se agigantaba como en mis mejores tiempos: Júrame que será esta única vez, y nunca más…, señaló Betiana, convencida de que había atravesado el punto que no admitía retroceso: Lo juro por todo lo que quiero…, afirmé.

Con ternura paciente, entre besos y caricias, le quité falda, pullover, blusa, corpiño, bombacha, y cuando la tuve en flor la recorrí con el aliento y la lengua desde las puntas de los pies al cabello, deteniéndome en los lugares más incitantes: los pechos acaramelados con los pezones erguidos y duros, el ombligo levemente hundido, el monte de Venus alfombrado de vellos aún sedosos y adolescentes, los labios vaginales vigilados por la selva en creación cargada de acechanzas y misterios, el clítoris que apenas asomaba y parecía reclamar la mejor de mis atenciones, como un dedito ordenándome ven, púlsame, tócame, muérdeme, estírame, chúpame como si fuese el pezón que alimentará mi amor…

Betiana estaba con los brazos abiertos, el cuerpo entregado a mis urgencias, los ojos clavados en la vara amenazante que colgaba como un fruto extrañamente sobrecogedor. Entonces contuve mi gozo, la tomé en mis brazos y nos recostamos contra los almohadones, yo sentado, sosteniendo su cuerpo extendido de espaldas en mi regazo: ¿Conoces lo que es el ayuntamiento entre un hombre y una mujer?, pregunté, besándole las mejillas y rozando el cuello con la lengua bisbiseante: Solamente por comentarios de las chicas, pero ahora me lo enseñarás con todas las letras…, respondió, no sin cierta vergüenza por su ignorancia. Le aferré los pechos, los estrujé para despertarlos en plenitud, la sentí estremecerse al contacto de sus nalgas desnudas con el falo aplastado y ansioso de ponerse en posición de ataque. Le describí el acto amoroso sin pelos en la lengua, y mientras lo hacía la fui dando vuelta para que su mano se atreviera a tomar mi hombría y la sopesara para no asombrar a su feminidad. Al tomarme los testículos la erección dio un salto de potro y lanzó gotitas de jugo seminal: ¿Y si tenemos un hijo?, preguntó, y le pedí que me dijera cuándo tuvo la última menstruación: Hace cuatro semanas, y creo que la próxima será mañana…, señaló, y casi grité de alegría. Le expliqué que entonces no habría problemas y ella también sonrió, buscando mi boca con inocultable desesperación, ya dispuesta a entregar su mocedad hirviente sin temores ni dudas.

Ya no daba más, el cuerpo me pedía eyacular, pero no quería hacerlo: necesitaba que Betiana tuviera el mejor coito de su vida. La tendí sobre la alfombra, volví a recorrer las vastedades de su cuerpo, jugué largamente con la lengua en sus intimidades, mordisqué el clítoris hasta saberlo duro y tenso, y con sumo cuidado lubriqué con saliva el orificio vaginal. Me tendí entre sus piernas, le levanté las nalgas con las manos y puse el glande en la entrada, rozando y sacando, rozando y poniendo, sintiendo que poco a poco la vagina desprendía flujos abundantes y Betiana comenzaba a padecer la inminencia de su primer orgasmo. La punta se hundió un par de centímetros y la vagina explotó en un centelleo de contorsiones internas. Las piernas de Betiana se abrieron instintivamente entre ayes y quejidos y sus brazos buscaron mi cuello para aferrarse, presintiendo la llegada del dolor inexorable. Empujé un poquito más, apenas otro centímetro, y los músculos vaginales se ciñeron al glande y comenzaron a succionar y aflojar, exigiendo que en cada movimiento avanzara milímetros descubriendo territorios ansiosos de ser explorados y disfrutados. Entonces dejé de apretar las nalgas, las levanté y calcé sobre mis muslos, abrazando con fuerzas el cuerpo ya entregado al placer de la cópula. Busqué la posición más propicia y la verga envió mensajes a mi cerebro de que el ángulo sólo exigía presión, de manera que busqué con mi boca la boca de Betiana, nos confundimos en el beso más proceloso e impresionante y sólo entonces presioné las caderas sobre el vientre abierto. A pesar de estar dentro de mi boca escuché claramente el ¡ay! de Betiana al sentir el momento de su desfloración. Me detuve y la besé aún más profundamente, en tanto ella parecía querer desarmarme con la fuerza de sus brazos: Me quemo…, aseguró, presionando su vientre con cuidado, y poco a poco fue enloqueciendo, moviéndose para exigirme que la profundizara y apagara las llamaradas que le surgían de los misterios de sus intensidades de mujer. Tuvo un nuevo orgasmo intenso, largo, interminable, que inundó a la casa con sus gritos silenciosos, y antes de sentir los resuellos del fin intensificó sus reclamos y llegamos a un nuevo orgasmo milagrosamente juntos, con tanta maravillosa conjunción que puedo afirmar que fue la mejor cópula de mi vida, por lo menos hasta entonces.

Quedamos enredados, ella ciñendo mi cintura con sus piernas increíblemente fuertes, yo con todo el armamento desplegado en sus profundidades y mis brazos estrechando el cuerpo tembloroso por las tormentas del placer. Betiana volvió a mover la pelvis, a jugar con su vagina ciñendo y aflojando, y por suerte mi pene comenzó a reaccionar, primero con languidez, luego con temple, para después recuperarse y devolver ansiedad por ansiedad, deseo por deseo, amor por amor, y alcanzamos el final nuevamente juntos, aunque esta vez Betiana exigió con fiereza de hembra que la crucificara en lo más alto del monte de la felicidad. Cuando saqué la verga de la vagina Betiana estaba llorando. Le pregunté, afligido, si le había hecho daño: No, tonto, estoy llorando de amor…, dijo, para volver a abrazarme, pero lamentablemente mi virilidad sexagenaria ya no podía más.

Cuando nos levantamos Betiana se horrorizó señalando la alfombra: su flor cortada estaba ahí, en una mancha de sangre y semen. Tomó su bombachita e intentó limpiarla, y la mancha se extendió: No es nada, querida, ya encontraré la manera de cubrirla…, señalé, ayudándola a vestirse, porque estaba oscureciendo y no quería llegar tarde a casa para evitar preguntas.

La llevé en el auto, en medio del tráfico de Buenos Aires enloquecido por la lluvia, pero me pidió que no entrara a saludar a Sonia: prefería decirle que regresó en ómnibus para justificar la demora. Al abrir la puerta me dijo: Ya sabes, Tito, la única vez que estaremos juntos…, y supe que así sería, porque, entre otras cosas, Betiana era mujer de una sola palabra.


Nos casamos con Sonia en lo mejor del invierno en la iglesia de San José de Flores, previa ceremonia civil en el juzgado correspondiente. Tenía cincuenta y nueve años y Sonia cincuenta y uno, y seguramente nos amábamos y estábamos seguros de lo que hacíamos. Al salir de la iglesia y saludar en el atrio a quienes nos acompañaron en el inicio de la aventura supe reconocer que Sonia había calado más hondo en mi corazón de lo que suponía. Estaba preciosa, digna, sobria, vistiendo traje sastre blanco, zapatos del mismo color con tacos altos, sombrero elegante con velo ritual y el ramito de azahares en las manos.

Hasta entonces nunca había dudado de su pureza, de sus profundidades intactas, pero al verla saludar y abrazarse con familiares y amigos  de su trabajo, desconocidos para mí, me pregunté si en algún rinconcito de su corazón hubo lugar para por lo menos pensar en otro hombre que no fuese yo. En veintisiete años de andar cada uno por su lado pudo haber encontrado a alguien capaz de conmoverla, excitarla, asombrarla, inquietarla, obligarla a pensar en él y exigirse poner sus dedos en los pezones o apoyar la mano en la vagina, tal vez para alcanzar el orgasmo con su nombre en los labios, porque hablando bien y pronto era una mujer con todas las letras, y mayúsculas, con un cuerpo que con medio siglo encima no quedaba atrás al de cualquier mocosa veinteañera, con excelente pasar económico, ya que trabajaba desde jovencita en la Suprema Corte de Justicia, actualmente como jefa de la oficina de notificaciones, rodeada por hombres importantes, jueces, abogados, políticos, que seguramente admiraban sus piernas esbeltas, sus pechos rotundos, su cintura estrecha y el encanto natural que le surgía de la piel como un aroma. Al verla entrar en la iglesia del brazo del marido de Mirtha me di cuenta de que, por primera vez, la veía tal cual era, sin compararla con su hermana o con todas las mujeres que pasaron por mis brazos y alborotaron mis sentidos, incluyendo con Betiana, tal vez la que en la actualidad podría encubrir más sus méritos. A lo largo de los cincuenta pasos que dieron para llegar al altar fue abriéndose paso de todo y logró, por méritos propios, imponer su presencia en mi corazón mucho más que treinta años atrás, y supe que sólo con ella al lado podría esperar las decisiones del destino: La quiero y deseo con toda el alma…, susurré con voz apagada, pero mi hermana, que oficiaba de madrina y en la época del rompimiento hizo lo imposible para que Sonia reviera su decisión, me lanzó un codazo y me obligó al silencio. Arrimando su boca a mi oído dijo: Sonia es mujer superlativa y no merece que la veas venir a entregarte su vida y la recibas con las hormonas hirviendo, cuando sólo deberías admirarla con tu espíritu y quererla como se merece…

Sí, era cierto, pero desconocía el grado de tersura de su piel, el sabor interior de su boca, el caudal de sus muslos, la temperatura de su región vaginal, el estremecer de sus pechos si los acarician, y tantas otras cosas que debía reconocer mi ignorancia hacia sus encantos. Sólo sostuve sus manos, besé sus mejillas, aspiré su aroma, sentí la suave sedosidad de sus cabellos, pero a medida que avanzaba hacia mi encuentro eran mis hormonas las que desataban la furia del deseo, más que del amor.

El vestido blanco era símbolo de que llegaba al matrimonio intacta, pero todas las novias del mundo avanzaban hacia los altares de la misma manera, tal vez hasta engañándose a sí mismas por mostrarse castas y puras, cuando corrieron agotadoras carreras sexuales jineteadas por uno o varios amantes. De pronto, y en medio de las efusividades de la gente que nos acompañó en la ceremonia, supe que la necesitaba con el himen colmado de telarañas, cubierto de las polvaredas de los años, pero indemne, sin siquiera soportar la invasión de un dedo, de la punta de una lengua, y la busqué con desesperación para aferrarla por la cintura y llevarla hacia la limosina que nos aguardaba para llevarnos al restaurante donde almorzaríamos en compañía de los íntimos. Con sólo tocarla la hombría se hizo presente en toda su plenitud, con furia incontenible. Sonia se dio cuenta y me pellizcó los cachetes de las mejillas con ambas manos: Impaciente…, bromeó, y en cuanto ocupamos el asiento me golpeó la entrepierna con el dorso de la mano en un gesto juguetón, riendo como si estuviese acostumbrada a juzgar a un hombre por el calibre de su empalmadura.

En lugar de alegrarme por su demostración de osadía me molesté bastante, convencido de que Sonia había dejado el pundonor en el altar, para mostrarse tal como era, una desvergonzada que golpeaba la verga del marido como si fuese un juguete altamente conocido.

No pude contener la risa ante lo absurdo de mi primer ataque de celos y me tranquilicé bastante cuando puse una mano sobre su muslo y me la sacó con gesto de molestia: Querido, no estamos solos, está el chofer…, dijo, con su modo de ser de siempre, tan cuidadosa que por la columna vertebral me arañó la sensación de que siempre fue únicamente mía. Luego del almuerzo nos instalaríamos en el mejor hotel de Buenos Aires, utilizando la suite preferencial de los visitantes que podrían pagar la exorbitancia del precio, y ahí entrarían a tallarse las cartas de la verdad, aunque intenté decirme a mí mismo que Sonia tenía todo el derecho del mundo de hacer lo que quería durante el lapso de separación, así como lo había ejercido yo sin ninguna clase de remordimiento, por cuanto el noviazgo se había terminado.

Por alguna razón de mi estado de ánimo recordé que al poco tiempo de llegar a Beverly Hill conocí a cierta escritora que escribió guiones para las grandes producciones hollywoodenses, ganando toneladas de dólares, merecidamente por supuesto, ya que fueron memorables. Era rapidísima, inteligente, y poseía conocimientos que la hacían admirable, con la contracara de que se especializaba en seducir jovencitas en relaciones donde ella desempeñaba el papel activo y actuaba como si fuese hombre de pelo en pecho, auxiliada por prótesis perfectas: No te asustes, pero soy mujer en todos los actos de mi vida, menos a la hora del amor, porque me convierto en macho y provoco gozos que ni el más formidable de los hombres es capaz de arrancar en una mujer…, me confesó en una tarde de confidencias mientras esbozaba en mi tablero de dibujo los primeros trazos de lo que sería su residencia.

Ya era mujer grande, superando largamente el medio siglo, y daba impresión de ser el prototipo de lo femenino tanto física como intelectualmente. Tenía a dos amantes viviendo con ella, casi adolescentes, bellísimas, conseguidas en los estudios donde tomaban pruebas a beldades superlativas para el papel de Cenicienta, y sin demasiados esfuerzos las tuvo en su cama antes de conocerse los resultados del casting. Era asombroso saber que celebraban lo antinatural y se mostraban más auténticas que el resto de mujeres, vistiendo con gusto exquisito y comportándose con la feminidad brotándoles de los poros: Las mujeres nos enamoramos definitivamente si el que nos coge consigue despertarnos el amor que guardamos en lo más secreto. Hasta ese instante sólo sentimos nimiedades, calenturas, alteraciones de nuestros sistemas fisiológicos. Hasta que la pija precisa no se hunde y provoca el génesis vaginal no hay amor verdadero, por eso el casamiento debería celebrarse en la cama, no en el altar. Pregunta a mis niñas si prefieren dormir conmigo o con Rock Hudson o Burt Lancaster, y no tengo dudas de que vendrán conmigo como palomas al maíz…, señaló, comentario corroborado por las dos chicas, que en cuanto lo escucharon le saltaron encima y la comieron a besos sin importarles mi presencia.

Hicimos buenas migas con la escritora, antes y después de la construcción de su casa, y muchas veces se acercaba a mi departamento de Los Ángeles para observar los dibujos que realizaba en mis ratos libres, afirmando que si era exitoso como arquitecto como pintor lo sería aún más. Una tarde en que habíamos bebido una botella de champaña californiano, rico pero fuerte en su graduación alcohólica, me pidió que la dibujara desnuda, para comprobar si mis ojos de artista veían la verdad de su manera de ser: Ponme una verga de veinte centímetros, así me satisfago a mí misma contemplándome como quisiera haber sido…, pidió, desnudándose, y sólo por jugar un poco hice un retrato de cuerpo entero con su cuerpo de mujer y mis atributos viriles, copiados desde un espejo. Nunca supimos si fue la champaña o el reclamo de las hormonas lo que nos llevó a enredarnos en el frenesí de la cópula, aunque antes de la penetración la escritora hizo esfuerzos sobrehumanos para apartarse y no cumplir con sus necesidades de mujer, tan urgidas que cuando logró pasar por encima de sus actitudes antinaturales se puso en posición y me dejó invadirla con toda la potencia de la juventud que por entonces aún ostentaba. Tuvo tantos orgasmos que más parecieron prolongaciones del primero y único, y en el piso del estudio quedó un charco de flujos teñidos con gotitas de sangre: Durante décadas fui sexualmente satisfecha y vengo a perder la virginidad con un tipo veinte años menor, y con sangre para probarlo…, dijo, observando con algo semejante a la pena el charco, e inmediatamente me explicó que el velo virginal no se desprende jamás por propia iniciativa, y siempre necesita del uso de alguna herramienta que lo perfore: Ya te conté que soy activa, y jamás ninguna de mis chicas sobrepasó el límite del ojo vaginal, porque hasta hoy odiaba que algo me profundizara…

Durante el almuerzo me preguntaba qué clase de rastros encontraría después de copular con Sonia, y Betiana, en un aparte donde pudimos hablar, lo aclaró: Deberás esforzarte mil veces más que conmigo, porque yo soñaba vivir ese momento y Tía Sonia siente temor, sensación de que la mujer pierde dignidad y se humilla recibiendo al hombre entre sus piernas. Está tan nerviosa que quizá no puedas hacer nada esta noche, y en muchas noches más, pero ten paciencia y trátala mejor que a mí…, señaló, y poco faltó para que la tomara en mis brazos y huyera de todo.

Entramos en la suite del hotel y comprendí que Betiana tenía razón: Sonia estaba muerta de miedo, pese a que intentaba no demostrarlo haciendo esfuerzos sobrehumanos. Mientras yo abría la botella de champaña y disminuía un poco la calefacción ella acomodó en el placar la ropa que trajimos en las valijas. Serví las copas y le alcancé una: Por nosotros, querida…, dije, mirándola a los ojos, pero Sonia ni siquiera se mojó los labios: Sabes que no bebo alcohol…, señaló, dejando la copa en la mesita de la sala de estar y siguiendo en la tarea de acomodar sus cosas, dejándome tan sorprendido y fuera de lugar que bebí media botella de champaña para no dejar la suite y refugiarme en algún remoto lugar del mundo a lamentarme por el grueso error de unir mi vida a la de alguien incapaz de mostrar emociones en el momento más auspicioso para tenerlas.

Pasó dos horas y media cambiando ropa de los cajones, sacándola de uno para colocarla en otro, comprobando si sus vestidos y mis trajes precisaban planchado, cuando al mediodía de mañana embarcaríamos en Aerolíneas Argentinas con rumbo al verano europeo y estar a tiempo en Barcelona de subir a las comodidades de primera clase del crucero Iberia III, que a lo largo de sesenta días de navegación nos llevaría a recorrer el Mediterráneo en toda su extensión. Eran las ocho de la noche cuando pareció darse cuenta de mi soledad y abandono y sonrió satisfecha: Listo, queridito, todo en orden, y ahora podemos salir a cenar, que en el almuerzo no comimos nada…, dijo, encerrándose en el baño para cambiar de ropa.

Cenamos en el restaurante del hotel, porque hacía un frío de locos y llovía a cántaros. Sonia estaba radiante, dicharachera, y con cada bocado estiraba una mano y aferraba la mía, logrando que me recuperara de la desazón: Estoy muy nerviosa, queridito, y tendrás que tenerme mucha paciencia y comprensión. No soy la misma de mis veinte años y tendrás para ti una mujer madura, sin mucho para ofrecer a tus ansiedades…, señaló, y nuevamente los celos estallaron en mi cerebro y pensé averiguar hasta las últimas consecuencias quién fue el que se llevó su virtud para destrozarlo con mis manos. Ella no percibió mi angustia, mi desilusión, y comió con apetito el coctel de palta con langostinos y el medallón de lomo a la pimienta con guarnición de papas y arvejas grillé. De postre pidió un panqueque de manzana quemado al coñac y no dejó rastros de almíbar en el plato. Yo, en cambio, había pellizcado algunos bocados del coctel de paltas y dejé medio medallón de lomo, reemplazando el postre por el café. Eso sí: bebí una botella de vino Calvet, seco y helado, convencido de que sólo el alcohol me permitiría soportar lo que sería la noche, al comprobar que mi esposa no era virgen y fue antes de otro.

Subimos a la suite pasada la medianoche y Sonia se mostró cariñosa en el ascensor, besándome por primera vez en la boca: ¡Esposo mío!, exclamó, antes de entregarme sus labios con inocencia de chiquilina, como si el beso fuese solamente roce furtivo, encuentro casual, cuando mi ansiedad me llevó a tratar de separarle los dientes para poder enredar mi lengua en la suya: ¿Qué haces, tesorito? Espera por lo menos a que me lave los dientes…, apuntó, separándose como si la hubiese quemado con un hierro al rojo vivo. Entonces me tranquilicé: si mi mujercita no sabía besar también desconocería la cópula, por lo tanto esa noche la desfloraría con toda el alma.

Sonia se duchó durante veinte minutos en el baño del dormitorio. Yo utilicé el de la sala de estar con un desahogo intestinal de padre y señor mío, como si no hubiese volcado aguas mayores en diez días. Luego tomé la ducha, me sequé, vestí el pijama flamante, calcé las pantuflas y la esperé al borde de la cama, que una mucama diligente había preparado con exacto conocimiento de su deber, sin olvidar detalles como chocolates sobre la almohada y pétalos de flores derramados sobre la colcha. El balde con la champaña estaba en su lugar y las copas en la bandeja de plata. Previendo la desnudez aumenté dos grados la calefacción y prometí al cielo no faltar a misa el resto del año si el aparato viril cumplía como correspondía. El solo hecho de pensar en la cópula hizo saltar como víbora al objeto de mi preocupación, dejándome satisfecho por la respuesta y reforzando la promesa con el año siguiente.

La puerta del baño se abrió y Sonia corrió a mis brazos, vistiendo el salto de cama de seda, casi transparente, y el camisón corto que permitía admirar la maravilla de sus piernas desnudas, calzadas con chinelas de tacos altos. Nos besamos con alma y vida, ella con inexperiencia, yo con amplio dominio de la situación, y al abrazarla pude percibir la majestad soberbia de su cuerpo y la dureza de sus carnes. Ella también me reconocía: sus manos iban de mi nuca a mis hombros, de mi pecho a la cintura, de la espalda a las nalgas, y en un momento se detuvieron en la ingle, tan cercanas a los testículos que me estremecí entero, convencido de que cargaban coraje para amparar la verga que segundo a segundo ganaba dimensiones. Las manos volvieron a la nuca, para mi desilusión, pero Sonia se separó, se quitó el salto de cama y se metió en la cama.

La seguí con vocación de sabueso, quitándome el pijama a manotazos, y en cuanto me tendí entre las sábanas sentí los brazos de Sonia reclamando mi proximidad: Apaga la luz, por favor…, suplicó, y le hice caso, aunque la habitación quedó bañada por la claridad que entraba por el ventanal desde la avenida. Le quité el camisón y la estreché suavemente, precisado de gozar con la textura de cerámica de su piel, y con sumo cuidado la fui instruyendo para que aprendiera a besar, a abrir los dientes y permitir que las lenguas dialogaran con total claridad, sin omitir nada. Mis manos recorrían la madurez maravillosa, los pechos suculentos, los pezones enhiestos, el vientre tenso, las nalgas voluptuosas, el rostro entregado al amor: Haz lo que quieras, queridito, pero no me penetres esta noche. Te lo pido por favor…, dijo, y comprendí que la dominaba el miedo, el terror de defraudarme por no poder entregarme su pureza.

Le hice de todo, con cuidado sacramental, con lengua y dedos. No dejé un rincón sin reconocer, y Sonia me ayudaba pulsando mi verga y apretando mis testículos con aviesa curiosidad. Al saborear sus pechos Sonia comenzó a encenderse, a mover el cuerpo debido a órdenes de sus profundidades, y en cuanto puse la boca en el clítoris se derrumbó en un orgasmo proceloso: ¿Qué me pasa, Dios mío? ¿Qué me haces, queridito? ¡Siento que voy a morir!, gritó, en medio del misterio de la muerte y la resurrección a la vida, tomando mi cabeza con ambas manos y obligándola a incrustarse en la región vaginal para que los labios comieran el trocito de carne que guardaba todo el placer.

En cuanto el orgasmo comenzó a apaciguar sus caudales Sonia pareció tomar una resolución espontánea y se dio vuelta hasta quedar boca abajo. Ni lerdo ni perezoso pasé mis manos por la extensión de sus espaldas, froté los dedos en cada protuberancia de la columna vertebral, me llené con la perfección de sus nalgas y grité de placer al percibir que una mano de Sonia me guiaba para que encontrara su tesoro anal. Envalentonado por su incitación dejé de trabajar con la mano y le revolví el esfínter con la punta de la lengua. Su primera reacción fue de rechazo, de querer darse vuelta, pero no lo permití, y redoblé la fuerza lingual al tiempo que los dedos de mi mano derecha acariciaban los labios vaginales y reconocían la creciente humedad que mojaba los muslos. Entonces Sonia se calmó, dejó de hacer fuerza para recuperar la posición de espaldas, y comenzó a padecer el placer que le provocaba la lengua punzando la entrada de lo que normalmente es salida.

Sin que lo pidiera levantó las nalgas y se acuclilló, para facilitarme el trabajo, y aprovechando la oportunidad me puse de rodillas y dirigí la verga al hueco anal, no para invadirlo, sino para que el glande se deslizara y reconociera el territorio que alguna vez penetraría: ¡Ay, queridito, voy a morir otra vez!, exclamó Sonia, y utilizando una de sus manos me aferró el miembro y lo colocó en la puerta de su colita, dando a entender que por ahí podría invadirla, mientras el orgasmo se desataba y la envalentonaba.

Parecía tarea imposible, por falta de preparación previa, pero a fuerza de saliva y empujones, a voluntades compartidas, la punta del glande pasó la barrera del esfínter y comenzó a abrirse paso por la región que jamás imaginé hollar aquella noche, y quizá nunca. Fue Sonia la que puso mayor empeño en recibir mi virilidad de aquella manera, y soy consciente de que gozó al hacerlo, pese a que el dolor se le reconocía en los temblores del cuerpo y el llanto que la dominaba en cada quejido: Lo hago por ti, mi amor, para que sepas cuánto te amo y lo que soy capaz de hacer por ti…, dijo, en tanto yo le respondía que la amaba, que me estaba brindando mucha más felicidad que la imaginada. El tercer orgasmo le llegó con furia, porque comenzó a saltar y gritar, a apretar el esfínter como si quisiera destrozar el bastón de mando que ya estaba sólidamente establecido en sus interiores, y para colmo no pude contenerme y eyaculé con alma y vida en los arcanos de su recto, provocando el efecto de una enema, porque con sismos dramáticos se le vaciaron los intestinos con tanta fuerza que salí despedido por el torrencial estampido de sus miserias.

Sonia corrió al baño y yo limpié todo lo que pude, cambié la sábana manchada por toallas y la lavé en la bañera, logrando dejarla más o menos en condiciones de secarse junto a los radiadores de la calefacción. Mientras trabajaba como forzado restregando la sábana y enjabonándola como una lavandera de río intentaba pensar cómo llegamos a semejante situación, porque no estaba en los cálculos de nadie, mucho menos en los míos: yo sólo quería reconocer su virginidad y cortarla como lo hace un macho para colgarla en su orgullo, no complacerme en la sodomización. Tampoco podía recargar en Sonia la culpa: yo había iniciado el asalto a la fortaleza prohibida gozando la infamia de clavar la lengua en su ano, y el resto había sido un acto compartido por la furia del deseo incontenible.

Por suerte el colchón estaba indemne y las toallas eran enormes, de manera que la cama quedó en condiciones de sueño. Bebí dos copas de champaña y me bañé nuevamente, tal vez porque el inconsciente percibía el mal olor de lo ocurrido. Seco y perfumado ocupé mi lugar, mientras escuchaba la ducha cayendo y Sonia sollozando por encima del rumor del agua: Ven, mi amor, ya está todo arreglado y nadie sospechará lo que pasó. Te quiero…, le dije, levantándome y arrimando la boca a la puerta cerrada con la traba.

Estaba agotado y creo que me adormecí un instante, pero desperté al escuchar que la puerta del baño se abría y Sonia se tendía a mi lado rápidamente, poniéndose de espaldas. Intenté abrazarla, llenarla de ternura, decirle que la amaba con toda mi alma, pero me rechazó con movimientos evidentes, sin necesidad de palabras. No supe medir cuánto tiempo pasó, pero de pronto surgió su voz desde la oscuridad diciendo: Me humillaste, queridito, me quitaste hasta la dignidad de mujer, y no te lo perdonaré mientras viva…

No pude dormir en toda la noche de bodas, consciente de que, de alguna manera, Sonia tenía razón.


A las siete de la mañana Sonia se puso en la tarea de rehacer las cuatro valijas y los dos bolsos. No daba impresión de estar enojada y hasta se tomó el trabajo de encargar el desayuno al servicio de habitaciones, pero cuando intenté saludarla con un beso se puso en actitud defensiva y gritó: ¡Te prohíbo que me toques, degenerado!, con una autoridad tan rotunda que le hice caso y me encerré en el baño para intentar tranquilizarme. Entonces escuché su voz, a través de la puerta, estableciendo las normas futuras en nuestras relaciones: Vamos a actuar para los demás como si no hubiese pasado nada, y juro que te seguiré queriendo como desde el primer día, pero no habrá perdón para lo que me hiciste, aunque reconozco mi parte de culpa, por no haber sido sincera contigo y confesarte que no me siento en condiciones de cumplir como mujer, por los lugares que corresponden. No sé si alguna vez podré cambiar, pero hasta entonces no tendrás nada de mi cuerpo, pese al derecho que te corresponde, y sé que tu conocimiento del mundo y tu experiencia en asuntos de vida pudieron evitar lo que ocurrió. No lo hiciste y recibí la peor de las humillaciones y el atentado más salvaje a mi dignidad. Si estás de acuerdo con lo que digo sigamos adelante, queridito, de lo contrario nos digamos adiós en este instante, y a otra cosa…, señaló, con seguridad apabullante, y acepté, no por temor al escándalo social que significaría una separación después de la noche de bodas, sino porque simplemente la amaba y me sentía capaz de aguantar cualquier cosa.

De todos modos pasamos casi noventa días de luna de miel maravillosa, sobre todo debido a que Sonia sacó afuera los mejores detalles de su encanto, fascinando a quienes la conocieron o trataron durante la travesía del crucero por los puertos mediterráneos o en los recorridos posteriores por ciudades como Venecia, Roma, París, Barcelona y Madrid, hasta que regresamos a Buenos Aires cuando la primavera se hacía sentir. Puedo afirmar que en el preciso instante en que Sonia se ubicó en la primera clase del avión de Aerolíneas Argentinas sufrió un cambio rotundo, perfectamente manifiesto, como el de las crisálidas que pasan las etapas biológicas cambiando de estado hasta alcanzar el más alto en el proceso de su evolución.

De pronto, tomó asiento, devolvió el atento saludo de la azafata y aceptó la copa de champaña de bienvenida, incluyendo el gesto de chocarla con la mía y mojarse los labios con la mejor sonrisa: Salud, querido mío, por nosotros y el destino que permitió que te encontrara…, señaló, tan encantadora que hasta aceptó el beso que le di en el dorso de la mano, consciente de que si me acercaba a sus mejillas corría peligro la armonía asombrosa de aquellos primeros momentos. Aferró mi mano y sus dedos se enredaron en los míos con fuerza, ante la sonrisa capciosa de los pasajeros que nos rodeaban, seguramente asombrados de que dos personas mayores se mostraran tan cariñosas: Las manos y los brazos no entran en el trato, porque debemos demostrar que somos esposos felices y contentos…, reflexionó, ingeniándose para apoyar su cabeza en mi hombro, mientras el avión preparaba la partida.

Su personalidad había cambiado tan notablemente que en cuanto la tensión general se relajó debido a la estabilidad del vuelo concentró la atención de las señoras que compartían la primera clase, interesadas en conocer las alternativas de un casamiento tan a deshoras, y Sonia las explicó con tanta simpatía que escuché aplausos insistentes en el pequeño bar de la cabina. Deduje que el cambio lo provocaba la liberación del influjo constante de Mirtha, su posición de hermana mayor con derechos sobre los suyos, pese a que mi deliciosa cuñada jamás los impuso, o quizá alejarse de la ciudad de Buenos Aires donde se escondían sus secretos y misterios a lo largo de mis veintisiete años de ausencia.

Lo mismo ocurrió a lo largo de la estadía en el crucero, donde Sonia hizo amigas entrañables y se las ingenió para conversar a señas y medias palabras con señoras y señoritas alemanas, integrantes de la mayoría turística, aunque también había norteamericanas, italianas, francesas, australianas, acompañadas por maridos, novios o amantes. Su trato conmigo era impecable, perfecto, con excepción de lo que ocurría en el camarote, pese a que desde las primeras jornadas de navegación me creció el deseo hasta límites insoportables, obligándome a desahogos sigilosos en la estrechez del baño, como si fuese un mocoso veinteañero condenado a la soledad. Hice muchos intentos de acercamiento, aunque en vano, y preferí las consolaciones antes que quebrar la armonía cotidiana, tan intensa que todo el pasaje del crucero, sin excepción, nos conceptuaba como matrimonio ejemplar.

Para males de mis males, al llegar al Mar Egeo y visitar algunas de las islas griegas, con el clima adecuado para regocijos de playas y aguas cristalinas, Sonia comenzó a utilizar los seis modelos de trajes de baño que trajera en las valijas por sugerencia de Betiana, ya que ella, de acuerdo con sus confesiones, jamás mostró su cuerpo desnudo ni entró en piletas de natación. La primera tarde, luego de dos semanas de navegación sin utilizar la piscina del crucero, como lo hacían las señoras y señoritas que a la hora de mostrar sus realidades físicas no se hacían problemas, la mayoría utilizando bikinis sintéticos sin ninguna clase de complejos por faltas o sobrantes, Sonia se fue con su grupo de amigas a los vestidores y salió con deseos de infartarme, sacando al sol el espectáculo de su cuerpo escultural, sin asomos de edad real, tan impactante que la playa en su totalidad clavó miradas de admiración. Lo había visto desnudo en la penumbra de la suite del hotel y gozado cada porción de hermosura con labios, lengua y manos, pero no con los ojos, y la imagen coronaba sensaciones insuperables, ni siquiera comparables con las entregadas por jovencitas.

Vino a mí, tomó mi mano y me guió hasta la orilla del mar, feliz como cachorra aprendiendo a jugar: ¿Te gusta?, preguntó, poniéndose en pose de modelo luciendo su paisaje, y como me resultaba imposible hablar me empujó al agua y rodamos juntos envueltos en las caricias de la espuma. Sonia se aferró a mi cuerpo al sentir que la pequeña ola la cubría en su avance por la orilla y no tuve más remedio que rodearla con mis brazos para ayudarla a levantar la cabeza. Se puso en pie y me abrazó por la cintura, tomando coraje para avanzar un par de pasos más hasta que el mar le lamió la entrepierna. Dio un saltito de temor y pegó su cuerpo al mío, sin decir nada cuando mis brazos le ciñeron la cintura con fuerzas: ¡Qué felices hubiésemos sido!, exclamó, mirándome a los ojos, y en impulso irreprimible avanzó la boca y la llenó con mis labios salados por el mar.

Pasamos la tarde en la playa tendidos al amparo de sombrillas, tomados por las manos, mirándonos embelesados, y en dos ocasiones le pasé protector solar por las extensiones del cuerpo, logrando que mi hombría alcanzara límites asombrosos en cuanto a durezas y volúmenes: ¿Me deseas tanto, goloso?, preguntó, con inocultable picardía, y mi respuesta fue sincera: en primer lugar la quería con todo mi corazón, y en segundo lugar la deseaba como todo esposo desea a la esposa, aunque seguramente mucho más: Entonces… ¿Por qué me humillaste, me deshonraste y me hiciste perder hasta la dignidad? ¡No puedo perdonarte, queridito!, comentó, pero sin dejar mi mano aferrada a la suya, mientras la otra, la libre, acariciaba mi rostro, se deslizaba por el pecho, alcanzaba la zona sísmica y punzaba el órgano encocorado con el dedo índice: ¡Me estás matando, amor mío, y todo porque tus encantos me incitaron y me perdieron, todo a la vez!, razoné, y creí que Sonia reconsideraría su posición y me autorizaría a amarla.

Esa noche, en la cubierta del crucero, con el cielo brillante de estrellas y luna en creciente, bailamos hasta la madrugada junto a todo el pasaje turístico. Lo hacíamos lentamente, con los cuerpos apretados en uno solo, arrullados por la orquesta española empeñada en recrear las suaves melodías de moda, y los labios de Sonia besaban mi mejilla y parecían morder mi cuello. Las pelvis daban y entregaban sin reservas, como si estuviesen incrustadas, y en un momento determinado en que por milagro del ritmo el paquete de mi ansiedad se alojó firmemente en el pubis de Sonia ella se separó, creí que enojada, y sin mediar palabra me guió saludando pasajeros hasta la zona de camarotes: ¿Me perdonaste?, pregunté, al cerrar la puerta y tomarla en brazos, pero Sonia se retiró con salto de serpiente asustada.

Mi desilusión fue tanta que permanecí estático, plantado en el mismo lugar, mientras ella utilizó el baño y cambió el vestido de fiesta por el camisón cortito que utilizara en la noche inolvidable: No te perdoné, mi amor, pero en aquella sentencia que pronuncié sólo hablé de que nunca podrías volver a tocarme, acariciarme, y mucho menos penetrarme, pero nada dije de lo que yo podría hacer, y esta noche quiero que seamos felices, y yo asumiré la responsabilidad…, señaló, sonriendo como el amanecer en el mar, ayudándome a quitarme saco blanco, pantalón azul, corbata con bastones azules y colorados, camisa celeste, y hasta el slip que usaba para disimular las dimensiones de mis calenturas.

Sonia no dejó nada sin explorar, aunque exigiendo que no utilizara nada de lo mío. No podía ocultar su total inexperiencia, su falta de conocimiento en la tarea de complacer a un hombre, pero puso empeño, imaginación, voluntad, lo necesario para que pasara una de las noches más extrañamente satisfactoria de mi existencia, con eyaculaciones extraordinarias que Sonia recogía en pliegues de papel higiénico. Sus besos me ahogaban, me quitaban aliento, y su lengua logró dialogar con la mía en la única labor que me permitió realizar, porque en cuanto puse un dedo en su piel me retó como a criatura.

Me costó entender su proceder, pero lo gocé con agradecimiento, porque supe que el castigo duraría poco, apenas el llamado de la necesidad sexual se hiciera tan fuerte e irreprimible que no quedaría otro remedio que perdonar, para poder gozar completamente. Además del gozo podía sentir su cuerpo, saberlo capaz de dar y recibir placer, y por una ínfima hendija de mi cerebro pasó la idea de que Sonia había encontrado la solución a su gran problema y obraba de esa manera hasta encontrar coraje para reconocer su falta de himen y admitir que fue de otro, antes que mía.

No tenía más remedio que seguirle el ritmo, dejarla ser, y fue tan acertada mi decisión que noche a noche se superaban los gozos y una madrugada de encuentro despiadado Sonia buscó mi mano, la encontró, la dirigió a su vagina y logró que mis dedos pulgar e índice tomaran contacto con su caliente trocito de placer. El orgasmo le llegó intensamente, tan caudaloso que en medio de los espasmos volvió a tomar mi mano y la llevó directamente al orificio anal, exigiendo que el dedo índice jugara con su esfínter la danza que yo no quería bailar, temeroso de que ocurrieran cosas peores que en la anterior ocasión.

Concentrada en el orgasmo y la dilatación anal, mediante la experiencia acumulada en el índice, Sonia no se dio cuenta de que mi boca estaba sorbiendo su pezón y que la otra mano le acariciaba la mejilla con ternura, en tanto que el miembro ya estaba alojado en su sonrisa vertical, no de punta, sino en todo su largo, recibiendo soberbios besos de bienvenida por parte de los labios húmedos y calientes. Sonia lo quitó de la vagina, acomodó sus rodillas, que se encontraban en los costados de mi cintura, levantó la pelvis y lo guió al sitio ocupado por el índice. En esta ocasión no hice nada, sólo mantener la presión de la dureza para que el glande perforara el esfínter y se incrustara en el recto, obedeciendo la orden de quien buscaba la manera de facilitar la tarea: ¡Ayúdame, queridito!, suplicó, y sólo entonces di un envión y me sentí plenamente en el interior del socavón precioso.

Sonia se encargó de moverse, de entrar y salir, de perderse y encontrarse, en tanto mis dedos se concentraban en la dureza creciente del clítoris, totalmente entregado a ponerla en estado de avanzar hacia el orgasmo que la obligó a morderme el cuello con todos sus dientes para ahogar el grito que le surgía del alma. La tormenta de sus profundidades me obligó a eyacular, y lo hice con temor, pero esta vez sólo ocurrieron manifestaciones de placer total, ávido, tan intenso que Sonia buscó mi boca y la devoró con intenciones de alcanzar mi garganta. La abracé con todas mis fuerzas, me moví como en mis épocas de estudiante, logrando que Sonia estirara el orgasmo por un tiempo indescifrable, hasta que logramos aquietarnos y refugiarnos en el abrazo demostrativo de que nos queríamos por encima de todas las cosas malas que nos ocurrieron. Percibí que la respiración de mi mujer se aquietaba, se remansaba, se acompasaba en el sueño provocado por el cansancio, sin abandonar la posición en que saboreó el placer.

Como pude logré cubrirnos con la colcha, porque la quietud dejaba pasar el mensaje de la brisa del mar, fresca a esa hora de la madrugada. El peso de Sonia me comenzaba a incomodar, porque no era liviana, pero ella pareció darse cuenta y rodó hacia mi costado. Apoyó la cabeza en mi pecho, rodeó mi cuerpo con uno de sus brazos y ronroneó con picardía: ¿No te diste cuenta de que en el almuerzo sólo comí cuajada y durante la tarde y la noche sólo tomé jugos? ¡Ay, querido, me muero de hambre, y me comería un asadito hecho por tus manos en la parrilla de casa, con choricitos y morcillitas, y hasta aceptaría un trago del vinito que te gusta tanto!

No volvimos a copular analmente, pero Sonia continuó su decisión de ser ella la que comandara las guerras de caricias que librábamos noche a noche, permitiéndome que le hiciera felaciones descomunales, que poco a poco se atrevía a imitar, pero negándose tozudamente a la penetración vaginal: No estoy dispuesta, queridito, y cuando llegue el momento te autorizaré a hacerlo. No perdamos esta dicha que estamos logrando por culpa de un deseo que satisfarás en cualquier momento…, dijo, y fui comprensivo, dúctil, manso, y hasta un poco tonto, porque al finalizar el crucero estaba convencido de que Sonia no permitía que consumara el amor por no poder ofrecerme su virginidad.

Desembarcamos en Venecia y pasamos una semana descansando del mar, reconociendo las bellezas encerradas en la ciudad fascinante que yo visitara en varias oportunidades, pero que Sonia desconocía. Al visitar el palacio ducal, guiados por una experta en brindar detalles de las obras de arte que se exhibían a lo largo del recorrido, sucedió algo impresionante. Formábamos parte de un grupo de veinte personas, todos turistas y de distintas naciones, que seguían atentamente los comentarios de la guía, dicho en inglés, con algunos términos en alemán, cuando las preguntas lo exigían. Al detenernos ante el cuadro de la noble mujer veneciana, esposa del dogo que gobernaba Venecia en postrimerías del siglo xviii, la guía explicó quién era, por qué fue pintada por uno de los grandes retratistas venecianos de la época, y al dirigir la mirada al grupo permaneció estática, sus ojos se llenaron de asombro, al mismo tiempo que los integrantes del grupo clavaban las miradas en Sonia. Yo había percibido, años atrás, el gran parecido de la dama del retrato con Mirtha, pero al tener a Sonia a sólo tres metros de la pintura debí reconocer que mi mujer superaba las coincidencias y era como si hubiese sido la modelo. Ante la curiosidad generalizada Sonia debió explicar que su abuela llevaba el apellido Luppo, el mismo de la señora, y que se había radicado en Argentina junto con su esposo, panadero de profesión.

Más tarde, la guía nos llevó a las oficinas, donde, luego de buscar en estantes llenos con biblioratos que guardaban publicaciones, fotografías, comentarios, nos puso ante los ojos la crónica del escándalo social que produjo la huida de la hija del entonces dogo veneciano con el hijo del panadero de la corte, con destino desconocido hasta el cierre de las investigaciones ordenadas por el padre. Venecia había cambiado demasiado en sus estructuras sociales y políticas, pero no fueron pocas las familias auténticamente venecianas, con largas generaciones de habitantes de la ciudad que en alguna época fue capital del comercio naviero, que se acercaron al hotel para conocer a la descendiente del linaje más esclarecido de la historia del Véneto, desaparecido definitivamente con la Segunda Guerra Mundial, donde la familia en pleno de los Luppo cayó conjuntamente con el Duce Mussolini.

Sonia no prestó demasiado interés en conocer la historia de sus ancestros y le molestaba la posibilidad de ser miembro de la nobleza, como se lo dijeron muchos, instándola a hacer valer sus derechos: Soy, argentina, queridito, y allá todas estas cosas de las sangres azules no sirven, así que vamos a Roma cuanto antes…, señaló, y al día siguiente iniciamos el raid que nos llevó por las grandes ciudades europeas, llegando a Ezeiza en lo mejor de la primavera, dispuestos a disfrutar de las exuberancias y carencias del país.

Sonia disponía de diez días de licencia más, porque tozuda como era estaba decidida a continuar trabajando en su cargo de jefa de notificaciones en la Suprema Corte de Justicia, pese a mis ruegos y demostraciones de que no hacía falta: estaba casada con un tipo con mucha riqueza acumulada y depositada en plazas donde el dinero rendía más que trabajando: Esos dólares son tuyos, queridito, y yo deseo disponer de los míos, así que no insistas, porque, además, me encanta trabajar…, dijo, dándome impresión de que necesitaba volver al ámbito de la justicia para estar cerca de quien la liberó del himen en momentos en que nos habíamos separado.

Desde lo ocurrido en el Mar Egeo las relaciones carnales se desarrollaban de la misma manera, aunque evitando, por mutuo acuerdo, el coito anal, realmente innecesario, porque habíamos aprendido a consolarnos mutuamente y lográbamos placeres sorprendentes, pese a que en cuestión de caricias debía mostrarme pasivo, hasta que las ansiedades de Sonia demandaban mi participación lingual o digital, con eclosiones crecientes que nos dejaban ahítos, pese a que actuábamos como si tuviésemos veinte años en los cuerpos sobrecargados de pasiones.

En cuanto bajamos las valijas del taxi que nos dejó en casa Sonia dio muestras de que venía dispuesta a ser la patrona, la gran señora, y haría de la estructura diseñada por el esposo su hogar definitivo. Eran las primeras horas de la mañana y el airecito de octubre traía fragancias de arboledas en flor, lluvias recientes, río enturbiado por las crecientes del norte, pero Sonia desarmó las valijas, las de ropa y las de regalos, acomodó todo en los placares, cambió el atuendo de viaje por pantalón de trabajo, blusa de mangas cortas, chatitas, y sólo se interesó en limpiar, limpia y limpiar.

Aproveché para sacar el auto y viajar al centro, cosa de aclarar los movimientos bancarios y abonar los servicios utilizados por la tarjeta Diners , además de comprar cosas imprescindibles para el almuerzo. Regresé a la una, minutos más o minutos menos, a tiempo de detener al especialista en limpieza de alfombras llamado por Sonia para quitar la manchita de la antigüedad persa. De ninguna manera podía permitir que quitaran el mejor de mis recuerdos, la más clara demostración de que continuaba vivo y en condiciones de reclamar las atenciones de una preciosura joven y vital. Me negué tozudamente, pese a las explicaciones del experto de que la alfombra quedaría nueva, sin señales de lavado, porque su método consistía en limpiar fibra por fibra con sólo agua, jabón y cepillos especiales. Sonia participó activamente en el análisis técnico de lo que se haría sí o sí, porque ella no soportaría vivir en un lugar con señales de mugre, porque el experto le explicó que la mancha era de sangre y alguna clase de pegamento y no podía ni imaginar de lo que se trataba. Las voces se hicieron fuertes, debía defender mi posición con creciente fuerza, porque entre Sonia y el experto me arrinconaban con argumentos irrebatibles de seguridad de que la alfombra no sufriría ninguna clase de daño.

Sonia intentó iniciar la tarea de quitarla de su sitio, ayudada por el experto, pero me opuse con tanta autoridad que ambos se quedaron duros, temiendo de que mi actitud se convirtiera en violencia. El experto hizo lo más fácil: saludó y se fue escalera abajo para salir de casa poco menos que corriendo, encendiendo la camioneta y saliendo por el parque como si lo persiguiera una manada de leones hambrientos y con las fauces a centímetros de sus posaderas.

Sonia me observa brazos en jarra, rostro enfurecido, frente colmada de arrugas, transpiración emergiendo en gotitas ásperas encima del labio superior. Respiraba agitada, como si hubiese trotado diez kilómetros cuesta arriba, y cuando habló su voz no admitía réplica: Voy a ser clara, queridito, o la alfombra se lava, como corresponde, o me voy para siempre y no me ves más, que tal vez haya sido la mejor de las opciones que tuve desde cuanto nos conocimos…, dijo, sin cambiar de posición ni dejar de observarme como si fuese un poco de basura.

Aguardó algunos minutos imprecisables, y como yo permanecía en silencio, también sin movimientos que delataran mi decisión, bajó los brazos de las caderas, se quitó el pañuelo que le protegía el cabello del polvo, dio media vuelta y entró en el dormitorio. Salió poco después bien vestida, empuñando la cartera, bajó la escalera, salió al parque y se perdió en la vereda con rumbo a la parada del colectivo, sin decir adiós ni dar señales de dolor por haber tomado una decisión tan inesperada, porque hasta cuatro o cinco horas antes se mostraba con el mejor humor e irradiando trozos de felicidad que en cuestión de días se convertiría en  felicidad total, porque el perdón estaba a la puerta y sólo necesitaba unos toquecitos más para despertarlo.


Me recosté en los almohadones tratando de comprender lo sucedido, analizando la situación desde el momento de conocer a Sonia, más de treinta años atrás, soportando su forma de ser tan extraña y permitiendo que la codicia por beneficiarme con sus encantos lograra que no cortara las relaciones desde un primer momento, en cuanto advertí su rechazo a las caricias en serio, brindando apenas gotitas de sus caudalosa hermosura. Mientras pensaba, mis ojos se detuvieron en el óleo de Mirtha colocado en el mejor lugar de la sala, y sólo entonces supe que toda mi santa paciencia se debía a la esperanza que el subconsciente tenía de poder amar alguna vez a la hermana mayor. Sonreí: imaginé a Sonia limpiando su casa, el que sería su hogar, y encontrarse con el retrato de su hermana, señal indudable de que el marido la tenía enraizada en lo más profundo de su vida, porque de otra manera habría descolgado la pintura para que su mujer no lo advirtiera. Revisé la memoria en busca de datos que me permitieran asegurar que Sonia no visitó la casa después del primer encuentro en el asado familiar, y estuve seguro de que no lo hizo, por eso debió descubrirlo ahora, ese día, sobrecargada con todas las tensiones provocadas por el amor tan extraordinariamente raro que nos habíamos prodigado, con coitos anales y felaciones mayúsculas pero sin consumación total del matrimonio por el sitio conveniente. Y para colmo estaba la manchita en la alfombra persa y mi negativa a la limpieza, seguramente por ser un recuerdo demasiado precioso, y Sonia no era ninguna tonta, y quizá sospechaba que la sangre podría ser de su sobrina Betiana. Quizá quiso salvar su matrimonio buscando la manera de limpiarla, pero se encontró con mi tozudez inclaudicable, que prefería la destrucción del amor antes que la desaparición del recuerdo.

No, de ninguna manera permitiría que la señal del momento más feliz y definitivo de mi vida desaparecería bajo los métodos infalibles de un experto en limpiar tejidos valiosos, porque al observarla recuperaba juventud, fuerza, deseos de vivir, y sinceramente prefería morir llevándome los instantes gozados con Betiana que arreando con las memorias restantes de mis largos años de existencia. De alguna manera supe que Mirtha me brindó a su hija para que consumara el amor que tenía por ella, y de acuerdo con mis delirios tuve la seguridad de que Mirtha, que era la mujer para mí, también pensó en que yo era el hombre para ella, sólo que por compromisos estúpidos nos habíamos condenado a ir el uno por un lado y el otro por el otro.

De tanto contemplar la pintura de Mirtha la imagen se convirtió en Betiana, como si la hubiese pintado antes de que naciera, y traje a mis sentidos cada segundo pasado en la tarde de comienzos de invierno de sólo cinco meses atrás. Jamás disfruté del amor de una mujer como con ella, y ninguna de las experiencias vividas, incluyendo las recientes con Sonia, podían compararse al amor que di y recibí, porque sólo ahora, en estos momentos, podía comprender que la entrega de Betiana fue un verdadero regalo de amor, y por eso la manchita se quedaba ahí aunque el mundo desapareciera, y lo tenía tan resuelto que gracias a la tranquilidad que encontré me quedé dormido, arrullado por el sol, el canto de los pájaros y el murmullo del río deslizándose hacia su encuentro con el mar.

Me despertó Betiana, con toquecitos en el cuerpo: Me envió tía Sonia para que le llevara sus cosas. No sé qué pasó, pero afuera tengo a un taxi esperándome y no puedo demorarme, porque está sola y desesperada, y mamá y papá están viviendo en Mar del Plata desde hace dos meses. Viviré en Buenos Aires hasta fin de año y luego pediré el pase a Mar del Plata, para no estar sola…, dijo, precipitadamente, y le conté lo que pasó con todos los detalles, aunque al parecer Sonia ya lo había hecho a su manera y le pidió u ordenó hacerse la ignorante para saber mis reacciones.

Le ayudé a llenar valijas y bolsos, pero Betiana daba muestras de estar en otra cosa, quizá intentando encontrar alguna clase de solución al drama de la separación. Observé que los ojos le lagrimeaban y que la quijada se mantenía en tensión, como si no se atreviera a descargarse. Estaba cerrando la última valija cuando Betiana se me puso al frente, me tomó las manos y me miro a los ojos: Tito, te haré una sola pregunta, y quiero que la respondas con sinceridad, porque para mí tu respuesta será trascendente: ¿Si reniego de la promesa que nos hicimos aquella vez de olvidar lo ocurrido entre nosotros, aceptarías que tía Sonia haga lavar la alfombra?, dijo, seriamente, y me faltaron palabras para decirle que sí, que si quería colgarme del cuello también lo admitiría, porque amarla nuevamente sería como diseñar a placer las líneas del destino.

Betiana se lanzó a mis brazos, me besó con suficientes muestras de que me tenía en su corazón y también en sus deseos, y sin dudar rodamos en la cama, apartamos las valijas y nos hundimos en el placer de hacer el amor desatando todas las tormentas: Te extrañé tanto…, clamó la voz de Betiana al sentir cómo la profundizaba, tensado de orgullo y satisfacción, porque a mi edad amarla era el mayor de los premios.

Despedimos al taxista. Cargamos las valijas en mi auto y fuimos a Flores, donde Sonia me recibió envuelta en llanto, suplicando perdón por todo y dispuesta a contarme la extraña verdad acerca de sus contenciones. Mientras Betiana nos hacía café, permitiéndonos intimidad, Sonia me participó de su drama: No soy virgen, mi amor, un ser despreciable me rasgó el himen a poco de entrar a trabajar en la Suprema Corte de Justicia. Te contaré cómo fue para que te tranquilices y sepas que ningún hombre penetró en mí, y lamento no haber obedecido a Mirtha que siempre insistió en que te dijera la verdad. Sólo ella conoció mi drama, hasta esta tarde en que se lo conté a Betiana, que dando muestras de madurez me prometió que te traería para que te lo participe, y después decidas lo que haremos. A mis dieciocho años, luego de recibirme de maestra, me presenté en un concurso para elegir taquígrafas y dactilógrafas en la Suprema Corte de Justicia, y ante mi propio asombro saqué el puntaje más alto, de modo que comencé a trabajar inmediatamente y con un sueldo superior al docente. Me destinaron a las oficinas de presidencia, ejercida en esos tiempos por uno de los más prestigiosos jueces del país, aunque ya viejo y próximo a retirarse. Además de excelente jurista era un vicioso lamentable que acosaba a toda pollera que le pasara cerca, terror de secretarias y oficinistas. Nadie me advirtió del problema y comencé a trabajar halagada por estar al servicio de tamaña figura de la justicia. Algún comentario me llegó, pero no le presté atención, convencida de que un anciano venerable estaba por encima de las liviandades del mundo. No fue así: en la primera oportunidad en que debí quedarme fuera de horario, a su pedido, para terminar de redactar una sentencia larguísima, el buen señor me hizo sentar cerca suyo, para tomar el dictado con más precisión, y en cuanto me levanté para alcanzarle algo que me ordenó, puesto en la orilla extrema del escritorio, me inmovilizó echándose encima, afirmando un brazo en mi nuca, y con la mano libre me levantó la pollera y la asentó con fuerza en mis partes pudendas. Todo sucedió en un segundo, y cuando aún no podía reaccionar sentí que un dedo rompía la bombacha e ingresaba violentamente en mi vagina, provocándome un dolor impresionante. No sé cómo me desprendí de la presión, le pegué una cachetada y me dispuse a salir corriendo. El juez sonrió, me lanzó una mirada lasciva y me dijo que la había sacado barata, porque si hubiese sido el año anterior me habría clavado el miembro, y no el dedo. Además, chupándose el dedo anular, seguramente el utilizado, aseguró que no le gustaba trabajar con quienes olían a vírgenes, y que conmigo era la quinta, así que me aconsejaba jugar ese número a la quiniela. Salí corriendo, pasé por la guardia y me tomé un taxi hasta casa. Mirtha me ayudó a limpiar la sangre y a decidir si contaba o no la desgracia, denunciando al personaje como correspondía. Preferimos no hacerlo, convencidas de que sería la más perjudicada, porque al juez no le harían nada, con excepción de las felicitaciones de los colegas por la hazaña cometida a los setenta y tres años. Al día siguiente me presenté a trabajar como si tal cosa y acepté que me destinaran nuevamente a presidencia. El juez volvió a ordenar que me sentara a su lado y comenzó el dictado, pero en cuanto abrió el cajón donde guardaba apuntes y dejó la mano en el borde lo cerré con un rodillazo de aquellos. El grito de dolor lo escuchó Dios y cuatro dedos de la mano colgaban de la piel y de los tendones. Vinieron sus colegas, guardias y un médico, y entre sollozos explicó que fue por su propio error que ocurrió el accidente, al dejar la mano en el borde del cajón y tratar de cerrarlo con un empujón de la pierna. Nadie dudó de la palabra del presidente de la corte y yo di la misma versión. El juez estuvo ausente de la corte más de un mes, y cuando se reintegró a sus funciones mostró la mano deformada, los dedos inútiles y una luz justiciera en la mirada. En cuanto tuvo oportunidad me dio las gracias, y cuando le pregunté por qué respondió por haberle recordado que se encontraba en el recinto donde se ejercía la verdadera justicia…

Para cuando Sonia finalizó su relato Betiana ya se había reunido con nosotros y distribuía las tacitas con café, como consumada dueña de casa. Su rodilla no se separó de la mía a lo largo de la restante conversación, donde convinimos con mi mujer que valía la pena intentarlo de nuevo, ya sin secretos ni falsos pudores: Ya te perdoné…, dijo Sonia, con las mejillas enrojecidas, y levantándose de la silla se me acercó con los brazos extendidos. Me besó en los labios profundamente, mientras la mano de Betiana apretaba mi muslo en señal de satisfacción.

Betiana se quedaba sola en la casa de sus padres, y por la noche venía una amiga a acompañarla. Sonia me preguntó si su sobrina preferida podría vivir con nosotros hasta que se fuera a Mar del Plata y le respondí que no tendría ningún inconveniente si lo hacía hasta terminar su carrera en Buenos Aires, sin necesidad de cambiar de universidad, de modo que se vino con nosotros a compartir nuestra existencia, que fue también la suya.

Aquella noche experimenté una de las más curiosas situaciones en mi carrera de copulador mayúsculo, como me calificara cierta estrella de Hollywood que en un rapto de sinceramiento reconoció que sólo conmigo alcanzó el orgasmo, porque pese a revolcarse en múltiples lechos de pasiones ocasionales y duraderas nunca logró que la hicieran gozar como desea toda mujer, sin que el machismo las aplaste y las haga rodar por la pendiente cumpliendo papeles denigrantes o por lo menos difíciles de admitir. Con Sonia habíamos hecho todo, menos hacer el amor como Dios manda, y ambos reconocimos que no hay nada más lindo que el ayuntamiento carnal de pene con vagina, aunque nos costó una barbaridad consumarlo, porque el himen de Sonia dio prueba de gran solidez, demostrando que el dedo del juez sólo hirió la zona de entrada con la uña, sin llegar al límite codiciado, bastante más profundo que lo normal.

Lo intentamos en varias posiciones, misionero, perrito, piernas al hombro, pero al llegar a la zona cautiva el miembro resbalaba y salía con sensación de impotencia. Pensé que la edad no le permitía la dureza de otros tiempos, hasta que Sonia detectó la dificultad: su vagina tenía un ángulo distinto al de las vaginas normales: ¿Cómo lo sabes?, pregunté: Porque mi hermana Mirtha tuvo los mismos inconvenientes, que en los primeros momentos la llenaron de preocupaciones, hasta que visitó al ginecólogo y le dio la posición exacta para que el miembro del marido alcanzara la debida profundidad. Yo debo ser igual con el canal vaginal apuntando para arriba…, señaló, haciendo que me pusiera de espaldas, en tanto ella me cabalgaba al revés, mirando mis pies. En realidad mi pobre mujer trabajó más que yo, que sólo sostenía la verga para que se mantuviese lo más vertical posible, en tanto ella, afirmada en sus rodillas y sosteniéndola con ambas manos la guiaba por el rumbo exacto, hasta que esforzadamente el himen se desgarró y pude penetrar hasta la hondura máxima. ¡Cómo amé a mi mujer en esos momentos y cuánto cambió en carácter y actitudes, segura de haber entregado su más precioso tesoro en toda su integridad!

Desde entonces jamás tuvimos un sí o un no, nada que nos separara, ni siquiera en momentos en que las relaciones con Betiana se hacían frecuentes y dinámicas y el físico no aguantaba gozar de día y también de noche, porque desde el regreso de la luna de miel tuve dos mujeres soberbias en el ejercicio del amor, en relaciones tan cuidadosas que ni siquiera el paso inexorable de los años pudo dar lugar a sospechas de cosas raras. Sonia dejaba la casa a las siete de la mañana y regresaba a las cinco y media de la tarde, a veces con la noche, y Betiana cumplía sus horarios de facultad buscando los momentos de regresar a casa para anudarnos en cópulas cada ocasión más intensas.

Betiana hizo toda la carrera de arquitectura viviendo con nosotros, sacando notas excepcionales y con expectativas de afirmarse profesionalmente trabajando en estudios cargados de prestigio. Al ganar dimensiones físicas se hizo aún más parecida a la madre, y en determinados momentos creía que amaba a Mirtha, mi primera pasión. Betiana sospechaba que Sonia conocía o sospechaba lo nuestro, pero jamás se confirmaron sus sospechas, y el cariño entre ellas se robustecía con el paso del tiempo, sin ningún tipo de fisuras. Íbamos juntos a todas partes, en distancias cortas o lejanas, y disfrutábamos el volumen de mi riqueza a boca llena, como los toros que pastorean en praderas pastosas.

Al llegar a los setenta mermó mi rendimiento, y algunas veces fallé a Sonia, pero jamás a Betiana, y cuando necesito motivaciones adicionales sólo preciso observar la manchita en la alfombra persa para que los atributos masculinos se vuelvan mayúsculos y aguanten sin pasar vergüenza. El futuro está por verse, pero ¿quién me quita lo bailado?