La mañana después...
Este no es un relato erótico o sexual. Simplemente es la historia de una amiga que me tomé la libertad de escribir y enviarla como mi primera contribución.
Cuando el sol roció su cara, se despertó. No era aún de día pero el astro rey entregaba sus primeros haces al mundo. Ella no se movió, tan solo abrió sus ojos. Parecía no haber dormido. Él se encontraba a su lado, impasible, inmóvil. La cama era demasiado grande para ambos y los dos lo sabían. La mujer giró sobre su costado y quedó de frente a la ventana. Cerró los ojos, no para dormir, sino para recordar lo que habían hecho esa misma noche. Quizás se lo reprochaba. Pero no lo diría; por lo menos no ahora. Bastante mal quedarían las cosas. ¿Era necesario empeorarlas más? Ella se levantó. Todavía estaba desnuda. Sin agarrar su ropa se encaminó al baño.
Cerró la puerta detrás de sí y abrió la ducha. El agua corría más lentamente de lo normal. La estancia comenzó a llenarse de vapor. Se miraba al espejo, perpleja, y se preguntaba por qué. La humedad comenzó a tapar su reflejo hasta que no se pudo observar mas. Entonces, con la palma de su mano derecha limpió un sector del espejo y su imagen regresó. Y vio como su cara se humedecía: no era sudor. Giró para no continuar mirándose y corrió la mampara de la ducha. Se colocó debajo del agua caliente. Su piel comenzó a tornarse colorada. Todo su cuerpo estaba bajo el chorro de agua. Estaba demasiado caliente, pero ella no lo sentía. Creía que flagelándose lograría redimirse.
Él ya no dormía. El sol entraba a pleno por la ventana abierta y proyectaba su sombra en la pared. Se volteó para verla, pero ella no estaba. Se incorporó y vio por toda la habitación la ropa desparramada. Y recordó. Y sus párpados cayeron cuando las imágenes de lo que habían hecho horas atrás llegaban una a una a su mente. Sabía que habría problemas, siempre lo supo. Pero quién puede detener una estampida de búfalos. ¿Acaso se puede apagar una estrella con sólo desearlo? Llegó a una conclusión: había ocurrido lo inevitable. Se levantó y comenzó a tender la cama. También estaba completamente desnudo, pero no se preocupó por ponerse algo de ropa.
Estaba turbado. Sus movimientos eran simples actos reflejo. No sabía lo que hacía, aunque sí lo que había hecho. Innumerables pensamientos llegaban a su mente en un segundo, y ni siquiera él sabía como interpretarlos. Terminó la cama y recogió la ropa tirada por toda la habitación. Se colocó unos calzoncillos y se fue a la cocina, no sin antes dar un vistazo a la cama que, horas atrás, había sido establo de una manada de sentimientos fortísimos y encontrados.
Cuando ella llegó al dormitorio lo encontró vacío y ordenado. Todavía tenía sus negros cabellos mojados. Se acercó a la silla donde estaba su ropa y se vistió. Al lado de la cama había una pequeña mesa, hacia donde se dirigió. Agarró un cigarrillo y fue a fumarlo a la ventana. El reloj marcaba las ocho y media. El mundo comenzaba a moverse, pero ella no. Veía como la gente pasaba, iba y venía, pero ella estaba quieta. Todo ocurría a una velocidad a la cual su cerebro no podía acostumbrarse. Estaba avergonzada, se tenía asco.
Él estaba apoyado sobre la mesada. La canilla estaba abierta y el agua corría. Miraba los platos lavándose bajo la efusión de líquido y se sentía sucio. No fumaba, nunca lo había hecho, pero tomaba demasiado café. Ya había bebido tres. Miraba la taza como si la borra pudiese decirle que ocurriría ahora. Quizás se lo estaba diciendo, pero era inútil ya que no sabía interpretarla. Pero aunque nadie se lo dijera, él sabía que ya no era lo mismo.
Ambos se encontraron en el comedor. El uno en un extremo, el otro en la parte contraria del salón. Los dos desviaron la mirada. En principio pudo haber sido por miedo, pero el sentimiento que reinaba era la vergüenza. Estuvieron estáticos unos segundos que duraron siglos. Nadie hablaba, ninguno se movía. Entonces ella rompió en llanto. Él sufría por ambos.
No sabía que hacer ni que decir. Ella, entre lágrimas, tomó asiento en un sofá. Él hizo lo propio. No se miraban. El hombre le agarró la mano. Intentaba consolarla sin saber como. Todavía sollozaba cuando la acarició. Entonces se tranquilizó un poco y lo miró. Con la otra mano le secó las lágrimas.
Los ojos verdes de ella imprimían a su vergüenza tanta elocuencia que no necesitó decir nada con palabras. Él también la sentía, pero no quería demostrarla en ese momento. Entonces ella le preguntó por qué. La respuesta fue sencilla y potente: por amor. Y en ese momento se tranquilizó. Dejó de llorar; no le importó lo que dijeran o pensaran. No le importó nada, excepto ellos y su amor. Él la besó y la llevó al dormitorio. La puerta se cerró y los dos se amaron, nuevamente.
Por un rato, los dos vieron las estrellas sin mirar el cielo. Por unos instantes, ambos se olvidaron de las hordas de fariseos que estarían esperándolos para sentenciarlos y ajusticiarlos. Los dos pensaron lo mismo aquella noche y la mañana después de amarse por primera vez: ¿por qué dos hermanos no pueden amarse de esa manera?