La mamá de mi mujer (2)

—Esperé toda una eternidad para alcanzar este momento… —Dijo la mamá de mi mujer en un susurro, y en el centro de mi sangre estalló el génesis que nos entregó la verdad totalizadora del amor.

Susana Silvina Pederzoli, mi mujer, es bellísima, atrapante, sugestiva, y por donde camina deja las huellas de sus encantos. Es digno fruto de sus padres, por cuanto si mi suegra es asombrosamente hermosa —y cuando digo es, en presente, lo hago refiriéndome a que pese a sus más de sesenta años continúa siendo símbolo mayúsculo de la hembra en flor— su padre, el ingeniero Florencio Pederzoli, fue hombre beneficiado con todos los atributos de la masculinidad, tan espléndido que las mujeres enloquecían ante su proximidad, no sólo por su estampa de caballero renacentista, sino también debido a que podía ostentar el título de dueño de la fortuna más importante y voluminosa de la ciudad, leudada gracias a los emprendimientos industriales que levantó en su juventud, haciéndolos crecer a ritmo geométrico.

Silvina, como la llaman todos para diferenciarla con su madre, tiene cuerpo de modelo, piernas largas, nalgas sensacionales, rostro cinematográfico, y vive para mantener a su físico en el mejor estado. Es una apasionada del amor carnal, lo goza sin límites ni fronteras, y con el correr del tiempo se ha convertido en experta y practicante de todos sus secretos. Me tiene en la gloria, y puedo afirmar que sólo el último mes de su embarazo de nuestro único hijo y las tres semanas posteriores a su alumbramiento no se me acercó para incitarme a la cópula: Te necesito, mi amor… susurra, aunque me vea muerto de cansancio y con ganas de dormir, por cuanto además de ser un burro de trabajo continúo jugando al rugby con los veteranos y disputo dos o tres rondas de tenis por semana.

Con una mujer así debería bastarme y estar satisfecho y agradecido por lo que me entrega la vida, pero a pesar de todos los esfuerzos jamás pude quitarme el amor y el deseo por la mamá de mi mujer, a tal punto que si cumplo satisfactoriamente en el lecho marital se debe a que no hago más que tactar las delicias de Silvina y pensar que son las de mi suegra, traicionando conscientemente mis deberes para quien no merece, de ninguna manera, que le ponga los cuernos, ni siquiera mentalmente. Noches, madrugadas o siestas sexuales con Silvina se superan, se vuelven conmocionantes, me elevan a alturas estratosféricas, por cuanto es ella la que hace del amor un deleite: su vagina tiene fuerza prodigiosa y habilidad suprema para colmar de placer la intensidad de mi pene, sus manos saben poner a mis testículos en estado de erupción, su boca suelta en la mía los jugos más intensos y su vientre me lleva hacia el orgasmo haciéndome sentir el mejor de los hombres, el más semental de los machos, aunque yo cometa la deslealtad de creerla mi suegra y desfogar la pasión que también la conforma, la nutre, la enjundia, brindándome la seguridad de que cada día me ama más.

Muchas veces, después del amor, batallo con el insomnio para intentar responderme por qué la mamá me calienta más que mi mujer, cuando en Silvina encuentro juventud, belleza luminosa, sapiencia amante, amor incomparable, mientras mi suegra se mantiene hermosa pero carga el peso de los años, como las manzanas que se muestran rojas, brillantes, deseables, pero que al morderse se vuelven de arena. Llego a la conclusión de que no es sólo el atractivo de mi suegra lo que me atrae, sino su personalidad, esa abrumadora sensación de que puede reinar sobre todo el mundo con los atributos puestos en sus manos por Dios. Sí, amo su personalidad, y por eso su hermosura es tan vital a los sesenta y cuatro años como a los cuarenta y dos, y seguramente también a los dieciocho, cuando el ingeniero Pederzoli la llevó al altar para acostarse con ella, sin que ninguno de los dos impresionara al gentío asistente a la boda por los más de treinta años de diferencia que se llevaban. En la fotografía de la ceremonia sólo se observan dos personas dispuestas a encarar la vida juntos, sin que juventud y madurez desentonaran, tan firmes que de acuerdo con los comentarios de quienes los conocieron y compartieron esos momentos parecía natural que se amaran, pese a que Susana Latrónico era hija de uno de los capataces del frigorífico y el ingeniero Pederzoli ya estuviese señalado como uno de los personajes más poderosos del país.

—Mi mamá te adora… —Afirmó Silvina en los primeros días de nuestras relaciones, cuando le comenté lo seria y engolada que se mostraba su conmigo.

—No te creo… —Respondí, preguntándole al destino por qué los pechos que sostenían mis manos, los movimientos que hacía la pelvis para disfrutar con mi pene, los ojos que me miraban incendiados de deseo, el peso que saltaba sobre mi cuerpo, no pertenecían a la mamá de Silvina.

—Es la más pura verdad, y creo que si no fuese como es, tan plenamente derecha y formal, me habría apartado para entregarte su cuerpo y su corazón.

—Estás loquita… Tu mamá me odia

Pero sus palabras me dieron tanta fuerza que la saqué de encima, la di vuelta, la puse en posición de perrito y le practiqué la cópula que Silvina me enseñó a practicar, introduciendo el miembro en la vagina, hasta el fondo, hasta sentir que sólo los testículos quedaban afuera, y después de un par de movimientos sacaba la pija húmeda, caliente, y se la ponía en el ano, repitiendo el proceso, percibiendo cómo Silvina tocaba las estrellas del cielo y se quemaba con las brasas del infierno.

—¡Sí, mi amor, cógeme como si fuese mi mamá! ¡Penétrame como si mi concha y mi culo fuesen los de ella! —Comenzó a susurrar, después a gritar, y cuando ambos llegamos juntos al orgasmo lo decía con alaridos ahogados con lágrimas.

La di vuelta, la abracé, la besé hasta dejarla sin boca, juré que su mamá no me importaba, que sólo amaba a Susana Silvina, mi mujer, y conseguí tranquilizarla, sedarla, reconociendo que su cuerpo era admirable, único, perfecto. Abrió sus piernas, levantó las rodillas, se ayudó con una de sus manos para que el miembro flojo, agotado, se calzara entre los labios de su vagina. Sentí perfectamente los movimientos internos de la musculación vaginal y la respuesta lenta de la pija que hasta minutos antes parecía un tizón ardiendo.

—No hagas nada, mi amor, que yo haré todo… —Susurró Silvina, avanzando la pelvis con el reptar de una serpiente dispuesta a devorar la presa hipnotizada por el veneno de su picadura.

La dejé hacer. Sus muslos ciñeron mi cintura, la estrujaron con fuerza increíble, por momentos dolorosa. Los talones repiquetearon en mis nalgas, como lo hacen los jinetes para azuzar al potro cansado. Sus ojos me miraron como si observaran la primera luz del amanecer y fueron dejando mensajes de amor fáciles de leer e interpretar. Mi pija creció lo suficiente como para llenar las ansiedades de la entrada, y en cuanto recibió la caricia húmeda de los interiores se endureció y penetró profundamente.

—Te dije que no hicieras nada… —Escuché decir a Silvina.

—Lo siento, pero mi voluntad no llega a tanto… —Afirmé, mientras la pija ganaba volumen y dureza hasta alcanzar las dimensiones normales.

Entonces la vagina de mi mujer se convirtió en guante, se apoderó de toda la extensión y grosor de mi miembro y comenzó a acariciarlo suavemente, no con el ímpetu de otras veces, sino con la calma que me hacía estremecer más que con la fuerza. Era como una madre acunando a su bebito, no para que durmiera, sino para que supiese cuánto lo amaba, cómo lo quería, y el bebito le respondía tensándose más, encendiéndose más, creciendo más, hasta explotar en una tormenta indescriptible que nos desmenuzó hasta convertirnos en moléculas ahogadas de espacios.

Aunque hice lo imposible no pude evitarlo: en lo más inmenso del placer sólo pensé en la mamá de mi mujer, pero por suerte Silvina no se dio cuenta, o por lo menos no me lo hizo saber.


Así fue toda la vida, pero Silvina nunca se molestó por sospechar que yo amaba, y deseaba, también a su mamá. Al contrario, hacía hasta lo imposible para que mi suegra fuera amable conmigo, no viniera a casa como si visitara el feudo de un súbdito o me recibiera imponiendo distancias perentorias, infranqueables. Mi suegro no contaba: sólo nos veíamos en cumpleaños, fines de años, siempre urgido por las alternativas de sus fábricas, viajando a Europa a la pesca de nuevas tecnologías o para llevar las ganancias espeluznantes y depositarlas en bancos suizos y caribeños.

La verdad es que fui y soy feliz con Silvina, marido dichoso y complacido, aunque siempre anhelando estar cerca de mi suegra para deleitarme con su personalidad avasallante, su cuerpo estatuario, su rostro perfecto, las piernas asombrosas, que a pesar de los años parecen adolescentes, como las de las artistas de cine que nunca envejecen.

El día de la primera comunión de nuestro único hijo, hace nueve años, tuve la satisfacción de que la mamá de mi mujer aflojara su rechazo y me rozara con algo semejante al cariño. Luego de la ceremonia, con todos los chicos del colegio recibiendo el saludo de familiares y amigos, mi hijo pidió que nos fotografiáramos los cuatro, padres y abuelos, con él en el medio, y por alguna razón inexplicable la mamá de mi mujer aferró con uno de sus brazos al marido y con el otro me tomó por la cintura, sin poder evitar que sus dedos pellizcaran los pliegues de mis carnaduras: Tienes que hacer más ejercicios, querido, porque no te soportaría obeso…, dijo, susurrando en mi oído, y por primera vez en mi vida me atreví a colocarle la mano en la cadera y mantenerla sin temblar, ya que mis interiores comenzaron a hervir y por la entrepierna comenzó a erguirse el volcán amenazando erupcionar, con tanta fuerza que Silvina debió venir en mi auxilio pidiéndome que le sostuviera la cartera.

—¡Por Dios, mi amor, me asustaste! ¡Creí que un tiburón iba a romperte la bragueta! —Me susurró Silvina en el oído, conteniendo la carcajada.

—Recordé lo que hicimos anoche… —Mentí, incómodo y molesto, con sensación de que familiares y amigos de los cincuenta chicos que tomaron la Primera Comunión estaban pendientes de lo que ocurría con mis pantalones.

—Reconoce que te calentaste con mami

—No seas tonta.

—No te enojes… Un montón de veces te dije que me encanta que desees a mamá, y te digo más: quisiera que alguna vez le hagas lo que me haces a mí. Con lo hermosa que es no debe tener sexo desde hace treinta años. Mi papá ya no cuenta, y ella es demasiado leal para ponerle los cuernos. Contigo no habría problema y todo quedaría en familia.

No me atreví a contestarle, aunque rogaba que alguna vez se hiciera realidad.

Lo más terrible ocurrió en la fiesta de gala ofrecida por el presidente de la nación a los reyes de España, donde el ingeniero Pederzoli tenía invitación especial para ocupar un lugar en la proximidad de la mesa principal, ya que uno de sus emprendimientos acababa de asociarse con una empresa española con la bendición de los gobiernos de ambos países. Mi suegro, ya octogenario, sufrió su tercer problema cardíaco y no pudo asistir, poniéndome en la obligación de ocupar su lugar y acompañar a su mujer. Silvina se quedó en el sanatorio, acompañándolo, y mi suegra y yo pasamos una de las noches más inolvidables, aunque guardando las debidas distancias y comportándonos como correspondía. Esa noche comprendí por qué amaba y deseaba tanto a mi suegra, por qué la llevaba en mí como carga inexorable: ninguna de las mujeres asistentes a la fiesta podía igualarla en feminidad, autoridad, encanto, y puedo afirmar que no hubo hombre que no me lanzara miradas de envidia, sobre todo cuando siguiendo las reglas del protocolo nos vimos en la obligación de bailar como lo hacían los demás. Después de los consabidos valses la orquesta interpretó un tango, y para mi asombro la mamá de mi mujer lo bailaba divinamente, acoplándose perfectamente al ritmo de mis pasos. Desde chico me gustaba el tango, sobre todo el clásico, el que permitía que las parejas intercambiaran figuras llenas de sensualidad. Al sentir que mi suegra respondía a las exigencias del baile afirmé mejor su cuerpo en mis brazos y la obligué a convertirse en una mina llena de pasión, y al parecer hacíamos una pareja tan soberbia que poco a poco la pista se fue despejando y quedamos bailando solos, con las miradas de los trescientos asistentes clavadas en lo que hacíamos. Sentía los muslos pegados a los míos, el brazo izquierdo presionando mi hombro, los pechos clavados en la sensibilidad de mi torso, y de vez en cuando la mejilla quemando la mía. En una de las figuras mi rodilla se lanzó entre sus piernas y sentí el calor de los secretos encerrados y protegidos por los muslos.

Nos aplaudieron con simpatía, pero mi suegra se negó a continuar bailando, de manera que en la primera oportunidad dejamos la fiesta, con el pretexto de ir al sanatorio a ver cómo estaba el ingeniero Pederzoli.

Esa noche, una vez en casa, Silvina se esmeró en el placer, seguramente por necesidad de quitarme del cuerpo las señales dejadas por las albricias de su mamá. Durante largo rato se apoderó de mis atributos y los paladeó de todas las formas posibles, con tanta pasión que por primera vez exigió que eyaculara en su garganta. Nunca la amé tanto y en esa ocasión no pensé en mi suegra, tal vez por imaginar que de ninguna manera me haría lo que me estaba haciendo su hija.

El día que enterramos a mi suegro significó el inicio de un nuevo tiempo. Mi suegra se acercó más a nosotros y me brindó mayor confianza, sobre todo al dejar en mis manos los deberes y responsabilidades de presidir y dirigir las empresas. Ella quería continuar su carrera judicial y aspiraba a llegar a la Suprema Corte de Justicia, de manera que necesitaba apartarse de todo lo que significara compromisos comerciales, y yo me sentía como pez en el agua manejando empresas que, al fin y al cabo, eran o serían de mi mujer. Fue por entonces que las actitudes de mi suegra para conmigo me llevaron a sospechar que no le era indiferente, que a partir de su viudez algo muy fuerte le exigía sonreírme, tocarme, mostrarse ante mis ojos para que comprobara que a pesar del tiempo continuaba siendo capaz de ponerme en estado de fuego.

Nunca hice algo que pudiera molestarla, y cuando compartíamos el baño en la pileta o en la playa hacía lo imposible para no deleitarme con su figura inconcebiblemente joven, como si a medida que pasaba el tiempo encontrara la manera de lucir como esas divas eternas que sirven de consuelo a los delirios de viejos y jóvenes.

—Mamá tiene que estar pasado mañana sí o sí en el juzgado, y acaban de anunciar que la huelga aérea se prolongará por setenta y dos horas —Dijo Silvina, insinuando que hiciera el viaje en automóvil, ya que también yo tenía compromisos urgentes que no podían esperar.

Salimos a las cuatro de la madrugada, con intención de recorrer los mil quinientos kilómetros de distancia entre el lugar elegido para veranear y nuestras residencias de un tirón, y a último momento Silvina decidió quedarse porque nuestro hijo tenía un baile de veraneantes y debía controlarlo. Temí no llegar sano: mi suegra se puso pantaloncitos que dejaban al descubierto sus piernas largas, cremosas, incitantes al tacto, pero de ninguna manera imaginé que llegaríamos al amor en un parador de la autopista.

—Cuando te conocí, Silvina tenía apenas trece años y mi vida sexual había terminado definitivamente poco después de engendrarla. Florencio perdió el poder de erección de la noche a la mañana, y pese a que vio a los mejores especialistas del país y de Europa no consiguió recuperarse. No me interesaba el sexo, y hasta el momento de conocerte era feliz sabiendo que mi esposo no volvería a penetrarme, a fulminarme con su superioridad mientras yo debía recepcionarlo con paciencia marital. Florencio se desempeñaba en la cama como lo hacía con sus emprendimientos, arrasando con todo lo que le salía al paso, y si bien al comienzo me agradaba poco a poco comencé a disgustarme. Se casó conmigo para gozarme, para satisfacer su orgullo de macho exitoso, pero se comportó muy bien en todo lo demás: me dejó estudiar, me ayudó a crecer intelectualmente, y concebimos a Silvina en unas vacaciones maravillosas que pasamos en la Polinesia para celebrar mi título de abogada, conseguido después de siete años de casada. Quise tener un hijo más, y lo intentamos, pero de pronto Florencio se vino abajo y su pasión sexual se convirtió en servicios de lenguas y manoseos, hasta que de común acuerdo ocupamos dos cuartos y nuestras relaciones se hicieron protocolares.

—¿Lo amabas?

—¡Claro que sí! Aunque no lo creas me casé enamorada, pese a que Florencio me compró, pagando por mí el valor de una de sus fábricas de chacinados. Cómo no iba a estar enamorada si todas las operarias se volvían locas cuando entraba en el taller y pasaba entre las máquinas. Tenía poder, fuerza increíble, y además era hermoso, elegante, fino, amable. Cuando mis padres dijeron que don Florencio quería premiarlos con la fábrica, después de veinte años de trabajar fielmente, supe que en realidad el precio era yo. No me disgusté… Todo lo contrario… Supe que cumplía el llamado del destino y me dispuse a aprovecharlo con total convencimiento. Pero hice algo de lo que nunca me arrepentí: desde el momento en que salí de la iglesia no volví a ver a mis padres, desaparecí de sus vidas y no les perdoné jamás el hecho de venderme.

—Te admiro

—Me construí en una mujer justa, limpia, derecha, y si no salté a tus brazos fue precisamente por eso, porque debía ser leal a mi marido.

—Pero ahora somos desleales a tu hija, a mi mujer, a todos los que nos conocen.

—Efectivamente. A los sesenta y cuatro años y a punto de concretar el sueño de ser nombrada en la Suprema Corte estoy pecando contra las reglas de la ética humana. ¿Pero te diste cuanta de una cosa?

—Sí, que ambos cumplimos ansiedades que están más allá de las voluntades, porque te amé desde el momento de conocerte y mucho antes de conocer a Silvina.

—Es verdad, a mí me pasó lo mismo. Pero mi pregunta iba un poco más allá. Nos amamos, gozamos, y el mundo sigue andando, nada se tuerce ni se cae, y hasta Silvina debe estar contenta de que su mamá y su esposo la estén pasando bien.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque tengo casi treinta años de jueza, y durante todo este tiempo aprendí que los tiempos cambian, que el ser humano es tan dinámico como la vida y es otro, se supera, se acomoda a las exigencias del tiempo. Hace doscientos años nos hubiesen muerto a pedradas por lo que estamos haciendo; hoy tu mujer, mi hija, nos tendió la cama para que gozáramos, y sólo se enojará si no le decimos la verdad, si le mentimos asegurando que entre nosotros no pasó nada.

—¿Entonces se lo diremos?

—¡Por supuesto, mi amor! Silvina no merece una mentira… En realidad, nadie necesita una mentira. Sólo la verdad nos hace libres.

Entonces tuve en mis manos todas y cada una de las respuestas, volaron de mi cabeza dudas y remordimientos. Veintidós años y siete meses atrás, días más, días menos, me enamoré hasta los huesos de una asombrosa mujer, y no fue sólo por las respuestas químicas a sus ofrecimientos físicos, sino por la personalidad que le brotaba del ser como aroma letal, tan penetrante que hasta logró hacer con mi vida una suerte de maravillosa continuidad hacia el destino, que seguramente ya estaba en su cabeza al sentir en sus entrañas el reclamo natural de la especie, ese grito incontenible que enlaza a un hombre y a una mujer hasta convertirlos en uno. Yo escuché su grito al entrar en el juzgado, y lo respondí a lo macho, con la manifestación de mis entrañas intentando abrirse paso hacia sus exquisiteces, pero ella escuchó al mío y lo hizo suyo guardándolo en su cerebro para utilizarlo de acuerdo con los reclamos de su inteligencia.

La besé suave, agradecidamente, disfruté de la miel de sus labios hasta sentir que la boca se colmaba de su sabor a siempre, deslicé las manos por la piel enjambrada por el humus de la madurez, empuñé la valentía de sus pechos al mantenerse erguidos, pellizqué el pezón cargado con la ambrosía más exquisita de la mujer, le inundé los ojos con el amor que llovía desde mis profundidades, me acomodé entre sus piernas y me deslicé fácil, lentamente, hacia el encuentro de sus mejores sensaciones. No le acaricié el clítoris, no busqué el botón impaciente del ano, no embestí para demostrarme fuerte y dueño de sus interiores: simplemente la abracé con toda la ternura posible y llegamos juntos al final de la cópula más dulce y natural de nuestras vidas.

—Esperé toda una eternidad para alcanzar este momento… —Dijo la mamá de mi mujer en un susurro, y en el centro de mi sangre estalló el génesis que nos entregó la verdad totalizadora del amor.