La mamá de mi mujer (1)

Ayer, a las tres de la tarde, cumplí el sueño de mi vida: hicimos el amor con mi suegra, y tan intensamente que puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que fue superior a todo lo vivido en cuestión de sexo a lo largo de mis casi cincuenta años de vida, incluyendo lo imaginado en los delirios de mis ansiedades.

Ayer, a las tres de la tarde, cumplí el sueño de mi vida: hicimos el amor con mi suegra, y tan intensamente que puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que fue superior a todo lo vivido en cuestión de sexo a lo largo de mis casi cincuenta años de vida, incluyendo lo imaginado en los delirios de mis ansiedades. A las tres de la tarde, luego de almorzar en un parador de la autopista, subimos al auto para reiniciar camino y, ante mi sorpresa, la mamá de mi mujer me señaló la entrada del motel:

—Estoy cansada, querido, y me gustaría dormir un par de horas. Nos quedan muchos kilómetros de viaje —dijo, más seria y mandona que siempre, sin dar importancia a mi gesto de sorpresa.

Estábamos a mitad de camino y llevábamos ocho largas horas de viaje y un descanso no vendría mal. Bendije una vez más a la huelga de aviones que me puso en la obligación de recorrer casi dos mil kilómetros para que mi suegra recobrara su trabajo en la mañana siguiente, después de dos semanas de vacaciones. Durante el viaje me había ratoneado de lo lindo admirando sus piernas increíble apenas cubiertas por el pantaloncito de tenista, y ni hablar de todo lo que disfruté con su conversación y su manera de ser exquisitas. Dirigí el auto hasta la entrada y, cuando estaba por pedir dos habitaciones, mi suegra se adelantó y levantó la voz para que el encargado de recepción escuchara la orden de que queríamos la suite África, cuyas comodidades se publicitaban en el cartel más visible.

—No vamos a pagar dos camas por un rato de sueño, de manera que nos arreglaremos con una, si no te resulta molesto —señaló, escarbando en el bolso de mano, no para encontrar algo, sino para disimular lo asombroso de su decisión: jamás había logrado dormirme sin tenerla en mis pensamientos como un ensueño imposible.

Descendimos en el garaje, bajamos y entramos en el ámbito que pretendía dar impresión de estar en el desierto del Sahara, pero en un oasis encantador, con una alberca morisca, cama redonda y piso alfombrado color arena. Mi suegra fue directamente al baño, cerró la puerta y me dejó en medio del desierto, sin saber qué hacer, consciente de que ni siquiera podía pensar en la concreción de mis anhelos: la deseaba desde mucho antes de conocer a mi mujer, por lo menos dos décadas y media atrás, cuando luego de recibirme de abogado comencé a trabajar en la secretaría del juzgado Civil y Comercial Nº 5, donde mi futura suegra era titular.

Desde el primer día de trabajo la sentí incorporarse a mi sangre, invadir mi piel, estremecer mi entrepierna, condenarme al suplicio del agarrotamiento incontrolable al percibir el aroma de su proximidad, a tal punto que debía ir a trabajar usando suspensores elásticos para disimular el bulto elefantiásico que enloquecía las ocho horas reglamentarias, tan feroces que casi siempre regresaba a casa con los calzoncillos almidonados por secreciones demenciales.

—¿No quieres darte una ducha, querido? Manejaste desde las cuatro de la mañana y el agua te vendría bien. A mí me dejó nueva —Apuntó, saliendo del baño envuelta en el toallón blanco, que dejaba al descubierto la mitad de sus muslos y pantorrillas, cosas que a lo largo del tiempo conseguían que el deseo se agigantara beneficiando a mi mujer, su hija, porque la hacía gozar como si el cuerpo que penetraba era el de su madre.

Por suerte, ambas tenían el mismo primer nombre, de modo que en momentos de repetirlo cuando la cópula alcanzaba los límites celestiales no incurría en equivocaciones peligrosas, aunque en alguna ocasión mi mujer me preguntó por qué cuando me atacaba el frenesí y le lamía pechos, vagina, ano, todo lo posible de ser saboreado para preparar la penetración, le decía cosas con el trato de usted, abandonando el voceo natural.

Luego de ducharme no pude ocultar con el toallón la montaña erguida en mi entrepierna, pero para mi asombro mi suegra había disminuido la luz y estaba recibiendo por la ventana tornera los jugos solicitados. Me alcanzó uno de los vasos y fue a la cama, se quitó el toallón y se hundió en las sábanas, permitiendo que su desnudez pasara como un relámpago ante mis ojos. A los sesenta y cuatro años continuaba siendo hermosa, sólida, apenas distinta de la jueza que paralizaba a los tribunales cuando entraba o salía, tan bella y colmada de personalidad que hasta las mujeres padecían el flujo de humedades lascivas

—Ven a la cama, querido… ¿Acaso no es lo que siempre soñaste desde aquel día en que entraste en mi despacho y casi rompiste el pantalón?

Me llené de vergüenza: era la primera vez en tantos años que la mamá de mi mujer perdía la seriedad y me hablaba con picardía, para colmo señalando cosas que nunca imaginé que las había visto. Soñé tantas veces vivir algo así que, con excepción del endurecimiento del miembro, ninguna parte de mi cuerpo lograba responder a las órdenes del cerebro, y permanecía quieto, enraizado en la alfombra color arena, incapaz de reconocer que la sonrisa de mi suegra era abierta incitación a vivir la formidable aventura de amarla, de gozarla, de acceder a sus encantos como siempre quise hacerlo.

Por fin, di un sorbo al vaso con jugo, lo dejé en la mesa de luz, me desprendí del toallón y me recosté a su lado. Sabía que podía estirar la mano y tocar su piel estatuaria, con la blancura y suavidad del mármol, pero no me atrevía, porque a lo largo de muchos años mi suegra había dominado cualquier manifestación de mis deseos con su personalidad avasallante, con esa seguridad que sólo muy pocas mujeres alcanzan, y que les permite andar por el mundo con la seguridad de que ni el más infame de los hombres les faltará el respeto.

Entonces, ella puso el vaso en su mesa de luz, giró el cuerpo hacia mí, avanzó su brazo izquierdo para que la mano acariciara mi frente.

—¿Estás sorprendido?

—Bastante

—¿Hace cuánto que nos conocemos?

—Veintidós años y siete meses, días más, días menos

—Entonces debo confesarte que desde hace veintidós años y siete meses, días más, días menos, me enamoré de ti. Fue algo fulminante, como un ataque cerebral o al corazón, y si en esos momentos no me dejé morir se debió a que no podía dejar el mundo sin amarte. Si hubieses saltado sobre la muralla de cosas que levanté para contenerte tal vez ese mismo día habría caído en tus brazos, arrasando con todas las consideraciones logradas a lo largo de mi vida. Pero luché, me las aguanté, sufrí, y en cuanto te ofreciste a traerme en auto rogué que Silvina no decidiera acompañarnos, porque luego de estas dos semanas a tu lado no existiría en el mundo suficiente cantidad de hielo para acabar con mis calores.

Sus palabras me dieron tanto coraje que atrapé su cuerpo, lo junté con el mío, le comí la boca hasta deshacerla en la mía, la estrujé como pretendiendo romperla y padecí el delirio de sus uñas desgarrando mi espalda. Su lengua se confundía con la mía, se enroscaban como serpientes, y los cuerpos se estremecían guiados por fuerzas superiores buscando la mejor manera de acoplarse. Ella abrió las piernas y me deslicé entre sus muslos, para penetrarla en el primer intento, como si ambos deberes sexuales obedecieran el reclamo y se guiaran sin dar lugar a errores. Entré hasta el fondo, hasta sentir el quejido de la vagina al recibir el topetazo del miembro, e inmediatamente sentí el calor exquisito del orgasmo bañando los espacios invadidos. Me mantuve quieto, gozando el beso, observando los ojos cargados con el brillo del placer, sintiendo cómo las piernas se alzaban y se acomodaban mejor para facilitar el coito. Los músculos vaginales de mi suegra comenzaron a envolver mis durezas y a prodigarle sensaciones de caricias cargadas con necesidades de obligarme a iniciar los movimientos de la cópula, pero me resistí, y bajé la mano derecha por debajo del cuerpo para que mis dedos reconocieran la suavidad de la espesa selva de vellos, la humedad de los labios, la dureza ansiosa del clítoris, la cerrazón nerviosa del ano.

—¡Me estás haciendo enloquecer! —Gritó la mamá de mi mujer en el interior de mi boca, y con la fuerza de su pelvis me hacía saltar, tratando que el pene se moviera y no permaneciera duro, firme, estoico, saboreando las caricias vaginales que aumentaban presión y amenazaban con devorarlo.

—Después de tanto tiempo de desearnos valdrá la pena… —Susurré en la puerta de su boca, separándome un poco de su cara, observando el destello de sus ojos cuando mi dedo medio presionó el botón del ano y jugó con la vacilación del esfínter de abrirse o cerrarse, de querer y no querer, hasta que de pronto la mano derecha de mi suegra abandonó mi espalda y fue directamente hacia la mía, para presionarla y obligarla a forzar la entrada hasta sentirlo un par de centímetros adentro.

—¡Dios de los cielos! —Exclamó, y su cuerpo se tensó como pretendiendo explotar, y sólo entonces comencé a moverme acompasadamente, imponiendo al falo y al dedo el acople de ritmo perfecto, pero dejando que mi suegra marcara el aumento con sus propias necesidades.

Llegó un momento en que parecíamos en el aire, que no tocábamos el colchón, y alcanzamos el nuevo orgasmo juntos, de manera tan formidable que permanecimos abrazados hasta que las arenas africanas nos llevaron al mejor de los sueños.


Hace veintidós años y siete meses, días más, días menos, acababa de recibir mi título de abogado y, por influencia de un pariente relacionado con el poder judicial, entré a trabajar en la secretaría del Juzgado Nº 5, civil y comercial, a cargo de la doctora Susana Latrónico. Tenía veintiséis años, había hecho una carrera excelente, aunque por la necesidad de trabajar para pagarme los estudios demoré más de la cuenta en completar la carrera. También jugaba al rugby, y bastante bien, de modo que estaba encaramado en niveles altos de la sociedad, pese a provenir de orígenes humildes. Medía un metro con ochenta y cinco centímetros, pesaba noventa kilos, tenía cuerpo trabajado por el deporte y desde las épocas del colegio secundario no me faltaban novias o relaciones de ocasión con chicas aficionadas al club. Desde los quince años trabajaba ocho horas diarias en el mismo hipermercado, primero como cadete, luego de repositor, más tarde en las cajas, hasta que poco antes de recibirme de bachiller el gerente me llevó a sus oficinas, como su secretario personal. No hace falta decirles que el gerente presidía la comisión de rugby del club, pero siempre hice hasta lo imposible para crecer conceptualmente por mis propios méritos.

El mayor de los problemas que debí enfrentar a lo largo de mi corta vida se presentó al entrar en la secretaría del juzgado, inmediatamente después de ser presentado a la jueza, quien apenas se dignó mirarme y continuó leyendo el expediente que tenía sobre sus rodillas, tan hermosas que me resultó difícil dejar de admirarlas, provocándome una erección tan espantosa que apenas pude disimularla inclinando el cuerpo y poniendo una mano en el bolsillo del pantalón para colocarlo a nivel soportable.

Desde ese día era imposible dormir sin soñarla, vivir sin anhelarla, comer sin saborear la posibilidad de amarla. A pesar de ser mayor, quince años, ninguna de las chicas conocidas o por conocer se le comparaban, no sólo por belleza, sino por la personalidad que le manaba como aroma especial. Para colmo, la doctora Latrónico se empeñaba en hacerme la vida imposible, me trataba como al principiante que era, y mis escritos volvían tachados con rojo, poniendo nervioso al secretario del juzgado, responsable de mi pasantía: O se dedica a la abogacía o al rugby, porque ambas cosas no caminan juntas: una precisa cerebro, la otra fuerza bruta… le decía, sin dirigirme la palabra y apenas respondiendo a mis saludos de cortesía. Pero más me maltrataba más me enamoraba, a tal punto que corté relaciones con la novia que, antes de conocerla, creí que estaba hecha para mí.

Dos años después me confirmaron como abogado de secretaría, pero como me había asociado a un estudio grande, prestigioso, que me permitiría afianzar mi futuro, dejé de lado la designación, ya decidido a poner los pies sobre la tierra y terminar con el sueño imposible, aunque la doctora Susana Latrónico estaba cada vez más bella, deseable y digna del mejor de los sueños. Mi negativa a la confirmación no le gustó nada, puso en apuros al secretario al decirle que no podía ser, que una vez que adquirían experiencia los abogaditos se iban, dejando al juzgado sin manos hábiles para apurar los fallos, y ni siquiera aceptó la mano que le estiré al despedirme. El secretario fue más directo: Ruega a Dios y a todos los santos que nunca entre un juicio a este juzgado… y nunca supe si lo dijo por él o por la titular.

Me costaba esfuerzo enorme vivir sin verla, sin sentir su proximidad, pero me las ingeniaba para estar cerca a las horas de entradas y salidas, por lo menos para verla bajar del taxi o del automóvil que, a veces, la dejaba de paso en las escalinatas del juzgado. Hasta entonces no sabía dónde vivía, si estaba casada o era una de esas solteronas empeñadas en guardar los encantos para la muerte. Sólo entonces comprendí lo estúpido que había sido al mantener el amor en silencio, aunque me justificaba al reconocer que su personalidad me cohibía.

Ganamos la temporada de rugby por primera vez en la larga historia del club y festejamos el triunfo a lo grande, con baile mayúsculo, donde estuvo presente la ciudad entera. Esa noche conocí a Silvina, la preciosura que se acercó a pedir un autógrafo y no se retiró nunca más de mi lado. Se enamoró de mí pese a que apenas había cruzado la barrera de los quince años, aunque yo la espantaba, molesto porque mis compañeros me acusaban de traganiñas, por supuesto que en broma: Vas a vender al mejor precio de plaza el valor de tu bragueta, porque la chiquilina es una Pederzoli, y el padre tiene más dinero que los ladrones…, dijeron, pero no estaba demasiado convencido de afirmar las relaciones con quien era un encanto, algo sumamente especial, tan segura de su amor hacia mí que en la primera ocasión se me entregó mansita, superando temores y vergüenzas sólo para satisfacerme, convencida de que me necesitaba para toda la vida. Me encantaron su piel, sus pechos, su aroma a mocedad resuelta, y su coraje para dejarme penetrar en sus profundidades sin quejarse por el dolor de la primera vez.

Copulábamos diariamente, venía a mi departamento de soltero y sólo quería ir a la cama, permitir que la desnudara y guiara hacia los estremecimientos más intensos, y hasta aprendió el placer de paladear mis atributos así como yo disfrutaba los suyos. Varias veces intenté dejarla, apartarla, pero ella se las ingeniaba para mantenerme como su enamorado, y cuando en una ocasión encontré los favores de otra fanática virgen no se molestó ni me reprochó nada, simplemente me tomó de la mano y me llevó a su casa, para presentarme a sus padres. No pude negarme, y no hice más que trasponer la puerta cuando supe que Silvina sería mi mujer: quien me daba la bienvenida a su familia era la doctora Susana Latrónico de Pederzoli, y de ninguna manera perdería la oportunidad de tenerla cerca, y para siempre.

—Yo hice que Silvina te buscara, porque era la única manera de reencontrarte.

—Nunca imaginé que podría gustarte

—¡No sabes cuánto! No podía creer que estaba enamorada hasta los huesos. Fue como si me prendieran fuego en la entrepierna, y esas llamas sólo se apagaron hoy, veintidós años y siete meses, días más, días menos, después.

Su mano me apretó los testículos, empuñó la pija adormecida, se la puso en los labios y comenzó a succionarla como su inspiración la ayudaba. Me di vuelta y acomodé la cabeza entre sus piernas y me entretuve chupando el botón del clítoris, asombrosamente grande y deliciosamente duro. Ella le iba encontrando la vuelta al arte de la succión, aunque sus dientes me hacían estremecer al rasparme el glande. Me concentré en su ano, clavando la punta de la lengua hasta conseguir deslizarla un par de centímetros, sintiendo los esfuerzos que la mamá de mi mujer hacía para que la punta se profundizara. Sabía que el próximo paso sería el coito anal, pero necesitaba demorarlo, prepararlo, adueñarme de su culo de manera especial, para que resultara inolvidable.

—¿Silvina te permitió que la sodomizaras? —Preguntó de pronto, tal vez imaginando que el volumen de mi armamento sería demasiado doloroso para ella.

—¿Por qué me preguntas eso?

—Porque hasta una horas antes me parecía algo horrible, impropio, desubicado, pero ahora creo que sería excitante, naturalmente excitante.

—Cuando hay amor todo vale, pero no responderé tu pregunta.

Me di vuelta, la besé con toda mi alma, dejé que ella se las ingeniara para que la punta del falo encontrara los jugos de su vagina, pero no la penetré. Sus manos aferraron el miembro y ayudaron al glande a humectarse. La tomé por las piernas, las levanté lo más que pudo, coloqué una almohada debajo de sus caderas. Cuando estuvo cómoda ella misma puso la pija en la puerta del ano y comenzó a empujar. Sentía perfectamente cómo el esfínter se esforzaba por abrirse y recibir la punta voluminosa, pero de ninguna manera hacía esfuerzos por ayudarlo a entrar: quería que fuese ella la que lograra la penetración. Con cada intento se excitaba más, con ambas manos mantenía la punta del miembro concentrado en su esfínter, que se abría con inocultable impaciencia. Cuando la punta del pene penetró ambos gemimos de dolor, y nuestras bocas se devoraron para mitigarlo, y mi suegra pujó como si estuviese pariendo hasta que la pija se deslizó profundamente, tanto que tuve la impresión de que al mismo tiempo ocurría la devastación incontrolable del recto. Mi suegra también lo supo, pero se armó de mayor valor y comenzó a moverse con embestidas impresionantes: Es hermoso… la oí decir, al tiempo que entraba y sacaba cada vez con mayor energía. Tuve una sola eyaculación, larga y abundante, pero la mamá de mi mujer parecía un torrente inagotable.

Nos levantamos, sacamos las sábanas enchastradas y las tiramos en el cesto del baño, nos dimos una ducha y luego nos tendimos en la alberca.

—¿Y ahora? —Pregunté, abrazando el cuerpo intenso, maduro, pleno, y también visiblemente satisfecho.

—Por lo pronto quiero llegar a tiempo para estar en el juzgado a primera hora, y en cuanto salga debo cumplir la promesa que hice

—¿Promesa?

—Sí, mi amor. Prometí a Dios y a todos los Santos que si mantenía la huelga de aviones un día más recorrería todos los altares de la ciudad para llenarlos con flores.

—¿Y cumplieron?

—Más de lo que jamás imaginé. Tuviste que traerme en auto.

—¿Sabes una cosa, suegrita?

—No sé querido

—Mañana llegará tarde al juzgado.

La mamá de mi mujer sonrió, me abrazó fuertemente, me confesó que ella sospechaba lo mismo, e inmediatamente quiso experimentar el amor en el agua.