La mamá de Joaquín, capítulo 4

Pitu hace un último intento de acostarse con la mamá de Joaquín.

Andrea y Pitu

El sábado no pude dormir. Toda la noche meta paja recordando a la mamita del cheto. Estuve así de meterle la mano en la concha. ¡Y qué rico se sintió acariciar ese orto precioso que tiene! La mina se había dejado. Sólo me cortó el rostro porque sabía que la iba a querer coger ahí nomás, mientras su nene y los otros tragas estaban en el comedor. Y la verdad que tenía razón. Había que buscar el momento justo. El miércoles teníamos que juntarnos de nuevo en la casa de Joaquín, pero no fui ni en pedo. No me hubiese aguantado las ganas de cogerme a la Andrea. Me quedé en mi casa, y me la re banqué, a puras pajas, eso sí.

Y el sábado de nuevo. Me banqué la noche acordándome de su pielcita suave, de sus piernas, de su culo, de mi boca besando su carita, de sus ojos azules que no se animaban a mirarme. Quería que sea domingo ya.

El domingo el cheto salía con la Agustina. Me lo había dicho una de las veces que me acerqué a hablarle corte amigos. Habían quedado en verse a las dos. Cando se hizo esa hora me pegué un baño, me puse una remera musculosa y una bermuda, le robé otra vez colonia al Esteban para llegar con rico olor. Me tomé el bondi en la esquina. Estaba zarpado de nervioso. Estaba seguro de que el cheto ya estaría yendo para Morón con su minita. Pero no sabía si iba a estar el cornudo del marido en casa. Tampoco le podía sacar tanta información al joaco, sino se iba a avivar. Pero era mi única oportunidad, tenía que tirarme el lance.

Toqué el timbre. Me di cuenta que tenía la mano transpirada de los nervios. Si se lo contara al Leo, al Polaco, o al Brian, se cagarían de la risa. “El Pitu asustado por una mina”

Al ratito salió la Andrea. Me miró media asustada y confundida. Se acercó al portón. Tenía un vestidito celeste que le llegaba hasta las rodillas, pero igual estaba bastante ajustadito y con un escote que dejaba ver parte de sus ricas tetas. Hasta en casa se viste como perra esa mina. Una locura.

—No está Joaquín. — dijo.

Pitu me miraba con la misma cara de alzado de aquella vez. Sonrió, medio burlón. Ahí me di cuenta de que ya sabía que mi hijo no estaba. Sentí cómo mis piernas temblaban, y mi bombacha parecía querer caerse.

Estaba claro a qué venía. Pero aún así se lo pregunté.

—¿Qué necesitás?

Pitu cerró sus manos en los barrotes de la reja. Me alejé, como quien se aleja de un animal impredecible.

—Quería hablar con vos un rato. — me contestó.

—¿Hablar? no, vos querés otra cosa, y no va a poder ser. —Le dije. Su semblante se puso serio. —Lo de la otra vez fue un error que no puede volver a ocurrir. Discúlpame si te di otra impresión. —Miré a todas partes, a ver si había alguna vecina chismosa parando la oreja, pero no vi a nadie. —Mirá, te voy a decir la verdad. Estoy pasando ´por un momento muy difícil, y no quiero complicaciones.

—Pero si yo tampoco quiero complicaciones. — me interrumpió.

—Lo lamento. Pero no va a poder ser. Espero que me perdones por darte falsas esperanzas.

Me metí a la casa y lo dejé en la vereda, con la boca abierta. Me sentí preocupada, porque fui más brusca de lo que pretendía ser. Pero también me sentí orgullosa de mí misma. No renunciaría a mis convicciones por culpa de una mala etapa en mi vida. A la noche hablaría con Rubén, sin falta. Ya era hora de levantar cabeza y seguir con la vida. No podía seguir así de deprimido, y no podía ignorarme de la manera que lo hacía. Si necesitaba ayuda profesional, la conseguiríamos.

Miré a través de la mirilla de la puerta. Pitu, con gesto turbado, todavía estaba afuera, como esperando a que cambie de opinión y lo haga pasar. Estuvo ahí por varios minutos, hasta que lo vi mover los labios, con gesto furioso, y hacer un movimiento con la mano, para después irse.

Me sentí aliviada. Y más aún, me sentí liberada.

Pero aun así, mi cuerpo seguía necesitando lo que necesitaba. No pude evitar excitarme al imaginar lo que hubiese pasado si simplemente hubiera abierto el portón. Me recosté sobre el sofá y llevé mi mano a la entrepierna. Mi sexo estaba increíblemente lubricado.

Me fui puteando. La conchuda resultó ser una calientapijas. Otra vez me iba a tener que matar a pajas pensando en ella. O de última le iba a decir al tío Omar que me invite a una de esas paraguayitas que se suele comer. De lo que estaba seguro era que no me iba a encamar con ninguna pendeja de la escuela. Lo que quería era una mujer.

Pero a mitad de cuadra frené. ¿Y si le insistía? Si fuese otra mina no volvería a dirigirle la palabra en toda la vida, por histérica. Pero tratándose de ella, mi cabeza empezó a laburar a mil por hora. La mina tenía onda conmigo, que no me venga a chamuyar ahora con eso de que no quiere complicaciones y no sé cuántas boludeces más.

Volví hasta su casa. Le iba a tocar el timbre, pero seguro me iba a dejar de garpe. Entonces se me ocurrió una locura. Una locura hasta para alguien medio loco como yo. Pispeé que no me estuviera viendo nadie. Me agarré de las rejas y empecé a subir. Llegué hasta arriba. Apoyé mi culo y sentí cómo las puntas de la reja me pinchaban. Pegué un salto y caí al otro lado. Lo que se hace por amor, pensé.

La puerta delantera sólo podía abrirse desde adentro. Se me ocurrió entrar por la ventana. Las persianas estaban medio bajas. Sería fácil correr el vidrio y meterme. Pero mucho lío. Primero agarré el pasillo y me fui hasta el fondo. Había otra puerta, si señor. No sabía si el marido estaba o no estaba, pero se me ocurrió que si estuviese, sería lo primero que me hubiera dicho. Igual ya estaba re jugado. Ya fue, que se pudra todo, pensé. Voy a encararla a cara de perro. Agarré el picaporte y abrí la puerta.

El ruido me asustó. Estaba en el sofá con dos dedos enterrados en mi sexo, totalmente mojados. Interrumpí mi tarea onanística y me puse de pie. Unos pasos se acercaban desde el fondo. Ahora sí, empecé a temblar de miedo. Entraron a robar, pensé.

Y entonces lo vi, acercándose como un león hambriento.

—Qué hacés acá. —le dije. Sintiendo cómo el miedo a ser asaltada iba desapareciendo, para ser reemplazado por un miedo totalmente diferente.

Pitu no dijo nada. Su sonrisa canchera no había asomado. Estaba serio, y parecía con una determinación irrefrenable. Di unos pasos atrás, sólo para encontrarme con el sofá, que evitaba que siga retrocediendo. Pitu me agarró de la cintura con un abrazo firme. Mi cuerpo quedó pegado al suyo. Sentí otra vez su sexo, el cual se estaba despertando, en mi cadera.

—¿Qué es lo que querés de mí? —le pregunté.

—Esto. —dijo. Bajó su mano y me acarició las nalgas con lujuria. —Y esto —dijo después, y con la otra mano estrujó uno de mis pechos, para luego pellizcar el pezón, el cual ya estaba duro.

Y entonces me besó. Un aliento a menta invadió mi boca. Su lengua violaba salvajemente a la mía. Sus manos estaban en todas partes.

Corrí mi cara y le hablé.

—Está bien. Si tanto lo querés, lo vas a tener. Pero es todo lo que te voy a dar. ¿Entendiste?

Acaricié su rostro áspero, que tenía la barba de varios días, mucho más abundante que la mayoría de los chicos de su edad. Froté sus labios gruesos, mientras él me levantaba el vestido y empezaba a bajarme la bombacha. Le metí los dedos en la boca. Eran los mismos dedos que hace unos minutos estaban enterrados en mi sexo.

Se los chupé como si me fuese la vida en eso. Tenían un sabor a concha terrible. Ese sabor me volvió loco. Casi se los como a mordiscones.

Le bajé la bombachita.

—Acá no. —dijo, mirando para la calle. —En las habitaciones tampoco. —Me agarró la mano y me llevó hasta la cocina.

Se apoyó sobre la mesada. Abrió las piernas. Yo me arrodillé. Le levanté el vestido, y al mismo tiempo acaricié sus piernas. Su conchita tenía una linda mata de pelo. Estaba mojada y largaba olor a fluido.

Metí la geta entre sus piernas. La chupé las gambas, y fui subiendo poco a poco. La conchita mojada quedó cerquita de mi cara y me pareció lo más lindo que había visto en mi vida. Lamí el labio. Se sentía un gustito zarpado de rico. Gustito a hembra alzada. Le metí un dedo que entró al toque hasta el fondo. Y con la lengüita empecé a lamerle el clítoris.

Le acariciaba la cabeza mientras me la chupaba. Ya no pensaba en nada. Sólo me dejaba llevar por el momento. Mi espalda se arqueaba y mi boca largaba gemidos incontrolables, mientras Pitu hacía movimientos circulares con su lengua, sobre mi sexo. A pesar de ser muy joven, se notaba que tenía experiencia. Mientras me volvía loca con el sexo oral, sus manos se movían libremente, acariciando mis muslos y mis nalgas. Sus dedos eran ásperos y duros, y se frotaban sobre mi piel con la fuerza y la impaciencia de la juventud.

De repente sentí que el orgasmo ya estaba a punto de llegar. Hacía solo unos minutos que estaba ahí abajo, chupando con tenacidad, pero ya me venía. Lo agarré de la cabeza.

Mi cara quedó pegada a su concha. Cerró sus gambas, apretando mis orejas. Sentí como su cuerpo temblaba. Largó un hermoso grito de yegua caliente. Movía la concha hacia adelante, como queriendo hacérmela comer. Yo, re engolosinado, recibía con gusto los fluidos de Andrea.

La mina quedó zarpada en agitada. Su pelo se había despeinado. Su boca estaba húmeda. Me quedó mirando con una cara de agradecida y preocupada a la vez. Se notaba que todavía estaba zarpada en confundida. Y ahora que había desahogado su calentura, con la cabeza más fría, le empezó a caer la ficha.

No le di tiempo de que se arrepienta, ni de que me diga alguna boludez. La agarré del hombro y la puse de rodillas.

Abrió el cierre del pantalón y sacó su pija, poniéndomela frente a la cara. Ya había largado mucho presemen. Tenía olor a sexo y a transpiración. No era larga, pero sí muy gruesa. Estaba atravesada por venas que, al igual que sus brazos, reflejaban una increíble potencia. Tanto en la pelvis como en sus testículos había un montón de vello enmarañado. Me agarró del pelo, y me tironeó para acercarme más a su sexo. Mis labios hicieron contacto con el glande. Abrí la boca y él aprovechó para introducir un buen pedazo del tronco.

La agarré de las orejas y se la mandé hasta el fondo. Al ratito me golpeó la pierna para que se la saque. Se la hice comer un rato más hasta que empezó a lagrimear.

—Despacito, pendejo. —me dijo, tosiendo.

—Dale, chupámela. Dame la mejor chupada de tu vida.

Andrea me agarró la verga. Me miró y me guiñó el ojo. Eso me volvió más loco de lo que estaba.

—No dejes de mirarme mamasa.

Lamí la cabeza. Pitu se mordió el labio y largó un gemido. Acaricié las bolas peludas con las uñas. No entendía por qué quería que lo mirara mientras se la chupaba, pero le di el gusto. Masajeé su tronco mientras me llevaba su falo a la boca. Mi lengua saboreó el fluido que ya despedía la cabeza. Lo introduje una y otra vez adentro mío, viendo, con deleite, como se transformaba su cara, principalmente cuando mi lengua masajeaba el prepucio. Cada tanto le guiñaba el ojo, y él se frotaba los labios con la lengua.

Era zarpada en buena la manera en que la mamá de Joaco la chupaba. De repente se concentraba en la cabeza y me generaba una sensación refuerte. Casi como que dolía, pero estaba rebueno. No la tenía a esa, y eso que me creía con mucha experiencia. La turra me miraba con esos ojos preciosos y me los guiñaba. No aguantaba más. Con semejante peteada, y con semejante bombón, ahí, arrodillada, devorando mi verga. Empecé a sacudir la pija en su cara.

—¿Vas a acabar? Dejame que te ayude. —le dije.

Empecé a masturbarlo. Apunté a mi cara. Me imaginaba que eso era lo que quería. Ver mi cara bañada con su leche. Y yo también lo quería. Quería sentir el líquido pegajoso y caliente en mi rostro.

Me pajeó de lo lindo. Como miraba la pija en vez de mirarme a mí, la agarré de la pera y le levanté la cabeza. Ella se rió mientras seguía pajeando. Una puta divina la Andrea. Le largué tres chorros bien espesos en su geta. Estaba hermosa. Como para hacer un dibujo de ella. La leche quedó en sus pómulos y sus labios. Me hubiese gustado que abra la boca y se la trague toda, pero no le quise romper las bolas. Bastante bien se estaba portando.

—Ya vengo. — me dijo.

Me levanté y fui al baño. Verme en el espejo, con la cara llena de semen de otro hombre que no era mi marido, hizo que, en parte, comience a asimilar lo que acababa de hacer. El hecho de que Rubén hace años no me pida acabar en mi cara, hacía la imagen aún más extraña. Traté de no pensar en eso. Me limpié con papel, abrí la canilla y me lavé la cara. Pitu entró sin golpear.

La abracé por atrás. Sentí sus nalgas hermosas y me empecé a calentar de nuevo.

—Ahora te voy a coger. —le dije, corte, no te estoy preguntando.

—No, ya te saqué la calentura, agradecé y andate a tu casa. Además, mañana tenés clases y tenés que estar con todas las energías para levantarte temprano.

—¿Ah sí? —dije yo. Le pellizqué el orto con fuerza. —Así que me querés dejar así.

La agarré del brazo y la saqué del baño.

—¡No Pitu, a donde me llevás!

Abrí una de las puertas del pasillo. La misma puerta en donde la había encontrado aquella vuelta, cuando tuvimos nuestra primera historia.

—No, acá no. No quiero coger en mi cuarto. Por favor no me hagas esto. En cualquier parte menos acá.

Le di un beso, corte novios. La agarré de la cintura y la hice girar. Le di una nalgada.

—Entonces acá. —dije, abriendo una puerta.

—¡No, esa es la habitación de Joaco! ¡No!

Me cargó con sus brazos, con una facilidad impresionante. Y me metió a la pieza de mi hijo. Me tiró a la cama. Es una cama de una plaza, apenas entraríamos.

Se quitó la remera y la bermuda. Su piel tostada estaba marcada por algunas cicatrices en su abdomen y su pierna. Estiré la mano y las acaricié. Eran profundas, y se notaba que bastante antiguas. Luego llevé los dedos a sus pectorales. No era muy alto, pero su físico era imponente. Todo en él era robusto y fuerte. Me di vuelta.

—Sacame el vestido.

Se lo desabroché despacito. Cada botón que desprendía me la ponía más al palo que antes. Se lo saqué, y después le quité el corpiño.

—A ver. —le dije.

Me alejé un toque para verla bien. Era la primera vez que la tenía en pelotas frente a mí, y quería disfrutarlo. Ella, sumisita, se dio vuelta y se recostó sobre la cama. Flexionó una pierna y me miró con cara de querer guerra. Su cuerpo era delgado, pero sus tetas bastante grandes, bien paraditas, con los pezones rosados. Su cadera ancha y redondeada. Sus ojos eran fuego puro y su pelo hermoso se desparramaba sobre la almohada. Una locura de mujer. Y la tenía solo para mí.

—¿Así o en cuatro? —Le dije, abriendo más las piernas.

—Así está bien.

Se subió a la cama.

—¿Trajiste forro? — le pregunté.

Puso cara de asombro, como que no podía creer haberse olvidado de un detalle tan básico.

—Sin forro no me cogés ni loca. —le dije, maliciosamente. —Andá a buscar de la mesita de luz de mi pieza. —le dije, totalmente convencida de que Rubén jamás notaría la ausencia de un profiláctico.

Fue encantador verlo desnudo, corriendo a buscar los preservativos. En un santiamén volvió. Se lo puso con demasiada habilidad considerando su edad. Me abrazó. Nuestros cuerpos quedaron pegados.

—Me volvés loco. —me dijo. Acomodó su sexo y me penetró.

Estaba toda mojada, así que mi verga entró de los más bien, casi entera. Se la re banca la potra. La mayoría de las minitas que me curtí, me piden que se la meta despacito, pero ella no. La agarré de las tetas y se la empecé a meter con toda. Andrea empezó a gemir como loca. Esa mina me calentaba un montón, pero el hecho de estar cogiéndomela en el cuarto de su hijo, el cheto, y de hacer un cornudo a su marido, me daban un morbo regroso. Ella gemía y largaba gritos que no podía controlar. Capaz que algún vecino escuchaba, pero en ese momento no importaba nada.

Esa pija era hermosa. No pensé que se sintiera tan bien que me metan un instrumento de ese tamaño adentro. Pitu me levantó las piernas y puso mis tobillos en sus hombros. Ahora me la metía hasta el fondo. Él empujaba la pelvis con fuerza. Parecía que estaba siendo cogida por un toro. Ya no daba más, iba a acabar. Un grito eufórico estaba a punto de salir de mi garganta. Giré mi cara, como pude, y mordí la almohada para ahogar el ruido.

Quedé exhausta después de ese segundo orgasmo. Pero Pitu seguía con sus energías de toro. Me hizo girar. Me puse en cuatro. Me besó las nalgas, y después, con suavidad, lamió el esfínter anal externo. Lo saboreó, y yo disfruté sentir su lengua babosa jugueteando en ese lugar prohibido, donde jamás me habían besado. Después metió la lengua adentro. Era como estar siendo cogida por su lengua.

El orto de esa mina era demasiado rico. La agarré de las nalgas y empecé a chuparla toda. La Andrea gemía como gatita alzada.

Me arrodillé y apunté a su conchita. Sin dejar de agarrarla de los cachetes del culo, se la mandé una y otra vez. Ella se retorcía y gritaba cada vez que se la metía hasta el fondo. Yo me sentía como un campeón montando a la yegua más indomable que había.

Saqué mi pija de adentro suyo. Me quité el forro, y acabé en su hermosa cola.

Quedé totalmente agitada. No podía moverme siquiera. El pendejo tenía la vitalidad de un perro alzado. Me recosté sobre la cama. Él extendió su cuerpo sobre el mío, sin importarle si se manchaba con su propio semen.

—Nunca había hecho esto. —le confesé. —Nunca engañé a Rubén.

Él me corrió el pelo a un costado y me dio un tierno beso en la mejilla.

—Así que soy el primero. —dijo, canchero.

No creo que me mintiera con eso. La mina decía la verdad. No tenía motivos para chamuyarme. Saber eso me hizo sentirme importante. La verdad es que nunca me sentí así de verdad. Siempre me la doy de poronga porque si no, te pasan por arriba. Pero ahora me sentía recontra poronga de verdad. La tenía a la Andrea junto a mí. Estábamos pegaditos. Le di un beso en el hombro, y después en la espalda. ¡Qué rico olor tenía la mina!

Nos quedamos conversando un rato. Ella me contó un montón de cosas. Los quilombos con su marido; los buitres que la molestan en su laburo; sus terribles ganas de coger. En un ratito conocí bocha de sus cosas.

—Vos no sos de hablar mucho parece. — me dijo.

—Masomenos, pero cuando nos volvamos a ver te hablo de mí.

—Qué vivo sos. — me dijo. — Ahora es mejor que te vayas. En cualquier momento aparece Joaquín. Además tengo que ordenar este cuarto. ¿Seguro que no te vio nadie cuando entraste?

—Seguro.

Se vistió. Me saludó con un beso en la boca. No acordamos vernos de nuevo. Pero sería una hipócrita si dijera que no lo deseo.

Entré al cuarto de Joaco. Saqué las sábanas y las llevé a lavar. Luego tiré abundante desodorante de ambiente ahí, donde hacía unos minutos había estado cogiendo con el compañero de mi hijo. La sola idea de pensar en eso me trastornaba. Prefería no pensar. Desde ahora sólo me dejaría llevar. Era inútil luchar contra mis impulsos. Ya lo había intentado y no me había salido bien.

Continuará