La mamá de Joaquín, capítulo 3

El plan de Pitu sigue en marcha, y encuentra una excusa para ir a la casa de Andrea.

*Nota del* autor:* Como algunos no lo entendieron, repito esta nota que publiqué junto al primer capítulo. El siguiente relato es ficticio y todos sus personajes son mayores de edad. Por otra parte, el léxico utilizado en la presente obra puede resultar muy confuso para algunos lectores. Sepan que desde el momento en que decidí publicarlo, estoy consciente de esto, por lo que cualquier comentario de parte de los lectores al respecto es *innesesario . Por último aclarar que este relato podría clasificarse en al menos tres categorías diferentes (Grandes series, infidelidad, sexo con maduras), aunque en relaidad ninguna de ellas es la más apropiada, siendo principalmente un drama costumbrista con fuerte contenido erótico , así que no se dejen llevar por la categoría que figure.

La historia continúa así...

Pitu

Era la primera vez que me ponía fachero por una mina. Siempre uso ropa que me quede cómoda, sin importarme si me veo bien o mal. Además, nunca necesité hacerlo. Como dice El Indio Solari, a las minitas les gustan los payasos y la pasta del campeón. Yo tenía esas dos cosas. Pero con la mamá del cheto no me podía confiar tanto. Ella era una mujer, no una wachita a la que se le mojaba la bombacha apenas le hablaba.

Me puse una camisa piola que me había regalado la viaja cuando cumplí dieciocho, un pantalón de jean que masomenos zafaba, una cadenita plateada con una cruz, que caía sobre mi pecho, porque me había desabrochado un par de botones de la camisa. Tenía el pelo corto, porque le había rompido las bolas a la vieja para que me de unos mangos para la peluquería. Le robé un poco de colonia al Esteban. Me miré al espejo. Me veía como pretendía. Un macho alfa. Eso era. Pensé que a lo mejor estaba exagerando. Me iba a hacer un trabajo práctico, no a un baile. Pero ya estaba. Además, como decía el tío Omar, cuando uno quiere cogerse a una mina, hay que ir con todo, sin timidez ni dudas.

Me tomé el bondi, porque si iba en bici seguro llegaría todo chivado.

Toqué el timbre de la casa de Joaquín, y salió a atenderme el mismo cheto. Empezamos mal el día, pensé. Si salía a recibirme su mami, tendría asegurado unos segundos a solas con ella. Mala suerte. Ahora corría el riesgo de no poder tirarle onda.

Entramos a la casa. Ramoncito, con su pelo con lamida de vaca, tenía su cara hundida en un libro. Qué traga que era ese pibe, por favor. Fabricio, otro traga, y para colmo, gordito y con cara de gil, escribía sobre una cartulina anaranjada.

El cheto me ofreció un vaso de coca fría. No había rastros de su mami. Se escuchaban ruidos que venían de los que supuse que eran los cuartos, pero ni idea si era la mina. A lo mejor estaba trabajando.

—Si querés andá resumiendo esta parte. —Me dijo Joaquín entregándome un libro.

En dónde mierda me metí, pensé para mí. Podría estar con los pibes escabiando, pero en vez de eso, estaba con estos tres aparatos.

No quedaba otra, tenía que seguir en el baile que me metí. Me puse a leer el libro de historia. Creo que fue la primera vez que leí unas cuántas páginas seguidas. Es que era tanto el embole de estar con esos pibes, que preferí pasar el rato leyendo. Por suerte no era un libro muy complicado. No tenía tantas palabras raras. Entendía casi todo lo que iba leyendo. Esa era toda una sorpresa. Parece que acercarme al cheto me garantizaba sorpresas inesperadas. Hasta me empezó a caer bien Perón. Bastante copado era con eso del aguinaldo, y la jornada laboral de ocho horas, y otras boludeces más. Creo que fue la primera vez en mi vida que aprendí algo de la escuela.

De repente se escuchó que alguien se acercaba al comedor, donde estábamos estudiando.

—Hola chicos.

Cuando escuché que se trataba de la voz de un hombre, ni ganas de levantar la vista tuve. La idea de que ese día no podría ver a la mami de Joaquín me puso como loco.

El tipo saludó a los pibes y después se acercó a mí. Yo levanté la vista. ¿Y este quién mierda es? Me pregunté para mí.

—Rubén, el papá de Joaco. —dijo el tipo, como si hubiese leído mi mente.

Era un viejo barrigón que vestía un uniforme parecido al de la policía. ¿Ese viejo choto se come a la mami del cheto? No no no. No podía ser. Esto no podía estar pasando.

—Bueno, los dejo con sus cosas. — dijo el viejo, y se fue.

—¿Y cómo vas con eso? — me preguntó Joaquín.

—¿Con qué?

—Con el libro.

—Ah, bien. Si si. Muy copados lo de los planes quinquenales. —le dije, haciéndome el canchero. La verdad que eso de quinquenales era una de las palabras que no entendía. —Pero ni a palos termino hoy un resumen. ¿Me prestás el libro para que lo haga después en casa?

—Sí, dale —dijo el cheto.

—O de última le sacás fotocopias a esa parte. —dijo Ramoncito, metiéndose donde nadie lo llamó. —Igual tranqui. La idea es que hoy nos organicemos y después cada uno se lleva algo para hacerlo a parte. La semana que viene nos juntamos de nuevo para terminar el trabajo, y listo.

—Ah, bien ahí. — dije.

La idea de que tenía otra oportunidad de ver a la mami del cheto me devolvió el buen humor.

De repente me entraron ganas de mear.

—Che, dónde está el baño. —Le dije al cheto.

—Mirá, metete en ese pasillo. La última puerta a la izquierda.

—Joya, ya vengo.

Fui hasta el baño. Cuando caminaba por ese pasillo, me dio la impresión de sentir en el aire un rico perfumito de mujer. Entré al baño, y mientras meaba, me di cuenta que alguien andaba por la casa, además de Joaquín y los otros dos tragas. Se escuchaba un sonido, como unos golpes de madera. Pensé que quizá los ruidos venían del cuarto de sus papás. Se me cruzó por la cabeza mandarme de una al cuarto, pero sólo fue una idea. No estoy tan loco.

Tiré de la cadena y salí.

—¿Y vos quien sos? —me dijo una dulce voz de hembra.

Me di vuelta. La mamita de Joaco estaba apoyada sobre el marco de la puerta de uno de los cuartos. Me miraba corte inquisidora. Estaba terrible. Se había puesto una pollerita a lunares bien cortita. Arriba una blusa negra bien ajustada a sus tetas. El pelo negro estaba suelto. El pasillo estaba medio oscuro, pero sus ojos azules brillaban. Tremenda mujer.

—Soy Sebastián. El Pitu me dicen ¿No te acordás de mí?

—Ah, no te había reconocido. Estás distinto.

La mina me miró de arriba abajo. Me acerqué para saludarla. Le di un beso en la mejilla. Su piel suavecita se sintió muy rica en mis labios. Y se me pegó un poco de su perfume.

—Pensé que no estabas en casa. — le dije, tratando de disimular lo bien que me sentía de verla. —¿Cómo te llamás?

—Andrea. — me contestó. ¡Por fin sabía el nombre de la mina que me volaba la cabeza! —Sí, estaba ordenando unas cosas. Los había visto llegar a tus dos compañeros. Me había olvidado que también venías vos.

En ese momento me di cuenta de que tenía la respiración agitada, como si hubiese estando haciendo ejercicio.

—Qué lindo nombre —le dije, haciéndome el canchero.

Ella se hizo la boluda. Corte que no me escuchó.

—Me dijo Joaquín que lo ayudaste cuando le quisieron pegar.

—Ah ¿eso te contó? — dije yo, realmente sorprendido. Por dentro agradecí al cheto por hacerme quedar bien con su mami. El plan iba bien hasta ahora.

—Sí, pero espero que a vos no se te ocurra pegarle de nuevo. — me dijo.

—No, ni ahí. Está todo bien con el Joaco.

Estábamos muy cerca. Ella seguía arrinconada sobre el marco de la puerta. Parecía una gatita asustada. Eso me gustó.

Me di cuenta que me estaba poniendo al palo. Bajé la vista y comprobé que mi erección era muy vistosa. Cuando hice ese gesto, ella miró adonde yo había mirado. Luego levantó la vista, haciéndose la boluda.

—Me gustaría que me prometas, que no sólo no lo vas a volver a lastimar, sino que lo vas a cuidar, como hiciste ese día.

Me sorprendió su actitud. Era totalmente diferente a la fiera que me había encarado a la salida de la escuela. Faltaba que me suplique nomás.

Tenerla así, tan cerquita, y encima pidiéndome que cuide a su nene, me puso más duro todavía. Apenas podía controlarme. Solo necesitaba una excusa para avanzar. Entonces la miré de arriba abajo, corte que sea obvio que le tenía ganas, a ver si hacía o decía algo. Tenía una pierna flexionada. Las nalgas apoyadas en el marco. Cuando sintió mi mirada degenerada, se cruzó de brazos, como a la defensiva. Y ahí noté el detalle que necesitaba ver. Sus tetas estaban hinchadas, y sus pezones bien puntiagudos se marcaban en la blusa. La mina estaba alzada. A mí no me podía engañar.

—Así que querés que cuide al nene. —le dije, despacito, como en un susurro.

Me acerqué aun más, quedando pegado a ella.

—Sí, por favor, cuídalo.

La agarré de la cinturita de avispa que tiene.

—Quedate tranquila, que si me lo pedís así, hago cualquier cosa.

Ella rió. Me pareció el momento oportuno para comerle la boca de un beso, pero me esquivó.

Se quedó calladita, todavía apresada con mi cuerpo. Con la cara a un costado, y la mirada gacha. Seguía cruzada de brazos. Mis labios quedaron pegados a su carita. Mi mano seguía en su cintura. Con la otra mano le acaricié la pierna. Ella se removió, como queriendo salir. Pero yo la mantuve en su lugar, sin mucho esfuerzo. Del comedor llegaban las voces de los pibes que hablaban sobre el trabajo práctico. Si Joaquín se mandaba para el lado del baño, se pudría todo. Pero en ese momento no me importó nada. Manoseé las terribles gambas de Andrea. Y cada vez subía un poquito más, levantando la pollerita.

—Qué buena estás. —le dije.

La mano que estaba en su cintura, la fui bajando hasta sentir las nalgas macizas de la mina. Ella seguía sin decir nada. Ni me miraba. Se hacía la boluda, corte yo no voy a hacer nada, pero vos haceme lo que quieras.

—No sabés cómo me calentás. —le dije y le di un mordisco a su orejita. Ella pareció sentir cosquillas.

Mis manos se metieron más adentro. Ya estaba cerquita de su bombacha.

—No, por favor ándate. —me dijo al oído.

Pero yo estaba demasiado caliente. Sentía sus nalgas desnudas y era una locura. Era cuestión de meterla adentro y cogérmela. Tenía que ser algo rápido, pero era mejor que nada.

La agarré de la cintura y la empujé para adentro.

—¡No, no! Andate, por favor dejame. — me dijo.

Ahora había levantado un toque la voz. Hasta pensé que del comedor nos podían haber escuchado. Andrea me empujó con fuerza.

—Andate. — me dijo.

Aprovechó que yo me había alejado un toque con el empujón. Se metió en el cuarto y cerró la puerta en mis narices.

¿Qué mierda estaba pasando?

No sé cómo me banqué las ganas de tirar la puerta abajo y cogérmela ahí nomás. Y que el cheto y los otros escuchen todo.

Pero me la banqué. Estaba como loco, y sabía que en esos momentos era mejor no hacer lo primero que se me cruzaba por la cabeza. Me acomodé la pija que estaba más dura que la roca, para que no se note que estaba al palo. La camisa era masomenos larga, así que me cubría algo.

Volví al comedor con los pibes.

—Acá estoy de nuevo.

—¿Te sentís bien? —Preguntó el cheto. —Porque tardaste digo. Además estás un poco colorado.

—Sí todo bien. Tardé porque tuve un llamado de la naturaleza. Y lo de que estoy rojo… que se yo. Será el calor.

—Ah bueno. Quizá te cayó mal tomar la coca fría.

—Puede ser.

Me quedé un rato careteándola, corte que seguía haciendo el trabajo. Pero ya no me podía concentrar ni a palos.

La mina no era imposible. Había jugado a la quiniela y había acertado a la cabeza. Después la histérica se arrepintió, pero pensándolo más en frío, era obvio que no quiera coger en ese momento. Volví a mi casa sintiéndome Maradona. Al toque me hice una paja. Fue increíble la cantidad de leche que derramé esa noche por ella.

Joaquín

El domingo hubo un clima perfecto. Cuando llegué a la plaza y sentí el aire tibio recorriendo mi espalda, y vi el cielo despejado, con apenas algunas nubes casi transparentes, no pude evitar recordar a Pitu. “En un día como este tendrías que estar paseando con la Agustina”, me había dicho. Y ahí estaba yo, en el asiento de cemento de la plaza de Catán, esperando a que llegue ella.

Había sido una sorpresa saber que ella también gustaba de mí. El miércoles, cuando fue la entrega de los trabajos prácticos, nos habíamos cruzado en un pasillo, durante el recreo. Charlamos un rato, y caminamos por toda la escuela, esperando que se haga la hora de volver a casa.

Agustina es diferente a la mayoría de las personas de por acá, pero también es distinta a las chicas que conocí cuando vivía en mi otro barrio. Me di cuenta de que no entiende cuando los demás hablan con cierta ironía o con doble sentido. En una primera impresión, podría parecer poco inteligente. Pero en materias como matemáticas, o contabilidad, va más rápido que las profesoras. Una cosa muy peculiar en ella, es que dice las cosas sin pensarlas mucho, con una sinceridad que a veces da miedo. Pero el hecho de saber que es tan honesta me genera una confianza que siento por pocas personas.

Cuando llegamos a un rincón del patio, viendo cómo los alumnos de los grados menores jugaban por todas partes, agustina me abrazó.

—Tenía ganas de hacer esto. —me dijo.

Sus labios color frutilla sonreían muy cerca de los míos.

—¿Y siempre hacés lo que tenés ganas de hacer? —Le pregunté.

—Sí —me dijo, y después me comió la boca de un beso.

No es que tenga mucha experiencia con las chicas. Hasta el momento había tranzado con sólo cinco minas. Pero ese fue el beso más dulce y rico que me habían dado.

En los días siguientes no tuvimos mucha oportunidad de hablar. Ella siempre andaba con tres o cuatro amigas. Y yo me juntaba con Fabri y Ramón. Y a veces hasta me hablaba con Pitu, quien después de que visitó mi casa, está todavía más copado que antes.

Pero el viernes caminamos unas cuadras juntos, a la salida de la escuela. Quedamos en salir a pasear el finde, y nos despedimos con un beso.

Ya eran las dos y cuarto. Me empecé a perseguir porque no había llegado. Pero me dije que era normal. Ninguno de los chicos que conozco es tan puntual. Mamá dice que sólo hay que ser puntual para ir a la escuela o al trabajo.

—Hola.

La voz venía del lado opuesto a donde estaba mirando. Giré. El sol me dio en la cara, así que tuve que usar la mano como visera.

—Hola. —dije.

Me saludó con un beso en los labios. Agustina llevaba un vestido blanco, bastante largo y suelto. Totalmente diferente a los que usa mamá. Su pelo rubio, ondulado, esta vez estaba atado con una colita. Sus encantadoras pecas salpicaban su simpática nariz prominente. Sus ojos marrones claros brillaban bajo el sol de octubre.

—Que linda estás —le dije.

Cruzamos la calle, donde estaba la parada del dos treinta y seis. En Catán no hay cine, ni tampoco un centro comercial grande, así que decidimos pasar la tarde por Morón. Veríamos una película, y luego caminaríamos por la feria que se armaba todos los fines de semana en la plaza de Morón.

El bondi vino enseguida.

—Lindo día nos tocó. —comentó ella.

La ventanilla estaba abierta, y cuando el colectivo empezó a andar, el viento hizo bailar su pelo. Agustina tenía los ojos achinados debido a los rayos del sol. Era la chica más linda del mundo.

Aprovechamos el viaje de una hora para conocernos mejor. No pude evitar notar que había algo que no quería contarme. Y tratándose de una persona brutalmente sincera, como ella, ese no era un dato menor. ¿Tendría novio quizás?

—Y con tus viejos cómo te llevás. —me preguntó en un momento.

—Con mamá rebien —le dije. —es recopada. A veces parece más mi hermana que mi mamá.

—Seguramente la edad tiene que ver con eso. —comentó, ya que yo le había dicho que mamá me había parido muy joven. —¿Y tu papá?

—Papá… —se me hizo un nudo en el estómago, como sucede cuando hablo del viejo. — Creo que está enfermo.

Le conté todo. Cómo habíamos perdido el negocio con la crisis. Cómo papá se vino abajo, y ya no pudo salir de ese pozo. Desde hacía casi un año que era una especie de fantasma. Se levantaba sólo para comer e ir al trabajo. Hablaba poco. Ya no me preguntaba nada. Y como trabajaba de noche, nos veíamos muy poco.

—Quizá necesite ayuda. Profesional digo…—dijo Agustina.

Enseguida se dio cuenta que el tema me ponía mal y cambió de tema. En morón nos tomamos otro bondi hasta plaza oeste. No había muchas películas interesantes para ver. Pero el cine era un buen lugar para comerme a besos a Agus.

Mientras caminábamos, yo la abrazaba por la cintura. Me había dado cuenta, de que, a pesar de que era bastante delgada, y que usaba ropa suelta, su cuerpo tenía muchas curvas. Decidimos ver “El Bonaerense”, una peli de un tal Trapero, que en las revistas decían que era muy buen director.

Nos sentamos bien al fondo. No había mucha gente en el cine. Estábamos tomados de la mano. Habían pasado unos cuantos minutos, y yo todavía no me atrevía a apretarme a Agustina. Además, la peli estaba interesante, y no me la quería perder.

En eso siento la mano de Agus en mi bragueta. La miro de reojo. Ella sonreía, divertida. Me empezó a masajear. Miré a todas parte. Los espectadores estaban concentrados en la película. Algunos empleados andaban por los pasillos, pero no reparaban en nosotros. Agustina siguió acariciándome por encima del pantalón. Me sorprendió, y hasta me decepcionó en cierto punto. No la imaginaba tan rapidita. Pero en ese momento no me importó. Mi verga se estaba endureciendo. La enorme pantalla estaba allá adelante, pero yo ya no miraba. Y las voces de los actores, me llegaban como un murmullo molesto. Lo único que oía era el ruido de la fricción entre las manos de ella, y mi pantalón. Mi pija ahora estaba parada como un mástil.

—¿Querés que te haga acabar? — me susurró Agustina a los oídos. —Pero me tenés que prometer que no se lo vas a decir a nadie. Prométemelo por favor.

Le dije que sí con la cabeza. Agustina me masturbó con mayor velocidad. Yo alternaba mi mirada entre la sala, para asegurarme de que nadie nos viera, y ella, quien me sonreía mientras me seguía masturbando.

Cuando acabé, no pude evitar largar un gemido. Ella rió, y tapó así el sonido que yo había hecho.

—Andá al baño a secarte. — me dijo.

Cuando me paré, sentí cómo el semen se deslizaba hacia abajo lentamente. Me sentí re perseguido. Imaginaba que el olor se sentía hasta la fila de adelante, y que el semen iba a bajar hasta mis tobillos y a ensuciar mis zapatillas. Fui al baño. Agarré un montón de papel higiénico y me limpié. Luego volví para terminar de ver la película.

—¿Y qué pensás de mí? —me dijo después, cuando estábamos en el patio de comidas. Habíamos comprado unas hamburguesas.

—Que sos impredecible. —le dije.

—Sos la única persona que conozco que usa esa palabra. Espero que te haya hecho sentir bien. Me puse triste cuando me di cuenta que hice mal en preguntar por tu papá.

—No hiciste mal. —le dije. Agarré su mano. La misma que había usado hace unos minutos conmigo.

Cuando terminamos de comer fuimos a la plaza de Morón a pasear por la feria, como habíamos planeado. Agustina se abrazaba a mí, y yo la besaba a cada rato, ya hasta me animaba a acariciarle la cola. Parecíamos novios. Ganas de serlo no me faltaban. Era linda, inteligente, copada… Pero no podía dejar de pensar en lo que hizo en el cine. Era nuestra primera salida. El hecho de que vaya tan rápido me hacía dudar.

Me preguntaba si le hubiese gustado que le lleve a un hotel alojamiento para hacer el amor. No insinuó nada al respecto. Pero de todas formas, ya no tenía guita encima. Con el cine y la comida me había quedado sólo con unas monedas. Y eso que ella pagó su parte. Menos mal.

–Ya tengo que volver. Es muy tarde. — me dijo.

Viajamos en silencio a catán. Pero no fue un silencio incómodo. Era el silencio que se impone cuando ya no hay mucho por decir. Insistí para acompañarla hasta su casa, pero no quizo. Nos despedimos en la esquina de la plaza, con un abrazo.

En ese momento tuve la sensación de que esa chica rompería mi corazón.

Andrea

El hecho de ver a Joaco tan contento (aunque disimulándolo un poco) me cambió el humor.

Venía de días oscuros y confusos, así que ver a mi hijo yendo a su primera cita me dio el respiro que necesitaba. Joaco ya cumplió lo dieciocho hace un par de meses. En poco tiempo terminará la escuela, y tendrá que enfrentarse al mundo de los adultos. Pero en muchos aspectos parece todavía un niño. Siempre le costó relacionarse con los demás chicos, sobre todo con las chicas. Y ahora que estaba en un lugar al que apenas comenzaba a adaptarse, pensé que le sería mucho más difícil. Por suerte me equivoqué.

Cuando me quedé sola en casa, durante algunas horas me acompañó ese sentimiento optimista. Pero pronto todos los recuerdos de los sucesos recientes me vinieron a la cabeza. Me puse a limpiar la casa, para ahuyentar esos pensamientos. Pero me fue imposible.

¿En qué carajos estaba pensando? Era evidente que el hecho de haber tenido tres sucesos sexuales en un lapso de tiempo tan corto, no era casualidad. Mi cuerpo se ponía en evidencia. Mis gestos, mis miradas, y la propia fisionomía de mi cuerpo, les decía a los hombres que podían avanzar sobre mí.

Primero aquel desagradable encuentro con el Dr. Ceballes. Luego el beso del abogado del estudio Goldberg. No me podía engañar a mí misma. Cada uno de esos hechos sucedió, en parte, porque yo quise que sucedieran. La apoyada del Dr. Ceballes duró más de la cuenta. Y el beso del muchacho del estudio Goldberg, sólo fue interrumpido después de que él saboreara mi boca a su gusto. Y lo último, aquel pendejo. Eso fue lo peor.

Cuando Joaco me convenció de que le permita recibir a aquel salvaje, una ridícula ansiedad se apoderó de mí. El hecho de que haya defendido a mi hijo, me obligó a tener una visión diferente de él. Al menos se merecía el beneficio de la duda. Pero no podía evitar recordar que, en una de mis muchas tardes de autocomplacencia, la imagen fugaz de aquel chico joven y fornido, había acudido a mi mente.

Cuando llegó el día en que mi hijo debía hacer el trabajo práctico, me puse nerviosa, como si tuviese quince años en lugar de treinta y cuatro. Pensé en recibir a los chicos con una vestimenta recatada, principalmente porque no quería que al tal Pitu se le vaya los ojos cuando me viera, como aquella tarde en la salida de la escuela. Pero después cambié de opinión. ¿Por qué tenía que cambiar mis hábitos en mi propia casa? ¿Por ese pendejo altanero? Ni loca. Me puse una pollerita a lunares que me encantaba, y una blusa negra que se adhería a mi cuerpo perfectamente.

Llegó la hora. El timbre sonó. Me sentí a la defensiva. Cuando Salí a recibir a los compañeros de Joaco, noté, con una ridícula decepción en mi interior, que Pitu no había venido.

Le ofrecí algo para tomar y los dejé solos. Rubén se estaba bañando. Así que me puse a ordenar la pieza.

Entonces escuché el timbre. Sentí cómo mi cuerpo se estremeció. Era una locura. Aquel pendejo me estaba moviendo el piso, y yo no podía evitarlo.

Mi marido se había ido a trabajar, con el mismo semblante triste de siempre. Me dio un frío beso en los labios y me dejó ahí.

Pensé, como muchas otras veces, que debía apoyarlo. No tenía en claro cómo hacerlo, pero debía apoyarlo.

A las desgracias era mejor no llamarlas, y ese pendejo era una desgracia. Me quedé en el cuarto ordenando. Cada tanto los chicos hablaban en un tono alto, y las voces llegaban hasta mi habitación, aunque no se alcanzaba a entender qué decían. La voz de Pitu, gruesa y autoritaria, resaltaba sobre las demás.

Me tiré sobre la cama. Si no me tocaba no podría estar tranquila. Necesitaba desahogar mi cuerpo para dejar de pensar en estupideces. Me levanté la pollera. Llevé una mano a mi boca y chupé cada uno de los dedos. Con la otra mano, hice a un costado la bombacha y empecé a masajear mi clítoris. Pensé en el muchacho del estudio Goldberg. ¡Qué cerca me sentía de caer en sus redes! Pensé también en el doctor Ceballes. ¿Cuántas veces podría librarme de él sin que me toque o haga algo más? En algún momento quedaríamos nuevamente solos en la oficina. Si me agarraba con la guardia baja sería difícil rechazarlo, por poco que me gustara ese tipo. Mi familia contaba con el sueldo que llevaba. Llevé mis manos mojadas a mi pecho. Estaban hinchados. Pellizqué mis pezones, sintiendo un placer exquisito, al tiempo que mi entrepierna estaba incendiada, largando jugos vaginales, mientras frotaba mi clítoris. Mi cuerpo se movía casi contra mi voluntad. Como si alguien me estuviese penetrando en ese mismo momento. El respaldo de la cama chocaba con la pared. Debía dejar de hacer ese ruido, pero estaba muy cerca del clímax, y no quería parar.

Entonces escuché que alguien había tirado de la cadena del baño del pasillo. Me acomodé la bombacha, me bajé la pollerita, me limpié la cara con mis propias manos, ya que estaba babeada por mi saliva. Salí al pasillo. Un hombre de hombros anchos, pelo corto, vestido con una camisa azul, salía del baño.

Le pregunté quién era. Cuando se dio vuelta mi corazón dio un vuelco. Era el pendejo. Era Pïtu.

¡Qué locura había hecho aquel día!

Pitu tenía una mirada salvaje. Su piel era marrón, pero en cada parte de su cuerpo tenía una tonalidad diferente. Su físico imponente. Llevaba la camisa con varios botones desabrochados, dejando ver sus pectorales marcados. Sus brazos eran musculosos, y las venas que lo atravesaban estaban muy marcadas, dándole un aspecto de fuerza descomunal.

—Me gustaría que me prometas, que no sólo no lo vas a volver a lastimar, sino que lo vas a cuidar, como hiciste ese día.

Le dije al pendejo. Hablé despacio, como si en ese momento tuviese que ocultar algo.

Me di cuenta que el pibe estaba teniendo una erección. Su miembro bien dotado se levantaba como una carpa debajo del pantalón. Se me acercó. Se apoyó en mi, haciéndome sentir su miembro duro. Intentó besarme, pero lo esquivé. Aún así, empezó a tocarme. Sus manos ásperas se metieron por debajo de mi pollera. No lo miré. No me animaba a hacerlo. Tenía la sensación de que si lo miraba, terminaría de apoderarse de mi voluntad. Me agarró de las nalgas con su mano, la cual tenía una fuerza tremenda. Con su otra mano masajeaba mi muslo. Le faltaba muy poco para llegar a mi sexo y descubrir que estaba empapado.

De repente escuché las voces de los chicos que estaban en el comedor. ¿Qué estaba haciendo? ¿Me había vuelto loca?

Le pedí que por favor me soltara. Él insistió, y si seguía haciéndolo, no sé cómo iba a terminar todo. Lo empujé y entré a mi cuarto. Durante unos segundos esperé a que abriera la puerta e hiciera lo que quisiese conmigo. Por suerte no lo hizo. Por fin volvió al comedor. Dejándome más caliente que nunca. Tuve que tocarme de nuevo. Cuando acabé, me sentí patética.

Pero lo peor fue lo que sucedió la semana siguiente. El grupo debía reunirse otra vez para terminar el trabajo. Estuve toda la semana ensayando la manera en que rechazaría a Pitu. Él solo es un pendejo que me agarró con la guardia baja. Nada más. Le diría que lo que sucedió no podía volver a suceder. Que no estaba interesada en él, y que prefería que se aleje de mi hijo. Se me ocurrió que si nos encontráramos a solas en algún momento, tanto mejor. Aprovecharía ese momento sólo para rechazarlo. No me agarraría desprevenida otra vez.

Pero después pensé en lo que podría suceder con Joaquín si Pitu se sentía humillado. Lo volvería a maltratar, sin dudas. Y además, les diría a todo el mundo lo que sucedió en casa. No, no podía ser cruel, aunque quisiera. Le diría que estoy casada. Que estoy pasando por un mal momento, y por eso dejé que aquello llegara al punto al que llegó. Me sentía halagada por atraer la atención de un muchachito tan joven, pero no podía ser. Yo era una mujer fiel. Y él era casi un niño.

Estuve horas pensando en esto. Y cuando se hizo las cinco de la tarde, llegaron los compañeros de Joaco, salvo Pitu. Pensé que llegaría más tarde, como la otra vez. Pero se hicieron las cinco y media, las seis, las siete. Empezó a oscurecer y no apareció.

Pendejo atrevido. ¿Se daba el lujo de despreciarme? ¿Y todo porque yo lo había rechazado en ese momento? ¿Qué pretendía, cogerme mientras mi hijo estaba en el comedor?

En todo esto estaba pensando el domingo, mientras Joaco tenía su cita romántica con esa chica. Los fines de semana Rubén hace horarios diurnos, así que estaba sola.

Entonces sonó el timbre.

Pensé que se trataba de Joaquín. ¿Para qué le había hecho un juego de llaves? Se habría olvidado algo, pensé. Salí al patio delantero. Pero no era Joaquín el que llamaba.

Era Pitu.