La mamá de joaquín, capítulo 2

Pitu sigue con su plan para conquistar a la mamá de su compañero de clase.

Andrea

Cuando le puse los puntos a ese pendejo, temblaba de los nervios, y también de miedo. En González Catán los adolescentes parecen hacer lo que quieren. Es normal que le falten al respeto a los adultos, e incluso a los profesores de la escuela. Pensé que en cualquier momento se levantaba y me daba una piña.

El director me había atendido muy amablemente, pero es un pusilánime, me dijo que no pensaba hacer nada porque la pelea de mi hijo con ese salvaje fue fuera del colegio. Al menos logré que me diera el nombre del pibe. Sebastián Medina.

Cuando salí de la escuela, bastante caliente, vi a ese grupito de chicos que me había gritado guarangadas unos momentos antes, mientras entraba a la escuela. Pensé que no sería extrañado que el revoltoso que le pegó a mi hijo estuviera entre esos infradotados. Los encaré, y resultó que mi intuición era correcta.

A pesar de que Joaquín se enojó conmigo, parece que actué bien. La reprimenda a aquel pendejo resultó efectiva. Durante toda la semana Joaco estuvo de mejor humor. Aunque no habla mucho, se le nota. Además, cada tanto lo veo con esa sonrisa tonta de nene enamorado. ¡Cómo lo quiero!

El que no había cambiado en su actitud es Rubén. No me considero una mujer muy sexual. Más bien la cuestión siempre me interesó lo justo y necesario. Lo conocí a Rubén siendo muy joven, mientras que él ya tenía treinta años. Me enamoré enseguida. Su seguridad, su inteligencia, que incluso, por momentos, parecía sabiduría, y su aspecto físico de hombre fuerte y bello, cuando todavía no comenzaba a crecerle la panza, me volvieron loca.

Al año ya estábamos juntados y esperando el nacimiento de Joaco. Mi adolescencia casi no existió, pero no me importaba. Me consideraba feliz. Tenía una familia, mucho mejor que la familia con lo que me había criado. La situación económica era cada vez mejor. Y Rubén me trataba como a una princesa.

Fue mi primer y mi único hombre. Nunca me sentí lo suficientemente atraída por otros hombres como para plantearme engañarlo. Además, él jamás me dio motivos para hacerlo. Soy de las que piensan que para acostarme con alguien necesito, sí o sí, estar enamorada. Y sólo amo a Rubén.

Las pocas veces que me sentí atraída por otros hombres, lo suficiente como para sentirme excitada, me desahogaba con mi marido, y así, las fantasías de engañarlo nunca salieron a la superficie. Siempre se mantenían bien ocultas, hasta el punto de que, durante muchos años, estuve convencida de que no necesitaba a ningún otro hombre, ni nunca lo necesitaría.

En el fondo, soy una mujer chapada a la antigua. Rubén siempre lo supo, y por eso nunca le molestó que me vista de manera sugerente, con pantalones super ajustados y polleritas cortas. Sabía perfectamente que él era el único que disfrutaba de mi cuerpo. Yo sólo me mantenía en forma para sentirme bien conmigo misma, y para que él no deje de quererme nunca.

No me molesta pasar etapas de semanas sin sexo. Puedo vivir tranquilamente sin eso. Pero tres meses es demasiado. Y cada vez que le insinúo a Rubén que necesito su pija, inventa una excusa para no dármela.

Por primera vez en mi vida siento la necesidad sexual a flor de piel. Cada hombre que me toca la bocina en la calle, cada abogado que me tira onda en los pasillos de tribunales, cada tipo que me invita a salir cuando me cruza por la calle, es una oportunidad para apaciguar esta calentura, que cada vez es más incontrolable.

Pero yo no soy así, nunca le haría eso a Rubén. Sin embargo, siento que mis hormonas se están despertando de la misma manera que debieron haberse despertado hace diecisiete años. Rubén, a cambio de una familia y una vida apacible, me había arrebatado la adolescencia. Pero ahora ya no tenía ninguna de esas cosas por las que acepté alegremente aquel sacrificio. Y como consecuencia, la chica adolescente, llena de curiosidad y lujuria, empieza a asomarse, cada vez con mayor insistencia.

Por las noches, cuando ya no puedo más y necesito desahogarme, mientras Rubén está trabajando, llevo dos dedos a mi sexo, el cual siempre encuentro empapado. Me acaricio el clítoris con la otra mano mientras meto y saco los dedos enteros, hasta alcanzar un liberador orgasmo.

Anoche hice lo mismo. Pero lo que me está sucediendo desde hace un par de días, a diferencia de los primeros tiempos de la abstinencia, es que no me alcanza con la estimulación física. Necesito recordar a algún que otro hombre por el que siento alguna atracción. Me los imagino, quitándome la ropa, arrancándomela, tratándome de manera brusca, casi violenta. Anoche imaginé al abogado carilindo del estudio Goldberg, poseyéndome con salvajismo. Yo, en cuatro, transpirada y jadeante recibía la enérgica verga del tipo. Imaginé también al verdulero de manos callosas, que siempre me mira como un degenerado, sin siquiera disimularlo. Fantaseé con que lamía cada rincón de mi cuerpo con esa lengua babosa, que siempre le veo porque tiene la costumbre de mantener la boca abierta. Recordé a los repositores del supermercado, tres pendejos recién salidos de la escuela, que siempre se dan vuelta a mirarme, cuando creen que yo no me doy cuenta de que lo hacen. Los metí en mis fantasías. Los tres me daban sus vergas al mismo tiempo. Una en cada orificio. Y por último, antes de acabar, cuando ya tenía todos los músculos tensionados, sin haberlo premeditado, me vino a la mente aquel pendejo maleducado que había lastimado a mi hijo. Era morocho, de pelo corto. De estatura baja, con los hombros anchos y los pectorales y brazos musculosos. Su mirada era intensa, y a pesar de tener sólo uno o dos años más que Joaco, parecía todo un hombre. Lo imaginé entrando a casa sin permiso. Me pondría contra la pared, me levantaría, despacito, la pollera, mientras yo le rogaba que no me lastimara. Y luego me enterraría esa enorme verga que yo suponía que tenía, ya que, de reojo, con los anteojos todavía puestos, había visto que detrás de su bragueta había un bulto demasiado grande. Mientras acababa, me metí los mismos dedos que había enterrado en mi sexo, en mi boca hecha agua, saboreando mis propios fluidos.

Pero sólo eran fantasías. Tenía en claro que nunca engañaría a mi marido. Menos ahora que está pasando su peor momento. Y mucho menos con un adolescente que había golpeado a mi hijo.

Nunca haría eso.

Pitu

El cheto sabe que por algo no lo molesto más. No es tan boludo como parece. Yo me hago el gil, corte que como la otra vez se me paró de mano, se había ganado mi respeto. Pero tampoco la pavada. Estas cosas hay que hacerlas bien para que todo salga piola. A veces lo bardeo frente a los pibes. Le sigo diciendo chetito. Me rio cuando él habla en clase. Boludeces. Pero ya no me zarpo. O sea, quiero que se note que la cosa empieza a estar todo bien conmigo, pero de a poco.

A su mamita no me la puedo sacar de la cabeza. No pude averiguar ni como se llama, y ese misterio me pone todavía más loco. Sueño todos los días con ese culo macizo, con esas gambas hermosas, con su carita de piel suave como bebé, y ojos azules. Sueño con cogérmela por todos lados y llenarla toda con mi leche.

Muchas veces me desperté recontra al palo, y el calzoncillo lleno de semen. Nunca antes había acabado mientras dormía, pero desde que la conozco a la mamá de Joaquín, amanezco casi todos los días, enchastrado.

El otro día lo mandé al Brian y a Leo a que averigüen donde vive el cheto. No me consiguieron la dirección, pero me dijeron que vive cerca de la plaza de Catán.

El sábado agarré la bici y me fui para allá. Empecé a dar vueltas por ese barrio. Algunos me empezaban a mirar raro. Corte que era un chorro. Esos giles cagan más alto que su culo. Se piensan que, porque tienen un poquito más que los demás, son mejores que uno. Si me hubiesen agarrado en otro momento, hubiese repartido un par de piñas. Pero no les di cabida. Yo sólo estaba ahí para cruzarme “de casualidad” con la mamá de Joaquín.

Tuve tanta mala suerte, que, en vez de cruzarme con ella, me encontré con el cheto.

Salía de comprar del supermercado “Delbanco” que está sobre la ruta. Ese supermercado está re piola, es regrande, siempre está limpio, y tiene un par de cajeras con una pinta de putonas bárbaras. Pero venden las cosas muy caras, por eso casi no voy.

Joaquín llevaba unas bolsas en las manos. lo habían mandado a hacer los mandados al nene.

—¿Qué hacés acá? — me dijo el maleducado, sin saludar.

— Eh qué onda chetito ¿Te tengo que pedir permiso a vos para andar por Catán? —ME quedé sobre la vereda, arriba de la bici, al lado de él.

—No, ni ahí, sólo te lo preguntaba porque me llamó la atención verte acá. — dijo.

Se lo notaba nervioso, pero el pibe ya no me bajaba la mirada. Me empezaba a caer bien el wacho.

—“Me llamó la atención verte” —repetí sus palabras, burlón. —¿Así hablan los chetos de tu barrio?

—Le tengo que llevar esto a mi vieja. Nos vemos el lunes.

La sola mención a su mamita me puso como perro alzado.

—Eh tranquilo, sólo fue un chiste. Qué lindo día ¿No?

—Sí, la verdad que sí. —contestó él.

Y era cierto. El cielo estaba azul y no había una sola nube. Además, hacía ese clima piola de primavera, ni calor ni frío. Y el vientito que se levantaba era muy rico.

—En un día como este deberías estar paseando con la Agustina. No haciendo las compras a tu mami.

—¿Paseando con Agustina?

Me cagué de la risa cuando vi la cara de boludo que puso. Como si lo hubieran agarrado con las manos en la maza.

—Y sí. Si se renota que le tenés ganas. ¿Ya te la estás chamuyando?

—¿Qué? No. Nada que ver. Agus es una amiga.

¡Cómo le cambió la cara cuando la nombre a la Agus! Y el salame me quería mentir encima.

—¿Amigos? Me extraña Joaquín. —Creo que esa fue la primera vez que lo llamé por su nombre jaja. — Cuando te hacés el amigo de una mina, después no te la podés coger. Vos tenés que acercarte, y de apoco ir endulzándole el oído. Que sepa de entrada que tenés onda, pero sin exagerar. Que sepa que también te pueden gustar otras minas. Que se ponga celosa. Las minas son hijas del rigor, hay que hacerlas sufrir un toque. Si te entregas en bandeja no te va a dar bola.

—Bueno, gracias por el consejo. — me contestó, ya menos a la defensiva. —Y gracias por defenderme el otro día.

—No pasa nada, El Turco y El Mauri se la dan de los kapangas de la escuela, pero acá ningún forro del otro turno va a venir a hacer bardo cuando yo estoy en la escuela. Y menos con alguien de mi curso.

Eso último que le dije era cierto. Tan chamuyero no soy.

—Bueno, bien ahí. —dijo el cheto. —Me tengo que ir. Nos vemos el lunes.

—Dale, nos vemos el lunes viejo. ¿Vivís por acá nomás?

—Si si. —dijo el wacho haciéndose el boludo. No me iba a decir dónde estaba su casa ni en pedo.

Lo dejé alejarse un par de cuadras. Y después lo seguí desde la otra vereda. Corte que seguía con mi paseo en bici y de casualidad iba en la misma dirección que él.

Entró a una casita con las rejas negras. La verdad que pensé que eran de más guita, pero la casa era igual de humilde que la mía. Y bueno, por algo será que se fueron de Capital para mudarse a Catán. La crisis del año pasado se los habrá llevado puestos.

Cuando entraba a su casa lo saludé, haciéndome el boludo, y seguí mi rumbo.

No tenía mucho sentido el hecho de conocer dónde vivía la mina. Pero el saberlo me puso al palo. Encima llevaba un pantalón de gimnasia con el que no pude esconder tremenda erección. Y para colmo había bastante gente por la calle, y algunos se habían dado cuenta de que estaba al palo, y se miraban entre ellos, riéndose. Que agradezcan que estaba en un buen día. Sino los cagaba a trompadas.

El lunes no tenía ni ganas de ir a la escuela. El Brian y El Leo se querían hacer la rata. Yo me tenté, pero le dije que vayan ellos nomás.

—Eh qué onda Pitu, estás hecho un Sarmiento Ahora. —dijo el Brian.

—Nada que ver gil. Tengo que hacer algo.

Se los notaba con ganas de seguir gastándome, pero me conocen. Saben que cuando pongo cara de orto significa que ya no me pueden decir nada o se comen un par de bifes.

Cuando entré al aula, saludé a los pibes como hacemos nosotros, con dos apretones de mano, el segundo cruzado. El cheto estaba entre un grupo de pibes, y también lo saludé.

Cuando la vieja Ortuño empezó con la clase de historia, me quise rajar del aula e ir con los pibes, a donde fuera que se hayan ido. Pero ya estaba ahí, me la tuve que fumar.

Igual es al pedo que la vieja se esfuerce tanto en explicar sobre el rodrigazo y esas cosas. Todos saben que el último año es sólo un trámite. Nadie repite tercer año. Los pibes estamos con la cabeza en otra parte. El viaje de egresados, las mujeres, la birra, la joda… Los profes saben eso y a la mayoría les chupa un huevo. Incluso la vieja Ortuño nos va a terminar aprobando a todos. Pero ella y dale con sus clases de mierda.

—Bueno, recuerden que tienen que armar grupos para el trabajo práctico.

—¿Qué trabajo práctico? —dije recaliente. ¿De qué mierda estaba hablando la vieja esta?

—Si viniese más seguido, o si al menos les pidiera a sus compañeros los apuntes, sabría de qué le estoy hablando. Tiene que hacer un tepe comparando la política económica del primer gobierno peronista con el tercero.

—¿¡Qué!? Profe, me parece que estás confundida vos. Esto no es la universidad eh.

Algunos wachos se cagaron de la risa con mi ocurrencia.

—El confundido es usted Medina. Y le aclaro que este trabajo va con nota. A ver ¿A qué grupo le falta un miembro?

—A nosotros. — dijo uno de los logis del curso con miedo.

Era Ramoncito, un cuatrojos con peinado de lamida de vaca. Era uno de los más tragas del curso. Al menos en eso tuve suerte. Menos trabajo para mí.

—Bueno Medina, se agrega al grupo de Bulacio, Rosales, y Pascot.

¿Bulacio? Pensé para mis adentros. ¿Bulacio no era el apellido del cheto?

Él se dio vuelta a mirarme, confirmando que así era.

Al final este trabajo práctico no era tan mala idea. Bien ahí vieja Ortuño, me hiciste un favor sin darte cuenta. Pensé.

Andrea

Llegué a casa irritada. Joaquín estaba preparando unas hamburguesas. Los días que trabajo en el estudio, llego a casa a eso de las tres y Joaquín me espera para que comamos juntos. A veces Rubén se despierta y nos acompaña.

La casa estaba llena de olor al humo que salía de la plancha.

—¿Por qué no abrís la ventana Joaquín? —le dije, levantando la voz.

Inmediatamente me arrepentí de hacerlo. Joaquín era un santo. Se bancó el cambio de barrio, de colegio, soportó el acoso que hasta hace poco sufría de parte de un compañero, y hasta me ayudaba con las tareas domésticas.

—Bueno ma, no te enojes. —Me dijo el pobre.

Me acerqué y le di un beso en la frente.

—Perdoname Joaco, tuve un día complicado en el trabajo. ¿Sabés qué? No tengo nada de hambre. Comé vos. Me voy a dar una ducha y si querés, después miramos la tele juntos.

Me dio la impresión de que me quería decir algo, pero en ese momento necesitaba relajarme. Ya me lo diría después.

En el cuarto, Rubén todavía roncaba. Pobre. Llegaba a casa recién a las diez de la mañana. Si no se despertó con el olor a hamburguesa que había en toda la casa, era porque estaba muy cansado.

Hice el menor ruido posible. Me desnudé y fue a la ducha.

Apenas el agua caliente empezó a caer sobre mi cuerpo, me sentí relajada.

No solo fue un día complicado. Toda la semana lo fue. El Dr. Mariano, mi jefe, es una persona seria y confiable. Además, es muy generoso. A pesar de que trabajo a medio tiempo, me paga un sueldo como si lo hiciera ocho horas diarias. Desde que comencé a trabajar con él temí que se aprovechara de su situación de poder y me obligara a ser algo más que su asistente. Me sorprendí a mí misma, en mis fantasías, aceptando el papel de amante. Después de todo, conseguir otro trabajo en esas condiciones era casi imposible. Y en casa estábamos tan ajustados, que perder un ingreso como mi sueldo, podía ser trágico. No me imaginaba volviendo a la casa de los padres de Rubén. Sería muy denigrante.

Pero por suerte, el Dr. Mariano es tan correcto como aparenta.

Sin embargo, no puedo decir lo mismo de sus socios minoritarios. Los Dres. Ceballes y Aristimuño. Dos cincuentones que no paran de mirarme la cola mientras voy de acá para allá en la oficina, llevando los papeles.

El primer inconveniente que tuve con el Dr. Ceballes fue el lunes. Yo estaba buscando una carpeta en el archivo. El Dr. Mariano y el Dr. Aristimuño se habían ido a una audiencia, así que estábamos solos.

—¿Que buscás? —Me preguntó el abogado petulante.

—La carpeta del caso de Dirende. —le contesté.

El Dr. Ceballes se acercó por detrás. Agarró una carpeta que estaba más abajo de donde yo estaba buscando.

—Está guardado como “lezica”. — dijo.

Sentí su aliento caliente en mi cara. Pero después sentí algo más. Cuando se había acercado, innecesariamente, se había apoyado sobre mí. Sus piernas rozaban mis nalgas. Para colmo, yo llevaba una pollerita bien corta. El viejo debió estar como loco.

—Ah muchas gracias. — dije, agarrando dicha carpeta. Él aprovechó para rosar mi mano.

Cuando me quise mover de donde estaba, él, en vez de hacerse a un lado, se quedó donde estaba. E incluso creí notar que empujaba su pelvis hacia adelante. En ese momento sentí con mis nalgas, el miembro del desagradable Dr. Ceballes, el cual, si bien no estaba parado, se notaba que tenía cierta rigidez.

Hice de cuenta que no había pasado nada, y me alejé de él.

—Le queda bien esa ropa. —Me dijo.

—Gracias. —susurré, y me fui a mi escritorio.

Desde ese momento el Dr. Ceballes me mira, como si hubiese cierta complicidad entre nosotros. Además, cuando está con el Dr. Aristimuño no dejan de mirarme de reojo mientras hablan y sonríen.

Mientras me pasaba el jabón por las piernas. Sintiendo, orgullosa, lo firmes que estaban, recordaba aquella escena. ¿Qué hubiese pasado si me quedaba unos segundos más ahí, atrapada entre el archivero y el Dr.?

Probablemente el viejo hubiera asumido que yo esperaba que haga algo más que apoyarme. Me levantaría la pollerita. Me empujaría hacia adelante. Quedaría con la cara pegado al mueble, sintiendo los dedos bajándome la bombacha. Y luego me penetraría. Ahí, en la oficina donde nos veíamos todos los días.

El Dr. Ceballes no me atraía en lo más mínimo. Pero imaginar cómo una verga tiesa entraba en mi interior después de tanto tiempo, hizo que me excitara.

Mis dedos resbalosos se enterraron en mi sexo. Entonces recordé lo que había sucedido ese mismo día.

A primera hora fui a entregar un escrito en los tribunales de Kennedy y Catamarca. El ambiente jurídico de La Matanza es muy pequeño. Todos los días me cruzo a los mismos abogados y procuradores.

Y ahí estaba él. El abogado novato del estudio Goldberg. Un jovencito de veinticuatro o veinticinco años. Rubio, de ojos claros. Con la cara equina, pero aún así atractiva. Desde que empecé a trabajar nos cruzamos casi todos los días.

Ambos salimos del juzgado a la vez.

—Cómo anda doctora. —me saludó con un beso en la mejilla.

—No soy doctora. Sólo una asistente.

—Ah perdón. Es que como te vestís tan bien, y te desenvolvés con tanta naturalidad en los juzgados, pensé que eras abogada.

—jaja Gracias.

Ese día llevaba mi ropa de oficina preferida. Una camisa blanca mangas largas. Un chaleco gris, y una pollerita del mismo color. Me había recogido el pelo, sabiendo que las facciones de mi cara y mis ojos resaltaban más que nunca. Me veía como una profesional, pero aun así, muy sensual.

Nos metimos en el ascensor para bajar. Inmediatamente sentí cómo se ponía nervioso. Mi presencia suele intimidar a muchos hombres. Y cuando me encuentro con uno a solas en un ascensor, tienen las actitudes mas variadas, y a veces hasta graciosas.

Me intrigaba saber cómo actuaría el joven abogado. ¿Se quedaría en silencio durante el corto trayecto? ¿Hablaría de cualquier tontería con tal de sacarme alguna palabra? ¿Haría un chiste para que yo le regale una sonrisa?

Toqué el botón de planta baja. Las puertas corredizas se cerraron inmediatamente. Entonces sentí una mano, que me agarraba del brazo y me instaba a girar. Cuando lo hice. El joven abogado, del que todavía no conozco el nombre, me estampó un beso en la boca. Su lengua se metió adentro. Tenía sabor a tabaco y menta. Empezó a masajear mi lengua con la suya. Me abrazó. Sentí una de sus manos que bajaba hasta el cierre de mi pollera, palpando el inicio de mis nalgas.

Lo aparté de un empujón. Y le di un cachetazo.

—¿Estás loco? — le dije, sin levantar la voz. No quería hacer un escándalo.

—Perdón, pero si no lo hacía, me moría. — dijo el caradura, mientras el ascensor se detenía y las puertas se abrían. —Además — Agregó. —Pensé que quizás vos también querías.

—Pensaste mal. — Le dije, mientras nos dirigíamos a la salida. — Estoy casada. — agregué, mostrándole mi anillo.

— Eso no me molesta. —retrucó el caradura.

— A mí sí. No me vuelvas a tocar, por favor. — le pedí, y lo dejé ahí, sin darle oportunidad a que se disculpara.

Sentía cómo el orgasmo venía a mí. Qué fácil sería para mí apaciguar esta calentura que tengo desde hace ya casi cuatro meses. Había tantos hombres dispuestos a complacerme. Me masajeé el pezón, mientras acariciaba frenéticamente el clítoris. Pensé en despertar a Rubén y pedirle que me coja de una vez por todas. Pero si se negaba no lo soportaría. Las peligrosas ganas de traicionarlo acudirían a mí más fuerte que nunca. Además, ya estaba a punto de acabar. EL abogado carilindo tampoco me gustaba. Era lindo, pero le faltaba mucho mundo.

Aun así me estaba tocando pensando en él. En él y en el viejo Ceballes, por el cual sentía menos atracción aún. Los tenía comiendo de mi mano. A ellos, a Aristimuño y a otros tantos. La lealtad nunca me había pesado tanto como ahora. Mi cuerpo se llenó de calor. Me apoyé en los azulejos del baño mientras el agua caliente aún caía sobre mí. Mis dedos se llenaron de fluidos. Tuve que morderme los labios para no gritar.

Joaquín

Mamá salió del baño con mejor humor. Yo estaba en el living mirando la tele. Se acercó y me dio un beso en la frente.

—Te quiero mucho, ¿sabés? — me dijo.

—Yo también ma. ¿Estás bien?

—Sí, es difícil acostumbrarse a esta nueva vida. Pero todo va a ir mejor. Ya vas a ver.

—Sí, te entiendo, para mí también fue difícil.

—¿Fue?

—Sí, al principio me costó. Más que nada por dejar de ver todos los días a los chicos del barrio. Pero al menos todavía nos juntamos a jugar a la play los findes.

—Además tuviste ese problema con el salvaje de tu compañero ¿No te molesta más?

—De eso te quería hablar.

—No me digas que te volvió a pegar. Te juro que le hago una denuncia. — dijo, enojada. Me dio gracia verla tan exaltada por algo que no sucedía.

—No, ma, tranquila. Ya nos estamos llevando bien.

—¿En serio?

—Sí. Escuchame ma. Tengo que hacer un trabajo práctico para historia. Es en grupo. Y con los chicos decidimos que el lugar más cómodo para todos es acá. ¿Te molesta que vengan tres de mis compañeros mañana?

—Ay Joaco, no sé. Esta casa es muy chica. No es como la de Villa Crespo. No van a estar cómodos.

—Tranquila ma. Acá todos los pibes son humildes. No tenés que sentir vergüenza de tu casa.

—¿Y quién dijo que tengo vergüenza?

—Dale ma, te conozco. Vos con tanto glamur viviendo en González Catán, en una casita como esta… Parecés más de Recoleta. Pero como te digo, no te preocupes.

Mamá soltó una carcajada.

—Sos gracioso cuando te lo proponés. —dijo —. Bueno. Invitá a tus amigos. Si querés vengan después de la escuela. Les preparo algo para comer.

—No hace falta. Ya quedamos en reunirnos a las cinco. Para no molestarlo a papá que casi siempre se levanta a esa hora.

En ese momento mamá llevaba un pantalón ajustadísimo y una remera también muy ceñida a su cuerpo. Pensé en pedirle que, solo por mañana, se vista de manera más recatada, pero no me animé a hacerlo. Con esas cosas siempre fue intransigente. Ella se vestía como quería y punto. Además, la mayoría de su ropa era así de sensual.

—Y otra cosa ma. ¿viste el chico con el que me peleé ese día?

—No te peleaste, él te pegó. —Aclaró mamá innecesariamente. Y después agregó —. Qué pasa con él.

—Bueno, es uno de los compañeros que vienen mañana.

—¿¡Qué!? —estalló mamá. —No, de ninguna manera voy a dejar que ese salvaje entre a esta casa. ¿Cómo podés hacerte amigo de ese chico?

—No me hice amigo de él. La profesora lo puso en mi grupo. Además, ahora ya casi no me molesta.

—¿Casi? — dijo mamá exaltada. —¿Casi? No, ni hablar.

No me quedaba otra. Tenía que sacar el as bajo la manga.

—Ma, no te quería decir esto, porque no te quería preocupar. Pero…

—Pero qué.

—Hace un par de semanas, dos chicos del otro turno me quisieron pegar. —congesé, omitiendo los detalles más desagradables, como cuando el gordo casi me mea encima.

—¡Pero ese colegio está lleno de salvajes!

—Sí, bueno. Pero el que me defendió fue Pitu. Sebastián Medina. —le dije. —El pibe es un salvaje, como vos decís, pero tiene códigos. —agregué, sin estar del todo seguro de si lo que yo mismo decía era cierto.

—¿De verdad te defendió él?

—Sí, además, vos misma me enseñaste ma, que todo lo diferente genera incomodidad en la gente. Y bueno, nosotros somos diferentes. Y ellos se están acostumbrando a nuestra presencia.

Mamá quedó meditando un rato.

—Bueno, está bien. invitalo. —dijo al fin.