La mamá de Carlos 02: no era un sueño
Marga intuye que los sucesos de la noche anterior tendrán consecuencias, y no se equivoca...
Se despertó a las siete, como cada sábado, para preparar el desayuno a Carlos, que jugaba un torneo en no recordaba qué pueblo. Agradeció su silencio adormilado. Le daba vergüenza mirarle. Mientras su hijo se arreglaba, a solas, en la cocina, trataba de poner orden en sus ideas. A la luz del día, fuera ya del absurdo furor nocturno a que le había conducido la amenaza de Alberto, le costaba asimilar lo sucedido. No comprendía cómo había permitido que las cosas llegaran hasta allí, aunque, por otra parte, tampoco se le ocurría cómo podría haber manejado aquella situación. Por la mañana, la amenaza del muchacho seguía pareciendo consistente y temible.
Por otra parte, y esta era la idea que más la perturbaba, había gozado con ello. No podía delegar esa sensación de culpa. Alberto, efectivamente, la había obligado a mostrarse, pero era ella quien se había corrido ante él como una puta. Había gozado de la escena y se había deleitado en la excitación del muchacho. De hecho, no recordaba un orgasmo como aquel. Se sentía avergonzada, culpable. Pese a ello, el simple recuerdo le causaba un hormigueo, una sensación en el estómago, que evidenciaba lo que consideraba un síntoma preocupante. Nunca se había planteado ser la madre que asalta a jovencitos. Desde luego, aquello no podía volver a suceder.
Tras asegurarse de que llevaba todo lo necesario (no regresaría hasta la noche), pensó que necesitaba aquellas horas para recomponerse. Se volvió a la cama y se hizo un ovillo bajo el edredón. Una vez a solas, sin un trabajo en que ocuparse, tan solo reflexionando, seguía sintiéndose confusa. Se preguntaba hasta qué punto el muchacho estaría realmente dispuesto a cumplir su amenaza. Le conocía desde niño, y siempre le había considerado un buen chico. Una vez tras otra, la imagen de su polla erecta volvía a su cabeza, y la alejaba asustada. Era la polla de un hombre. Comprendió que Carlos tendría ya su cuerpo así de formado. Hacía tiempo que había dejado de mostrarse desnudo frente a ella. ¿Sería Carlos capaz de hacer aquello a la mamá de Alberto? Sintió el impulso de acariciarse. Se contuvo. Le daba vergüenza pensarlo.
Alrededor de las diez, un timbrazo la sacó del duermevela. No esperaba a nadie. Lo ignoró. No se sentía con ánimos para atender a un vendedor. Ni siquiera a una visita inoportuna. Necesitaba estar a solas. El timbre sonó hasta tres veces antes de que el teléfono empezara a vibrar en la mesilla. Lo cogió nerviosa. Era Alberto. Tenía su número desde antes de que se decidiera a comprarle el móvil a su hijo, por si pasaba algo. No quiso responder. Cuando sonó la campanilla del whatsapp, se temió lo peor. Lo abrió con mano temblorosa. Era él de nuevo. Un vídeo la mostraba masturbándose en su cama. En la esquina inferior derecha, podía verse a Alberto acariciando su polla. Comprendió la gravedad del asunto. Volvió a vibrar una llamada.
Dime…
Estoy abajo. Ábreme.
Pero, Alberto…
Ábreme.
Obedeció. Unos segundos después, le esperaba nerviosa, asustada, junto a la puerta entreabierta de su apartamento. Le hizo entrar deprisa mientras miraba hacia el rellano de la escalera asegurándose de que no hubiera nadie. En la entrada de su casa, se quedaron parados frente a frente. Alberto sonreía, aunque también parecía inquieto.
- Estás muy guapa.
Solo entonces comprendió que había salido a recibirle en camisón. El muchacho podía ver sus piernas hasta medio muslo, y adivinar cada forma de su cuerpo. No supo qué hacer.
- ¿Qui… quieres un café?
Le condujo a la cocina. Mecánicamente, pulsó el botón de la máquina, repuso el agua del depósito, y extrajo dos cápsulas del gran tarro de cristal donde las guardaba. Trataba de no mirarle. Había llegado en chandal. No hacía falta mucha agudeza para ver la tremenda erección que se modelaba bajo el tejido elástico.
- ¿Qué quieres, Alberto? ¿Qué coño es lo que quieres?
Se habían sentado en la salita, cada uno frente a su taza. Tuvo la precaución de ocupar uno de los sillones. El muchacho la miraba desde el sofá. Como única respuesta, tiró hacia abajo del elástico de su pantalón mostrándole la polla. Le dio un vuelco el corazón. La situación volvía a escapársele de las manos. Sintió de nuevo ese vértigo de no saber cómo salir de aquello. Trató de aplacarle dominando su voz para que no percibiera su nerviosismo.
Alberto, hijo, esto no puede ser. Mira: si te vas, te prometo que nadie va a enterarse de esto, pero no puede ser... Yo soy una mujer mayor, y tú… eres un chiquillo… Si alguien se enterase… Yo creo que deberías irte y pensarlo…
Ni lo sueñes.
Percibió en su tono de voz una decisión que no parecía corresponderse con su edad. Había hablado mirándole a los ojos, palmeando el asiento a su lado. Comprendió que no podría evitarlo. Humillando la mirada, se levantó para ocupar el lugar que el muchacho le indicaba. Permaneció en silencio, a su lado, con las manos recogidas en el regazo. Sentía un calor en la cara que le indicaba que se había ruborizado.
- No sabes cuantas veces me la he pelado imaginando esto.
Comenzó a magrearla torpemente. Sus manos estrujaban sus tetas. Clavaba los dedos en ellas. Buscaba sus pezones para pellizcarlos.
- Quítatelo.
Obedeció. Le temblaban las manos y el corazón parecía ir a estallarle. Cuando su cuerpo desnudo estuvo a la vista del muchacho, fue como volverse loco. La manoseaba entera. Chupaba sus pezones y estrujaba su culo, sus muslos, sus tetas. Cuando le metió una de las manos entre las piernas, sintió los dedos resbalando en su interior sin dificultad. Reparó en que también tenía los pezones “despiertos”. En el centro de sus amplias areolas oscuras, aparecían destacados, como piedrecillas.
- Si lo estás deseando…
Avergonzada, comprendió que era así. Mientras una voz en su interior insistía en una letanía persistente en que aquello estaba mal, su cuerpo parecía responder inconteniblemente al deseo acumulado de diez años de caricias en soledad. Agarró su polla y comenzó a acariciarla mientras sus labios buscaron los del muchacho, que se dejó querer recostándose en el sofá. Estaba dura, más que dura. Estaba rígida, animada por el vigor inagotable de su juventud. Por primera vez en siglos, sentía la firmeza de una polla entre los dedos, la rugosa textura de aquel tronco firme bajo la piel que deslizaba sobre él. El muchacho no dejaba de sobarla con aquel apremio inexperto y ansioso. La volvía loca.
- Chúpa… chúpame… la…
Obedeció. Inclinándose sobre ella, se la metió en la boca y sintió en la lengua la babita sedosa que cubría su capullo. Comprendió que manifestaba la misma ansia casi adolescente que el muchacho. Se la mamaba con fuerza, como si no hubiera un mañana, y, en pocos segundos, la notó latir entre la lengua y el paladar, palpitar con fuerza, y empezar a escupir su esperma tibia y abundante a un ritmo sostenido, persistente. El chiquillo gemía y temblaba, y Ana se tragaba su lechita acariciando su coño con furia, frotándolo.
- ¡Para! ¡Paraaaa!
Sintió que la empujaba con fuerza haciéndola caer al suelo, sobre la alfombra. Se lanzó sobre ella. Su polla todavía manaba los últimos chorritos cuando se clavó en ella haciéndola gemir. Comenzó a follarla deprisa. Se sentía fuera de control, culeaba bajo él como buscando el envite que imprimía a su pelvis, el trabajo de barrena a que la sometía causando un ruidito de chapoteo en su coño empapado. Le abrazaba con fuerza apretando el cuerpo delgado y musculoso sobre su pecho. Le mordía los labios.
- ¡Así…! ¡Fóllame… asíiii!
Cualquier atisbo de su fantasía se había disipado. No quedaba vestigio alguno de aquel reproche que se había forzado a creer. Solo era ella temblando, gimiendo y jadeando, dejándose joder en el suelo como una perra, culeando para buscarle, acariciando su espalda musculosa, atrayéndole con ansia, corriéndose entre jadeos, sintiéndole estallar, notando el calor húmedo de su leche en su interior, gimiendo…
- ¿Te ha gustado?
Marga se sintió extrañada ante la inocencia de la pregunta. Al final, no era más que un crío inseguro impelido por aquella urgencia juvenil. Sabía, era evidente, que la tenía en sus manos con aquellas fotos y aquel vídeo, pero nada más. Preguntaba sin malicia, con un cierto aire de inseguridad, como si no hubiera comprendido lo evidente que resultaba, o como si necesitara escuchárselo decir. Permanecía tumbado sobre ella, que todavía podía sentir sobre el vientre la presión de su polla, eternamente dura. No pudo evitar sonreír.
- Claro, cielo… Solo es que…
Alberto besó sus labios en un arrebato de pasión adolescente. Devolvió sus besos enternecida. Era como si le devolviera a un lugar de sus recuerdos casi perdido en la memoria. Sentía su ansiedad, su nerviosismo, aquel deseo intenso que parecía desinhibirlo. Pensó que no podía ser mientras le abrazaba acariciando sus nalgas apretadas y duras, atrayéndole hacia ella.
... es que no puede ser, cariño.
¿Por qué? ¿No te gusto?
Claro que me gustas… Pero es que… Eres muy joven… ¿Sabes lo que pasaría si…?
No quiero que me dejes.
Se quedo paralizada. Parecía haber concebido un romance entre ellos, imaginado que había algo, un noviazgo, algo así. Comprendió la magnitud de su torpeza, la dificultad de manejar aquello, de controlarlo. Trató de mantener la serenidad, de transmitírsela. Respondió en voz baja, tratando de dominar el pánico y fingiendo un tono suave de complicidad que apenas lograba disimular el pánico en su voz.
Tienes que entenderlo, cariño… Eres amigo de mi hijo, y menor de edad ¿Sabes lo que pasaría si tus padres se enterasen? Podría ir a la cárcel. Yo sé que tú no quieres…
No me importa.
Pero…
Pero es que tengo un vídeo, y tienes que hacer lo que te diga.
No digas eso… Por favor…
Se había puesto de pie. Le veía ante sí, aparentando una serenidad de hielo, erguido e imponente. Su polla, completamente erecta una vez más, parecía apuntarla.
Ven, vamos a tu cama.
Pero… Alberto, por favor…
Vamos.
La condujo hasta allí tirando de su mano. Se sintió avergonzada. La cama permanecía deshecha y el cuarto sin ventilar. Olía a sueño. Se excusó mecánicamente, sin pensar, y se sintió idiota por ello.
No he tenido tiempo…
Siéntate ahí, como ayer.
¿Cómo…?
Como ayer. Siéntate y tócate.
Obedeció en silencio. Comenzó a acariciarse frente a él, que permaneció de pie, frente a ella, observándola. La situación la excitaba extraordinariamente. Parecía haber algo en aquel muchacho, aquella autoridad insegura que ejercía, la excitación que manifestaba sin ningún pudor... Su polla cabeceaba frente a ella, muy cerca de ella. A medida que pasaban los minutos, el hilillo de flujo preseminal que vertía goteaba hasta el suelo. Sus dedos se deslizaban sobre su coño, lubricado por el esperma que todavía manaba de su interior. Clavó dos de ellos. Gimió.
¿Te gusta?
¿Qu… qué…?
Tocarte el coño, que te vea ¿Te gusta? ¿Estás caliente?
Sí…
Eres una puta.
Sí… sí… síiiii…
Fluía inconteniblemente. Sentía un estremecimiento interminable. Se le nublaba la vista. Sus dedos se movían solos como guiados por un mecanismo atávico. Ya no podía pensar más que en aquello, en aquel deseo, en el joven macho excitado que la observaba tan serio, que la insultaba con aquella naturalidad casi inocente.
- No pares, puta. Quiero ver cómo te corres.
Estalló en aquel mismo momento como si aquellas pocas palabras tuvieran la potestad de dispararla, de proyectarla. Comenzó a temblar seducida por la idea de hacerlo frente a él, como él decía, por que lo decía él. Su cuerpo entero vibraba en un orgasmo espasmódico y brutal. Alberto veía cómo los dedos se crispaban en el interior de su coño empapado y cómo temblaba, cómo sus tetas se balanceaban como flanes, trémulas, carnales, tan blancas, recorridas por aquella greca sutil de delgadas venillas azuladas, casi imperceptibles.
- ¡Date la vuelta! ¡Date la vuelta!
Como en un sueño, sin una conciencia real de lo que sucedía, se dejó manejar sin comprender. El muchacho la giraba, todavía temblorosa. Se vio arrodillada sobre el colchón, caída sobre el colchón, sin fuerzas para sostenerse, y comprendió, incapacitada para negarse, lo que significaban las manos que se agarraban con fuerza a sus caderas. Supo que, en aquella posición, se le ofrecía, se le entregaba.
- ¡¡¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhh!!!
Chilló al sentirla clavándose en su culo sin más lubricación que aquel escaso fluido que manaba y, quizás, parte del esperma que se había deslizado desde su coño cuando todavía se acariciaba boca arriba. Chillo al sentirla dentro, como una barra de acero caliente, rompiéndola, destrozándola en un dolor intenso y lacerante.
Pero no hizo nada. El muchacho, el amigo de su hijo, barrenaba su culo con fuerza, casi con rabia, haciéndola gritar. Mordía la almohada. Sus dedos crispados se agarraban a las sábanas como si temiera caerse. El golpeteo incesante de aquel vientre liso y duro sobre sus nalgas la excitaba, pese al padecimiento que le causaba. Sentía el violento oscilar de su carne al recibirlo. Sin pensarlo, volvió a acariciarse. No comprendía, ni lo intentaba, la anormal excitación que le causaba sentirse dominada así. No tardo en gimotear entre sollozos. Debía resultar evidente.
- Córrete así… puta… puta… puta…
Le sintió derramarse en su interior sujetando sus caderas con fuerza, clavado en ella, agarrado a ella como si el mundo fuera a terminarse. Aquella eclosión de esperma, que parecía manar de él sin límite ni final, obraba como un bálsamo, resolviéndose en una nueva avenida de placer como si fuera la conclusión lógica del dolor soportado. Se corrió como una loca, gimoteando con los dedos clavados en el coño irritado, balbuceando, escuchándole llamarla puta con la voz temblorosa mientras se vertía en ella.
Permanecieron un buen rato quietos, sobre la cama. Marga, tumbada de costado, recogida en posición fetal; Alberto sentado sobre el colchón, deleitándose en la visión de su cuerpo amplio. Le fascinaban su culo, mullido y pálido, y los pequeños pliegues que la piel formaba en su vientre; el modo en que sus tetas, grandes y también blancas, coronadas por pezones ampliamente orlados, parecían descansar: la izquierda reposaba sobre el colchón; la derecha sobre aquella. Tenía los rasgos dulces, carnales, y los ojos inflamados, como de sueño. A veces, se inclinaba sobre sus labios, que le devolvían un beso mullido y cálido.
Evitaba pensar en ello. En algún momento, había decidido disfrutarlo, sin remordimientos. Aquel muchacho la hacía sentirse bien. Tenía derecho a sentirse así. Percibía su mirada admirativa y se recreaba en ella. Mantenía una semierección que seguía cautivándola ¿Por qué no disfrutarlo? Él no parecía sufrir.
- ¿Nos damos una ducha?