La mamá de Carlos 01: Introito
La mamá de Carlos se encuentra inmersa de repente en una situación que no sabe controlar.
Desde que Marga enviudara, diez años atrás, cuando apenas contaba treinta y cinco, y Carlos seis, apenas había tenido tiempo para sí misma. Tuvo que simultanear el trabajo de mierda que le consiguió Jandro, su cuñado, en la recepción de una clínica, con la educación de su hijo, y los años fueron pasando sin apenas vida social, encerrada en su vida monocorde y oscura.
Los primeros meses fueron un infierno. Se sentía sola y triste. Soportó estoicamente sus visitas. Parecía que tuviera algo que agradecerle y, en la confusión en que se encontraba, lo asumió como algo natural, aunque le asqueara. Le recibía mientras su hijo se encontraba ocupado en alguna actividad extraescolar, se dejaba besuquear y sobar y, finalmente, se abría de piernas y consentía un polvo rápido, casi siempre de pie, sin llegar a desnudarse, apoyada en la mesa del comedor, con las bragas en los tobillos, aguantando su aliento en la nuca mientras bombeaba deprisa su coño hasta correrse. Después se iba, y ella se lavaba en silencio, sin ganas ni de llorar.
Luego le mandó a la mierda. Un buen día, comprendió que hacía bien su trabajo y que no había nada que agradecer. No iban a despedirla, y no tenía necesidad alguna de aguantar aquello. Le miró a la cara y le explicó con claridad lo que opinaba sobre el asunto. Él la llamó puta. Parecía pensar que le gustaba aquel follar por follar, y que debía estarle agradecida, como si ella necesitara a un cerdo que le llenara el coño de leche a la fuerza. Incluso trató de ponerse violento, de forzarla. Le disuadió de una patada en los cojones y le explicó que no tendría ningún problema con contarle a su mujer lo que le había hecho. No volvió a verle.
Con aquel trabajo, y llevando la contabilidad de un par de tiendas del barrio, consiguió mantener el piso en Chamberí. Pagó los últimos plazos de la hipoteca, y pudo mantener un estatus razonable sin sacar a Carlos del colegio de curas. No tuvo tiempo para nada más.
Los años pasaron sin sentir.
Durante aquel tiempo, pese a todo, siguió sintiendo los mismos impulsos que había experimentado en aquella otra vida anterior, que le parecía por entonces un recuerdo ajeno. Era una mujer fogosa, dada al placer, en absoluto timorata. Sin objeto definido, abstrajo su sexualidad incluso del recuerdo. Cada noche, cuando se hacía el silencio, en su habitación, se masturbaba en silencio, mordiéndose los labios para evitar que su hijo pudiera escucharla a través de la pared. Se acariciaba con la luz encendida, recostada en los almohadones, frente al espejo, muy abierta de piernas, mirándose, excitándose con su propia imagen reflejada. A veces, durante el día, se encerraba en su cuarto para aliviar una de aquellas urgencias. La idea de que Carlos pudiera sorprenderla, le provocaba una cierta excitación adicional, dotaba a su ceremonia recogida y humilde de un aire de aventura en cierto modo.
Una de aquellas tardes, al llegar a casa, escuchó ruido de voces tras la puerta del cuarto de su hijo. Supuso que estaría estudiando con Alberto. No era la primera vez. Fue una travesura, una ocurrencia que se le antojó terriblemente excitante. Entró en su habitación en silencio. Mirándose al espejo, se despojó de la braguita. Se sentó en el borde del colchón apoyando uno de sus pies en la gruesa tabla de madera antigua que hacía el travesero de su cama observándose. Todavía estaba bien. Sonrió preguntándose qué le parecería. Había leído relatos sobre aventuras de madres con amigos de sus hijos. A menudo buscaba cuentecillos en páginas web. Con la falda recogida sobre los muslos, comenzó a acariciarse. El espejo le devolvía la imagen de una mujer madura, guapa, que hacía resbalar los dedos entre los labios de su coño humedecido. Imaginó que la veía, que le ofrecía su pollita dura y la tomaba en su mano, que la acariciaba sintiendo su firmeza y hacía correrse al muchacho. Era una idea absurda que, sin embargo, reunía los ingredientes necesarios para conformar una fantasía excelente. Sintió aquel nerviosismo, aquella inquietud previa al placer, como un ansia. El movimiento de sus dedos fue tornándose urgente, rápido. Presionaba con fuerza los labios inflamados, los desplazaba deprisa a un lado y a otro mientras su respiración se tornaba agitada. Se abrieron como ansiándolo, y deslizó dentro uno de sus dedos. Jugueteó así un momento, haciéndolo entrar y salir, antes de separar con el índice y el corazón los pliegues que envolvían el prepucio de su clítoris, duro y prominente. Apoyó el índice sobre él con cuidado, lo presionó primero suavemente. Se mordió los labios para evitar un gemido. Comenzó a tensar la piel tirando suavemente de los labios, aprisionándolo. Conocía aquella sensación, aquel irse como vaciándose. Ya no necesitaba fantasías, solo dejarse llevar, sentir cada una de aquellas vibraciones intensas, de aquellos calambres crecientes, y todo iría solo, impulsado por su natural inercia. Pronto, la caricia prudente fue convirtiéndose en una tortura frenética. Respiraba agitadamente. A veces, parecía olvidarse. Contenía la respiración antes de exhalar con fuerza. Cerró los ojos reteniendo en la retina la imagen de su rostro contraído en el espejo y sintió que se venía, que la arrastraba. Apretó con fuerza su vulva entera sintiéndose correr, irse violentamente, temblar…
Entonces lo sintió. A través de la rendija entre sus párpados, percibió el destello blanco azulado de un flash. Se detuvo con el pulso acelerado y la respiración ansiosa por la violenta interrupción. Alberto, el amigo de su hijo, con una sonrisa de oreja a oreja, la miraba desde la puerta. Todavía mantenía en alto la mano que sujetaba su móvil. Disparó una foto más antes de darse la vuelta y perderse en el pasillo.
Se quedó desconcertada, confusa. Fue como si el mundo se le viniera encima de repente, como si todo se viniera abajo. Por primera vez en años, mientras se ponía las bragas a toda prisa, sintió unas ganas terribles de llorar que a duras penas pudo contener, una opresión en el pecho, una angustia honda.
Trato de quitarle importancia. Mientras preparaba la cena, se decía que Alberto no le haría eso, que era una chiquillada, que solo la querría para masturbarse mirándola, que Carlos nunca lo sabría. Aquel pensamiento logró tranquilizarla al menos en parte. Incluso, apenas un instante, se sintió halagada pensando en la excitación que probablemente causaría en aquel muchacho tan joven la imagen de su placer.
Mamá, Alberto se marcha ya.
¡Ah! ¿No quieres quedarte a cenar?
Me quedaría con gusto, Ana, pero no he avisado en casa y mi madre se enfadaría.
Le pareció volver a ver aquella sonrisa en sus labios como una amenaza. Carlos no sabía nada, estaba segura. Le quedó un regusto amargo, una preocupación difusa, indefinida, como una premonición.
Aquella noche, se fue a acostar temprano alegando un dolor de cabeza. Se sentía inquieta y preocupada por el incidente de la tarde. Encendió el pequeño televisor de la pared a los pies de la cama y dejó el canal que salió sin preocuparse por lo que ponían. Mientras se duchaba antes de acostarse en el baño de su cuarto, su cabeza seguía dando vueltas, tratando de procesar lo sucedido, de evaluarlo, aunque se sentía confusa, incapaz de llegar a conclusiones.
Por una parte, le preocupaba la idea de que Carlos pudiera llegar a ver aquellas fotos ¿Qué pensaría su hijo viendo a su madre masturbarse caliente como una perra?; por otra, se preguntaba qué pretendía Alberto con aquello. Podría ser una chiquillada, claro. Era un chico de dieciséis años, una bomba hormonal que, probablemente, no había visto algo así en vivo nunca. Le halagaba la idea de que pudiera excitarle.
Mientras se secaba, se observó en el espejo. Ya no era una chiquilla, claro, pero, aunque el tiempo hubiera dejado su huella, no estaba mal. Las tetas habían caído un poco, claro, pero seguían siendo tersas. Siempre había estado bien dotada. Las caderas se habían ensanchado tras el nacimiento de Carlos; tenía un buen culo, no mucha celulitis; y seguía siendo guapa. Carlos, su marido, siempre había dicho que era la chica más guapa del barrio. No se había abandonado durante aquellos diez años de soledad. Era un hábito: sus cremas, aquella hora dedicada a su cuerpo cada noche antes de acostarse; la peluquería cada semana; un par de tardes, o de mañanas de gimnasio a la semana, según el turno que tuviera en la clínica… Estaba más rellenita que cuando era más joven, más redondeada. Una amiga le dijo una vez que a partir de los cuarenta había que elegir entre culo y cara, y parecía haber elegido cara, aunque no hubiera sido una decisión consciente.
Ya acostada, seguía dándole vueltas al asunto. Apagó la luz y trató de dormir sin conseguirlo. También le preocupaba que pudiera querer reírse de ella: una mujer ya madura, viuda, frotándose el coño como una zorra. Si lo supieran los chicos del instituto… Pobre Carlos…. Se sintió estúpida.
A la una de la madrugada mantenía un duermevela inquieto. Cuando parecía que el sueño se apoderaba de ella, un súbito terror la desvelaba de nuevo. Se despertaba agitada, con el pulso acelerado y una angustia opresiva.
La campanita que anunciaba la llegada de un mensaje de whatsapp intempestivo la sacó de su ensimismamiento. De alguna manera, supo que no era bueno. Pensó en ignorarlo, pero acabó cogiéndolo de la mesilla con las manos temblorosas. Dibujó el patrón en la pantalla y, al abrirse, se encontró con su propia imagen en un chat que provenía de un número desconocido.
La foto la mostraba con sorprendente nitidez, con una pierna levantada, los muslos muy separados, la mano en el coño, y una expresión descompuesta de placer en el rostro. Sus bragas aparecían en el suelo, junto al pie izquierdo, enrolladas como con prisa. Sintió una vergüenza intensa.
En la siguiente, se la veía con expresión de terror, mirando directamente a la cámara, tratando de taparse con la mano el coño velludo, ensombrecido entonces por la falda, que empezaba a caer al incorporarse.
Soy Alberto.
Ya
…
¿Qué quieres?
Una nueva fotografía apareció en primer plano, una polla erecta ocupaba toda la longitud de la pantalla. Tenía el capullo descubierto, y una gotita brillaba en la punta. En la base, poblada de vello oscuro, se veían los dedos que la mantenían levantada. Una gruesa vena azulada formaba una línea quebrada que lo recorría entero.
Se quedó paralizada, sobresaltada. Sintió un miedo intenso y violento. Apenas acertaba a sostener el móvil en las manos.
Quiero verte.
¿Verme?
Siempre he querido ver a la mamá de Carlos.
Estás loco.
Ya, pero…
¿Pero?
A Carlos no le sentaría bien…
Cabrón!
Acepta
¿Qué?
Acepta
Recibió una llamada de hangouts que aceptó tras un breve titubeo con el corazón saliéndosele por la boca. No estaba bien, sabía que no estaba bien, pero ignoraba cómo manejar aquella situación. Le asustaba la idea de contrariarle. Se preguntaba si sería capaz de enseñar las fotos a Carlos. Escuchó su voz al tiempo que en la pantalla se formaba la imagen en movimiento del muchacho delgado, sentado en la que parecía ser su cama, cubierto apenas por una camiseta blanca de hombros rojos bajo la que asomaba su polla erecta. Tenía esa sonrisa…
Lo sabía
¿Lo sabías? ¿Qué sabías?
Sabía que eras una tía caliente
¡Alberto!
¿No dirás que no?
¿Por qué haces esto?
Por que me pones a mil
Pero… soy la madre de tu amigo…
Enséñamelas
¿Qué?
Enseñame las tetas
Oye… tú no quieres…
Yo sé lo que quiero. Enséñamelas
Cedió a duras penas. Se sentía asustada. Quería resistirse sin acertar con la manera. Ningún argumento parecía suficiente para disuadir al muchacho, que la observaba con su polla dura, acariciándose lentamente. Se sacó el camisón por la cabeza manteniendo las piernas bajo el edredón. Alberto sonrió al verla.
Tienes los pezones tiesos
Es que… hace frío…
Mintió a sabiendas. Le avergonzaba reconocerlo. Se resistía a reconocerlo. La situación la excitaba. En algún momento impreciso había empezado a humedecerse. Aquel hijo de puta la estaba poniendo caliente. Podía verle acariciarse con una desesperante parsimonia. Hacía… Hacía diez años… Una década…
Estás caliente
¡Qué cosas dices!
Enséñame el coño
¿Estás loco?
Quiero que te toques
¡Pero bueno!
Como antes
Esto no está bien
Esto está de puta madre
No hables así… Por favor...
Una vez más cedió. Deslizó el edredón hacia abajo, separó sus muslos y ofreció al muchacho el espectáculo de su vulva entreabierta y húmeda. La mano que acariciaba aquella polla dura, que se humedecía a ojos vista, se movía un poco más deprisa. Su rostro tenía ahora un aire más febril.
Estás muy caliente
Es que…
Tócate
No me hagas esto…
Vamos, hazlo. Te gusta ¿No?
Pero…
Tócate para mí, puta
No… me llames eso
Comenzó a acariciar con sus dedos los pliegues que envolvían su clítoris que, duro y prominente, asomaba entre ellos. En algún momento, aquello se había convertido en lo más excitante que había sucedido en su vida en diez años. Sintió un estremecimiento y gimió. Frente a ella, el amigo de su hijo se masturbaba ya sin demoras innecesarias. Parecía urgido por una necesidad imperiosa. Pensó que quizás también para él fuera una primera vez. La simple idea le causó un placer intenso. Jadeaba.
No pares, puta. No pares
¡Ahhhhh…!
¡Córrete!
No podía dejar de mirar aquella mano que jalaba de la polla del chaval. La imaginaba en su interior. Le temblaba la voz. Estaba caliente, muy caliente. Se la sacudía como si quisiera arrancársela. Tembló y, por un momento, perdió la perspectiva. Tenía los ojos en blanco. Carlos siempre le decía que ponía los ojos en blanco al correrse. Se sintió temblar como en un desmallo, estremecida. Frente a ella, Alberto. Se obligó a mirar mientras todavía la recorría aquella especie de calambre. Había detenido el movimiento de su mano, que ahora se limitaba a presionar con fuerza su monte, a aplastar su clítoris entre temblores. Alberto se corría. Su polla aparecía oscura, amoratada. Sujetaba el pellejo hacia abajo descubriendo entero su capullo, que escupía chorro tras chorro de esperma. Volvió a sentir que se le nublaba la vista.
Ya sabía que te iba a gustar
No digas eso
No dirás que no
No está bien
Tú sí que estás bien ¿Sabes?
¿Sí?
Los chicos, en el insti, hablamos mucho de lo buena que está la mamá de Carlos
No seas mentiroso
Bueno… Me voy a dormir
Que descanses
Oye…
¿Sí?
¿Te ha gustado?
Sí
A mí me ha gustado mucho
Que descanses
Apagó la luz en silencio, sintiendo un sabor agridulce en la boca. Se dejó llevar por el sueño que, esta vez sí, se adueñó de ella.