La malquerida

Raimunda, viuda con una hija, Acacia, casa con Esteban y, casi desde el primer día, Acacia desarrolla algo más que hostilidad hacia su padrastro...

CAPÍTULO 1

Estamos en un pueblo de Castilla, de esa Castilla profunda de principios del pasado siglo XX; enteramente labradora, conservadora hasta el tuétano y de exageradamente católica religiosidad. El pueblo, más pequeño que mediano, casi rondando la aldea dadas las apenas doscientas almas que en él habitaban, gentes eminentemente honradas, trabajadoras y de no sobradas luces por lo general

Entre sus escasos vecinos estaba Raimunda, mujer que a sus treinta y tantos años y con una hija de trece o catorce, enviudó. Aquellos eran malos años para una mujer sola; eran esos en que se decía que cuando el hombre, el marido, se iba, con él marchaba la llave de la despensa, y eso le pasó a Raimunda en cierto modo. Y no porque ella careciera de posibles, que bien que los tenía pues su casa, desde tiempos de sus abuelos maternos por lo menos, si es que no lo era de sus bisabuelos o tatarabuelos incluso, era la más rica de aquellos andurriales, con buenos campos de labranza y alguna punta de ovejas, pero claro, llevar esas heredades no era cosa de mujeres, que desde que el amo murió andaban manga por hombro en manos de “mandaos” que poco o nada se ocupaban de ellas, si no es para sacar lo que podían, y lo que no podían también, para sí mismos.

Y así pasó, que le faltó tiempo para aceptar los requerimientos de matrimonio que el Esteban, un hombre del pueblo, que no precisamente mozo, le empezó a dirigir tan pronto se cumplió el año de riguroso luto que siguió a su viudez, con los colores grises del alivio de luto y las primeras salidas de casa de la viuda tras el encierro del año del luto, durante el cual lo decente era no salir ni a la puerta de la calle salvo para ir a la misa dominical.

Aceptó de mil amores las querencias del Esteban primero, porque en casa hacía falta la mano masculina que se ocupara de la heredad como el nuevo amo, pero también porque en aquel año sin marido había sentido más que nunca el helor del duro y gélido invierno castellano al carecer de calor humano junto al que calentarse

Pero la cosa fue que si Raimunda acogió a Esteban como a agua de Mayo, no pasó lo mismo con Acacia, su hija, que desde un principio recibió de uñas al nuevo padre que su mamá decidiera endosarle, mala ley que, con el tiempo, se fue trocando en enconado odio de la moza hacia su padrastro.

Y no sería tal por culpa del Esteban, pues la verdad es que éste se desvivía por la hija de su mujer, que si suya fuere no la regalaría más, pues de contino se andaba regalón con la muchacha, que si unos zarcillos, unas estampas o postales de Madrid y hasta de París hubo vez que le trajo cuando fue a la capital de la provincia por unos menesteres que allí le llevaron, o fruslerías con encajes, lentejuelas y ni se sabe cuántas naderías más por el estilo… Pero nada, que la moza le negaba el pan y la sal hoy sí, mañana también.

Los años pasaron y Acacia, de ser doncella de quince-dieciséis años cuando su madre se casó con Esteban, se trocó en mujer de veintialgún años más que hermosa. La muchacha poco ha se puso en relaciones con un primo suyo por parte materna, el Norberto, aunque tales relaciones acabaron por disolverse cuando la pareja se abocaba ya a amonestaciones (1)en la iglesia, previas a contraer el santo matrimonio, y no preguntéis a nadie del pueblo las razones de semejante ruptura entre los novios, pues nadie sabría responderos, ya que eso constituyó un arcano que nadie alcanzaba a explicarse, pues sucedió de la noche a la mañana y sin explicaciones que valieran por parte de los dos, la Acacia y el Norberto.

Mas parece ser que la muchacha no se durmió en los laureles de la soltería, pues casi que a correo seguido de romper con su primo, el Norberto, prestó oídos a los requiebros de otro buen mozo, el Faustino, que aunque no era del pueblo, sí era de los contornos; de El Encinar, algo así como la “capitaleja” de la comarca, pues era la cabeza de su Partido Judicial, es decir, donde se ubicaba el Juzgado de Instrucción, amén del puesto de la Guardia Civil del contorno, cuyas pequeñas pedanías, como la del pueblo-aldea que nos ocupa, eran tributarias de la Alcaldía de la “capitaleja”.

El Faustino era bien conocido, amén de muy apreciado, de las gentes del pueblo, pues era hijo del tío Eusebio, patriarca de la tal vez más rica casa de aquellos andurriales y amigo de tiempo ha del Esteban, el marido de la Raimunda.

Así pues, llegó el día, la tarde mejor dicho, en que el Faustino, acompañado de su padre, el tío Eusebio, fue a la casa del Esteban y su mu mujer, la Raimunda, a pedir la mano de la Acacia, con la que planeaba casarse en un par de semanas, si es que no podía ser antes; dependía el “casorio” de las prisas que el señor cura se diera para solventar las cosas de las amonestaciones y demás trámites eclesiásticos.

Ese día fue día grande en el pueblo, por ser quienes eran los novios, y la casa de la Acacia se vió llenetita de vecinos, en especial la mañana, que fueron a dar los parabienes a la familia. De los primeros en llegar fue el señor cura que sólo se entretuvo un momento, lo justo para dar sus bendiciones a la familia, a la Raimunda y a su hija, la Acacia, como anticipo a las que les daría ante el altar el día del enlace sacramental, y a Eusebio en su ausencia, pues había salido bien de mañana para acompañar al novio, el Faustino, y a su futuro consuegro y amigo de toda la vida, el tío Eusebio.

Allí llegó luego Dª Isabel, esposa del alcalde pedáneo y la mujer más “leída y escribida” del vecindario, que hasta fue, de rapaza, a un colegio de monjas de la capital de la provincia; con ella fue su hija, la Milagros, buena amiga de Acacia de toda la vida, así como otras vecinas del pueblo, buenas amigas de la Raimunda, la Engracia, la Fidela, la Bernabea y quién sabe cuántas más.

Todas las mujeres, junto con la Acacia, se sentaron de junto a la mesa de la cocina, con unos bizcochos recién hechos por la Raimunda para la ocasión, y unas copitas de oloroso vino dulce de Jerez de la Frontera. Y ya se sabe, charlando por los codos a cuenta del acontecimiento o, mejor dicho, de los dos próximos acontecimientos, la pedida y boda de la Acacia.

De notarse fue el hecho del poquísimo entusiasmo mostrado por la muchacha respecto al solemne acto que en breve tendría lugar, su formal petición de mano por su futuro suegro y para su hijo y novio de la muchacha, el Faustino. Fue Dª Isabel la que empezó el fuego.

  • · Pues tampoco veo yo a la Acacia como debía de estar en un día tan especial como el de hoy
  • · Es que también mi hija es como es. ¡Más desesperá me tié a veces! Callá sí qu’es… ¡Pero hasta que se descose, que no quiera usté oílla cuando empieza a gritar!

Terció ahora la Engracia

  • · Es que siempre la tuvisteis muy consentida. Pajaritos del aire que pidiera su padre, que en paz descanse, se los bajaría; y tú no digamos, tres cuartas de lo mismo. Luego murió su padre y la muchacha se enmadró en ti, que cuando te volviste a casar ella le tomó “pelusa” al Esteban, que nunca pudo verlo bien.
  • · ¿Y qué iba a hacer yo, sola en el mundo?. Si no me caso con el Esteban, pidiendo limosna nos hubiéramos visto mi hija y yo.
  • · Eso sí que es cierto, que una mujer sola no es nada. Y bien joven que eras al enviudar
  • · Pues no sé yo de qué puea tenerle “pelusa” mi Acacia, que su madre soy y no sé yo quién la quiea más, si mi marío o yo, que no hay lugar ande vaya y venga que no la traiga un presente. Más regalá la “tiene” a ella que a mí. Y no es que a mí me sepa mal, que no señora, que hija mía es y yo a él más le quieo conti más veo que la quié a ella

Ahora fue la Fidela la que echó su cuarto a espadas

  • · Pos pa mí que lo que a la zagala le pasa es que en’tavía está por su primo, el Norberto
  • · ¡Quite usté allá, señá Fidela, quite usté allá! Que bien que fue ella quien le dejó plantao de la noche a la mañana. Que esa es otra, que no ha habío manera de saber qué pasó entre ellos…
  • · Cierto señá Raimunda, cierto; que naide hemos podío explicánoslo, y su misterio tié que haber
  • · Pues pué ser que ella no s’acuerde ya d’él, pero él bien que la tié entavía en la cocota, que esta mañana bien trempanico que se fue a los Berrocales, pa no estar esta tarde en el pueblo, cuando vengan a pedir a la moza. Y los que l’han visto d’ir, dicen qu’iva mu entristecío

Quien así había terciado era la Engracia. Se hizo el silencio por un momento hasta que se oyó el repicar de una campana

  • · Las oraciones

Dijo Dª Isabel, y todas se pusieron a rezar el Ángelus: “El Ángel del Señor se anunció a María.” “Y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo”. “Dios te salve María, llena Eres de Gracia, el Señor es Contigo…”

Se acabó el rezo y Dª Isabel, levantándose, dijo

  • · Ea, que ya es tarde. Nos vamos mi hija y yo. Con Dios queden señoras
  • · Pos ea, que sí que ya va siendo tarde y en casa hay faena con la cena. ( Añadió la Engracia )
  • · A qué tantas prisas, señoras; quédense a cenar, si es su gusto
  • · No señá Raimunda; mu agradecías, pero en casa están nuestros hombres, y esos la cena no la perdonan. Co Dios, señá Raimunda
  • · Con Dios vayan ustedes

De esa forma parecía que la reunión llegaba a su fin, cuando Dª Isabel reparó en su hija Milagros. La muchacha aparecía, de pie, pero como indecisa. Como si deseara decir algo y, a un tiempo, no se atreviera. Su madre, intrigada, preguntó

  • · Anda Milagros… ¿Qué te pasa?

Fue Acacia quien respondió

  • · Pos na, Dª Isabel. Que la chica quié quearse aquí a cenar y no s’atreve a ecírselo. ¡Ejela usté, señora!
  • · ¡Pos claro e la ejará! Aluego la acompañamos e vuelta a casa- ( Dijo la Raimunda )
  • · No, gracias Dª Raimunda. Ya vendrán de casa a llevársela cuando sea razón de ello. Quédate aquí a cenar, si es ese el gusto de Acacia y el tuyo
  • · ¡Pos no ha de ser gusto e toas! Que las mozas querrán hablar un poquico de sus cosas
  • · Pues nada. Queden con Dios
  • · Con Dios vaya usté, Dª Isabel.

Se marchó Dª Isabel y al rato aparecieron por allí el Esteban seguido del padre del novio, el tío Eusebio, y el propio novio, el Faustino

  • · Raimunda, aquí el tío Eusebio y el Faustino, que se despiden
  • · Sí, que ya es hora d’irnos, antes que s’haga e noche, que los caminos están bien malos tras las lluvias d’estos días.
  • · Pero bueno… A qué tantas prisas. Siéntese un momentico, tío Eusebio
  • · Déjese estar, señá Raimunda; que ya va oscureciendo y no es bueno esperar más. Y tú, Esteban, no nos acompañes, que ya vienen los criados con nosotros
  • · ¡Faltare más, tío Eusebio!... Hasta el arroyo al menos… No es más que un paseo
  • · Y vosotros, tortolitos; deciros cuanto os quede por decir, que se hace tarde y hay que marchar ( Dijo el tío Eusebio )
  • · Ya lo teemos too hablao, tío Eusebio ( Repuso la Acacia )
  • · Ja, ja, ja… ¿Oyes Esteban? ¡Ya lo tién too hablao!... ¡Joventú esta! ¡Tién la sangre e horchata!... ¡A buenas horas nosotros!...
  • · Tío Eusebio, es mu bonito el aderezo que m’han regalao. Muchas gracias
  • · Es lo más aparente qu’hemos encontrao
  • · Emasiao pa una labraora
  • · ¡Qué Emasiao, qué Emasiao! ¡Con más piedras que la custodia e Burgos lo hubiea querío yo!... ¡Vamos, niño; abraza a tu suegra que es hora d’irnos!
  • · Eso; ven p’acá, rapaz y dame un beso y un abrazo. Que mucho hi de queerte pa perdonate que te lleves a la hija de mi corazón, a mi Acacia…
  • · Ea familia; hasta bien pronto, que la boda está ya al caer
  • · Con Dios, tío Eusebio. ( Volviéndose a su marido ) ¿Tardarás mucho en volver?
  • · No. A escape. Pero no m’esperéis pa cenar, que ya tomaré lo que sea en cuanto vuelva
  • · ¿Que no te vamos a esperá? ¡Faltaba más! No es noche pa cenar las tres solas; y a la Milagros, seguro que la importa esperar un poquico pa cenar…
  • · No señora; en absoluto

Los hombres se marcharon y allí quedaron lastres mujeres solas. Entonces Raimunda dijo

  • · ¿Qué dices hija? ¿Estás contenta con tu pedida?
  • · Pues ya lo ve usté, madre…
  • · ¡Eso, eso quisiera yo ver! Porque hija, y qué poco que te se nota

Acacia no contestó a su madre, y esta prosiguió

  • · Quedaos aquí vosotras, que yo me voy pa la cocina, que la Juliana está que trina, con toda la faena que hoy ha habío, con tanta gente viniendo a dar sus parabienes. La verdad es que en el pueblo se nos aprecia, y aquí han venío toos, a dar las felicitaciones; pero Señor, qué trabajo que trujeron. Y enciende una luz hija, que esta oscuridá da tristeza…

Acacia tomó la lámpara de petróleo; prendió una cerilla encendió la lámpara. Luego, a su vez, dijo a su madre

  • · Madre, si usté gusta d’ello, deme la llave del cajón d’abajo el mueble, que le quieo enseñá a la Milagros algunas cosas
  • · Anda hija, que ya sabes dónde se guarda. Tómala tú misma

La Raimunda bajó hacia la cocina y Acacia sacó la llave de un búcaro y abrió el cajón de abajo del aparador del comedor. Se sentaron en el suelo las dos chicas y Acacia empezó a sacar cosas del cajón, enseñándoselas a su amiga

  • · Mira estos zarcillos, qué bonitos son… Me los ha regalao… Bueno, Esteban… Madre quiere que le llame padre, pero no pueo… Y es que padre sólo hay uno… Mira estos pañuelos; también me los trajo él, Esteban, de la capital. Las letras las han bordao las monjas del convento… Son bonitos, ¿verdad?
  • · Sí Acacia; muy bonitos… Se ve que él te quiere mucho…Como si de verdad fuera tu padre
  • · Eso sí qu’es verda. Pero… no pueo, Milagros… No pueo…Mira; estas son postales. Algunas me las trajo de Madrid, una vez que tuvo que llegarse hasta allá. También me las compró allí del Paris de la Francia, que parece ser reciben algunas en la Corte…
  • · ¡Hay que ver y qué señoronas más guapetonas!
  • · Son cómicas… De Madrid y del París ese… ¡Y estos rapaces y rapazas! Qué ricos y monos que están, ¿verdad? También esta caja me la tarjo él, llena de dulces…
  • · Para que luego digas de tu padrastro…
  • · No, si no digo nada… Pero, ¿sabes?... Hubiera preferido que mi madre no se casara con él… Mejor habríamos estao las dos solas, sin que hombre alguno entrara en esta casa…
  • · Pero… ¿Cómo puedes decir eso?... Acaso no te vas a casar tú misma… ¿Qué pasaría ahora con tu madre de estar las dos solas? Quedaría sola, sin nadie que la acompañe, que la quiera… Así, tiene a su marido, al Esteban
  • · Si Esteban no hubiera entrao en esta casa, si mi madre nunca se hubiera vuelto a casar, yo tampoco me casaría… ¿Dónde hubiera ido yo que más ricamente hubiera estao que con mi madre; las dos solicas, tan tranquilas…
  • · Pero… Pero… ¿Es que no quieres al Faustino?
  • · No si quererle… Quererle le quiero, pero…
  • · ¿Sabes lo que pienso? Que lo que se dice por el pueblo va a ser verdad. Que tú todavía tienes a tu primo Norberto en la cabeza… Y donde no es la cabeza también
  • · ¡Qué tonterías dirás!... Diréis toos… ¡Qué voy a querer a mi primo!... Después de lo que me hizo…
  • · ¡Pero si todos saben que fuiste tú quien le mandó a paseo!...
  • · ¡Que fui yo!... ¡Que fui yo!... Si él no m’hubiera dao motivos… Pero dejemos de hablar d’esto, que no m’agráa…
  • · Por cierto; ¿sabes que Norberto se marchó del pueblo bien de mañana? No ha querido estar hoy en el pueblo
  • · ¡Y a mí qué m’importa eso!... Sus motivos tendrá, igo yo…

Se hizo el silencio durante unos minutos. Acacia se llegó a la ventana y la abrió.

  • · ¡Qué escura qu'está la noche
  • · Verdad es. Sin luna ni estrellas… Casi, casi, que la noche da miedo…

Los minutos siguieron pasando, hasta que no mucho después se sintió alboroto por abajo, junto a la entrada de la casa.

Las dos chicas bajaron abajo. Era esteban, seguido de la Engracia y la Fidela. En ese momento decía a su mujer

  • · L’han disparao… Con una escopeta… L’han roto una clavícula y, paece ser, que alguna posta la’ntrao al pulmón
  • · ¿A quién han disparao?

Fue Acacia quien preguntó y su madre, Raimunda, quien le contestó, mientras la abrazaba, llorando como una Magdalena

  • · ¡Ay hija de mi alma, qué desgracia!... ¡Qué desgracia más grande! A tu novio, al Faustino…
  • · ¿Quién ha sío? ¿Ande ha sío?

Ahora fie Esteban quien habló

  • · A la salía el pueblo. Con certeza no se sabe, pero too el mundo acusa al Norberto; a tu primo; a tu antiguo novio
  • · No ha podío ser otro… Él, el Norberto ha sío el asesino… Es quien únicamente tenía un motivo… Los celos; el despecho ante vuestra boda. Él ha sío, no cabe duda

Esta vez fue la Engracia la que habló, y Esteban repuso

  • · No adelantemos acontecimientos, que no es seguro que haya sío el Norberto, que bue hombre sí qu’es. Y no le iga usté asesino, que nadie está muerto; y no lo quiea Dios qu’el Faustino muera…
  • · Pos pa mí que no ha sío otro… Y sí qu’es pena y desgracia, pos qu’el mozo sí qu’es buen hombre… Pero a veces los celos vuelven loco al mejor hombre ( Remacharon la Engracia y la Fidela a coro )
  • · ¿Ande está ahora? ( Volvió a preguntar la Acacia, respondiéndole el Esteban )
  • · El Faustino camino e su casa, del Encinar. Le llevaron an ca’l méico d’aquí, pero el hombre poco púo hacé; no tié lo necesario pa curalo, luego no hizo más que entablillá e hueso roto, vendálo y mandalo p’al méico de El Encinar, a ver lo que allí se pué hacé por él, que yo no sé… Del Norberto, e momento, pos na se sabe…
  • · Recemos un rosario por el Faustino. Anda hija, llévalo tú que tu novio es

CAPÍTULO 2.

A Faustino el médico del Encinar, D. Facundo, le sacó adelante y el herido pudo pasar a su casa al día siguiente para ir sanando del todo y recuperarse de la agresión sufrida, muy grave, sí, pero gracias sean dadas al Eterno, no lo suficiente como para segarle la vida.

A Norberto le prendió la Guardia Civil de El Encinar como sospechoso de la agresión. El hombre pasó varios días en prisión pero, por finales, fue puesto en libertad al, no sólo no podérsele probar nada, sino que fueron varios los testigos que lo situaron durante todo aquel día en los Berrocales, alejado pues del escenario del delito. Incluso, un vecino de El Encinar, declaró haber conversado con él allá en los Berrocales, a la misma hora, más o menos, en que Faustino era tiroteado, lo que acabó por ser concluyente respecto a la inocencia del Norberto.

Pero el fallo de inocencia del Norberto fue rechazado de plano por la familia del Faustino, de modo que tanto su padre, el tío Eusebio, como los hermanos del muchacho juraron tomarse justicia por sí mismos dando muerte al sospechoso declarado inocente. Item más, que todo eso dividió a las poblaciones del Encinar y el pueblo de la Raimunda y su familia, pues para los primeros la culpabilidad del primo de la Acacia era indudable, en tanto que para los del pueblo lo indudable era su inocencia, llegando a hacerse la situación entre ambas poblaciones tan tirante, que hasta se temió acabara todo en baño de sangre entre ambos vecindarios.

Pero las habladurías, los comadreos y cuchicheos entre las gentes del pueblo empezaron a no descansar, hasta el punto que una hipótesis empezó a tomar cuerpo entre los vecinos de Raimunda y Esteban: Que el móvil del crimen contra el Faustino no fue otro que querer “alguien” impedir la boda entre ambos novios. Alguien que no disparó el arma, pero que hizo que otro disparara; alguien con mucho interés no ya en impedir la boda, sino en que la muchacha saliera de la casona del Soto, nombre de la heredad de la Raimunda. Concluyente en mucho a tal respecto, fue un individuo apodado el Rubio, gañán o criado del Soto, y que, a poco de salir en libertad el Norberto, se pasó casi toda una mañana en la taberna del pueblo, presumiendo de ser él ahora el amo de la casa, por un muy grave secreto compartido con el amo Esteban y alardeando además de poseer mucho dinero de ignota procedencia, sacando a la vista de todos en la taberna no ya muchas monedas, sino hasta bastantes billetes de banco, que la mayoría del vecindario en su vida viera juntos y menos, de su pertenencia.

En fin, que por el pueblo a poco empezó a circular una cancioncilla con muy mala sombra:

El que quiera a la del Soto

Tiene pena de la vida

Por quererla quién la quiere

La llaman la Malquerida

Pero a la Raimunda todavía le quedaba mucho por pasar. Porque al fin se le cayó la venda que desde bastante tiempo atrás no le permitía ver lo que ante sus ojos estaba pasando: Que su marido, el Esteban, era quien estaba detrás de todo. Que su marido, el Esteban, llevaba tiempo loco, enteramente loco por su hija, por la Acacia.

Fue Norberto, el hijo de su hermana más querida, su sobrino carnal y primo hermano de su hija, la Acacia, quien se lo dijo. Fue una tarde que ella llamó a su sobrino para que viniera a casa a contarle cuanto de verdad supiera sobre el atentado del que debía haber sido su yerno. Y, muy especialmente, por qué había dado lugar a que su prima, su novia de un principio, rompiera con él mes y pico antes de la boda ya concertada y a punto de publicarse las amonestaciones a la puerta de la iglesia.

Entonces supo que alguien desconocido vertió al oído del Norberto que la boda entre el Faustino y la Acacia estaba concertada de tiempo atrás entre el Esteban y el padre del muchacho, el tío Eusebio, por lo que lo mejor sería que él se quitara de en medio, que dejara a la Acacia, o “alguien” le mataría cualquier día en cualquier sitio. El Norberto cogió miedo y se puso a flirtear con una moza de El Encinar que, realmente, nada le importaba, pero con lo que logró que fuera ella, la Acacia, quien cortara la relación.

Pero luego, cuando casi asesinan al Faustino, se dio cuenta de que le habían engañado. Comprendió que al Faustino le habían disparado intentando matarle porque el cuento que con él valió con el Faustino no servía, por lo que se le intentó matar, cosa que a Dios gracias falló, al errarse el primer disparo y espantarse el caballo de la víctima, que salió al galope con lo que el segundo disparo se perdió en el vacío.

La cosa estaba clara como sumar dos y dos, pero la mujer quiso despejar una duda que la mataba: La posible culpabilidad de su propia hija, por lo que la hizo venir ante ella, y la Acacia le confirmó cuanto ella, aterraba, barruntaba como tan cierto como el Evangelio:

  • · ¡Ciega tenía usté qu’estar pa no verlo! Ciega pa no ver que, elante usté, me comía con los ojos… Si ante usté, andaba desatinao tras mí a tóas horas… Y ¿sabe una cosa madre? Que deseaba que andara aún más desatinao tras mí, haber si a usté de una vez se le caía la venda de los ojos y viera qué clase de hombre metió usté en casa para traer el Infierno a ella.

Tras de aquello, tras descubrir lo ciega que había estado siempre, Raimunda se fue a buscar a su marido y se encaró con él. Le soltó a la cara todo lo que acababa de saber: Que él estaba detrás de todo; que él ya antes había frustrado el noviazgo entre su hija y su sobrino, entre los dos primos; y que él era el artífice del atentado contra el Faustino que de poco no le cuesta la vida.

Que ahora sabía que él, el hombre que tanto había querido, era un vil criminal; un vil criminal sin siquiera valor para ejecutar por sí mismo sus criminales designios, sino que había buscado el brazo ejecutor de un mandado, un gañán, un criado que ahora era capaz de subírsele a las barbas.

Pero, sobre todo, que era un degenerado, un ser abominable que había llegado a desear bajamente a su hija; a su propia hija, a Acacia. Esteban intentó negarlo todo, decir que todo eso no eran más que infundios arteros para perderle. Pero Raimunda le acusaba en forma demoledora, contundente; con una energía de la que entonces Esteban carecía y el hombre se derrumbó ante su mujer.

Hundido, Esteban huyó de la casa para buscar refugio entre las breñas de los Berrocales. Vagó por allí el resto de la tarde y buena parte de la noche. Parecía una fiera herida y acosada; un lobo huido, solitario y perseguido, espantado hasta de su sombra; un alma en pena en busca de redención. Allí, en cualquier brecha entre las peñas, pasó lo que quedaba de noche.


A la mañana siguiente, dese muy de mañana, la Raimunda andaba por las portadas de su casa del Soto, oteando todos los caminos, veredas y vericuetos que, más o menos, hasta allí conducían, husmeándolo todo, escudriñándolo todo… Tratando de reconocer, desde lo más lejos posible, a todo ser viviente que por aquellos caminos, trochas y veredas transitara

Al rato de andar por allí la Raimunda, también salió la Juliana, antigua, que no vieja, fámula de la casa, pues apenas si contaría con uno o dos años más que la Raimunda, y que allí, en aquella casa, hogar ancestral de la Casa del Soto, también nació uno o dos años antes que la propia Raimunda, de una casta de muy antiguos y más que leales servidores de la Casa, hasta el punto que su fidelidad a la familia de la Casa acabó por convertirles en miembros de la misma, si no por sanguinidad sí por querencia y buenos servicios a esa familia.

Vamos, que aunque técnicamente la Juliana era una criada de la casa, su papel allí era mucho más importante, yendo desde entre gran amiga-casi hermana de Raimunda, hasta monitora-altera mater de Acacia.

Así que la Juliana se acercó a su ama y amiga

  • · ¿Qu’haces aquí Raimunda? Anda, métete pa entro y almuerza, que tiés que tené e etógamo estragao ende esta mañana
  • · No Juliana. No tengo ganas. Ya tomé esta mañana un cuenco e leche y pan esmigao
  • · Ya… A la amanecía, cuando nos levantamos. Pero el sol ya va alto, lo menos, lo menos, las nueve la mañana; y a estas horas siempre gustaste de unas sopas de ajo… Cuando no, hasta unas gachas con torreznos…
  • · No Juliana; de verdad… No tengo na de fambre… Ni m’entraría naa en l’estógamo
  • · ¿Espera arguien?
  • · Al Bernabé. Le mandao al pueblo a una gestión y no llega
  • · Venga Raimunda, entra conmigo… Qu’aquí no haces naa… Y bien sé que no es al Bernabé a quien esperas, sino a otro… A tu marío, pues no pué ejá e sé eso, tu marío
  • · Juliana… Tú… Tú… ¿Nunca viste nada, nunca reparaste en nada raro?...
  • · ¿Respecto a…lo del Esteban? ¡Ni por lo más remoto!... O… ¿Crees que si m’hubiera coscao d’argo m’hubiera callao! ¡Ni por ensueño! Claro que, en sabiendo ya una lo que sabe, cae en la cuenta de que era mucho regalar a la muchacha; y mucho no dase por sentío de tanto disprecio, de tanta palabra mala ende que sus casáteis él y tú, que hay que ver cómo se le plantaba pa insultale… Y… ¿sabes lo que ta digo? Pues que si ella le hubiera mostrao un tantico más d’aprecio, pué que él la hubiera mirao más como hija y a esto no habíase llegao
  • · Eso; tú ahora discúlpale a él y cárgale las culpas a mi hija, a Acacia
  • · Quien piensa que yo le disculpe, que no hay razón…Pero, vamos a ver, lo que no pués negá es que ella pa él siempre fue una extraña, que desde que llegó a esta casa la Acacia le huyó como al diablo… Y oye, lo que tampoco pués negá es que el Esteban no es un mal hombre, ni una mala persona, que bien que ta tratao siempre a ti y hasta a tu hija… Y digo yo que si la Acacia le hubiera como padre ende un prencipio, y como a un demonio pos quien sabe…

Raimunda no respondió nada a este razonamiento de la Juliana. Siguió con la vista clavada en el horizonte. La Juliana también guardó silencio unos momentos, fijando así mismo la vista en lontananza. Al fin, lanzando un suspiro de desaliento, dijo

  • · Te quedas aquí ¿verdad?

Raimunda sólo respondió con la cabeza, afirmando, mientras seguía abstraída, la mirada prendida al frente

  • · Bueno Raimunda, pues yo me ví p’arrentro

La mujer entró en la casa y bajó a la cocina. Allí encontró a la Acacia, sentada a la mesa con un tazón de leche y unas madalenas. Se acercó al fogón y se sirvió también un tazón de leche. Se fue luego a la mesa, sentándose frente a la chica.

  • · ¿Ha regresao ya ese hombre?
  • · No. Se fue anoche, como un loco y con la escopeta en la mano. Dicen que si ha pasao la noche en los Berrocales, huido, como fiera acosá
  • · ¿No le han puesto preso?
  • · No, que se sepa… Aemá, que antes y que tendrá que declará muncha gente, y ya verá la justicia lo que tenga de hacé, que no e tan fácil de prendé a un hombre si no se toman pruebas
  • · Pero… ¿Es que mi madre no le ha denunciao?
  • · ¡Quien piensa!... ¿Es que te alegrarías de que el Esteban fuera a la cárcel, a un penal?... ¿Y la vergüenza que caería sobre esta casa, las habladurías?... Y por ti muy principalmente… ¿No sabes que por el pueblo anda una copla que te nombra la Malquería? Si se supiera too, alguno habría que diría si no fuiste consentiora del Esteban, mientras otros dirían que no, pues pa toos los gustos habría… Y no es bueno que la honra de una mujer vaya de boca en boca, que ella no gana na en eso y pué perder mucho
  • · ¡Mi honra! Yo me sé bien honrá y los demás, pué allá ca uno con su concencia. Amás, que yo ya no me he de casá, que por lo único que m’alegro de too esto es por eso, por no casame… La verdá, si me casaba sólo era pa desesperále má entavía
  • · Acacia, no quieo d’oírte, que me paeces endemoniá
  • · Y endemoniá estoy, Juliana, endemoniá estoy… Y siempre lo hi estao, de tanto aborrecerle
  • · ¿Pué sabes? Pa mí, que ese ha sío too’l mal, aborrecéle tanto sin motivo, que yo bien que le he visto lo que ese hombre se tié eseperao contigo de cuando eras chica y no te dabas cuenta
  • · Má me tengo yo esesperá e ver cómo le quería mi madre, que siempre se le andaba colgá der cuello, y yo, siempre les estorbaba
  • · No digas eso, que pa tu madre siempre has sío lo primero; y pa él también
  • · No, si ya sé que pa él sí lo he sío; pa él sí lo soy, que no soy tonta…
  • · Pero no como ices, que paece que t’alegras… Como tenía que haber sío, que él no t’hubiera querío mal si tú l’hubieras querío bien
  • · Pero… ¡Cómo podía quererle si por él no quiero a mi madre!
  • · Pero mujer, ¿qué dices? ¿Es que no quieres a tu madre?
  • · No como debía de quererla… Y todo, porque ese hombre entró en casa… Recuerdo una noche, era yo más chica, mucho más chica, que no pude dormir en casi toa la noche. Tenía un cuchillo bajo l’almohada y ardía en deseos de clavárselo…
  • · ¡Dios santo! Y… ¿T’hubieras atrevío? ¿L’hubieras matao?
  • · No sé… No sé… Qué sé yo, ni a cuál de los dos habría matao…
  • · Pero chica… ¿Sabes lo que estás diciendo? ¡Que tiés celos de tu madre! ¡Que la envidias, porque quisieras estar tú en su lugar! ¡Tú en los brazos de él! ¡Tú en la cama de él! Eso, eso es lo que te pasa, que le quieres; le quieres tanto, tantísimo, que deseas odiarle para no quererle…¡Dios mío, Dios de mi vida, y qué condenación ha caío en esta casa!

Al fin, al filo del mediodía, apareció el Estaban por la casa. Venía con la escopeta en una mano, pero tan al desgaire sostenida que se diría que en cualquier momento se le iría al suelo. Y destrozado; sin afeitar, sucio, mugriento, la ropa desgarrada y marcas de las púas de las zarzas, de la maleza, de las aristas cortantes de las peñas, por manos y cara; con rastros de sangre reseca por todas partes.

Vió a su mujer a la puerta y directo se fue hacia ella.

  • · Raimunda, no he podío pegar ojo en toa la noche, vagando y vagando por toos los Berrocales, como lobo solitario, como fiera acorralada… He pensao; he pensao mucho… Esto no pué seguir así… M’arrepiento, ¿sabes? M’arrepiento de too… Pero, sobre too, de mirá a la Acacia, a tu hija, como la hi llegao a mirá; como no se merece; como tú no te mereces que la miráa… Mi vida daría porque nada de esto hubiera ocurrío; pero ha pasao y a lo hecho, pecho. Vengo a aseame una miaja, que así no me quieo entregá a la justicia. M’avío y a escape me voy p’al cuartelillo del Encinar y lo declaro too
  • · ¡Eso! Y que la vergüenza caiga sobre esta casa, sobre toos nosotros, pa en nunca más poer levantá la cabeza. Esta es mi casa, la casa de mis padres; la casa donde nací yo y nacieron toos mis hermanos… Toos, toos, sabes, siempre fueron con la cabeza bien alta por too el mundo… Y no, ¿me entiendes?, no empezaremos a tener que bajarla ahora los de esta casa, a la que ahora también tú perteneces; de la que, ahora, eres tú el amo. Lo nuestro, lo que respecta a ti y a mí, ya se verá cómo se arregla, pero de cara a too el mundo, aquí no ha pasao naa, ¿entiendes?, naa. Estaremos aquí, en nuestra casa, tranquilos y seguros… Seguros de nosotros mismos. Que venga la justicia, los guardias y el juez, que nosotros negaremos too… Aquí, en esta casa, naide sabe naa, ni ha visto naa… Y si murmuran los otros, si cuentan historias o cantan coplillas, pues que lo hagan. Ya se cansarán. Probarse, no se pué probar naa, luego naa tenemos que temé… Tú sí, lávate, aféitate y arréglate, pa que te vea too’l mundo como lo que eres, el amo de la Casa del Soto. Pero eso pué esperá; primero vamos a arreglá otro asunto má urgente. Para ti, y ende ya, la Acacia es tu hija; ¿t’anteras? ¡TU HIJA! Y a las hijas solo se las mira con ojos de padre. ¿M’has entendío? Y si tiés ganas de mujé, ¡T’AGUANTAS!, que no sé yo cuándo te volveré a permitir… Lo qu’antes nunca te negué… Esa será tu penitencia, tu castigo hasta que yo diga…

La Raimunda se quedó callada mirando a su marido, que con los ojos bajos, la cabeza gacha la escuchaba, conforme de entrada con cuanto su esposa tuviere a bien decirle y disponer sobre lo que hubiere de hacerse. Así, observándole, observando aquella imagen de derrota y desesperación, la expresión de los ojos de la mujer se fue dulcificando un poco. Desde luego, se decía, “Tá hecho un Ecce Homo… probe”…

  • · Anda, mal hombre, vamo pa’entro, qu’en’este entierro alguien má tié su vela

Entraron los dos en la casa, en la sala que se abría al zaguán del portalón de acceso. Allí quedaron los dos de pie, con Raimunda llamando a hija a voces

  • · Acacia, hija, ven, ven hija, que hay que tratar asunto urgente…

Al momento llegó la Acacia, que entró en la sala sin apercibirse de la presencia del marido de su madre, del Esteban

  • · Diga usté madre…

Sólo entonces, cuando ya dentro de la sala abarcó con la vista toda ella, reparó en la presencia masculina

  • · ¡Ya’stá aquí este hombre!... ¿En tavía no ha venío la justicia a prendele?
  • · ¡Pero qué disparates dices, hija! ¡Prender la justicia al amo del Soto! ¡Faltaría más pa’star señaláos en los contornos pa los restos!
  • · Entonces… ¿No vas a denunciarle por lo qu’a hecho?
  • · ¡Por Dios hija, Acacia! ¡Qu’es mi marío!
  • · ¡Y yo tu hija, madre; y yo tu hija! Pos sabes una cosa madre. Que si tú no lo denuncias y haces que pague sus crímenes bien pagáos, le denunciaré yo. ¡Qu’es mi honra, madre, lo qu’éste malnacío ha arrastrao por too’l pueblo!... O… ¿no sab’usté cómo me llaman por toos estos contornos? ¡La Malquiría, madre, la Malquería! ¡Y too por él, madre, por el marío d’usté!
  • · Tié razón, Raimunda; la chica tié razón. Debo pagá too lo qu’hecho. Pero no quiero que ella m’entregue… M’entregaré yo mesmo, como antes decía. No perdamo má tiempo. Quédate tú aquí, con tu hija… Déjame a mí… Pero, Acacia, ¿por qué m’has odiao siempre? ¿Qué t’hice yo pa too ese odio? Si siquiea una vé m’hubieras llamao padre… ¡Por tanto tiempo esperé que me lo dijeras!… Too, too hubiera podío sé tan destinto…
  • · No lo ves hija; no ves cómo está… Apiádate d’él…Llámale padre… Abrázale… Que os vea yo como padre e hija

Acacia miró a Esteban, dudó un momento y dio dos pasos hacia él. Se volvió a detener otro segundo, como dudando de nuevo, pero enseguida echó a correr hacia el hombre, mientras gritaba más que decía

  • · ¡Esteban, Dios mío, Esteban!...

Llegó hasta él, y desde ese momento a Raimunda le pareció que vivía una pesadilla, porque Acacia se echó en brazos de Esteban. O bueno, lo cierto es que fue ella, Acacia, la que tomó a Esteban entre sus brazos, echándoselos al cuello, al tiempo que su boca buscaba la boca masculina. Sin duda, aquello tomó a Esteban por entera sorpresa, pero casi al instante él también respondió a la iniciativa de la hija de su mujer, atrayéndola hacia sí, ceñida por la cintura.

A lo que ante sus ojos estaba pasando, Raimunda no daba crédito, porque aquello no podía ser; no podía estar ocurriendo. Era una aberración, una indecencia… Su propia hija… Su Acacia, con su marido; con su Esteban…

  • · ¡Quita, quita de ahí! ¡Aparta! ¡Que ahora veo por qué no querías llamarle padre!... ¡Que ahora veo que tú has tenío la culpa de too, maldecía!
  • · ¡Sí; es verdá; la pura verdá!... ¡Máteme usté si quiere madre!… Pero es verdá… ¡Le quiero, madre, le quiero!... ¡Le he querío siempre; ende qu’era chica!… Él e l’único hombre qué querío… L’único que en siempre querré… ¡Máteme, madre, máteme!... Pa mí, morí será un descanso
  • · ¡Maldecía, maldecía! ¡Te mato!... ¡Te mato, maldita ramera!

Esteban se interpuso entre madre e hija

  • · ¡No t’acerques Raimunda; no t’acerques o aquí hay una esgracia mu grande!…
  • · ¡Ah!... ¡Así, lo dó confabuláos! ¡Sus habís escubierto lo do!... ¡Venir, venir toos! ¡Aquí; acudí toa la gente! ¡Está aquí! ¡El creminá, el asesino tá’quí! ¡Prendéle; prendéle!… ¡Y’asta mala mujé, que ya no é m’hija, también!
  • · ¡Huye Esteban, huye!
  • · ¡En jamás sin ti! ¡Contigo hasta el Infierno, si por queréno hemo e condenános!... ¡Ende hoy, contigo Acacia, junto contigo siempre! ¡Sí, huyamos, pero los dos juntos, y que nos den caza, si pueen, po’d’esos riscos, que va quererte, guardarte y defenderte, seré una fiera que a naide conoce, ni a padres ni hermanos siquiea!

Esteban tomó de la mano a Acacia y avanzó hacia la puerta de la calle con la muchacha tras él, en tanto Raimunda se colocaba en medio de la puerta, medio taponándola, intentando cerrarles el paso, la huida… Al propio tiempo, Raimunda seguía llamando a gritos a la gente

  • · ¡Aquí, aquí toos! ¡Aquí tá’l’asesino, el creminá, y la perdía de su cómplice! ¡Prendélos, prendélos a los dos, qu’aquí están los dos!

Entonces, cuando Esteban, tirando tras de sí de Acacia, avanzaba hacia la puerta, en la sala aparecieron la Juliana, el Rubio, el Bernabé y otra moza más, criada de la casa.

Esteban, ante tal irrupción, esgrimió su escopeta, alzándola y apuntando a unos y a otros, mientras decía

  • · ¡Quietos; quietos toos, si no querís qu’aquí haya una perdición mu grande! ¡Quitarse toos d’el medio; paso franco! ¡Paso franco hi dicho!...
  • · ¡En jamás! ¡Antes me tendrís que matar! ¡Sólo sobre mi cadáver podrís salir!

Raimunda fue quien así habló, aunque la gente de la casa sí que hizo caso al Esteban, dando pasitos atrás, pues no cabía duda de que Esteban hablaba algo más que en serio, y tampoco era cosa de dejarse matar por algo que, al fin y al cabo, en nada les concernía.

Pendiendo de un clavo, en una pared de la estancia, había una escopeta, una canana, más repleta que falta de cartuchos, y un morral de caza, con más cartuchos aún que la canana. La Acacia se llegó hasta allí; lo descolgó todo y, con la canana y el morral echados a la espalda y la escopeta en la mano, se dirigió hacia su madre, hasta plantarse ante ella. Levantó la escopeta y de un culatazo en el hombro lanzó por tierra a Raimunda. Luego dijo

  • · Vámonos Esteban. Aquí n’hacemos ya.

Raimundo salió, dando la espalda a la puerta y sin dejar de apuntar hacia la sala; también Acacia salió tras él, aunque antes, al pasar junto a Raimunda, se detuvo

  • · Sabe madre. Usté es la única culpable de cuanto sucede y ha sucedío. Usté metió en la casa al Esteban porque así le convino. Usté así lo quiso, no porque quisiera al Esteban, sino porque lo necesitaba; necesitaba un hombre que le sostuviera su casa, la Casa’l’Soto, qu’es l’único qu’a usté l’importa. Y claro, por qué no, pa que le calentara la cama en las noches, que mejor se duerme teniendo de junto un hombre que la quiea a una. Usté ahora clama pa que s’haga justicia: “Prendé al creminá, l’asesino”, ice usté ahora; pero un minuto antes, bien que quería usté encubrí al Esteban, al amo’l’Soto, porque qué pasaría con l’honra e la Casa’l’Soto, si los “ceviles” se llevaban preso al amo. Pero adinpués, cuando’usté vió cómo su hombre me prefería a mí y no a usté, antonces sí, antonces “Que la justicia prenda ar creminá, a l’asesino; y a la mala hembra e se lo lleva” ¿Eso e queré a su hombre? Mire madre, si ahora el Esteban l’hubiera preferío a usté, yo m’habría aguantao; m’habría io d’aquí Dios sepa ande, porque lo que yo quieo, ante tóo, e qu’l’Esteban sea feliz; porque yo sí que le quieo y, cuando se quié a alguien, se quié qu’ese alguien sea feliz… Pero usté no le quiee… Ni le quié a él ni me quié a mí. Usté sólo se quié a sí mesma; y a la Casa’l’Soto, porque la Casa es usté, usté mesma, madre…Adiós madre… Que Dios la perdone por too el mal que nos trajo, que trajo a su casa, a la Casa’l’Soto… Y que usté puea sé feliz algún día

CAPÍTULO 3.

Hasta que casi ya se hacía de noche no se emprendió la búsqueda de los fugitivos, pues antes se tuvo que pasar aviso al cuartelillo de la Guardia Civil de El Encinar para que de allí vinieran a la casa a tomar declaración a la Raimunda, única persona que podía incriminar al Esteban en lo del Faustino; también puso denuncia la Raimunda contra su marido y su hija por ser pareja adúltera, culpables ambos de adulterio (2)

La búsqueda la iniciaron el padre y los hermanos del Faustino, que como pasara cuando se pensaba que el criminal era el Norberto, también se juramentaron ahora para dar muerte al Esteban. Además, el designio de todos ellos era violar sucesivamente, uno tras otro, a la Acacia. Y gracias a que los agentes de la Guardia Civil los quitaron de en medio nada más hacerse ellos cargo de la búsqueda, esos designios, no menos criminales que el del Esteban al atentar contra el Faustino, no se llevaron a efecto, que a punto estuvieron de ser puestos por los de la Benemérita a buen recaudo hasta que se diera con los huidos.

Pues bien, esa búsqueda se extendió a lo largo de cuatro o cinco días, llevada por la Guardia Civil del Espinar, apoyados sus agentes por algún que otro puesto más de aquellos alrededores.

Pero resultó por completo infructuosa, pues de los buscados ni rastro se logró encontrar a lo largo de todos esos días, por lo que, finalmente, y ante la práctica seguridad de que el Esteban y la Acacia se les habían escapado de entre las manos, y a saber dónde a tales días se encontrarían, la persecución y búsqueda por esos andurriales se canceló, dejando parte en la Dirección General de la Guardia Civil, y de la policía, de su reclamación como sospechosos de delitos.

Mas, ni el Esteban ni la Acacia habían salido del área de los Berrocales en todos esos días, ocultándose sabiamente a todo el mundo en todos esos días y noches. Y es que, como Esteban, pocos por allí conocían los vericuetos, grietas y covachas entre las agrestes anfractuosidades del lugar.

Aún permanecieron escondidos por aquellos pagos otro par de días más, a fin de asegurarse de que, en efecto, por aquellas cercanías ya no les buscaba ni acosaba nadie. Fue una semana en la que la pareja vivió como los animales, pues, aparte de que no pudieron desvestirse, tampoco les fue posible lavarse en lo más mínimo, por lo que apestaban como cerdos y con la ropa destrozada, rasgada y arañada en múltiples sitios por las púas de las zarzas, las asperezas del monte bajo, las agudezas de las rocas… Pero tampoco la cosa del condumio les fue mejor, pues lo único que el entorno les ofrecía para llevarse a la boca eran moras, ese exquisito fruto salvaje de la zarza, amén de algunos bulbos y tubérculos algo tiernos y comestibles que el Esteban se las pintaba solo para encontrarlos y desenterrarlos con su navaja cabritera.

Cuando aquél último día extra de espera ya fenecía derrotado por la caída de la tarde, la pareja hizo su primera comida ligeramente digna, al dar buena cuenta de un conejo que Esteban, valiéndose de lazos, logró cazar. Al amparo de una de las grietas abiertas entre las rocas prendieron una pequeña fogata donde asaron la caza; fogata encendida por mor del mechero del hombre, a base de piedra y mecha de yesca, para el cual el aire que por los campos suele soplar, no es elemento adverso, sino coadyuvante al buen prender de la mecha.

Luego, cuando la luz diurna había cedido ante la oscuridad del presagio de la noche, bajaron de las crestas del roquedal para aventurarse en los todavía verdes trigales que marcaban los límites de los roqueños Berrocales, buscando el somero arroyo que discurría a cierta distancia del pedregoso ambiente donde hasta entonces buscaran refugio, para bañarse allí ellos mismos y tratar de lavar las desgarradas ropas.

Como es de suponer, amparados por la oscuridad de la ya cerrada noche y sólo alumbrados por la luz que la menguante luna derramaba, se bañaron enteramente desnudos, y de tal guisa salieron del agua del arroyo, en las cuales Acacia procedió a lavar las ropas de ambos, pues ella tenía más maña que el Esteban en tales lides, por las veces que a otro río más cercano fuera a lavar junto a su madre, ayudándose en ese menester de los mismos guijarros que por el fondo de ríos y arroyos rodaban, redondeándose y puliéndose de continuo. Cuando la muchacha acabó su tarea, entre los dos tendieron sus harapos, que no otra cosa eran ahora sus ropas, entre los juncos y la alta vegetación de la orilla.

Entre aquella alta vegetación existían mínimos espacios de mullida hierba que la propia maleza que los rodeaba guardaba de miradas no convenientes, siempre que no estuvieran allí mismo. Así, cuando Esteban y Acacia acabaron su labor se dejaron caer, en su plena desnudez, sobre uno de aquellos espacios cubiertos de hierba.

La noche, sin ser fría, tampoco era muy cálida que digamos, y Acacia buscó calor para su desnudo cuerpo, en el cuerpo desnudo de Esteban. El lívido resplandor de aquél ya más que menguado cuarto de la luna, iluminaba bastante bien los dos cuerpos. Esteban y Acacia se miraron, él a ella, ella a él, admirando bastante más que apreciando el desnudo cuerpo de su pareja. Aquellos momentos fueron los primeros que, con cierta calma, podían disfrutar desde ni se sabe cuándo. Así, de las miradas arrobadas del uno hacia la otra, de la otra hacia el uno, se pasó a las mutuas caricias en el rostro para luego, enseguida, correr los labios de él hacia los labios de ella; o, quién sabe, tal vez los de ella al encuentro de los de él. La cosa es que, sea como fuere, las dos bocas se fundieron en dulces, tiernos besos.

A los tiernos besos sucedieron las caricias apasionadas entre ambos, los besos en que mutuamente se comían mientras las manos recorrían el cuerpo ajeno, explorándolo, acariciándolo a la vez.

Y pasó lo que tenía que pasar, que Esteban hizo mujer a Acacia, su mujer, mediante la mutua y absoluta entrega del uno hacia el otro. No hubo violencia por parte de Esteban hacia Acacia, sino una inmensa delicadeza envuelta en ambrosía de cariño, de ternura indecible, de rendida dulzura y Acacia se entregó en cuerpo y alma al amor de sus amores; al amor del hombre que la embrujaba; al amor de su adorado Esteban


Al Esteban y a la Acacia nunca los encontraron. Desaparecieron, se esfumaron en el tiempo y el espacio sin dejar rastro. Los días fueron transcurriendo, y tras los días las semanas, los meses… La historia de los dos amantes fue quedando atrás, hasta dejar de interesar a nadie por manida en exceso. También pasaron los años, más de diez. La vida en aquél pueblo castellano prácticamente no varió, pues a la postre sólo pasó que las cosas volvieron a su ser. La familia del tío Eusebio, padre del Faustino, y la del tío Ricardo, padre del Norberto, solventaron sospechas y malos entendidos y la relación se normalizó. El Faustino se recuperó y con el tiempo entró en relaciones con una muchacha, casándose al poco con ella, y también el Norberto encontró a su definitiva “media naranja”, con lo que su vida también se asentó como Dios manda.

Tampoco a Raimunda acabaron por irle mal las cosas. Qué duda cabe que el suceso, la fuga, juntos, de su marido y su hija, de momento la trastornó, pero ella era una mujer fuerte y aquello no duró tanto, pues enseguida su más principal preocupación volvió a centrarse en aquél su gran amor: Su Casa; la Casa de sus padres, de sus abuelos, de sus bisabuelos… De unas cuantas generaciones de antepasados que se perdían allá por los ya más que lejanos años de los siglos XVI-XVII… La Casa del Soto…

Cuando Raimunda salió de esa especie de Limbo en que lo que ocurrió con su familia la sumió, se encontró con que las cosas de la Casa no estaban enteramente desatendidas, pues tuvo la suerte de que el Bernabé, hombre más bien cuarentón, si bien por poco, nacido en la Casa de progenitores y antepasados también nacidos en la Casa y de contundente fidelidad a la misma, se había ido encargando de los asuntos, digamos técnicos, de la Casa, pero por su cuenta, careciendo de refrendada autoridad para ello. Y al parecer, su iniciativa dio resultado, con lo que, en sus aspectos productivos, la Casa no había sufrido apenas.

Lo primero que la Raimunda hizo fue refrendar la personal iniciativa del Bernabé, por lo que el antes simple criado y bracero, pasó a ser algo así como un oficioso nuevo Amo, aunque sin serlo oficialmente, pues sus títulos oficiales no pasaron de algo así como encargado o capataz general, con plenos poderes en el plano agropecuario. Pero cuatro años más tarde el Bernabé pasó a ser el AMO oficial, al meterle la Raimunda en su cama, pues las noches allí sola se le empezaron a hacer de lo más largas, y total, tampoco estaba tan mal que unos pantalones bien puestos se hicieran cargo, formalmente, de la Casa….

Luego lo dicho: Las cosas en aquél viejo y minúsculo pueblo castellano, con el paso de los años regresaron a su ser natural

Pero ¿qué pasó con el Esteban y la Acacia? El día que siguió a su, digamos, noche de bodas, la pareja lo pasó escondida entre las breñas de los Berrocales, abandonando definitivamente aquél paraje cuando las sombras de la noche se extendían abrumadoras por el ambiente. La travesía de aquella zona que constituía el rededor del pueblo y los núcleos habitados donde eran sobradamente conocidos resultó más que penoso, pues por precaución no deambulaban sino de noche, pasando los momentos diurnos ocultos bien en chozas de pastores abandonadas, cabañas de cazadores deshabitadas, caseríos en ruinas o, simplemente, entre los altos trigales, tratando de pasar inadvertidos para inoportunos merodeadores. Pero si lo de ocultarse resultó difícil, alimentarse fue poco menos que imposible, limitados a lo que podían percanzar: Las pequeñas presas que Esteban a veces conseguía cazar y los bulbos o tubérculos que localizaba y desenterraba el hombre menos veces que más. Así, no resultaron ser pocos los momentos en que hasta pasaron verdadera hambre. Tanto fue así, que hasta días hubo en que tuvieron que conformarse con consumir la carne de algún que otro ratón de campo. Tampoco fueron pocas las ocasiones en que no les quedó otra que aventurarse a los aledaños de alguna que otra granja o caserío aislado para, subrepticiamente, hacerse con algo de comida.

Las cosas mejoraron ostensiblemente cuando dejaron atrás aquellas tierras para ellos tan peligrosas. Tan pronto como se sintieron a salvo, los dos se presentaron en una casa de labor en mitad del campo, aislada por entero, y Esteban pidió comida para su mujer y él mismo. No era limosna lo que pedía, pues ofreció trabajar a cambio. La gente de la casa les dio de comer y les contrató para que trabajaran para ellos. Les daban manutención completa, un techo y sitio donde dormir en el pajar; y un limitado, muy limitado jornal diario.

Allí pasó la pareja casi tres meses y cuando se marcharon para proseguir su camino adquirieron de la casa una burra, viandas para al menos una semana y mantas con que cubrirse por las noches. Y así prosiguieron su huida: Caminando entre seis y diez días máximos para volver a detenerse y trabajar otros dos o tres meses. Así lograban su diario mantenimiento y unas pocas “perras” que ahorraban hasta el último céntimo.

Tardaron algo más de tres años, amén de los dos hijos que para entonces Acacia ya pariera, en llegar al destino prefijado desde que salieran de la Casa del Soto, la portuaria ciudad de Santander, donde embarcarían rumbo a las Américas según el plan que desde un principio llevaran. Por eso el minucioso ahorro de jornales, día a día, céntimo a céntimo, para los necesarios pasajes del barco que allá les llevaría…

Embarcaron rumbo a Venezuela desembarcado en Caracas. No se quedaron en la ciudad, sino que a los pocos días de desembarcar, y con los correspondientes permisos oficiales, marcharon hacia una de las zonas agrarias del país, donde de inmediato adquirieron un pequeño trozo de tierra de labor.

Con sus manos, entre los dos, levantaron lo que más que una casa era una cabaña, asentando allí su primer hogar permanente. Y hogar fue, pues el edificio no hace el hogar, sino que lo hace el cariño entre la familia, y de eso sí que no faltó nunca entre Esteban, Acacia y sus hijos. Con el tiempo, aquella cabaña del principio se fue agrandando y hermoseando hasta más parecer casa que cabaña: No era lujosa, pues la pareja lujos ni los necesitaba ni los quería, pero sí ganó bastante en comodidad y espacio, pues la familia crecía cada año con los nuevos partos de Acacia, que llegó a alumbrar siete hijos.

Y con la casa también creció el inicial trozo de tierra, pues tanto Esteban como Acacia eran trabajadores natos que supieron sacar el mejor partido a su exigua heredad, lo que les permitió comprar nuevos trozos de tierra fértil. La heredad, pues, creció, se engrandeció hasta hectáreas de tierra nada despreciables, por lo que Esteban y Acacia constituyeron uno de los predios más envidiados de sus contornos. Ni mucho menos llegó nunca su patrimonio a lo que la Casa del Soto era, pero tampoco ellos dos aspiraban a tal cosa; con tener lo suficiente para vivir con un cierto desahogo tenían suficiente, luego, a qué más…

Incluso pudieron contraer válido matrimonio, pues Esteban solicitó allí el divorcio de su mujer oficial, la Raimunda, cosa que se le concedió a pesar de la oposición de su mujer, Raimunda, y de las autoridades españolas, invocando el hecho de que en España el divorcio era ilegal. Pero en Venezuela, desde 1904, no lo era, por lo que la Justicia venezolana falló a su favor. Y claro, libre ya de nuevo Esteban, la pareja solicitó en un juzgado de Caracas la licencia de matrimonio civil, que la República de Venezuela les concedió

Y eso fue lo que pasó de Esteban y Acacia, que por finales lograron constituir un matrimonio normal pero, sobre todo, feliz. El amor, el recíproco cariño no les abandonó, sino que cada noche, cuando acabado el día se retiraban a su habitación, a su dormitorio y su cama conyugal, reverdecía al entregarse la pareja mutuamente, ella a él, él a ella, haciendo de cada una de sus noches más que la continuación, la estática perpetuación de aquella su “Noche de Bodas” bajo el palio incomparable de un cielo presidido por una luna menguante y tachonado de miríadas de estrellas; rodeados de plantas y árboles y arrullados por el suave discurrir del agua de aquél cristalino arroyo y el canto del grillo demandando la compañía de su hembra… Y, por lecho nupcial, el mullido colchón de hierba, verde, fresca….

FIN DEL RELATO

NOTAS AL TEXTO

  1. Las Amonestaciones, que creo ya no se aplican, eran unas proclamas o carteles que los párrocos ponían a las puertas de su parroquia, comunicando al vecindario los matrimonios próximos a contraerse, para el famoso: “Si alguien sabe razón por la que estos matrimonios no puedan celebrarse, que hable ahora o calle para siempre”

  2. Hasta las reformas del Código Penal a inicios de esta nueva etapa ¿Democrática?, el adulterio, en España, constituía un delito castigado por ese Código

NOTAS DEL AUTOR.

a) “La Malquerida” es una obra dramática, un drama rural, debido a la pluma de D. Jacinto Benavente que se estrenó el 12 de Diciembre de 1913. Yo he tomado el texto, el libreto de la obra, para hacer una adaptación novelada de la misma, en la que respeto el título que D. Jacinto le diera. Como es de suponer, el desarrollo del Relato se ajusta bastante al texto de la obra de Benavente; los capítulos uno y dos son seguimiento casi fiel del libreto original, aunque matizado; así el carácter de Raimunda, de la que hago una mujer volcada por entero en su heredad, que es la ancestral de su familia, lo que le da tintes de mujer egoísta, despegada incluso de su propia familia, que todo lo sacrifica en aras de su Casa, la del Soto. Esta vertiente de Raimunda ya se esboza en la obra de Benavente. Primero, al comienzo del Primer Acto, ante las mujeres que han venido a verla a su casa, se excusa la Raimunda por su matrimonio con el Esteban en el hecho de que sus hermanos no la apoyaran al quedar ella viuda, afirmando que si sus hermanos se hubieran ocupado de ella dirigiendo la hacienda, ella no se habría casado; esto significa que a ese matrimonio no fue por amor, sino por el bien de su Casa. Luego, cuando decide encubrir a su marido, culpable de un crimen, no lo hace por él, sino por el buen nombre de su Casa. Por otro lado alivio la carga dramática que la obra tiene en forma de sangre derramada; la muerte por asesinato del Faustino la reduzco a heridas; la agresión con fuego de escopeta que sufre el Norberto a manos de los hermanos del Faustino la suprimo. El 3º Capítulo, en cambio, es enteramente de mi cosecha. Constituye el desenlace final del Relato y creo está bastante en línea con el texto de la obra. Veamos cómo discurre el final de la obra de Benavente

RAIMUNDA : ¿No le llamarás nunca padre, hija?

ESTEBAN : No me perdonará nunca.

RAIMUNDA : Sí, hija, abrázale. Que te oiga llamarle padre. ¡Y hasta los muertos han de perdonarnos y han de alegrarse con nosotros!

ESTEBAN: ¡Hija!

ACACIA : ¡Esteban! ¡Dios mío, Esteban!

ESTEBAN : ¡Ah!

RAIMUNDA : ¿Aún no le dices padre? Qué, ¿ha perdío el sentío? ¡Ah!, ¿boca con boca y tú abrazao con ella? ¡Quita, aparta, que ahora veo por qué no querías llamarle padre! ¡Que ahora veo que has sío tú quien ha tenío la culpa de tóo, maldecía!

ACACIA : Sí, sí. ¡Máteme usted! Es verdad, es la verdad. ¡Ha sío el único hombre a quien he querío!

ESTEBAN: ¡Ah!

RAIMUNDA : ¿Qué dice, qué dice? ¡Te mato! ¡Maldecía!

ESTEBAN : ¡No te acerques!

ACACIA : ¡Defiéndame usted!

ESTEBAN : ¡No te acerques, te digo!

RAIMUNDA : ¡Ah! ¡Así! ¡Ya estáis descubiertos! ¡Más vale así! ¡Ya no podrá pesar sobre mí una muerte! ¡Que vengan tóos! ¡Aquí, acudir toa la gente! ¡Prender al asesino! ¡Y a esa mala mujer, que no es hija mía!

ACACIA : ¡Huya usted, huya usted!

ESTEBAN : ¡Contigo! ¡Junto a ti siempre! ¡Hasta el infierno! ¡Si he de condenarme por haberte querío! ¡Vamos los dos! ¡Que nos den caza si puén entre esos riscos! ¡Pa quererte y pa guardarte seré como las fieras, que no conocen padres ni hermanos!

RAIMUNDA : ¡Aquí, aquí! ¡Ahí está el asesino! ¡Prenderle! ¡El asesino! ( Han llegado por diferentes puertas el RUBIO, BERNABÉ y la JULIANA, y gente del pueblo .)

ESTEBAN : ¡Abrir paso, que no miraré náa!

RAIMUNDA : ¡No saldrás! ¡Al asesino!

ESTEBAN : ¡Abrir paso, digo!

RAIMUNDA : ¡Cuando me haigas matao!

ESTEBAN : ¡Pues así! ( Dispara la escopeta y hiere a RAIMUNDA )

RAIMUNDA : ¡Ah!

JULIANA : ¡Jesús! ¡Raimunda! ¡Hija!

RUBIO : ¿Qué ha hecho usted, qué ha hecho usted?

UNO : ¡Matarle!

ESTEBAN : ¡Matarme si queréis, no me defiendo!

BERNABÉ : ¡No; entregarle vivo a la Justicia!

JULIANA : ¡Ese hombre ha sío, ese mal hombre! ¡Raimunda! ¡La ha matao! ¡Raimunda! ¿No me oyes?

RAIMUNDA : ¡Sí, Juliana, sí! ¡No quisiea morir sin confesión! ¡Y me muero! ¡Mía cuánta sangre! Pero ¡no importa! ¡Ha sío por mi hija! ¡Mi hija!

JULIANA : ¡Acacia! ¿Ande estás?

ACACIA : ¡Madre, madre!

RAIMUNDA : ¡Ah! ¡Menos mal, que creí que aún fuea por él por quien llorases!

ACACIA : ¡No, madre, no! ¡Usted es mi madre!

JULIANA : ¡Se muere, se muere! ¡Raimunda, hija!

ACACIA : ¡Madre, madre mía!

RAIMUNDA : ¡Ese hombre ya no podrá náa contra ti! ¡Estás salva! ¡Bendita esta sangre que salva, como la sangre de Nuestro Señor!

Este texto claramente muestra el amor de Acacia hacia Esteban y que Raimunda sufre un tremendo ataque de celos al ver que la mujer que es su hija le va a quitar a su marido; así, llega a decir a su hija: “Te mato, maldecía”; luego, pide que prendan no solo a Esteban, sino también a su propia hija por adúltera. Que Esteban fuera un asesino no le importó, pues estaba dispuesta a encubrirle, pero que amara a otra mujer, a su propia hija, sí le importaba: Es entonces cuando quiere que le prendan. Al final, Acacia se decanta por su madre ante su muerte a manos de Esteban, pero si tal muerte no se produce ella, de mil amores, hubiera escapado con Esteban. Y así es como yo acabo la historia… Con final feliz para todo “quisque”, hasta para Raimunda

b) El nudo principal de la obra en torno al que toda la representación transcurre, es la relación pasional entre padrastro e hijastra. No cabe duda de que por los tiempos en que la obra se escribe y estrena, esta relación constituía incesto, pero hoy día no sé qué decir al respecto. Para mí no lo es, ya que no existe identidad genética alguna entre tales parejas. Item más, consideremos el asunto según las leyes. Este tipo de parentesco se define legalmente como por afinidad, y en principio tiene el mismo carácter que el parentesco biológico. En el derecho canónico, el parentesco por afinidad no se cancela nunca, de modo que si la esposa, por ejemplo, falleciera, hijastras-hijastros seguirían siendo considerados como hijas/hijos biológicos luego la unión matrimonial canónica nunca podría ser; pero para las leyes civiles, los vínculos por afinidad desaparecen tan pronto se otorga el divorcio, luego en tal caso el padrastro o la madrastra dejan de serlo desde el mismo momento de formalizarse el divorcio. Por eso, Woody Allen pudo casarse con la hija adoptiva de su mujer, Mia Farrow, al divorciarse de ésta.