La madre en el laberinto
Recuperar en un laberinto la medalla de oro de su hijo se convierte para una madre en una auténtica aventura.
Era un día muy caluroso cuando una madre llevó a su hijo de cuatro años a un centro comercial que acababan de inaugurar y cuyo aire acondicionado hacía muy agradable la estancia.
Después de ver las pocas tiendas que estaban abiertas y cruzarse con el escaso número de personas que estaban en el centro, aprovechó la mujer para llevar a su hijo a una zona infantil de juegos que se encontraba en el interior del recinto.
Como a la mujer le encantaban los perros, se fijó en uno pequeño que pasaba por la zona acompañado por su amo. Cuando vivía con sus padres tenían uno pero, ahora que se había casado y tenía un hijo, no tenía tiempo ni espacio para disfrutar de una mascota.
Cuando el niño se metió en el laberinto de tubos transparentes de plástico, la mujer aprovechó para descansar y se sentó tranquilamente en uno asiento de plástico próximo y se puso a leer una novela de bolsillo que se acababa de comprar, sin dejar de observar lo que hacía su hijo.
También alguien observaba y no precisamente fue el niño el que captó su atención, sino la mujer, especialmente sus fuertes y torneados muslos, ya que al sentarse y cruzarse de piernas, la falda se le había subido casi hasta enseñar las bragas. Observando la ropa que ella llevaba, se dio cuenta el hombre que debajo del ajustado polo de la mujer no llevaba sostén, y, a falta de conocer si llevaba bragas, solamente contabilizó sus zapatos y sus minifalda vaquera.
Sí cuando llegaron a la zona la madre y el niño había poca gente, poco a poco se fue vaciando hasta quedarse solos, y, viendo la hora que era, la mujer llamó a su hijo para que fuera saliendo.
Al salir el niño, la madre, colocándole la ropa, se dio cuenta que la medallita de oro que le había regalado su abuela ya no la tenía colgada del cuello. Mirando angustiada en la ropa del niño no la encontró y, al preguntar al infante, éste la respondió que no lo sabía, por lo que ella supuso que se le había caído dentro del laberinto.
La suegra de la mujer le había regalado la medallita de oro con su cadenita del mismo material al niño. La medallita tenía en su reverso inscrito el nombre del niño así como la fecha de nacimiento de éste, y siempre que iban a visitarla la mujer siempre se fijaba en la medallita que había regalado a su nieto.
Tenía que recuperar la medallita como fuera y dijo a su hijo que entrara a buscarla, pero éste, haciéndose el remolón, se negó a entrar. Temiendo que, si forzaba al niño, éste le montara un espectáculo de lloros, chillidos y pataleos, optó por entrar ella ya que no veía a nadie alrededor.
Hizo sentar a su hijo en uno de los asientos de plástico situados a unos pocos metros del laberinto, frente a una gran ventana que daba a la calle para que se entretuviera. Así mismo le proporcionó al niño los cascos que ella llevaba para escuchar música, así como el móvil para que jugara. Le hizo prometer que no se moviera, que ella, su madre, iba un momento a buscar la medalla, pero el niño, contento de que su madre le diera tantas cosas para divertirse, ni siquiera la escuchó ni la hizo el menor caso.
La mujer, dejando a su hijo sentado tranquilamente, se encaminó a una de las entradas del laberinto, concretamente por la que accedió el niño con la intención de entrar dentro y seguir el mismo camino que había seguido su hijo. Así pensaba que no tendría ningún problema en encontrar la medalla.
Sin observar a nadie alrededor, echó una última ojeada al niño que, sentado de espaldas al laberinto, no se movía, y, descalzándose, dejó sus zapatos en el suelo, próximo a la entrada, se agachó y se metió dentro.
Gateando dentro de los tubos, fue recorriendo a cuatro patas el laberinto, pero no estaba sola.
El hombre que la había estado observando los muslos también se metió en el laberinto detrás de ella, y, también gateando enseguida la alcanzó, situándose a escasos centímetros sin que la mujer se percatara.
Moviéndose al mismo tiempo que ella, la observaba sin cesar y sin nada que lo impidiera el culo, la parte posterior de los muslos y la planta de los pies.
La minifalda de la mujer se le había subido y se enrollaba prácticamente en la cintura de ella, de forma que las braguitas que llevaba se le habían metido entre las dos nalgas, desapareciendo prácticamente entre ellas.
Tan concentrada estaba la mujer en su búsqueda que no dio importancia a los suaves toques que el hombre la daba con las manos en sus nalgas, de forma que éste, cada vez más excitado, la metió mano directamente entre las piernas, sobre su cálida vulva.
Ahora sí que lo notó ella y, pegando un respingo, emitió asustada un breve chillido. Al escucharlo el hombre metió su cabeza entre las nalgas de la mujer, lamiéndola ansioso la vulva, ocasionando que ella, ahora sí que chillara, pero, pensando que era el perro que antes había visto el que la lamía tan apasionadamente, le chilló para que se alejara e intentó rechazarlo, moviendo la pierna hacia atrás, pero, dado el escaso espacio que había dentro del tubo y su voluntad de no hacer daño al que ella creía que era un simpático perro, no lo logró.
Cuando el hombre, cada vez más excitado, sin parar de lamerla el coño, metió sus manos bajo la falda de ella y la bajó las bragas hasta las rodillas, la mujer se dio cuenta que no era un perro el que la estaba empapando el coño y, chillando aterrada, intentó alejarse gateando, pero las bragas situadas en sus rodillas la impedían que se alejara rápido, dejándola indefensa ante los lametones reiterados e insistentes del hombre y más aún, cuando éste la sujetó por los muslos, impidiendo que siguiera avanzando.
Ahora sí que el hombre disfrutó a placer del coño de la mujer, lamiéndolo como si fuera un sabroso dulce, y ella, sin poder evitarlo, sintió como también se iba excitando cada vez más hasta que de pronto se corrió, tuvo un potente orgasmo en la misma boca del hombre, que, instintivamente se echó hacia atrás, dejando de sujetarla los muslos.
Sintiendo cómo se corría y que ya no la retenían, se dejó caer bocabajo en el suelo, gozando del orgasmo, y el hombre, aprovechando la ocasión, tiró de las bragas y se las quitó en un instante. A continuación, jaló también de la falda de la mujer, quitándosela por los pies, ante los chillidos de esta que la pilló de improviso y no pudo impedir que la desnudara completamente de cintura para abajo.
Temiendo que la violaran allí mismo, la mujer, aterrada, se puso nuevamente a cuatro patas y empezó a gatear tan rápido como pudo, huyendo.
El hombre, observando entusiasmado cómo la mujer movía rauda sus fuertes glúteos alejándose, no reaccionó a tiempo y la dejó marchar. Dándose la vuelta, salió del laberinto por donde había entrado, llevándose las bragas y la falda de la mujer, así como los zapatos de ésta que estaban al lado del laberinto.
Recorrió aterrada la mujer el laberinto, pensando que la seguían por detrás y, cuando por fin, logró encontrar la salida, afloró sin aliento, sudando copiosamente, despeinada y con la única prenda que llevaba, su polo, enrollado bajo su sobaco, dejando al descubierto la parte inferior de sus tetas, y toda su jugosa vulva.
Nada más salir del laberinto miró asustada hacia atrás por si la seguía el que la había desnudado y quería ahora violarla. Al no ver a nadie, se giró por si alguien la observaba, pero tampoco vio a nadie, excepto a su hijo que no se había movido del asiento donde ella le dejó, permaneciendo de espaldas al laberinto. No se había enterado de lo que le había sucedido a su madre.
Angustiada, se colocó la mujer rápido el polo, tirando tan fuerte como pudo de él hacia abajo, de forma que le llegaba hasta el inicio inferior de sus nalgas y de su sexo, sin llegar a cubrirlo en su totalidad a pesar de los esfuerzos de ella.
Tampoco estaba su calzado donde lo dejó ni su falda y bragas que la habían quitado, pero, a unos diez metros, observó en el suelo uno de sus zapatos. Corrió hacia él y, al cogerlo, vio el otro zapato también en el suelo a unos tres metros de donde ella estaba, al final de un pasillo. Cogiendo el primero corrió hacia el segundo, y, observó su falda colgada de la parte superior de una puerta situada a un par de metros de distancia. Sin pensárselo, no cogió este segundo zapato sino que dejó caer el primero y corrió hacia su falda. Era indispensable que la recuperara para poder taparse sus más que evidentes y preciosos encantos.
Al llegar a la puerta se puso de puntillas y estiró hacia arriba sus brazos para coger su falda, pero detrás de ella surgió una sombra que, agarrando el polo de la mujer por sus bordes inferiores, tiró con fuerza de él hacia arriba, cubriéndola la cabeza y atrapándola los brazos.
Sorprendida no la dio ni tiempo a chillar, cuando, cogiéndola por la cintura, la levantaron del suelo y la llevaron en volandas al interior de los baños, metiéndose con ella en el cuarto de baño para discapacitados, donde cerraron la puerta a sus espaldas.
Sin poder ver nada y con los brazos atrapados, sin poder moverlos, intentó escapar como si fuera una gallina a la que hubieran cortado la cabeza y chocó violentamente contra una de las paredes de la habitación, rebotando y, a punto de precipitarse al suelo, la cogieron nuevamente, y la colocaron bocabajo sobre las rodillas del hombre que, sentado sobre la taza del inodoro, la sujetó y empezó a propinarla fuertes azotes en sus blancas y prietas nalgas.
Agitándose aterrada, la mujer chillaba a cada azote que recibía, e intentaba escapar sin saber cómo, de forma que solo pedaleaba histérica en el aire con sus fuertes y torneadas piernas. Cuanto más se agitaba la mujer más presionaba con su bajo vientre sobre la cada vez más dura y congestionada verga del hombre.
Los azotes se fueron turnando con reiterados sobes en el ano y especialmente en el sexo de la mujer, haciendo que ésta conjugara el pánico que la apresaba con la excitación sexual que nuevamente se iba haciendo paso en su interior.
Cesando poco a poco de agitarse la mujer, el hombre se concentró, no ya en azotarla las nalgas, sino en jugar con sus dedos entre los labios vaginales de ella, incidiendo reiteradamente en el clítoris de la mujer que cambió los chillidos de pánico y dolor por suspiros y gemidos de placer, hasta que, al final, se corrió nuevamente chillando.
La dejó el hombre que disfrutara de su orgasmo durante unos segundos y, antes de que se resistiera, la levantó de sus rodillas e, incorporándose, la colocó suavemente bocabajo sobre la taza del inodoro donde él se acababa de levantar.
Antes de que reaccionara, en un segundo el hombre se bajó pantalón y bóxer, dejando al descubierto un enorme cipote que, erecto y congestionado, apuntaba al techo. Situándose detrás de ella, la abrió delicadamente de piernas y, colocándose entre éstas, dobló sus rodillas y, cogiendo con una de sus manos su pene erguido, la penetró poco a poco por el coño, ante la sorpresa de la mujer, que a pesar de todo, no se lo esperaba.
Resopló aturdida e hizo un amago de levantarse pero, viendo la inutilidad de sus esfuerzos, se quedó quieta y dejó que el hombre, balanceándose adelante y atrás, adelante y atrás, una y otra vez, se la fuera poco a poco follando, alcanzando ella su tercer orgasmo, entre resoplidos, gemidos y chillidos.
Una vez que el hombre hubiera descargado todo su esperma dentro de ella, la desmontó y se marchó, dejándola donde estaba con el culo en pompa.
Saliendo el hombre rápido, se cruzó en el pasillo con otro de mediana edad que iba camino del baño. Al entrar se encontró a la mujer, desnuda desde el cuello hasta los pies y tumbada bocarriba sobre el inodoro con el culo en pompa. Sorprendido, no sabía qué hacer, así que se acercó a mingitorio y se puso a mear sin dejar de mirar extrañado hacia atrás, hacia la mujer que yacía prácticamente desnuda.
Todavía no había finalizado de orinar cuando la mujer empezó a levantarse pero, al no tener los brazos libres, se deslizó al suelo y, al intentar levantarse otra vez, el hombre acabó de mear y se acercó a la mujer ayudarla.
- Espere que la ayude.
La mujer sin decir nada, dejó que la ayudaran a incorporarse, aunque el hombre estaba más atento en sobarla el culo y las tetas.
Viendo los esfuerzos que hacía ella para quitarse el polo el hombre se prestó a ayudarla.
- Espere. Deje que la ayude a quitárselo.
Mientras tiraba con una mano, con la otra la sobaba a placer lo mismo las tetas que el culo.
Y cuando por fin, logró quitarla el polo, la mujer al verle, chilló despavorida, pensando que éste era el hombre que la había desnudado, había abusado de ella y la había violado.
El hombre, como no lograba apaciguarla, tomó la determinación de huir de allí, de huir de esa loca que podía complicarle la vida, así que huyó a la carrera sin mirar atrás.
Los gritos histéricos de la mujer no paraban así que poco a poco fue atrayendo a las escasas personas que había en el centro y, al entrar al baño, la vieron completamente desnuda, chillando como una loca. Hasta su hijo fue a ver qué sucedía y la visión del niño hizo que la mujer se apaciguara, cogiendo al niño en sus brazos ante las lubricas miradas de todos los espectadores que no perdían detalle de las tetas, culo y entrepierna de la madre.
Ya vestida la llevaron a comisaría para que declarara pero tenía tal empanada mental la mujer que no pudo decir nada útil, por lo que la dejaron marcharse.
Nunca recuperó la medalla de su hijo cómo bien se lo hizo pagar su suegra.
No fue esa la última vez que visitó ese centro comercial donde más de una incidencia volvió a tener, y que iremos contando en próximos relatos.