LA MADRASTRA - Retrato de amor y deseos prohibidos
Marcella deja Brasil al casarse con Álvaro y regresar este a España. La vida con él es plena y feliz, pero un desgraciado acontecimiento hace que la cercanía con Diego, su hijastro, tome otros derroteros.
Marcella abrió la puerta del cuarto de su marido y se quedó inerte. Totalmente bloqueada. Sabía que debía hacer limpieza y recoger algunas cosas, pero no era capaz ni tan siquiera de atravesar ese umbral.
Su mente se fue al día, cuatro años atrás en que, feliz y a sus 48 años, cruzó de la mano de él el portalón de llegadas internacionales del aeropuerto de la que iba a ser su nueva ciudad.
Álvaro, de 60 años, tenía dos hijos, Diego de 34 en esa fecha y Pilar de 36.
Tras tres años de ausencia, desde que su empresa lo destinó a un importante proyecto en su condición de ingeniero informático a una plantación petrolífera en Brasil, esa mañana de sábado, únicamente su hijo era quien los esperaba en esa terminal de llegadas.
Ni su otra hija, Pilar, ni su nuera, Lourdes o ninguno de los tres nietos, Álex y Laura, los gemelos de Pilar o Claudia, la hija de Diego, se habían dignado ir a recibirlos.
No estaba decepcionado. Era un desplante más de su hija, nietos y nuera. Algo que ya se esperaba y más sabiendo que su matrimonio con una brasileña, la camarera del bar donde comían los trabajadores de la plantación y doce años más joven que él, había sentado como un jarro de agua fría a su desapegada familia. Como temiendo que una parte de su futura herencia se les esfumara precipitadamente.
Álvaro había enviudado hacía nueve años y jamás se preocupó en buscar otra mujer. Su vida la dedicaba casi íntegramente a su gran pasión: el trabajo y también, siempre que las obligaciones de ambos lo permitían, a charlar, tomar algo o hacer deporte en compañía de su hijo Diego, ingeniero como él.
Éste no era feliz con Lourdes. Ella y Pilar casi, por sus caracteres mezquinos y sus amarguras, podrían ser más hermanas que cuñadas y desgraciadamente, estaban inculcando en sus hijos esas formas de ser y de sentir
Pilar, no hace falta decirlo, era separada. Su marido no la aguantó muchos años y finalmente dio el paso de dejar el hogar familiar. Aún así no tenía ningún problema en apuntarse con el ex yerno y el ex cuñado de vez en cuando, ya que con ellos si se sentía muy cómodo.
Al poco tiempo de llegar a su destino en Brasil, Álvaro se empezó a sentir cautivado por Marcella. Alta, morena, sin llegar a ser mulata, exuberante en lo físico, afable y dulce en el trato y el carácter, pero sin permitir excesos de confianza por parte de los empleados, el maduro ingeniero se notó enseguida encandilado. Ella, soltera y dedicada enteramente al trabajo y a cuidar, junto con sus hermanas, de su madre ya mayor y enferma, nunca se había preocupado de buscar compañía masculina, salvo algún escarceo pasajero y de eso hacía ya bastantes años.
A pesar de la diferencia de edad, no tardaron en pasar de la incipiente amistad a convertirse en novios y de ahí a hacer planes de futuro, entre los que se incluían formalizar la relación en forma de boda en Brasil y vida en España.
Esto último era lo que menos convencía a Marcella. No por no querer abandonar Brasil, ya que sin duda le esperaba, al lado de Álvaro, una vida mucho más cómoda que la que tenía con su pobre salario de camarera. Su preocupación era dejar a su madre y trasladar su cuidado íntegramente a sus hermanas. Pero fueron ellas quienes la convencieron para dar el paso, orgullosas de que, al menos la hermana pequeña, pudiera llevar una vida mejor y más con un hombre, como Álvaro, muy diferente, en cuanto a clase e inteligencia, a los que pudiera encontrar allí.
Desde el primer momento, Diego y Marcella congeniaron totalmente. No sucedió lo mismo con su hija Pilar o sus tres nietos. Se puede decir que ignoraban a su padre o abuelo y Álvaro, cuando pensaba en ellos, siempre deducía que, al final, la vida pone a cada uno en su lugar.
Diego, nunca se entrometió en la vida de su padre y su madrastra y aún menos, cuando a los tres meses de su regreso, la empresa proporcionó a Álvaro, a sus 60 años, una salida muy digna y a modo de agradecimiento, una rentable prejubilación y la pareja se encontró de repente con "toda la vida por delante".
Marcella se sintió atraída y satisfecha con su nueva vida y en su nuevo país. Era feliz al lado de su marido y este, a pesar de no ser ella nada ambiciosa, la complacía en las pocas cosas o caprichos que tenía. Una de las aficiones que descubrió fue el de realizar pequeñas salidas o escapadas de dos o tres días para ir conociendo lo mejor de España.
Álvaro, persona culta y además amante de la conducción, disfrutaba mostrando y enseñando a Marcella las ciudades más interesantes del país.
Cuando estaban en casa, ella se esmeraba en cocinar lo mejor del suyo cada vez que Diego, al menos una vez a la semana, se escapaba de su insulsa y triste mujer para pasar una rato con ellos. Eran reuniones amenas, divertidas, como siempre fueron entre padre e hijo y Marcella disfrutaba viendo semejante complicidad entre ambos sin sentirse apartada o excluida en ningún momento.
En el lado más íntimo, todo les funcionaba de maravilla.
Ella, tras casi 20 años sin mantener una relación sexual antes de conocer a Álvaro, estaba viviendo una plenitud en ese sentido. Había olvidado totalmente los momentos de auto consuelo en ese sentido durante tanto tiempo.
Él, a pesar de su edad y solo con esporádicas masturbaciones desde que enviudó, disfrutaba de sus deseos junto a Marcella de una manera totalmente insospechada.
Se entregaban, no a diario, por supuesto, pero si plenamente y sin tener que buscar el momento premeditado. Ella estaba encantada con Álvaro en ese aspecto. Le hervía la sangre en cuando él la tocaba sabiendo lo que deseaba y lo que ella no le iba a negar.
No dudaba en quitarse la ropa lentamente mientras él la besaba, la tocaba, acariciaba o la atraía. Su respiración se convulsionaba cuando su marido, mientras hundía su cara entre sus generosos pechos, rozaba su bulto contra el pubis de ella, totalmente depilado desde que, sin él insinuárselo, había empezado a sospechar que a su marido no le atraía el exceso de vello en esa zona.
A pesar de ser los dos de una edad madura, descubrieron cosas que apenas habían vivido o practicado en el plano sexual y todo se hacía solo dejándose llevar.
El sexo oral, el sexo anal, los striptease que ella le regalaba a modo de provocación, las posturas nuevas o el encontrase en cualquier rincón de la casa para entregarse sin buscarse, formaban parte de un ritual que los precipitaba a un total desenfreno y donde ella a pesar de su recato en ese sentido, le devolvía a modo de agradecimiento en forma de gritos descontrolados, gemidos desesperados y respiraciones ansiosas.
Nunca cerró los ojos cuando él la penetraba. Quería disfrutar de su mirada. Necesitaba sentir la pasión por dentro, pero verla en el exterior. Únicamente le suplicaba una cosa: - "Más. Dame más. Dame fuerte" .
Alguna vez, al día siguiente o incluso a las pocas horas de una de esas sesiones, Diego, si había quedado con ellos, pícaramente, les insinuaba al ver sus rostros, como padre y madrastra se las gastaban en ese sentido.
Aunque, internamente él era feliz con la relación de ellos, lo que sentía era pura y sana envidia de una pareja tan cercana como amada. Sabía que, con su mujer, nunca iba a logar esa plenitud. En ningún sentido.
Marcella, aún sin atreverse a entrar en la habitación de Álvaro, recordó y ya sus lágrimas empezaron a brotar, cuando medio año atrás, al recibir la noticia por parte de sus hermanas, del cercano fallecimiento de su madre, su marido le pidió si podía ir ella sola ya que él tenía una visita médica. Llevaba semanas no encontrándose nada bien y ella también lo había notado.
Al día siguiente de su llegada a Brasil se produjo el fatal desenlace de la muerte de su madre, aún así, se quedó dos semanas más haciendo compañía a sus hermanas y ayudándolas con todos los trámites tras el entierro.
Al llegar a casa vio algunos cambios. Lo primero el aspecto muy desmejorado de Álvaro.
Le habían hecho varias pruebas y estaba esperando los resultados. Él trataba de quitarle importancia pero nada más verle ella empezó a preocuparse.
Lo segundo que le intrigó fue los cambios estéticos que él había hecho en casa. Había llevado a su amplio estudio todo el mobiliario de la habitación de matrimonio para usarla como su propio dormitorio.
- "Cariño" - le decía mientras le acariciaba dulcemente la cara - "Solo es para no molestarte por las noches. Últimamente sabes que no duermo nada bien. Doy muchas vueltas y me levanto cada dos por tres para ir al baño".
- "Por eso mismo, mi vida" - le respondió ella con un atisbo de preocupación - "Si no te encuentras bien, quiero estar a tu lado, tanto de día como de noche".
La habitación, que hasta ahora habían compartido, también había cambiado drásticamente. La había pintado y renovado con un mobiliario moderno y funcional. La iluminación era exquisita, con unas lámparas acordes con los nuevos muebles. Le había encantado el cambio. Todo. Excepto el no poder compartirlo con su marido por las noches.
Mientras le daba un beso cálido en sus labios, él la atraía a su cuerpo con un: - "Amorcito, ahora discutiremos y nos pelearemos cada noche con un... '¿En tu cuarto o en el mío'? ".
Marcella, aún a desgana y contrariada, no tuvo más remedio que aceptar los cambios. No era propio de Álvaro y eso acrecentó en ella la idea de que algo estaba pasando.
Diego seguía yendo con bastante asiduidad con ellos. Ya fuera a tomar algo después del trabajo o a cenar de vez en cuando. Quiso quitarle importancia ante Marcella cuando ella le mostraba su preocupación y mirando y sonriendo ante su padre, todo lo zanjaba con un: - "Jajaja, Marcella, estas son cosas de la edad. Tu maduro ingeniero empieza a entrar en la chochez".
Él le seguía la gracia: - "¿Maduro? ¿Chocho?... ¿Le vas a enseñar ahora a tu padre a hacer hijos, jejeje?".
Poco a poco, Marcella se fue acostumbrado a su intimidad a la hora de dormir y no volvió a darle importancia al tema. Solo echaba de menos el sexo asiduo de antes. Ese había empezado a ser muy distanciado y casi de compromiso por parte de su marido. Ella, cuando en la noche ya notaba que, por la hora, iba a estar sola, se entregaba a la autocomplacencia, ayudada de sus dedos o de algún juguete que, no sin remordimientos, se había comprado secretamente.
Solo habían transcurrido dos meses desde su regreso de Brasil y de haber asimilado los cambios en su matrimonio, cuando todo se torció aún más.
Marcella rememoraba entre sus recuerdos como aquella noche, presa de pavor, solo fue capaz de llamar a Diego. Él fue quien, sosegadamente, manejó la situación.
Tres horas después, el médico de guardia de la UVI del hospital les comunicaba que, le habían podido salvar la vida, pero que el ictus sufrido por Álvaro había sido de una magnitud fortísima y que las secuelas iban a ser severas e irreversibles.
En pocos días y sobre todo, en pocas horas, un hombre que se cuidaba, activo y atlético había pasado de ser un sexagenario atractivo de 64 años a una sombra de sí mismo, tanto física como mentalmente.
Marcella no se separó de él en las dos semanas en las que Álvaro estuvo ingresado. Diego no fue capaz de convencerla de que alguna noche se marchara a casa a descansar y que él se quedaba con su padre. Durante todo ese tiempo, ella instaló en esa habitación su cuartel general. Únicamente lo abandonaba cuando, a mediodía o ya de noche, Diego se pasaba a diario por allí y ella aprovechaba para bajar al bar a tomar algo.
Pilar, la hija de Álvaro, visitó a su padre en muy contadas ocasiones. Demasiado contadas como para decir que era su hija. Las pocas veces que lo hizo apenas cruzó dos palabras con Marcella. La nuera, Lourdes o sus tres nietos no fueron a visitarlo ni una sola vez.
Dos semanas después de la noche en que Álvaro se había convertido en un ser no casi vegetal, pero si postrado irremediablemente en una silla de ruedas, sin apenas conversación, con las tres cuartas partes de su cuerpo totalmente inútil, Marcella, además de ser su esposa, se convirtió en su enfermera, cuidadora. En sus manos, sus piernas y su lenguaje.
Diego los visitaba un momento cada tarde antes de volver a su casa, más que nada por si Marcella necesitaba ayuda en algo y cada viernes, además se quedaba a cenar con ellos. Ese rato era una bálsamo para Álvaro. Entre su mujer y su hijo procuraban, a base de conversaciones animadas e intrascendentes, que no cayera aún más en el pozo en el que se iba sumergiendo.
Como un reloj, cuando se acercaban las nueve de la noche, hacía un gesto a su mujer para que lo llevara a su cuarto. No había consentido volver a compartir su antiguo cuarto con ella. Sabía que era un ser inútil físicamente, pero no quería por nada del mundo, que Marcella, dedicada a él en cuerpo y alma por el día, además no tuviera un mínimo descanso durante la noche.
Como cada noche, cuando ella regresaba al salón tras dejar a su marido en su habitación, él le preguntaba lo mismo
- "¿No se ha querido meter en la cama?".
- "No, Diego" - le respondía ella con un tono de resignación y tristeza - "Le gusta estar un rato tranquilo mirando cosas en el ordenador. Menos más que al menos la mano izquierda la puede manejar un poco. Cuando ya he recogido cada noche todo y fregado los platos de la cena o cuando tú te marchas los viernes me llama para que lo asee y le ayude a acostarse".
- "¡Qué tristeza verlo así!. Con tanta felicidad y tanta vida por delante que teníais" - le confesaba Diego a su madrastra intentado descargar sobre él parte de la pena y la angustia que ella sentía de manera continua.
Ella le pasó cariñosamente la palma una mano por su cara y para romper el momento duro, le dijo:
- "¿Vas preparando el café mientras yo recojo la mesa, cariño?".
En el segundo viaje que ella hizo a la cocina con la loza sucia de la cena, Diego notó como la cara de Marcella estaba totalmente empapada de lágrimas. La atrajo hacia sí y ella apoyó su cara húmeda en su cuello.
Los besos de él en su pelo y su cara la aliviaron y poco a poco fue alzando su rostro hacia él a la vez que los labios de Diego se acercaban y depositaban en los suyos. Un beso, suave y continuo al principio que, según pasaron los segundos, se convirtió en algo apretado, precipitado y descontrolado. Desde su altura, algo mayor que la de ella, cuando Diego abría los ojos, en pleno descontrol, su mirada se dirigía al escote de su madrastra, que escondía unos pechos generosos y morenos, de un canela que embriagaba la vista y los sentidos y libres, sin la prisión de un sujetador.
Él no se pudo reprimir y sin separar sus labios y su lengua de los labios y la lengua de Marcella, desabrochó dos botones de la blusa que separaba sus manos de esos pechos y por fin fueron presa de sus manos. Los apretó de manera enérgica e insistente. Sabía que le podía hacer daño, pero ella lo asumía hasta que se separaron un momento y tomándolos con ambas manos, se los ofreció como un cáliz de sensualidad. Él se abalanzó sobre ellos. Mientras los mordía, lamía, mojaba, ella se fue desabrochando el resto de los botones de la blusa y los de la falda, dejando caer al suelo ambas prendas y sin que Diego, absorto como estaba, disfrutando de esos generosos pechos, no se apercibió de la semi desnudez de Marcella hasta que ella, únicamente ya vestida con unas pequeñas bragas negras, lo tomó de las manos para dirigirse a su habitación.
Cerró la puerta sigilosamente para que, a pesar de la distancia que había entre su cuarto y el de Álvaro, este no pudiera sentir nada de lo que estaba a punto de suceder en la intimidad de la que, hasta no hacía mucho tiempo, había sido su habitación conyugal.
Con solo la débil iluminación de una lámpara de una de las mesitas de noche, Marcella y Diego se lanzaron con bocas, lenguas, manos, pubis a buscarse apasionadamente, descontroladamente, lascivamente. No eran capaces de pensar en que, unos metros más allá, estaban rompiendo la confianza de un hombre enfermo y hundido que tenía en ellos a las personas más cercanas y amadas.
Fue Marcella la que apresuradamente desnudó a su hijastro y ambos cayeron y rodaron por la inmensa cama de ella. Se dejaba hacer. Notaba como el pene de Diego estaba ya en su máximo esplendor. Su coño buscaba la punta del miembro de él. Lo encontraba y su clítoris lo rozaba. Ella empezaba a gemir. Necesitaba ese contacto humano tras muchas semanas de que su cuerpo y su sexo solo conocieran las yemas de sus dedos o el látex de sus juguetes sexuales. Fríos y desconsiderados.
Cuando ambos estaban a puntos de sucumbir al cansancio, en un último resquicio de pasión, ella abrió sus potentes muslos y le ofreció a Diego toda la humedad de su coño.
Con todos sus dedos entrelazados y apretados y sus miradas clavadas las unas sobre las otras, él empezó a penetrarla suavemente al principio, hasta que en un arrebato de necesidad, el último tramo de su pene se ensartó en el sexo de ella de manera violenta.
Marcella reprimió, a duras penas, un grito de puro placer, que sin duda hubiera atravesado todas las estancias de la casa hasta llegar a oídos de Álvaro.
Las embestidas de él contra su madrastra eran intensas. Ella mordía la palma de su mano para evitar que algún sonido saliera de su boca y delatara lo que estaba sintiendo. Hasta que, internamente, notó como quedaba inundada del calor húmedo que Diego estaba depositando en ella.
Al momento, tomados de la mano y uno al lado del otro, estaban exhaustos, sudorosos y sin saber cómo habían podido llegar a lo que acababa de suceder.
Ya más calmados, él le preguntó temiendo la respuesta:
- "¿Qué sientes, Marcella?".
- "Felicidad, cariño" - y girándose hacia él, sin soltarle la mano, apoyando su cara sobre el hombro de su hijastro - "No sé qué sentiré dentro de un rato cuando te vayas o cuando entre en el cuarto de tu padre a acostarlo, pero ahora me siento feliz y viva".
- "Yo también me merecía vivir esta sensación" - y con un cierto tono de desconsuelo, añadió - "No es justo que haya sido con la mujer de la persona que más quiero, pero...".
No pudo continuar. Si lo hubiera hecho, quizás las lágrimas hubieran brotado a raudales de sus ojos y hubieran provocado también las de ella.
Un rato después, ella despedía a Diego con un suave beso en los labios y tras la puerta ya cerrada, respiraba profundamente antes de entrar en el cuarto de Álvaro para asearlo y acostarlo. Él, con el ordenador ya apagado, como cada noche, la esperaba con una mueca en la boca, lo más parecido a una sonrisa y ajeno a lo que acababa de suceder en el que fuera su dormitorio conyugal.
Cada día, se siguieron repitiendo las visitas de Diego a casa de su padre y su madrastra. No ocurría nada. Eran solo unos minutos con la intención de ver que todo estaba bien. Pero también cada viernes, cenaba con ellos. A Álvaro se le notaba más cansado, apático. No participaba de ninguna conversación y deseaba terminar pronto de cenar para que su mujer lo llevara a la habitación y distraerse un rato con su ordenador.
La escena de aquel viernes se siguió repitiendo. Como dos adolescentes en plena pubertad, nada más regresar Marcella, se devoraban con una pasión que ninguno de los dos recordaba en el tiempo.
Todas las posiciones y actos sexuales las pusieron en práctica viernes a viernes.
El sexo oral, sin reprimirse ella a que Diego terminara en su boca.
Entregarse en un 69 cargado de mutuo deseo donde los dedos y las uñas se clavaban mutuamente en las nalgas de cada uno.
Diego se sorprendió, aunque no quiso hacer ninguna pregunta, cuando ella extrajo su pene de la vagina para colocarlo en la entrada de su ano y mirándolo ansiosamente le dijo: - "Por ahí amor, hoy quiero que me lo rompas".
Sabían disimular delante de Álvaro y sabían que él nunca llegaría a sospechar lo que estaba ocurriendo entre su mujer y su hijo.
Ellos habían decidido no pensar en el pecado que estaban cometiendo y se dejaban llevar en su deseo, pasión y ... amor. Porque lo que sentía Diego por esa mujer, por su madrastra, era puro amor. Algo que jamás había sentido por la que era su mujer. Ésta tampoco sospechaba nada o más bien poco o nada le importaba lo que pudiera hacer su marido. Su único deseo era seguir viviendo bien del generoso salario de su marido. Lo que él hiciera con su vida poco le incumbía.
Justo el mismo día que se cumplían los seis meses en que Álvaro sufrió aquel desgraciado ictus y que lo dejó postrado en una silla de ruedas, Marcella y Diego ocupaban, solos, un banco en primera línea de la capilla de pompas fúnebres donde se iba a celebrar la ceremonia del funeral del que había sido padre y marido.
También en primera línea, pero en otro banco se encontraban su hija Pilar y su nuera Lourdes, cuchicheando y sin mantener el mínimo decoro y sus tres nietos a los que apenas había visto desde que cayó enfermo o incluso desde que regresó de Brasil.
Si a duras penas logró superar el primer ictus, el segundo, igual de fuerte que el primero, le provocó la muerte sin poder llegar ni siquiera al hospital.
Diez días después, Diego y Marcella, uno al lado del otro y Pilar y Lourdes también juntas, pero a cierta distancia se encontraban delante del notario dispuestos a escuchar las últimas voluntades de padre, esposo y suegro.
Los dos primeros todavía con la tristeza en los rostros por la pérdida reciente. Ellas, ansiosas e impacientes para conocer que les deparaba el testamento.
Álvaro, quizás en el último atisbo de lucidez, había reunido las fuerzas suficientes para cambiar el documento que firmó muchos años atrás. En este nuevo, dejaba su enorme vivienda íntegramente a su hijo Diego, pero quedando Marcella como usufructuaria mientras viviera. De esta manera, su mujer, su compañera de los últimos años, siempre tendría una lugar para vivir.
La importante suma de dinero que mantenía en el banco quedaba repartida a partes iguales entre Diego y Marcella. Ella, de esta manera, además de un techo, dispondría de una pensión de viudedad decente y de la mitad de los ahorros de su marido.
Las caras de Pilar y de Lourdes empezaron a desencajarse, sobre todo cuando el notario les leyó lo que para su hija y sus tres nietos les quedaba. Unas tierras yermas en el pueblo natal de Álvaro, cuyo importe, meticulosamente calculado, correspondía exactamente a la parte legítima de la herencia. No tenían derecho, por lo tanto, a reclamar nada más y así se lo hizo saber el notario. Lo recibido por su hija y los tres nietos de Álvaro se correspondía con la legalidad.
La última línea que leyó el notario de ese testamento era, sin duda, la que reflejaba sus últimas voluntades morales: "Cada uno recibe lo que se merece".
Diego y Marcella, interiormente, pensaban lo mismo: - "¿Y nosotros? ¿Nos merecemos tanta generosidad con lo que le hemos hecho?".
Cuando salieron del despacho del notario, Lourdes, dirigiéndose a su marido, pero mirando a Marcella con total desprecio e ironía, le soltó:
- "No hace falta que vengas a casa conmigo. Puedes acompañar a tu madrastra brasileña a su mansión".
Pilar, la hermana, no paraba de repetir por lo bajo, pero llena de ira:
- "¿Cómo me ha podido hacer esto el muy hijo de puta?".
Por supuesto, Diego llevó a Marcella a su casa. Su flamante casa. No le importaba nada lo que dijera o pensara su mujer. Hicieron el amor. Esta vez de manera pausada y esta vez, el orgasmo llegó con un grito de máximo placer, pero acompañado de lágrimas de desconsuelo.
Esas mismas lágrimas eran las que brotaban de sus ojos, decidida por fin a limpiar la habitación de Álvaro y recoger su ropa para llevarla a algún centro de beneficencia.
Vestida únicamente con una bata ligera, sin ropa interior y descalza, hizo la cama con sábanas y colcha limpias, después de pasar el paño del polvo por el cabezal y por la mesita de noche. Continuamente, se secaba la humedad de su cara con el dorso de la mano. Se sentó en la silla de Álvaro para limpiar su mesa-escritorio y el teclado y la pantalla del portátil que se habían quedado abiertos la noche del fatal desenlace. Nada más mover el 'mouse' se iluminó el monitor.
- "Pobre, ni le dio tiempo de apagarlo como hacía cada noche" - pensó Marcella para sus adentros.
Además de los iconos más usuales, en ese escritorio del portátil solo había dos carpetas con unos nombres nada relevantes, en principio: F y V . No era nada curiosa pero, casi por empatía hacia el trabajo de su marido y ver en lo que trabajaba, dificultosamente cada noche cuando lo dejaba en su cuarto hasta volver a acostarlo, abrió la primera carpeta. Dentro había varias decenas de subcarpetas con una fecha cada una a modo de título. Abrió la más antigua por orden cronológico, estaba fechada a los pocos días de su regreso de Brasil y por los pequeños iconos pudo deducir que la F significaba 'Fotos'.
Hizo 'clic' en la primera imagen y automáticamente, las demás empezaron a abrirse, ocupando toda la pantalla, de manera sincronizada y en forma de presentación.
Las lágrimas se helaron en su cara y está quedó desencajada.
Las fotos eran todas de ella, desde distintos ángulos y tamaños, en su cuarto renovado, ya sola y en todas se veían diferentes momentos de Marcella disfrutando del sexo en solitario, de su masturbación casi diaria durante la noche cuando había recogido todo lo de la cena y Álvaro ya estaba en su cuarto.
Fue abriendo todas las subcarpetas y la secuencia de imágenes la tenía absorta, inmóvil. Se veía su coño abierto y sus dedos jugando con él. Sus dedos pellizcando los pezones hinchados. Los gestos de su boca y sus ojos mirando al vacío cuando llegaba al orgasmo.
Veía sus labios cerrados, apretados para no chillar. Sus dedos introducidos dentro de su vagina. Veía en algunas fotos sus jugos resbalando por el interior de sus muslos morenos. Más adelante, en carpetas de fechas avanzadas, Marcella aparecía jugando y disfrutando con los juguetes que, creyendo que era su secreto, se había comprado para acompañar su sexo en solitario.
Empezó a sospechar que el cambio que Álvaro había realizado en su cuarto, no solo fue de pintura, iluminación y mobiliario.
No entendía mucho de programas ni de ordenadores, pero por lo poco que le enseñó su marido, encontró el programa con el que se debieron tomar esas fotos. Al abrirlo, como si del monitor puesto a disposición de un vigilante de seguridad se tratara, nueve pequeñas imágenes ocuparon la pantalla del portátil y cada una era un ángulo de la habitación de Marcella. Desenchufó este y se dirigió con él a su habitación. Allí, moviéndolo y agrandando cada una de las imágenes pudo descubrir una a una donde estaban camufladas las nueve mini cámaras con micrófono que, disimuladamente, Álvaro había escondido.
Marcella estaba convencida que no lo hizo con la intención de espiarla. Su marido, con la enfermedad que le estaba rondando había perdido todo el deseo sexual y su descubrimiento solo era la prueba de que en su amor por ella, le estaba ofreciendo la posibilidad de que disfrutara en la intimidad del sexo en solitario.
A la vez, ya de vuelta al cuarto de Álvaro y mientras había desabrochado su bata y sus dedos jugaban con la raja de su coño, ya muy húmedo, disfrutando viéndose en esas fotos, en esas posturas, esos gestos, pensaba en su marido, tratando de excitarse, viendo, secretamente, a su esposa gozar en la intimidad y se sentía apenada en ese momento, mientras se corría, al pensar que, quizás, nunca él volvió a conseguir ningún orgasmo.
Se restregó por sus muslos los jugos que de su vagina se habían escapado mientras se masturbaba al contemplarse y en esos momentos sintió un escalofrío al recordar que había otra carpeta, V y empezó a sospechar y temer lo peor.
Si la carpeta F , solo contenía fotos, no era una ocurrencia descabellada que la titulada V , pudiera... efectivamente, nada más abrir la primera subcarpeta descubrió que ahí solo iba a encontrar vídeos.
Empezó a respirar tan ansiosamente que notaba como el corazón le palpitaba de manera acelerada al comprobar que el título de la primera de esas subcarpetas era el de la fecha de la primera noche en que Diego y ella descubrieron juntos el placer del sexo entre ellos.
Fue abriendo todos los vídeos. Cada uno era una mini película desde diferentes ángulos. No escatimó en el uso del zoom ni en aumentar el sonido. Ella, que trataba de contener los gritos, que los acallaba al llegar al orgasmo, se podía escuchar ahora perfectamente. Podía ver como Diego mordía sus pechos, apretaba sus pezones con sus dientes o como sus glúteos se contraían y apretaban cada vez que la acometía en sus violentas penetraciones que ella disfrutaba con locura. Veía en repetidas imágenes como ella tomaba el pene de Diego y lubricado con los jugos de su vagina, lo encaminaba a su ano para disfrutar de lo que había aprendido con su esposo. Se excitaba de nuevo contemplando cuando chorros de semen se estrellaban contra su lengua, su garganta, su cara, su pelo.
Álvaro no había dejado por perdida ninguna escena y Marcella empezó a sospechar que, posiblemente, el que ese portátil estuviera encendido no fue fruto de la casualidad ni de que a su esposo no le diera tiempo de apagarlo al empezar a sentir el ictus definitivo. Quería que su esposa supiera que él aprobaba su relación íntima con su hijo.
Ahí se dio cuenta que todo había sido perfectamente estudiado y planificado.
Todo lo hecho por Álvaro en los últimos meses era un puro acto de amor.
Los cambios en la casa para que ella pudiera estar sola ya que él sentía que era más una molestia que una grata compañía.
El irse pronto a la cama los viernes por la noche después de cenar, para dejar solos a su mujer y su hijo y de esta manera favorecer que Diego, la persona, junto a su mujer, que más amaba, encontrara en su madrastra el amor y el sentimiento de pertenencia que no tenía en su propia mujer, Lourdes.
Y por último, el modificar la herencia poco antes de su fallecimiento para protegerla no solo en cuando a un lugar para vivir si no, además, para brindarle una vida económica cómoda para siempre y quién sabe si, en el futuro, al lado de su hijo Diego.
Éste siguió viendo de manera aislada a Marcella entre semana y aunque no siempre hacían el amor en esos pequeños encuentros, lo que surgió entre ellos meses atrás se iba acrecentando.
Los viernes por la noche sí que continuaban siendo el momento pleno y completo. Cenaban juntos. Unas veces en casa de Marcella, pero otras en algún restaurante alejado de su barrio. Nunca le dijo a Lourdes donde iba y ella, en su frialdad y desapego hacia su marido, jamás se lo preguntó o trato de averiguarlo.
Ya fuera la cena en casa o fuera, Marcella y Diego siempre acababan en la cama disfrutando de un sexo loco, complaciente. Un sexo no solo de pasión, también de amor y de cercanía y ya sin reprimir ella los gritos que la consecución del orgasmo le provocaban.
El secreto que descubrió Marcella, en esas cámaras, fotos y vídeos, jamás se lo contó a Diego. Éste ya sabía lo que su padre sentía por su hijo. No necesitaba más pruebas.
Todos los sábados, nada más levantarse, Marcella se preparaba su café y se sentaba en la silla del cuarto de Álvaro, delante del portátil. Lo encendía y se recreaba, se excitaba viendo las fotos y vídeos de la sesión de amor y sexo que ella y su hijastro habían protagonizado la noche anterior.
Una vez ella había llegado al orgasmo a través de sus dedos o sus juguetes, archivaba oculto el nuevo vídeo y las nuevas fotos y se dirigía a hacer los quehaceres domésticos propios del sábado y deseando el nuevo encuentro con la persona que amaba, porque Marcella amaba su vida con Diego.