La luz del fuego 9

Al final de una historia solo hay otra... ¿cómo es la vida de Carolina después de Mariana?

Al comienzo de esta historia me regodeaba en una vida hecha, completa y tranquila, a mis 30 años había conseguido todo lo que quería. Bueno, casi todo, no había conseguido un amor que me abrasara el corazón, pero todo lo demás lo tenía en la bolsa. Después de esa última noche con Mariana mi vida dio un giro tan brusco que ya no podía recordar cuánto había luchado para haber llegado a conseguir eso que habría tirado a la basura en un segundo para que no se fuera.

Sobra decir que esa noche a penas dormimos entre el sexo y las miradas interminables pero la recuerdo como una de las noches más cortas de mi vida. También nos conocimos un poco, nos contamos cómo habíamos llegado a ese día. Mariana había perdido a sus padres muy pequeña, la había criado una tía abuela que murió un par de años antes y desde entonces estaba sola, Laia habría sido el hombro perfecto en el cual llorar si no hubiera sido una guarrilla mitad yonki y mitad maltratadora que se rehusaba a dejarlo estar cuando lo dejaron. Yo le conté cómo había conocido a Natalia por casualidad en un congreso en Madrid y cómo se había andado todo hasta terminar viviendo juntas.

Con las primeras luces de la mañana comenzó la prisa por terminar las maletas y salir al aeropuerto, donde Mariana y yo protagonizamos una despedida lo más de civilizada, sin lágrimas. Un discreto abrazo, sin promesas, como habíamos acordado.

En el camino a casa inventé una tonta historia sobre un proyecto que debía entregarse en la madrugada que me había obligado a pasar la noche en la Facultad. No encendí el teléfono pues la historia incluía un móvil sin batería que no me había permitido llamar a explicar nada. Estaba tan contrariada con el mundo que no me habría importado que ese mismo día terminara todo con Natalia, pero al llegar a casa estaba ella estaba currando, así que cuando llegué a contar la historia inventada ya era tema superado.

Para hacer el cuento corto, no pasó nada. El siguiente año continuó como si Mariana Salvador nunca hubiese existido. Todo era igual excepto yo, que sentía una ansiedad tremenda sepultada bajo una pátina de normalidad. Iba y venía de la universidad en piloto automático, daba las clases y a veces me sorprendía del sonido de mi propia voz, porque mi cabeza claramente no estaba allí. Entre los estudiantes había fuertes rumores de una relación entre Mariana y yo, pero los profesores los desmentían pues no tenían motivos para creer en ellos. Incluso Pedro Jiménez negó vehementemente el asunto cuando los rumores me valieron una severa charla con el decano.

En lo personal la vida no me despertaba ni la más mínima emoción, estaba totalmente paralizada. Jugaba a la casita con Natalia pero las dos sabíamos que estábamos cada vez más lejos, así que no fue una sorpresa para mí contestar su móvil un día por accidente y que una chica me llamara cariño, ya sabía que estaba con otra, u otras, pero seguía pasándolo por alto.

Nada en realidad me importaba, salvo los correos sin respuesta que envié a Mariana preguntando por su móvil, su dirección, si quería volver a verme, y tantas otras cosas que no pude averiguar. Sabía que podría eventualmente hacer las averiguaciones a través de la universidad por el intercambio, pero me había planteado que sería estúpido llamarla o aún más, plantarme en su puerta si ni siquiera quería responderme un correo. Cada vez que me ganaba el impulso me recordaba que Mariana estaba jugando bajo las reglas que yo había planteado: dejar pasar el tiempo para dimensionar lo que sentíamos. Racionalmente parecía una buena idea dejarla “crecer”, pero el corazón no me daba tregua.

No fue difícil aceptar cuando me ofrecieron una plaza de posdoctorado en Viena, simplemente salí de mi propia vida como si fuese un disfraz y me marché resuelta a volver a empezar donde nadie me conocía. Aún ese nuevo comienzo fue brumoso, pues el frío de los meses siguientes tampoco ayudó a mejorar mi estado de ánimo pero sí anestesió la inquietud que sentía de salir corriendo y buscar a Mariana en cada portal de Milán.

Los meses finales de ese año fueron casi monacales, del piso a la universidad con largas horas de biblioteca entre medio, lo que me permitió avanzar a pasos agigantados en la investigación encomendada. Para el comienzo de la siguiente primavera había decidido reincorporarme a los vivos, así que tímidamente me di la oportunidad de hablar con gente.

En un evento escuché una guapa estudiante de doctorado que llamó mi atención inmediatamente por su espeso acento, su piel aceitunada y, sobre todo, por el impresionante dominio de la estética futurista que mostró al hacerme una pregunta sobre los temas que había estado investigando. Lo había dejado pasar hasta que noté que esperaba junto a la salida del auditorio y me miraba insistentemente, cuando me despedí decidí hablarle.

-       Miss… I didn’t get your name – dije haciendo copio de mi seguridad cuando me alcanzó en la puerta

-       Renata Cardoso, doctora, hablo español – aún en un acento que inicialmente no identifiqué, me mostró dos hileras de dientes perfectamente blancos que la hacían aún más guapa.

-       Ah, maravilloso. Señorita Cardoso ¿tomamos un café? – traté de parecer encantadora – me gustaría que conversáramos en extenso sobre su pregunta

-       De acuerdo. Sígame, conozco el lugar perfecto. Y llámeme Renata.

Caminamos conversando unos minutos esquivando el viento hasta uno de los paseos del río, allí supe que era brasilera y hacía un doctorado multicentro que la llevaría a Berna al final de ese verano. Finalmente entramos a un pequeño pasaje comercial de tiendas de diseño, en la segunda planta había con café guapísimo, igualmente sobrediseñado. Ese era nuestro destino.

-       ¿Cómo es que llegó a Viena, doctora? ¿le ha gustado? – reanudamos la charla después de pedir el café y comentar lo chulo del sitio

-       Por favor, llámame Carolina, no podemos vivir tratándonos por los títulos – dije consiente de que le estaba tirando los tejos – bueno… me aburrí de lo que estaba viviendo en Barcelona así que vine. No hay mucho que contar, llevo poco tiempo aquí

-       ¿Y ha venido sola? – asentí - ¿no tenía pareja?

-       Hum… lo dejamos antes de que surgiera esta oferta – mentir y ocultar parcialmente la verdad no siempre son lo mismo  – pero dejemos de hablar de mi ¿cómo lo llevas tú?

-       Bueno, llevo ya un año en la Universidad. Como estoy con la beca dejé a mi pareja, me he sentido sola… me ha gustado el ambiente del arte en la ciudad, pero la gente es muy fría – se quejó falsamente mientras su mirada iba de mis ojos a mis labios. No pude evitar notar sus labios, carnosos e invitadores.

-       Ya, son alemanes – respondí divertida – los catalanes tampoco es que seamos tan cálidos – dije en tono de disculpa levantando las manos – no todos podemos ser guapos y… caribeños – solté a falta de mejores adjetivos – como tu

-       Bueno, a mí sí me lo ha parecido esta tarde, Carolina. – me miró con picardía - ¡Y no soy caribeña!

-       Bueno, pero guapa y cálida sí – definitivamente nos estábamos tirando los tejos.

La dejé en su portal, en lo que ya era una noche fría de primavera, con un discreto beso en la mejilla, cerca de los labios, y mi número telefónico.

Desde ese día obtuve una compañera de museos y galerías sin par, nos podían dar las horas discutiendo frente a las obras para terminar zanjando las discusiones en los chulísimos cafés de diseño vieneses, o incluso en los cafés clásicos, más sobrios y tan románticos que daban ganas de enamorarse

Pero yo no daba el primer paso y ella tampoco, del intenso coqueteo no pasaba. Renata me gustaba, pero sabía que aquello no daría mucho de sí, pues pronto se marcharía y yo nunca había aprendido a liarme sin darle importancia, en cambio tenía grabado ya que era mala idea enamorarse de quien estaba de paso.