La luz del fuego 1

Una profesora universitaria comienza a interesarse por una estudiante

Los profesores somos actores. Nuestro teatro, por supuesto, el aula, pero los espectadores son variados, aunque muchos piensen muy limitadamente que son solo los estudiantes quienes nos ven actuar. Para una profesora tan joven como yo, el primer acto siempre consiste en infundir un miedo atroz que pueda irse temperando hacia el respeto a lo largo del semestre. Y no es que disfrute del miedo, es que si entrara con la misma actitud lozana con la que cierro el curso, no lograría terminar ni la primera clase. Los estudiantes, en fin, son como cachorros tras la rejita que los confina a la cocina: cuando son pequeños les es imposible sobrepasarla, cuando crecen están tan acostumbrados a no sobrepasarla que ni siquiera lo intentan.

El primer día del semestre es para los profesores como para los estudiantes, la posibilidad de un nuevo comienzo, una nueva primera impresión. Un día para levantarse más temprano, peinarse con más esmero, vestirse con más cuidado y usar el perfume más conmovedor.

Justo antes de pasar la puerta tomé aire - siempre hay un poco de nervios -, me ajusté la chaqueta y entré con el paso más firme que de costumbre. Algunas caras ya me eran conocidas, pero en las nuevas dejaría la misma impresión sólida, fría y profesional de siempre. O al menos ese era el plan.

-     Buenos días jóvenes, bienvenidos a Historia del Arte IV– dije mientras cerraba la puerta y encendía la luz –a varios de ustedes ya los conozco. Para quienes no me conocen, soy la profesora Carolina Romero, doctora en historia del arte, también es importante recordar mi regla de oro: las justificaciones no pasan esta puerta. – Mi frase favorita para provocar malas caras y ojos aterrados – Voy a ir llamando la lista, para irles conociendo quiero saber por qué decidieron estudiar esta carrera. Álvarez…

Traté de poner el máximo de atención a los nombres, apellidos e historias de cada uno de los 20 chicos que tenía al frente. Esos datos son esenciales para el perfil casi criminalístico que hago de cada estudiante durante su tiempo en mi clase, para descubrir talentos ocultos, nuevos pupilos a acompañar e idiotas que detener en su carrera por obtener un cartón que nunca les describiría. Recorrí el salón con la mirada, tratando de perfilarlos según lo que me estaban contando: el idiota, el ñoño, el distraído, la tonta, los becados, los privilegiados hijos de papi, el marica del curso…

  • Salvador…

Y claro, siempre hay al menos una chica guapa. Siempre. Este semestre no era la excepción: rizos claros que acariciaban una clavícula blanca y perfecta que bien podría haber esculpido Bernini, y los ojos burbujeantes de sonrisas de…

  • Mariana Salvador – titubeó – bueno decidí estudiar comunicación audiovisual porque creo que las mejores cosas de la vida no se pueden decir con palabras.

Y no hubo inquietud en mi pecho ni mariposas en el estómago. Nada. Solo otros apellidos en la lista y al final de la sesión una sensación de satisfacción. Subí la escalera hacia mi oficina con la extraña felicidad de quien ama su trabajo. Y valga la pena decir que mi trabajo no es dar clase, no es por eso que me contrataron ni lo que me valió el respeto de mis colegas mucho mayores y experimentados que yo. Pero es un compromiso inapelable que me levanta de la cama, que me devuelve a la pasión con la que me acerqué a mi carrera, que hace que mi trabajo cada día sea nuevo. Fue un pequeño momento de dicha que se encendió como una luz tenue.

El asunto es que esa luz fue creciendo.

La primera vez que lo noté fue un afán sensato, tranquilo, de entrar con prisa al salón para ver a mis estudiantes. De discutir los temas, ver las imágenes, analizar, desmenuzar ese pedacito del pasado y cómo nos había transformado en el presente.

-       Caravaggio era un personaje particularmente pasional. Fíjense que los temas son sacros, pero la composición e incluso la complexión de sus modelos eran escandalosas para la época. Hace un uso apasionado y realista del color…

-       Doctora… – la voz del tercer asiento de la fila de adelante, Mariana Salvador – si la Iglesia se escandalizaba ¿por qué seguían contratándole?

-       Bueno, hay que tener en cuenta que el protestantismo le estaba robando cuota de mercado a la Iglesia, de manera que estaba abriendo más sucursales para atender más clientes. – la comparación entre la Iglesia y McDonalds era recurrente en mi clase, y siempre provocaba sonrisas – Recuerden que estos clientes eran iletrados, así que debían leer las historias bíblicas en los cuadros. Caravaggio les dio un espejo: personas del común eran de repente los protagonistas de la biblia y el santoral.

-       Tal vez haya más allí, yo veo una pasión. Yo creo que cualquiera, iletrado o académico, se conmovería con el movimiento que retrata en el Amor victorioso. Me parece que el lente histórico a veces oculta cosas más importantes – dijo sonriendo

Intentaba mirarlos a todos, a ninguno y a todos, sin embargo esos ojos miel siempre atentos eran un poderoso imán para mi mirada, lo cual se veía reforzado por el hecho de que fuera una de las más interesadas en preguntar y debatir. No tengo claro cuánto tiempo pasó hasta que lo noté, pero cuando fui consciente me esforcé en no mirarla demasiado, en concentrarme en otros estudiantes, porque cuando la miraba no podía evitar pensar que era muy guapa,  y eso era raro.

Pero la cosa se complicaba cuando estábamos debatiendo en clase o en alguna otra actividad de la universidad y sentía una mirada sobre mí que solía pertenecer a la señorita Mariana Salvador. Una mirada que no se apartaba cuando la descubría, y eso era aún más raro. Una estudiante que no se cortaba en decirme que no le parecía algo, que muchas veces me confrontaba en clase diciéndome que yo era dura, e inclusive agresiva, en mis réplicas a ciertos comentarios. Un comportamiento que sería molesto si no fuera al menos un poquito inquietante, un poquito seductor.

Esa mirada omnipresente y un poco descarada fue alimentando esa luz, que ya no era tan tenue aunque aún era tan pequeña que se confundía con cualquier otra cosa. Si me encontraba en la oficina escribiendo y la veía pasar perdía la concentración, nada grave, pero lo suficiente para hacerme levantar por café para poder volver a meterme en mis tareas.