La luz al final del túnel

Daniela y Carol y esa segunda oportunidad que todos nos merecemos...

Antes de empezar, quiero que quede claro que este no es un relato erótico.

La miro a través del reflejo del cristal de una foto.

Escucho sus pasos, la nevera, una lata, su habitual suspiro al terminar de beber algo frío en estos días calurosos.

Me pregunto que habría pasado si no le hubiese ofrecido ese refugio que tanto buscaba por aquél entonces y que nadie le ofrecía.

Antiguos amigos le dieron la espalda cuando lo único que necesitaba era un abrazo, obligándola a alquilar un pequeño cuarto y trabajar más de lo que en su estado debía. Y todo por un embarazo no deseado.

¿El padre? Desapareció con los primeros síntomas de un posible embarazo, escudándose en unos falsos cuernos, alegando que no era suyo.

¿Los abuelos? Ni unos ni otros querían saber nada, y los más importantes, los padres de ella, la echaron de su casa, tirándola, literalmente, a la calle.

¿Y ella? Como ya he dicho, trabajando de sol a sol, durmiendo en una miserable habitación, llorando todas las noches, negándose a dar ese paso que más de una habría dado en esa situación.

Pero ella no quería, ese niño era el fruto de una noche de amor, era su hijo pasase lo que pasase y, al contrario que sus progenitores, ella no se desharía de él.

Y así me la encontré un día, tras la facultad, en una cafetería del centro al que fui porque alguien me la había recomendado.

Hacía siglos que no la veía.

Bueno, siglos no, años. Tres para ser exactos, desde que me mudé con mis padres a Francia, justo después de la muerte de mi única hermana, su mejor amiga, cuando ambas tenían trece años.

No me reconoció al principio, tuve que presentarme de nuevo, mencionar el nombre de mi hermana pequeña para que me situara. Me enteré de que saldría en unos minutos y le pregunté si podía esperarla, para poder hablar algo y rememorar los viejos tiempos.

La esperé sentada en mi mesa, adelantando algo de un trabajo que debía entregar en una semana, antes de que se presentara vestida para salir. Apenas me di cuenta entonces. No supe del embarazo hasta que nos sentamos en un parque a hablar y me contó su historia.

Tenía la tripita del cuarto o quinto mes de embarazo, que disimulaba con camisas grandes para que su casero no la echase, casero que comenzaba a impacientarse con el último pago del alquiler.

Intentando sacarle una sonrisa, hablamos de los viejos tiempos, de cuando ella y mi hermana se colaban en mi habitación a curioseármelo todo, intentando dejarlo todo en su sitio y llevándose pequeños tesoros misteriosos a su cuarto. Yo, cuando lo descubría, me cabreaba con ese par de enanas cuatro años menores que yo que tanto me tocaban las narices, y que, sin embargo, iba a su habitación gritando de rabia, empezando una lucha de cosquillas entre las tres que terminaba en risas.

Nos reímos al recordarlo, antes de que me volviese a dar el pésame por la muerte de mi hermana. Y todo por un niñato imbécil de un curso inferior al mío que, borracho, decidió que las negativas de mi hermana eran todo lo contrario, violándola sin compasión. Mi hermana no pudo soportarlo, pese a los cuidados posteriores de amigos y familiares; por eso se suicidó.

Como cada vez que recuerdo algo de aquella maldita época, las lágrimas me saltan.

Espero sepáis perdonarme, pero amaba con locura a mi hermana pequeña, mi dulce María que encontré inmóvil, en el suelo de su cuarto, rodeada de botes vacíos de diferentes pastillas, con su cabeza reposando en lo que parecía su propio vómito.

Terminó consolándome ella a mí, pese a que era ella la que lo estaba pasando mal por aquel entonces. Aunque me dio las gracias, ahora ya sabía con exactitud lo que le ocurrió a su mejor amiga. Sólo sabía que se había suicidado, pero nadie quería contarle nada y nuestra rápida mudanza a un país vecino, donde aún conservábamos familia lejana, no la ayudó mucho a aclarar todo ese asunto.

Cuando se hizo muy tarde, me dijo que debía entrar a otro trabajo nocturno y que el jefe era un capullo que le contaba cada minuto trabajado; así que le di mi número de teléfono, poniéndome a su disposición a cualquier hora de la noche, en memoria de mi hermana y del tiempo pasado.

La vi alejarse por entre los árboles del parque, iluminada por la luz de ese atardecer que parecía ser un resumen de nuestras vidas. Primero luz y, luego, la oscuridad más completa.

El hecho de haberla visto me tocó más de lo que pensaba. No pude dormir nada aquella noche. Cada vez que cerraba los ojos, imágenes de mi hermana se sucedían sin control, provocando mis lágrimas y mi insomnio. Di gracias a que, al día siguiente, tuviese cita con mi psicólogo. Me dijo que haber encontrado a Daniela, la mejor amiga de mi hermana, podría resultar un paso adelante para mí. Podía servirme para volver a hablar con la gente, abandonar mi mundo de automarginación en el que me había metido tras lo de mi hermana y, más aún, cuando decidí volver a esa ciudad donde todo había ocurrido, alquilando un piso que sustentaba con la ayuda económica de mis padres, que se encontraban a disposición de eso y más.

No nos había ido mal al otro lado de los Pirineos. La tragedia nos había unido aún más como familia, sosteniéndonos los unos a los otros, pese a que ellos me sostenían más de lo que yo lo hacía por ellos. Normal, teniendo en cuenta el estado mental en el que me encontraba al ser la que encontró a María, la que llamó a los servicios de Urgencias, la que soportó esos largos y duros minutos junto a mi querida hermana, abrazando el inanimado cuerpo de mi hermana. Mi padre tuvo suerte en su nueva empresa, ascendiendo rápidamente y, mi madre, en cuanto pudo recuperarse de la pérdida, decidió que ese don con las tartas que se le había otorgado, debía ser puesto al alcance de los demás, montado una pastelería que obtenía las suficientes ganancias para mantenernos a todos contentos por la racha de buena suerte que parecía habernos llegado por fin.

Pasaron los días, y no volví a saber nada de Daniela. Curiosa, hasta me acerqué a la cafetería donde me la había encontrado, preguntando por ella. Al parecer, la habían echado de ese trabajo, y me maldije por no haberla pedido ni un número de teléfono, ni una dirección, nada con lo que ponerme yo en contacto con ella, pues en la cafetería, nadie sabía donde vivía Daniela.

Mi terapeuta me dijo que no me preocupara, que ella tenía mi número de teléfono, que me llamaría si necesitase mi ayuda. Y me tranquilicé, al menos un poco. Lo suficiente para volver a mi automarginación en la universidad, centrándome en el estudio de mi segundo año de arquitectura, que debería ser tercero, si no fuese por ese año que perdí en el instituto, en aquella época fatídica.

Pasa por mi lado, suspirando, yendo a tumbarse en el sofá, desde donde me sonríe.

  • Me ha dado otra patada –me dice.

Y sonrío. Últimamente, da muchas patadas.

  • Estará impaciente por salir de ahí –contesto.

  • ¡Pues todavía te faltan dos semanas! –le dice a su enorme barriga, como amenazándola con el dedo.

Y me río.

Y recuerdo la segunda vez que supe de ella.

En plena noche, yo dormía como podía, bajo mantas y mantas, por culpa de la friolera y el temporal que parecía decidido con devastar media España. De repente, como acompañando el monstruoso ruido de agua y algo de granizo contra mis persianas, mi móvil se despertó de su ensueño, armando tal escandalera que seguro despertó a los vecinos. Somnolienta, y cabreada de que alguien me molestara en mi vano intento de dormir algo, contesté.

Me respondió la fría voz de lo que parecía ser un médico, para preguntarme si conocía de algo a una tal Daniela Sánchez De la Vega. Tardé minuto y medio en recordar los apellidos de Daniela, y algo menos en responder que sí, que la conocía. Al parecer, la habían encontrado tumbada y con un principio de hipotermia en un banco en la calle. Tras enterarme de en qué hospital estaba, salté de la cama, vistiéndome a toda prisa y cogiendo un abrigo y las llaves de la casa y el coche por el camino.

Con precaución, porque el temporal seguía presente en la calle, llegué al hospital y pregunté por Daniela. Rápidamente, apareció un doctor que me contó lo que ya me habían dicho por teléfono, añadiendo que, por suerte, el feto no había sufrido ninguna consecuencia grave y que madre e hijo debían pasar la noche allí, sólo para vigilar su evolución. Tras esto, me contó que habían llamado a la familia de Daniela, que lo único que habían preguntado era si el niño había muerto, antes de colgar y no volver a coger el teléfono. Sólo me habían llamado cuando, buscando entre las pocas cosas que llevaba Daniela, habían encontrado en un bolsillo trasero del pantalón el papelito que le dejé con mi número. Le dije que habían hecho bien, que yo me encargaría de todo el papeleo que hubiese que hacer.

Cuando llegué a su habitación, estaba dormida.

No sabiendo qué hacer, recuerdo que me senté en un sillón-cama que había ahí y, sonriendo miré la silenciosa ventana, detrás de la cual, seguía granizando. "Ojalá las ventanas de mi casa fuesen así", pensé, antes de volver a la visión de Daniela dormida sobre la cama, que ya no dormía, si no que me sonreía.

"Hola", me dijo.

"Hola", respondí.

"No pensaba que fuesen a llamarte, perdona", se disculpó, "Es que mi casero me echó de casa y…".

"Sigue durmiendo, habrá tiempo para hablar mañana".

Y con una triste sonrisa en los labios, volvió a dormirse. El casero la había echado de casa, eso la dejaba en la calle, obviamente. ¿Tendría algún otro sitio donde dormir?

Tal vez, por alguna otra persona, ni lo hubiese pensado. Pero era la mejor amiga de mi hermana, y tenía la sensación que, si no le proponía ir a compartir mi piso alquilado conmigo, estaría traicionando la memoria de María.

Oigo un quejido y levanto la vista de la pantalla del ordenador.

  • ¿Ocurre algo? –pregunto, al ver la cara de Daniela con una mueca de dolor.

  • Nada importante –me responde, con su sonrisa de oreja a oreja.

  • ¿Seguro?

  • Sí, sigue escribiendo. Estás muy concentrada y no quiero molestar.

Sonrío, ella no molesta.

¿Por dónde iba?

¡Ah, sí!

Al día siguiente, ni siquiera se lo propuse. Le dije que se vendría a vivir conmigo, que no aceptaría un no como respuesta. Llegamos al trato de que, tras dejarla en mi casa, para que fuese acostumbrándose, y descansase lo que no había descansado en el hospital, yo iría a la pensión en la que estaba, para recoger sus cosas, que el casero se había quedado hasta que se le pagase la deuda. Me dijo que me pagaría la deuda en cuanto tuviese el suficiente dinero, le respondí que eso era una tontería, que me negaba en rotundo a que me pagase nada, que se quedaría conmigo hasta que pudiese hacerse con un sitio seguro para ella y su hijo.

Mis padres estarían de acuerdo con mi decisión de cuidar de Daniela hasta que pudiese mantenerse por sí misma, y así se lo hice saber. Y para que estuviese más tranquila, le dije que les llamaríamos para contárselo en cuanto estuviese completamente instalada en mi casa.

Otro quejido me obliga a levantar la vista, preocupada.

  • ¿Seguro que estás bien? –pregunto, levantándome de mi silla y acercándome a ella.

  • Sí, de verdad, no es nada. Necesito descansar –me dice.

  • Te ayudo.

Y se incorpora poco a poco del sofá, usándome de apoyo, antes de acompañarla a su cuarto, o lo que era antes mi estudio, a tumbarse en la cama que compramos expresamente para ella. Sin embargo, antes de llegar, oigo un sonido de agua contra suelo que no me termina de gustar.

  • ¿Es lo que creo que es? –pregunto.

Me sonríe, con un "lo siento" pintado en los labios.

  • Creo que he roto aguas.

Asiento, como la imbécil que me siento en este preciso momento.

  • Vale –digo –, se me ha olvidado el plan.

Se ríe.

  • Estás más nerviosa que yo.

La miro con cara de asesinato, pero no es plan. Que es una mujer embarazada, por dios, dejémoslo hasta que dé a luz, luego la mato

  • Coge la bolsa que hay bajo mi cama con todo lo que necesito mientras yo cojo las llaves del coche y nos vamos a Urgencias. En el coche avisaremos a tus padres, ¿vale?

Vuelvo a asentir, mientras hago todo lo que me dice. Y pensar que fui yo quien ideó el plan

Ya en el coche, y a través de ese gran invento llamado Bluetooth (siempre me preguntaré por qué lo llamaron Diente Azul…), llamamos a mis padres y les avisamos del parto inminente. Es entonces cuando nos enteramos de que mi madre llegará a Madrid en tres horas y cuarto. El tiempo que le dé a mi padre a llevarla al aeropuerto de Charles de Gaulle, coger el avión cuyo billete está terminando de comprar en ese preciso momento, llegar al aeropuerto y esperar a que su querida hija (sí, soy yo), vaya a por ella.

Tal vez, otra persona se hubiese negado. Pero esa persona no conoce a mi madre. Se le ha metido en la cabeza venir a ayudarnos y es lo que hará. Por eso la queremos tanto.

Ya en Urgencias, veo como se la llevan de mi lado, para hacerles no-se-qué pruebas a madre e hijo. O hija, no ha querido saber el sexo del bebé.

Y yo tampoco es que tenga opinión en ese asunto, en fin...

Y mi madre que viene para acá, como cuando le dije que Daniela se había venido a vivir conmigo. También cogió el primer avión para Madrid, sólo para enterarse mejor de lo que estaba pasando.

"¿Se puede saber en qué estabas pensando?", me gritó cuando la recogí en el aeropuerto.

"En lo que haría María, mamá. Era su mejor amiga, no podía dejarla en la calle".

"Pero hacerte cargo de una chica embarazada… ¿tú? ¿Se puede saber por qué no nos avisaste antes? Tu padre y yo hemos pensado que debería quedarme una temporada con vosotras, sólo hasta que de a luz la pobre chica. Dios santo, ¿qué clases de padres abandonarían a su hija por un simple embarazo?"

"Mamá, estás de coña con lo de quedarte, ¿verdad? ¿Y la pastelería?"

"La pastelería puede ir perfectamente sin mí, cariño, para eso están los encargados."

"Pero…"

"¡Nada de peros, Carolina! Me quedo y punto."

Pese a esa pequeña discusión al principio, el resto fue bien. Mi madre y Daniela se llevaban muy bien, lo que facilitó las cosas al tener que pasarse ambas la mayor parte del tiempo a solas en casa mientras yo me acomodaba a la nueva situación y seguía con los estudios. Y digo que ambas se quedaban a solas porque mi madre se negó a que Daniela volviera a trabajar hasta que el bebé naciera.

  • ¿Es usted la que vino con Daniela Sánchez? –me pregunta un médico.

Tardo unos segundos en volver al hospital, en darme cuenta que me he tirado alrededor de cuatro horas recordando esos primeros momentos con Daniela en mi casa.

  • Sí, soy yo. ¿Pasa algo? –pregunto, nerviosa.

  • No, todo va bien, tranquila. Decirte sólo que vamos a tener que hacer cesárea, el bebé tiene el cordón umbilical enlazado alrededor del cuello y tememos que se ahogue.

  • Ah, vale. Pero todo irá bien, ¿no?

  • Nada que temer, es una operación sencilla con muy pocos riesgos.

  • Vale, gracias.

  • Y debería apagar el móvil, está prohibido tenerlo encendido. Cójalo y salga fuera a hablar, cuidaremos de Daniela.

¿Me suena el móvil? ¡Dios!

  • ¿Mamá? –pregunto al descolgar.

  • ¡Te he llamado tres veces! ¿Se puede saber por qué no me coges el teléfono? A ver, ¿en qué hospital estáis?

  • En el Central, ¿ya estás en Madrid?

  • Estoy en un taxi, y ya he dejado las maletas en el hotel. ¡Oiga, al hospital Central! Cariño, te cuelgo, ¿vale?

  • De acuerdo, te espero en la Sala de espera de la segunda planta.

Cuelgo y vuelvo a mi sitio en la pequeña sala llena de silla y revistas que otros ojean. A mí no me interesan, y me centro en mis recuerdos.

Un mes tras la llegada de mi madre, se fue, y nos quedamos a solas, tras obtener la bendición de mi madre. Entonces supe lo que era vivir con ella.

Hasta entonces, mi madre siempre estaba de por medio. Nunca estábamos las dos solas en la misma habitación; pero, después de que mi madre se fuese…empecé a ponerme nerviosa.

Sí, ya lo estaba de antes. Sobre todo tras verla un día salir del cuarto de baño sólo con su toalla, con el cabello mojado cayéndole por los hombros

El deseo me invadió, ese deseo que llevaba años sin sentir, desde la muerte de María. Sin embargo, el hecho de tener a mi madre por la casa, me obligaba a comportarme, a no mostrar esos sentimientos que parecían florecer en mí. Mi madre, por así decirlo, era la frontera que se impuso entre un comportamiento normal y las locuras que podría llegar a cometer.

Pero la frontera voló a Francia, a hacerse cargo de la empresa familiar. Y me quedé sola frente a un huracán llamado Daniela que puso patas arriba todos mis sentimientos.

Sí, yo ya sabía que era lesbiana, lo sabía desde los doce, cuando besé a una amiga, mi primera novia, por eso no me preocupaba el hecho de que una mujer fuese el objetivo de todos esos sentimientos que parecían invadirme.

Mentiría si dijese que acababan de nacer en mí; mentiría como una bellaca si negase que, cuando María vivía, me parecías la chica más guapa del mundo y que, sin embargo, debía callar esas voces en mi cabeza que pedían que me acercara a vosotras, que intentase algún movimiento que pudiese llevarme a terminar juntas. Pero no hice nada porque, cualquier cosa que pudiese hacer podría herir a mi amada hermana.

Sin embargo, ahora la cosa era distinta. Muy distinta.

Aunque, pese a todo, debía parar de nuevo a esas voces, en honor a María, en honor a ese bebé en camino. Por eso me callé.

Pero tú no lo hiciste.

Un día te impusiste a mí y me preguntaste por qué estaba tan distante. ¿Acaso me arrepentía de haberte traído a mi casa?

No, respondí, y culpé a los exámenes de mi distanciamiento.

Pareció que te habías quedado más tranquila con mi excusa.

Cuan errónea era mi conclusión.

  • ¡Dónde está! –me grita una señora que reconozco como mi madre.

  • En quirófano. Le están haciendo la cesárea, el niño venía con el cordón rodeándole el cuello.

Mi madre se lleva las manos a la boca y, tras sentarse, comienza a rezar porque todo vaya bien, porque nada salga mal.

Y yo vuelvo a dejarme llevar por esas oleadas de recuerdos que me llevan a ese océano de sentimientos que siento.

¿Cuándo fue? Hace mes y algo.

Sí, hace mes y algo, al llegar tarde a casa tras haber tenido que dar un rodeo al volver de la universidad, y todo por ese helado de frutas del bosque que se te había antojado.

Estabas dormida, tumbada sobre mi cama.

¿Qué hacías allí? Al fin y al cabo, tenías tu propia cama, grande y cómoda.

¿Acaso había algún problema con tu habitación que hacía que, cuando me fuese, aprovecharas para dormir en la mía?

Decidí no despertarte e intenté alejarme de esa cama y de ti, con el fin de dejarte dormir. Sin embargo, la tentación era demasiado grande y las voces demasiado potentes en ese instante, por lo que terminé acercándome a mi cama, sentándome junto a ti, acariciando tu piel al tiempo que apartaba un mechón de tu cara.

Y suspiraste mi nombre.

"Carol", oí de tu boca.

No supe que hacer y quise irme de allí. Pero terminé descendiendo sobre tus labios, probando tu sabor por primera vez.

Cuando me separé, vi una ligera sonrisa en tus labios.

Un escalofrío me recorrió entera, creyendo que te habías despertado. Hasta que supe que no habías estado dormida en ningún momento.

"Yo…", balbuceé, levantándome, saltando de la cama como accionada por algún resorte escondido.

"Tranquila", me susurraste, con esa sonrisa en tus labios.

"No he debido hacerlo", dije, bajando la mirada.

Te levantaste de la cama y pusiste tus pies descalzos y tu barriga en mi campo de visión, antes de levantar mi mirada con tu dulce, suave y perfumada mano.

"Si no lo hubieses hecho tú, hubiese terminado haciéndolo yo", susurraste de nuevo.

Y volví a sentir el sabor de esos calientes, dulces y, sobre todo, reales labios que quise sentir por siempre.

  • ¡El médico! –me grita mi progenitora al oído.

Es cierto, ahí está.

Me incorporo y lo observo avanzar con una sonrisa de oreja a oreja que me quita un gran peso de encima.

  • ¿Qué tal todo? –pregunto.

  • Todo bien. Estamos cosiendo a la madre y la llevaremos a la UCI a que se recupere. Les avisaremos en cuanto puedan entrar a visitarla. En cuanto a la hija, ahí está.

Y señala a una enfermera, que saca una pequeña cuna.

La enfermera para su avance y todos parecen mirarme, a la espera de que vaya a ver por primera vez a ese diminuto ser que, hace nada, aún no pertenecía a este mundo.

Un paso tras otro, me persono ante él, o ella. Retiro un poco la manta que cubre su cara, a tiempo de ver sus pequeñas facciones aún ligeramente sucias de sangre.

No puedo hacer otra cosa que llorar y apartarme del camino de la enfermera, que me informa de que limpiarán a la niña antes de llevarla a que su madre al conozca.

  • ¿Niña? –pregunto.

  • Niña –me confirma el médico.

Mi madre y yo nos abrazamos, felices. Sin embargo, quiero compartir esa felicidad con otra persona que, en ese momento, debe estar dormida, con esa cara de ángel que tiene cuando sueña entre los brazos de Morfeo.

Esa expresión que tanto he observado desde que comenzó a dormir conmigo, en mi misma cama, tras esos primeros besos, que no fueron los últimos, ni lo serán.

En la misma cama en que nos tumbábamos a hablar, en la que me enteré que ella y María sabían ya de mi orientación sexual, y todo por el descubrimiento de una carta de amor, a mi novia de por aquel entonces y firmada a mi nombre, en una de sus búsquedas en mi habitación

En la misma cama en que la recorrí con mis manos, en que aprendió a recorrerme.

Sonrío, sabiéndome dueña de un pequeño secreto que pienso contarle a la mínima oportunidad, mientras doy gracias a la enfermera que me deja empujar la cuna.

Sé que mi madre me sigue hasta la puerta de la habitación tras la que estás, como sé que abro la puerta y dejo la cuna frente a ella.

Me siento a su lado, agachándome, quedando al mismo nivel que su cara, deseando que abra los ojos y me dedique una de esas sonrisas que me matan con tanta facilidad como se funde un copo de nieve al caer sobre una plancha caliente.

Descubro, no sin alegría, como intenta despertarse.

Intentando servir de ayuda, le aparto de nuevo los mechones de pelo que han decidido instalarse en su cara.

  • Hola –me susurra, aún bajo los efectos de la anestesia, pero con una dulce sonrisa.

  • Hola –le respondo.

  • ¿Y?

Su sonrisa me contagia y te sonrío con el corazón.

  • Buen trabajo, es preciosa –contesto, cogiendo a la pequeña de la cuna y llevándola junto a la madre, a la que ayudo a incorporarse.

  • ¿Es niña? –pregunta, emocionada, cogiendo a su hija en brazos.

  • Una pequeña Daniela.

  • No.

Frunzo el ceño.

  • ¿No?

  • No, Daniela no. María. Nuestra dulce María.

Mi sonrisa se amplía, agradecida por ese regalo que acaba de hacerme.

  • Y, ahora –continúa –, quiero mi recompensa por el trabajo bien hecho.

Me río, antes de besarla suavemente, bajo la atenta mirada de mi madre que, no sé por qué, sé que no dirá nada en contra de nosotras y que, en ese instante, oigo como sale de la habitación, esperando su turno para felicitar a Daniela y a María

  • Te quiero –susurro.

  • Y yo a ti, Carol.

Y, tras demasiado tiempo, sé que he conseguido llegar a esa luz al final del túnel que era mi vida.

Quien sabe, tal vez ahora podamos ser felices.

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