La luna sobre el SoHo
¿Cómo sabrán que estamos preparadas? Ahora sólo queda el asunto de elegir al más jugoso. Y al pensar en esos jugos, la sangre abandona mi cabeza y se precipita hacia otra parte.
En esta ocasión, este relato también es selección de una buena amiga mia (la misma que la otra vez). Dice que le excita muchísimo...y luego de haberlo leido yo, he de admitir que también. Espero que os guste tanto como me gustó a mi. Ah, también decir que este relato esta dedicado a Catalina Permuy por su correo de apoyo y animo y también para "luislarios" quien intenta saber que es lo que pasa por mi mente. (Chico, no te comas la cabeza, soy una chica normal y corriente).
En algún momento de la estimulante medianoche, nos dirigimos hacia la calle Ocho, un lugar oscuro donde solemos tener suerte. Las calles del East Village están llenas de personas que emiten todos los olores posibles, buscando sexo, deslizándose por el aire como cuchillos calientes cortando la mantequilla. Me siento cómoda con mi sueño sensual, sabiendo que la polla hinchada de algún macho de olor agradable estará pronto dentro de mí.
Estamos casi en la Primera Avenida, y no sé cómo hemos llegado. He debido de tener un lapso, muy normal con el coñac. Pero nos encontramos de miedo: sólo llevamos levantadas desde las seis de la tarde, hora en que fuimos a la piscina de Carmine Street. Hace demasiado calor como para rondar durante el día. Michelle, como cualquiera puede imaginar, camina de prisa, como una mujer subiendo pista arriba con los esquís puestos. Supongo que yo camino con normalidad, teniendo en cuenta las circunstancias.
Hombres de todos los tonos y formas nos llaman.
-¡Eh, sois preciosas!
-¡Venid aquí un momento!
-¡Te voy a comer, nena.
¿Cómo sabrán que estamos preparadas? Ahora sólo queda el asunto de elegir al más jugoso. Y al pensar en esos jugos, la sangre abandona mi cabeza y se precipita hacia otra parte. Camino mareada, y tropiezo contra un joven que lleva tres o cuatro manzanas siguiéndome.
-Lo siento- murmuro.
Se limita a sonreír y me pasa suavemente la palma de la mano sobre los pechos, mientras con la otra me rodea la cintura. Es una auténtica maravilla, unos veinte años, musculoso y de piel aceitunada, un gran tatuaje en los suaves bíceps (que me muestra, sonriendo), brillantes ojos castaños y pelo rizado. Casi me desmayo. Abro involuntariamente la boca. Doy en el clavo.
El flujo de los acontecimientos da un salto cuántico. Michelle ha desaparecido en el torbellino de depredadores y presas, y mi chico está parando un taxi, gracias a Dios, me muero por hacerlo. Ya.
-Vamos a mi casa- suspiro-. Bloque doscientos de Spring Street.
-Estupendo- responde el chico, animado.
Y nos dejamos caer juntos dentro del taxi.
-Al doscientos de Spring- dice al taxista.
Luego empieza a besarme un lado del rostro, hacia arriba, para bajar por el otro lado, pasando por los labios, los lóbulos, los párpados en su boca ardiente, mientras nuestras manos tantean torpemente en busca de los pechos del otro, vientres y culos como criaturas ciegas desesperadas. Para cuando cruzamos las escasas manzanas que nos separan del apartamento de Michelle, tengo las piernas más abiertas que el asiento trasero, y la falda de terciopelo negro subida hasta las caderas para acomodar el gran bulto que ocultan sus pantalones. El taxi se detiene de golpe.
-Largo de aquí- ladra el conductor sin disimular su resentimiento.
En el ascensor, el chico- creo que se llama Rick, o Ron- me pega a los labios una botella de Miller High Life caliente. Al beber, saboreo su saliva. Eh, este chico sabe cómo funcionan las ropas de una mujer. Con un solo movimiento limpio vuelve a subirme la falda y me suelta los cuatro automáticos del liguero. Sabe que, aunque mi suéter de cachemira parece una chaqueta con botones de parlas, hay que sacarlo por la cabeza. Apoyada contra un rincón del ascensor, levanto los brazos mientras él empieza a desvertirme con habilidad...y la botella de Miller se estrella contra el suelo levantando una lluvia de cristales y líquido. El sujetador es algo más difícil, pero también lo consigue, y entierra la cabeza entre mis pechos mientras yo misma me quito las bragas.
No han hecho más que caer al suelo cuando su polla empieza a sondear los labios húmedos de mi coño. Al verla, tan larga, brillante, con su venas purpúreas, suave como la seda, dejo escapar un sonido. ¡Es tan hermosa...! Me muero por que me penetre: después de todo, ha pasado un día entero desde la última vez que follé. A estas alturas, mi trenza francesa ya se me ha desmoronado en torno al rostro en una cascada de sudor.
¿Cuanto tiempo lleva el ascensor en el piso de Michelle? La brillante caneza dura del pene del chico sigue golpeando contra mis labios abiertos, entrando y saliendo rápidamente, pero sin prisas por llegar al final. Yo estoy que me muero. Sus dientes y lengua se apoderan de un pezón, mientras sus dedos retuercen el otro. La polla surge de sus tejanos como una flecha ligeramente curvada, apunta tan alto que tiene que doblar ligeramente las rodillas, dejándome probarla un poco, retirándola luego. Tortura exquisita. Mis gemidos se transformarán en gritos de un momento a otro.
La puerta se abre y entra la agradable pareja de chilenos de mediana edad que viven en el piso contiguo al de Michelle. Retroceden tan de prisa como entraron. Hay que decir en su favor que ni siquiera se ríen. Pero su aparición basta para poner en marcha a mi chico. Me hace rodearle la cintura con los muslos y me sienta contra su pelvis. Me penetra como un rayo. Llega el éxtasis. Pero yo no puedo moverme. ni siquiera retorcerme, pues estoy atrapada en su fuerte abrazo mientras él se dirige pasillo abajo, y pasando juntos a los chilenos. (Adiós a mi suéter y a mis bragas. Por cierto, ¿para qué demonios llevaba yo un suéter con este jodido calor?)
-Es aquí- murmuro ante la puerta, mi rostro contra su sien-. La llave está en el dintel.
(Lo crean o no, algunos tipos tienen que preguntar qué es el dintel. Éste, no.) Extiende el duro brazo tatuado, coge la llave y entramos.
La habitación está ligeramente iluminada por el brillo nocturno de Nueva York. Estrellas, neón, vapores de sodio y mercurio, la luna llena, un millón de tubos de televisión...; sus rayos se mezclan con el ritmo de una emisora latina captada por la distancia, el bajo ronroneo del acondicionador de aire del edificio, el olor del aceite de lavanda de que Michelle añadió al agua de su baño, el rugido del tráfico. Mi cama está junto a la ventana abierta, no hay más que una sábana arrugada y una almohada. Lentamente, el chico se pone de rodillas y me empuja hacia la cama, sin apartar la vista de mi coño.
-Ahora, vamos a joder- dice como sumido en un profundo sueño-. Vamos a hacer el amor.
Se quita los tejanos y la camiseta, yo aún tengo las medias puestas. ¿Dónde ha ido a parar mi falda? ¿Y a quién le importa?
Rápidamente, se limpia el sudor y mis jugos de la polla. Pone las palmas de sus manos en la cara interna de mis muslos y me obliga a abrir las piernas al máximo. Yo no puedo apartar la vista de ese hermoso pene. Pero tengo que hacerlo, porque empieza a penetrarme fuerte y de prisa, sus huevos golpean contra mi carne, sus manos me aprietan convulsivamente los pechos. Me los sube todo lo posible, me arden con el fuego y el cosquilleo del sexo que surge de mi cerviz y me llega a la boca. Estoy sudando y jadeando, me echo hacia atrás y le beso el pene con la vagina. En cuanto mis convulsiones llegan a cierto punto, el chico se retira, se seca el sudor que le empapa del pecho al vientre, y vuelve a penetrarme, una vez, y otra, y otra más.
Ahora entiendo cómo se le ha doblado la polla a este chico: cuando embiste, no apunta, se limita a lanzarse hasta que la mete entera. Pero cuando me da la vuelta e intenta metérmela por el culo, mis gemidos se convierten en un agudo grito de dolor. No soy una estrecha, pero la naturaleza tiene sus límites... Me agarra por las caderas, me hace levantar el culo y me la mete por el coño, hasta el fondo.
-Como los animales- gruñe con esa extraña voz drogada.
Descubro que puedo darme impulso contra él tan fuerte y tan rápido como quiera. Este tío no va a dejar de bombear hasta que yo no soporte una corrida más.
La luz amarilla del vestíbulo cae sobre nosotros cuando Michelle y un hombre negro, alto, entran en el apartamento.
-¡Oh, vamos, no jodáis!- protesta mi chico.
-¡No pares!- jadeo, con la voz ahogada por el sudor-. Son amigos...míos...
Por el rabillo del ojo, veo que el hombre nos contempla con cinismo. Ya está desnudo hasta la cintura, y una chaqueta de cuero claro le cuelga del brazo. Parece un dios de chocolate amargo.
Mi chico también mira, sin dejar de perforarme la grupa, ahora de prisa, ahora más despacio, acariciándome los pechos, bajando a veces las manos para jugar con mis dos pares de labios. Sin decir palabra, Michelle y su amante se desnudan. Involuntariamente, nuestros espasmos llegan a un nuevo plano: no me imaginaba que pudiéramos excitarnos más de lo que ya lo estábamos, pero ver a Michelle de rodillas, chupando la creciente dureza del tío, hace el milagro. Sus muslos dorados tiemblan de excitación.
Pero, esta vez, me dejo llevar por un río histérico e interminable, el dolor de la penetración se apodera repentinamente de mí. Muerdo la almohada y me agarro al camastro como si me fuera en ello la vida. El negro abre muy despacio la nevera, examina el contenido con gesto desdeñoso, luego saca algo que no puedo ver. Desliza la polla fuera de la garganta ansiosa de Michelle, y se encoleriza con lo que sea que haya encontrado en la nevera.
Al parecer, Michelle comprende esta palabra críptica, porque se levanta, camina majestuosamente y se inclina sobre la bañera; arquea el culo, dos redondos montes blancos. Está "presentándose"..., no hay otra manera de definirlo. De algún modo, el hombre negro consigue distanciarse de esta exhibición tentadora. Sólo pone una mano negra en la blancura y, desde centímetros de distancia fuerza la larga polla negra dentro de su culo.
Michelle se está acariciando sus propios pechos rígidos y los pezones rosados, emitiendo unos profundos sonidos guturales. Con la boca bien abierta, medio gruñendo, medio tosiendo, como la llamada de una leona en celo. Se rinde a las convulsiones.
-Hijo de...puta... Hijo de...puta... Hijo de...puta...- gime.
Mi chico es como una roca, sus huevos son melocotones duros a punto de estallar. En éxtasis, me descubro deseando que estallen de una vez.
Me aparto de pelo sudoroso de los ojos y les miro: el negro aún tiene apoyada la mano derecha en el suave culo blanco de Michelle. El chico me estrecha aún más fuerte y me muerde la nuca. El negro me devuelve la mirada con fría satisfacción. Y mientras su verga oscura sigue entrando y saliendo del culo de Michelle, le mete varios dedos negros en el coño. Mi chico echa un vistazo.
-¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhhh!- le sale del alma.
Y se corre, caliente y húmedo, como sólo puede hacer un adolescente viril. Nos derrumbamos, agotados. Un charco de semen cae en la cama.
-¡Hijo de puta!- ruge Michelle.
Le encanta. Una polla en su culo y una mano en su coñito apretado. Pero, con un tirón, el negro sale de ella. Michelle se da la vuelta, todavía apoyada en la bañera, y le mira con ojos azules como el hielo. Ruda, pero metódicamente, él se pone la ropa y se dirige a la puerta. Un insulto de despedida -"Jodida zorra blanca"- y se va.
-Bien- ríe Michelle, masajeándose el húmedo trasero.
Lanza una mirada hambrienta y especulativa en nuestra dirección, pero quizá nota que no le daría la bienvenida en mi cama en este momento. Estirándose con extravagancia, coge la escalera y se mete en la litera que ella misma construyó.
El chico está en una especie de estado exaltado que no me interesa investigar.
-Haces el amor muy bien- susurra.
Yo le murmuro alguna respuesta. Me besa con reverencia. Por última vez, siento su mejilla aterciopelada contra la mía.
-Buenas noches, Rick- susurro, ya medio dormida.
-Ron- responde, y sonríe dulcemente.
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