La luna como único testigo
Una noche de carnaval, diferente.
Hacía mucho tiempo que cada vez que le miraba sentía que mi cuerpo se daba la vuelta, se trastocaba, me alborotaba el organismo. Pero David era sólo un amigo y así tenía que verle, así sería. Para mi era esencial tenerle cerca, y ese día mucho más, era la fiesta del carnaval y llevábamos meses preparándolo todo, las tres chicas iríamos de duendes y los dos chicos nos iban a sorprender con su disfraz.
Ahí estábamos Lucía, Ana y yo en mi casa con toda la cama llena de brillantina, gomas, pinzas, medias, disfraces, y sobre todo muchos nervios. Ana había intentado sacarle a su novio Rober de que se iba a disfrazar, amenazándole con tenerle castigado una semana sin contacto, pero ni por esas, Roberto tenía su boca sellada y no tenía pensado decir cual iba a ser el misterioso disfraz.
Unas a otras nos ayudamos a estar perfectas con nuestros mini vestidos verdes, nuestros cubre botas del mismo color... bien miradas podíamos parecer una lechuga, pero no, éramos duendecillas, y las que más carne enseñaban según me dijo mi madre. A mi me daba igual ponerme falda por una vez en la vida y enseñar mis cachas. Las medias elegidas por todas fueron de rayas, de las que acaban en el muslo, incluso nos habíamos preparado unos ligueros para sujetarlas, ya que esa noche iba a ser muy larga y no nos podíamos permitir el lujo de perder el conjunto del disfraz. Para terminar de disfrazarnos, miles de cascabeles: en las botas, en los picos del vestido, en el pelo, en el bolso.... al principio nos resultó divertido y todo el rato hacíamos todo tipo de movimientos para escuchar el TIN TIN TIN pero cuando íbamos hacia el tren, ya estábamos cansadas de tanto tintineo.
La cámara de fotos no podía faltar, así que antes de perder cualquier pieza del disfraz o la vergüenza, nos hicimos fotos serias, posando, mientras esperábamos en la playa a los chicos. Para acortar la espera teníamos unas cuantas botellas bien cargadas de alcohol para que no nos diera tanto apuro el que todos nos miraran nuestras rayadas piernas. No había mucha gente, pero si la suficiente, como para no sentirnos solas, incluso había música de fondo.
De pronto, como si de la nada, apareció David, mirando al frente, serio, como metido en el papel, a su lado Rober seguía su ritmo. Casi se nos caen las botellas de las manos, con que pocas cosas se podían hacer un disfraz, y que bien les quedaba... o al menos a mí así me lo parecía. Mi rubio favorito iba enfundado en unos pantalones vaqueros, con sus botas camperas, un chaleco e incluso habían comprado bigotes y algún accesorio más, como unas pistolas, una placa, y la estrellita, como si fueran unos sherif del lugar. Parecían lo más malo que te pudieras encontrar, daban ganas de rezar por tu alma, para que no te mirara a los ojos, por si te detenía.
Mi sentimiento era totalmente diferente, quería que me mirara, y no me importaba quedar retenida durante unos días, incluso con que me dedicara unas horas, me bastaba. Pero tenía que quitarme esos pensamientos, aunque mi mente no me lo permitiera, no dejaba de imaginarme abriéndole la camisa y tocando su suave pecho, y pasando mis labios por todo su cuerpo. Pronto esas fantasías volaban de mi cabeza, porque no me gustaba soñar despierta, así que me dediqué de disfrutar de esa mágica noche.
Fueron muchos los grados de calor ingerido y los bailes que improvisamos en aquel lugar perfecto para perderse. Si agudizabas mucho el oído se podía sentir el romper de las olas, e incluso algún bichito típico de las noches primaverales.
Los primeros en abandonar el frente de batalla fueron la parejita feliz, alegando un cansancio que ni ellos ni nosotros nos creíamos. Cada vez quedábamos menos y yo no me pensaba separar de David, cuanto más tiempo pasara junto a él, más feliz sería por momentos. Pero al pasar el tiempo, Lucía también quiso abandonar, muy a pesar mío, pero no la podía obligar a quedarse, así que decidimos acompañarla a casa, porque ya a esas horas no era prudente que una chica con minifalda paseara sola por la ciudad.
Una vez que Lucía estuvo a salvo, yo quería volver a la playa para seguir bailando, ya me daba igual que fuera con David o si el mismo Satanás se presentara, bailaría con él igualmente.
Mi amable sherif, me acompañó de nuevo a la playa, pero no le veía yo con muchas ganas de bailar, así que decidimos acercarnos a la orilla para estar más tranquilos y respirar ese frescor que desprende el mar.
Lo que comenzó siendo una conversación trivial, derivó en temas que yo no estaría dispuesta a compartir con él en otros momentos, pero dado el día que era, poco me importaba dejarle intuir que él era dueño de mis sueños y de mis anhelos. Pero antes de que yo pudiera decir nada, él fue el que se insinuó. Mi cara cambió por completo, y el pobrecito pensó que era porque yo no sentía lo mismo, pero era de asombro, y así se lo hice saber. Entonces se quitó el bigote falso que llevaba y acercó sus labios a los míos en esos momentos no me lo podía creer pero no podía pararme a analizar la situación, así que, como si del mar se tratara, me dejé llevar. Sus movimientos eran delicados pero firmes, sabía lo que hacía, por supuesto que lo sabía. No tenía que perder la oportunidad, así que dibujé su figura con mis manos, palpando cada milímetro de su piel, sintiendo su ancha espalda, agarrando firmemente, sin ningún pudor su perfecto trasero... Al tiempo que David también inspeccionaba mi cuerpo.
Despegué un segundo mis labios de los suyos y le recosté en la arena, que en esa parte de la playa no estaba suelta, ya que estaba algo húmeda, como algunas partes de mi cuerpo, no podía creérmelo, David tumbado en la arena, mirándome con ojos deseosos, ansiosos, juguetones. Sólo quería comerle a besos, así que le saqué el chaleco y le desabroché rápida y torpemente la camisa, nos era imposible reprimir alguna risilla nerviosa, pero a la vez, miradas llenas de lujuria. Mis manos pasaron por su torso, trabajado lo justo para estar marcado, sin ser excesivo. Después de mis manos fueron mis labios, junto con mi lengua, las que recorrieron la ruta, mientras mis manos, ya no tan torpemente le desabrochaban el pantalón. El a su vez, me había quitado la cremallera de la parte superior del disfraz, para disfrutar desde su perspectiva de la visión de mis pechos que apuntaban hacia él sin ningún pudor.
No me importaba estar sentada encima de él, es más, me encantaba, ya que moviendo ligeramente las caderas podía hacer desatar en él placeres inimaginables. Tomó la iniciativa por un momento y se bajó los pantalones y lo que quedaba de ropa, quedando yo sentada sobre su miembro, visiblemente excitado, ahora el contacto era mayor, con sólo apartar un poco mi braguita estaríamos en contacto pleno. Siguió la sesión de besos, y a pesar de querer disfrutar pausadamente, nuestros más bajos instintos, nos lo impedían, apremiándonos con disfrutar el uno del otro. Así que aparté el único obstáculo que nos impedía el contacto real, y con mi mano dirigí su ahora excitadísimo miembro, hacia el fondo de mi centro de placer, sintiendo cada centímetro, casi llegando hasta el corazón, era mucho el tiempo que había esperado sentir cada una de esas sensaciones, por fin me sentía llena de su amor, llena de deseo y de placer, ahora ya podía moverme a mi antojo, para buscar los más recónditos placeres.
El tintineo empezó suave, sintiendo cada parte de nuestros cuerpos, abrazándonos, besándonos, mordiéndonos... Pero el sonido tintineante se acrecentaba por momentos y por una vez en la noche, ese sonido me parecía celestial, hasta que pasó de ser un sonido frenético a un simple eco, con algún que otro espasmo, inevitable por otra parte, después del sobre esfuerzo que habíamos realizado. Había sido fantástico, y no había hecho falta convencerle, el sherif había implantado su ley. Ahora era momento de disfrutar de las pocas estrellas que quedaban.
El tintineo siempre quedará en mi mente y en la de David, aquella noche fue inolvidable, pero hubo muchas otras en las que pudimos disfrutar pausadamente de nuestros cuerpos y nuestras almas.