La lujuria de Montse (1: Porqué salí de Barcelona)
"...Yo me dejaba llevar. Disfrutaba mi papel de diosa del sexo con una entrega casi total. Sin embargo, nunca quise que el perro me penetrara o que se corriera en mi boca..."
Hola. Soy Montse. 30 años, aries, soltera y algo loca. Fotografa profesional, y creanme, bastante de loca he de tener para dedicarme a tal cosa. Vivo sola en Barcelona, España. ¿Que por qué? Porque desde que a los 25 se rompió la relación con el único hombre que he amado, decidí no arrimarme a ninguno más. Algunas relaciones esporádicas, pero muy espaciadas en el tiempo. Últimamente aún más. He descubierto que no me son tan necesarios. ¿Que si soy lesbiana? Pues tampoco. O mejor dicho, me atraen las mujeres como me atraen los hombres. Poco, de momento. Y por supuesto no las prefiero al sexo masculino, ni son el resultado de mi huida de ellos. Simplemente, no me espanto del sexo y comprendo que una mujer puede hacer vibrar a otra en la cama. Punto. Tengo una mente abierta. Vivo al día. Quien me conoce, creo entiende que soy dicharachera y simpática si me dejan mi espacio. Si no me atan. No creo en la amistad que suponga compromiso. Como dije, vivo sola, trabajo sola, y mi profesión cubre la necesidad de socializar que tiene todo ser humano. Compro mis películas, voy al estudio o donde me manden, hago mis fotos, regreso a casa, las revelo lo antes posible, y las llevo a la revista. No las vendo. Estoy en nómina, y aunque ésta no me llega para hacerme rica, me da para vivir bien, e incluso ahorrar un poco. No necesito más. No quiero más. Ya bastante pasé, en el plano laboral y económico, y para mi lo que tengo ahora, es bendito.
Uy parece, que me tocó la loteria. Jajaja. O quizás piensen que no he de estar tan loca, dado que me he procurado con lucha un buen trabajo. Eso no es de estar tarada, sino todo lo contrario. Al menos lo entiendo así, pero es que deberían saber algo de mi historia laboral.
Nunca fui una buena estudiante. Así que ya mayor y con la perspectiva de quedar para ama de casa, como mi madre, inicié con 19 años, un nuevo curso más. Uno de fotografía. Francamente, al principio, pensé que sería otro de los inacabados que tenía. O que acabandolo, el titulo serviría para acumular polvo en cualquier rincón de mi habitación. Pero lo cierto es que me entusiasmó!! Mi padre estaba tan contento que gastó casi todos sus ahorros en un par de buenas cámaras, y el mejor equipo de revelado que existía por entonces. De esto hace ya 10 años. Casi con mis estudios terminados, mi padre me procuró un trabajo en el estudio fotográfico del barrio. El dueño, señor Josep, me daría la oportunidad de enseñarme a hacer reportajes, retratos, etc, pagándome encima. La realidad es que era un viejo verde, un fotógrafo mediocre y arcaico, cuyas insinuaciones y acosos me repugnaban, y que profesionalmente nada me enseñó. Y si duré más en aquel estudio fue por mi padre. Perdí un año y medio de mi vida allí. Hasta que Marcel, mi novio, me hizo abandonarlo todo.
Había conocido a Marcel 6 meses antes. Pese a que llevaba años en España, no había perdido su adorable acento francés. Marcel era pintor, un artista contratado por diversos programas culturales del ayuntamiento de Barcelona, la Diputación y la Consejería de la Generalitat. Su obra me fascinaba. La fuerza de sus colosales pinturas, lo hacían parecer a mi vista aún mas resolutivo, más intelectual, más energico, de lo que ya, parecía. No paré hasta que el ayuntamiento me admitió como voluntaria en la preparación de sus exposiciones. Ya junto a él no me costó mucho, ligarmelo. En la intimidad, era todo lo contrario a como se le conocía en público. No era autoritario, sino más bien, anarquico, bohemio, desinteresado. Le gustaba pintar sobre pequeños lienzos, y menos surrealista que lo que pintaba por encargo de las autoridades. Pintaba cualquier cosa, el cielo, una fruta mordida, a su perro,... realismo de mucha sensibilidad. Un bohemio, tímido, aislado, soñador,... un amor. Caí perdidamente enamorada de él.
Mi despedida del estudio, y mi noviazgo con un francés irreverente causaron estragos en mi relación con mis padres. Los abandoné y me fuí a vivir con Marcel. Ya tenía 23 años. Era dueña de mi destino.
Recuerdo esos años intensos con cierto sabor agridulce. Al poco, Marcel concluyó su trabajo para las entidades públicas, e inmediatamente nos dispusimos a materializar un proyecto artístico común: montar nuestras propias exposiciones de pintura y fotografía. El negocio agotó todos los ahorros de Marcel, y reportó un benefício insuficiente como para mantenerlo más allá de un año. Nuestros mecenas nos abandonaron y sin ellos, por escasa que fuera su ayuda, es imposible vivir del arte en el estrato más intelectual de Barcelona. Marcel me quería, y también amaba a España. Decidió quedarse y bajar al estrato de artista de calle. Pintar para intentar vender sus lienzos en cualquier mercadillo o rincón turístico de cualquier parte. Yo le hubiera seguido al mismo infierno si hubiera sido menester. Tanto lo amaba.
Eso nos hizo nómadas. Abandonarnos aún más a esa vida bohemia, o hippie en los mismos albores del s. XXI. Transhumamos por Madrid, Castilla-La Mancha, y distintas localidades andaluzas. Mi actividad como fotógrafa, se había convertido en marginal pues vendía poco, y en su lugar tomé la más habitual de ser modelo pictorico de Marcel. Me divertía serlo. Me excitaba. Me desnudaba, y Marcel me colocaba en la posición elegida. Parecía una cosa, manejada por el capricho de aquel artista. Verlo inspirado, me parecía lo mas sugerente de esta vida. Antes de que diera ninguna pincelada, solía estar mojada. Con él tras el lienzo manchado de pintura, dando ordenes, mirándome, escudriñando los detalles de mi cuerpo siempre llegaba el momento en que ya no podía contenerme, y empezaba a desobedecerlo. A ser mal modelo. ¿Mal modelo? No, sino una modelo con la lujuria a flor de piel. "Que pintas ahora?" "Tus piernas", y aprovechaba para estimularme mis pezones, o me abria de piernas para que él viera mi sexo, o mis manos acariciaban mis caderas muy suavemente. Intentaba calentarlo tanto como me calentaba él a mi. Y casi siempre ocurría. Se enfadaba, al rato solo se quejaba, después se reía y terminaba haciendome el amor como un poseso.
Fué la mejor época de mi vida. Ya durmieramos a la intemperie, o en pensiones baratas. Ya posara para él en la playa, en el campo, en una habitación cochambrosa o pasaramos los dias enteros bajo el sol o la lluvia intentado vender nuestros cuadros a los viandantes. Ya pasara necesidad o me entrara un cólico por el atracón de comida que nos pegáramos, no podía ser más feliz. Él y su fiel perro eran mi familia, mi vida, en donde se habían instalado la libertad y la pasión sexual. Posar me estimulaba sobremanera, dado que esos desnudos eran los cuadros con más salida, los que se vendían antes. Ello nos llevó a considerar que mi cuerpo era divino, la fuente de nuestro alimento. Marcel, me adoraba y me repetía que era la diosa Afrodita, diosa de la belleza, el amor y el sexo. Yo lo creía y viví para mantenerle con ese espiritu libidinoso, que hacía que me pintara así, con esa fuerza, con ese realismo descarnado. Posé con otros hombres, jovenes y mayores, en posiciones amorosas, y también con su perro, en cuadros fantásticos con bastante erotismo. Recuerdo ese tipo viejo desnudo y barrigón, medio calvo y canoso, sentado en el suelo, conmigo sentada encima con mis piernas rodeandole sus caderas y mis brazos su cuello y espalda, mientras mantenía mi cabeza echada hacia atrás, y él la suya, enterrada entre mis senos. O ese en que estando de costado sobre una cama con las piernas recogidas, un joven en la misma posición por detrás, me abrazaba y simulaba una penetración. O aquel en la que nuestro pastor alemán acercaba su hocico a mi Monte de Venus, zona que con habilidad Marcel había omitido apareciera en la escena. Podría narrarles decenas de cuadros de mi amado en los que reflejaba el erotismo de su diosa Afrodita.
El sexo como parte de nuestra convivencia alcanzó a nuestro perro. Marcel y yo nos divertiamos con las insinuaciones sexuales de nuestro can. Él era parte de la familia, y su instinto sexual no solo era respetado, sino que poco a poco fue apreciado por nosotros. Incluso inducido. "Mira Montse! Picasso -el perro-, tiene gana de juerga -señalando al pene canino, medio salido, mientras Picasso se lo lamía-" Entonces él se acercaba, le frotaba el vientre y el pecho, mientras le hablaba de que era cruel que Picasso no tuviera novia, y seguidamente le tiraba de la piel peluda del sexo hacia atrás, y me lo mostraba a mi. Yo miraba sonriente, y divertida. "Eyyy! este pene está en forma, pero aún puede crecer más", le decía Marcel al perro. Se escupia sobre la palma de la mano, y asía el pene del animal como cuando se asía el suyo, y lo masturbaba. Me excitaba muchisimo. No tardé en hacerlo yo por primera vez. Marcel y yo haciamos una fiesta cuando el perro se corría, y luego él me hacía el amor apasionadamente. Cada vez fué mas osado, o tal vez, lo fuí yo, y accedí a dejarme lamer por Picasso. Despues a lamerle yo a él. E incluso a rozar mi sexo con el suyo, a recibir su eyaculación en mi vientre,... Marcel se masturbaba mirandonos. Nos miraba con sus ojos inyectados en sangre, con ese grado de excitación con el que solo los artistas pueden mirar cuando algo motiva su inspiración. Yo me dejaba llevar. Disfrutaba mi papel de diosa del sexo con una entrega casi total. Sin embargo, nunca quise que el perro me penetrara o que se corriera en mi boca. Estar con Picasso, casi me satisfacía más que cuando posaba con algún otro hombre, del que tenía que soportar su sexo erecto clavándose en mi piel, o sus manos sobandome mi pecho o mis nalgas. Como Marcel, consideraba que el perro era también mi familia. Tocar su pene, llegó a ser igual de delicioso que tocar el de Marcel. Sabía que una cosa llevaría a la otra, y que eso era el preámbulo de una sucesion de orgasmos increibles.