La Lluvia
El día había comenzado siendo soleado, pero para cuando ella llegó, gruesas nubes se amontonaban en el horizonte.
El día había comenzado siendo soleado, pero para cuando ella llegó, gruesas nubes se amontonaban en el horizonte.
Paseamos un rato, hablando un poco acerca de las escasas novedades de nuestras respectivas vidas. Nada nuevo había pasado desde la última vez que nos habíamos visto. Ella seguía en la Universidad, yo no hacía nada por el momento, más que ayudar cada tanto en el negocio familiar.
Cuando llegamos al parque, ya no teníamos nada más para conversar. Se escuchó un trueno lejano y una gota le cayó brillante como una joya en labio y ella se le quitó despacio, mirando a la nada, con la lengua, algo que hizo que la mirara embobado. Con maestría y naturalidad tomó la gota con la punta y la metió dentro de su boca.
Unos segundos más tarde, el cielo se nos vino encima, con toda la intensidad de una tormenta de verano. Un aguacero que nos hizo correr por calles desiertas.
Ella tenía una musculosa blanca, y por lo que noté, sin corpiño. Los pezones se les dibujaban nítidos bajo la tela, provocadores. Sentí un cosquilleo entre las piernas, y como un animal adormecido, mi pene lentamente comenzó a endurecerse. Y sentí que ella lo sabía. Que me moría por comerme sus pezones redondos.
Para protegerla de una ola levantada por un coche, la abracé y las tetas blandas se pegaron a mí. No pude contenerme y en la confusión rocé su pecho derecho. Caí en la cuenta de que ella podía sentir mi ya perfecta erección y me sonrió tímidamente, con la boca húmeda y jadeante. Y me besó. Pasó sus brazos por mis hombros y yo la estreché por la cintura y sentí su vientre palpitante y su respiración agitada. La lluvia nos envolvía, nos protegía del mundo exterior. Las lenguas se enredaron combativas y dulces. La suya era suave y cálida. Mordí sus labios y sentí su estremecimiento desde sus pies a su cabeza.
Corrimos, corrimos, corrimos. Esta vez a un telo. Pagué cualquier cosa. La urgencia no me permitía pensar en habitaciones especiales ni saunas. Sólo quería una cama para liberar el instinto animal y anhelante que sentía.
Subimos y apenas cerramos la puerta, le arranqué la musculosa y por fin pude saborear esos rosados pezones erectos, ansiosos, con gusto a piel, tela y lluvia. Ella echó la cabeza atrás y mientras yo lamía y mordisqueaba sus tetas desesperadamente, metió una mano en mi pantalón y logró sacar mi verga dura, a la que empezó a acariciar enloquecedoramente con manos calientes y resbaladizas. Quería penetrarla. Ya. Pero ella se agachó y besó la punta mientras seguía acariciándome. Sentí mi piel erizarse y agarré su cabeza para que la comiera toda. Ah, cómo la chupaba. Su lengua deslizándose por todas partes como un animalito travieso y salvaje. Y justo cuando estaba por estallar, se apartó y pegándose a mi me dijo al oído "Ponemela ya, ahora".
Antes de que pudiera hacer nada, me tiró sobre la cama, se sacó la bombacha, subió su pollera y la introdujo despacio, centímetro a centímetro me daba la bienvenida al centro de sus ser y sus placeres. Su carne rodeó suave y húmeda y comenzó a moverse, a balancearse, para que mi verga acariciara cada hueco, hendidura y curva de su vagina, cada vez más estrecha.
Y se retorcía de placer. Y yo me moría de gozo. Y cuando se echó sobre mi pecho, ambos nos desgarramos de placer en un explosivo orgasmo compartido...