La llamada de un pervertido
¿Fue el destino el que me hizo descolgar la llamada de aquel pervertido madurito?
—La llamada de un pervertido—
—Hola, ¿eres tú?
El teléfono había sonado varias veces. En la pantalla digital del teléfono de sobremesa parpadeaba: “Privado”. Había dudado si descolgar o no. Estaba atareada, haciendo la cama. Al cabo de cinco timbrazos, terminé por descolgar, enredarme con el cable, y, tras un “¿Dígame?”, escuché una voz grave, profunda que me hizo la pregunta. Tardé unos segundos en responder.
—Disculpe, ¿por quién pregunta?
Una pausa. Y luego, una risa subterránea. No relacioné esa risa con ningún familiar ni amigo. No sonaba agresiva ni burlona. Era una risa que parecía acariciarme el cuerpo entero, hasta mi piel vibraba. Trabajo como técnico de sonido en una emisora, adoro la voz humana.
—Pregunto por ti, claro.
Instintivamente, me ceñí la bata alrededor de mi cuerpo. Imaginé a alguien al otro lado de la línea, un hombre maduro por el extremadamente grave timbre vocal, divirtiéndose con la broma, disfrutando de mi sorpresa.
—No me interesa, gracias —respondí como cualquier otra llamada comercial.
—¿No te interesa? Aún no me has dejado…
Colgué sin escucharle.
¿Quién era? ¿Por qué a mí?
Intenté acallar mi curiosidad, pero el mal estaba hecho. Mi cabeza empezaba a hacerse preguntas. Sabía que debía acallar esa vocecita interior que me preguntaba qué estaba ocurriendo.
Doce segundos. La duración de la llamada parpadeó varias veces en la pantalla digital antes de ser sustituida por la hora: las nueve y cuarto. Me pregunté quién era el estúpido que se dedicaba a llamar a un número al azar la mañana de un martes cualquiera.
Un perturbado en potencia, eso era; si le hubiese dejado continuar habría escuchado su respiración entrecortada mientras se masturbaba. No me cabía duda de que eso era lo que perseguía el demente al otro lado de la línea. Habría probado con varios números, contestándole hombres o mujeres maduras. Cuando respondí yo, inició su juego. ¿Me había parecido oír una bragueta abriéndose mientras se reía? Quizá, bien pudiera ser. Quizá estuviese ya desnudo, preparado.
Mal asunto. Empezaba a barruntar sobre él y la llamada. Mi cabeza empezaba a imaginarse cosas, mi curiosidad innata había iniciado todo esto. Menudo cabrón.
Sonreí. Al menos, había sido algo nuevo; había que mirar las cosas por el lado positivo. Me había llamado un pervertido a las nueve y cuarto de la mañana, pero también había experimentado un momento de curiosidad, de incertidumbre. Bien, una nueva experiencia. Ya está. Era hora de hacer las tareas de la casa.
Pero no me moví del teléfono.
Casi, sin saber por qué, deseé que aquel degenerado llamase de nuevo. Me encantaría volver a escuchar su voz. Rica en matices, renqueante, sensualmente profunda. Lástima que fuese la voz de un marrano.
Me sorprendí mirando fijamente el teléfono de sobremesa, esperando oír la señal de llamada. Porque (y ahora lo tenía claro) no había motivos para no confesar lo obvio: quería que llamase otra vez.
Esperé. Me crucé de brazos. Escuchaba en la quietud de la casa el golpeteo lejano del segundero del reloj de la cocina. Recordé que tenía que bajar a hacer la compra, luego ir al banco a ingresar la cuota de la comunidad. Asocié el dinero con la jornada de trabajo de la tarde; tenía que ducharme, peinarme. También tenía que llamar a la peluquería, las raíces comenzaban a notarse demasiado. Tenía que hacer mil cosas por la mañana, pero seguía aquí plantada, mirando el teléfono. La pantalla digital mostraba las nueve y media.
El teléfono sonó de nuevo. Sentí un pinchazo en el pecho, un estallido de adrenalina, un retumbar de latidos. “Privado”. Descolgué. El teléfono se me escurrió de mis dedos, hice malabares en el aire, al final lo agarré del cable rizado, tiré de él, alcancé el auricular y me lo llevé a la oreja.
—¿Hola?
—¿Ahora respondes con un “hola”? Qué graciosa.
Me mordí el labio inferior. Qué tonta soy. Punto para él.
Su voz era profunda, dos o tres octavas inferior a la de cualquier voz que hubiese oído antes.
—¿Quién coño eres?
Su risa inundó la línea telefónica. Esta vez duró varios segundos o me pareció que duraba más que antes.
—¿Quién crees que soy?
—Un marrano, un pervertido —contesté sin dudarlo.
—¿Un pervertido que te llama un martes por la mañana?
Me senté en el sofá que tenía al lado, las piernas me temblaban, también necesitaba apoyar el brazo con el que sostenía el teléfono. Su voz parecía trascender el auricular. Nadie podía tener una voz tan grave y sensual y, a la vez, ser un pervertido. Pero él quiso serlo:
—Vale, seré un pervertido.
—Pero no lo eres.
—Lo seré si tú quieres.
Su voz era pausada. Poseía una resonancia fuera de lo común. Pero también era suave, melodiosa, como la de un tenor. Era una voz tan sensual como electrizante.
Me abrí la bata, los sofocos me estaban acalorando. No tenía sentido negar lo evidente: su voz me agradaba.
—¿Cómo vas vestida?
—No te importa.
—¿Cuántos años tienes?
—Tampoco te importa —respondí algo reticente. No quería darle ninguna pista acerca de mí— ¿Cuántos años tienes tú?
—Cincuenta y seis.
Fruncí el ceño pero luego tragué saliva, aceptando el dato como cierto. Su timbre era grave, su tono era tranquilizador: bien pudiera estar diciendo la verdad. Los pervertidos no tienen edad, todos tenemos uno oculto. Pero, aun así, me sorprendió estar hablando con un desconocido que me sacase más de treinta años.
—¿Estás sola?
—Puede que no.
Una pausa dilatada. Escuché su respiración calmada. Incluso aquel crepitar sordo, era sensual.
Siguió sin hablar. ¿Estaría echándose para atrás? Mis respuestas eran demasiado imprecisas. Si quería seguir oyéndole, debía ofrecer algo a cambio. Él me había dicho su edad, parecía un trato justo. Y su voz era tan divina…
—Sí, estoy sola.
—¿Sabes lo que tengo en mi mano derecha?
Tu polla. Con tu mano agarras tu polla. Te estás pajeando a mi costa, imaginándome desnuda, cabrón degenerado; esbozando en tu retorcida mente formas exuberantes, agregándome atributos imposibles. Pero no puedo culparte: yo también me imagino tu miembro erecto. Grande, grueso, de proporciones irreales.
Mi imaginación navega desbocada.
Paso mi lengua por los labios, los noto hinchados y calientes.
—¿Qué tienes en tu mano derecha? —pregunto con un hilillo de voz.
—Es tan grande…
Claro que sí. Enorme, surcada de venas. Un glande sonrosado, brillante. Tus cojones brincan con cada sacudida.
Doy un respingo cuanto me noto la otra mano sobre mi vientre. No sé cómo ha ocurrido, mi imaginación ha tomado el control de mi cuerpo. La aparto, la poso en el cojín del sofá. Pero luego la vuelvo a colocar donde estaba, aunque más abajo, sobre la cinturilla del pantalón del pijama. ¿Por qué no? Me estoy excitando. Solo veo en mi cabeza su polla dura, su mano empuñando un grueso tallo, frotándola con ritmo creciente. Cierro los ojos, notando mi sangre bullir.
—¿Te estás tocando? ¿Estás imaginándome desnuda?
—Al igual que tú.
Un calor intenso me abate el pecho. Suspiro profundamente. ¡Qué hijo de puta! ¿Cómo habrá adivinado mis intenciones? Mi mano se escabulle dentro del pantalón, busco mi entrepierna. Noto un calor húmedo brotando de mi sexo. No puedo remediarlo, es más fuerte que yo. Pellizco mi pubis, un ramalazo de placer me recorre la espina dorsal, me remuevo en el sofá. Abro las piernas, me arrellano en el respaldo.
—Háblame —pido cuando pasa el tiempo sin escuchar más que su respiración ruidosa. Me he dado cuenta que su voz no me agrada. Me excita. Me incita.
—Ayer me encontré con mi vecina en el ascensor.
—¿Cómo es ella?
—Es como tú.
Una satisfacción inexplicable me hace sonreír. Acaricio mi sexo, noto las primeras humedades chasquear. Suspiro extasiada, no sé si por el frotamiento al que someto mi coño o por la imagen que se ha formado en mi mente: yo en el ascensor, con él a mi lado. Un hombre maduro, sonrisa enigmática, pelo alborotado y plateado, mirada penetrante, voz grave y ronca.
—¿Qué sucedió?
—Llevábamos tiempo esperando aquella ocasión. Detuvimos el ascensor.
—Sigue.
—Nos miramos. Dimos vueltas dentro del habitáculo, uno alrededor del otro, observándonos, midiéndonos.
—Os enganchasteis.
—Como dos fieras. El ascensor tembló cuando la empujé, cuando te empujé sobre una esquina.
Sonrío, me noto salivar en abundancia. A la vez, hundo varios dedos bajo la braga, sorteo mi vello ensortijado, accedo a mi hendidura. Mi humedad aflora. No pienso en lo que hago, no quiero pensar, sólo imaginar. Deslizo los dedos arriba y abajo, anegando mi vulva con los primeros fluidos. Luego me llevo los dedos a la boca. Noto varios pelillos rizados en mis labios. Degusto mi excitación, mi placer licuado. Trago saliva varias veces.
—Mientras te comía la boca, fui desabotonando tu blusa.
Mi placer sube de repente, un espasmo me sacude la espalda. Aprieto los párpados, sus palabras, hondas y pausadas, me dan margen suficiente para recrear mi fantasía.
—Llevaba aquel sujetador que tanto te gusta —continúo de repente yo.
Mis palabras me excitan. Sentía la necesidad de entretejer mi voz en la historia. No me detuve a pensar qué decía, hablaba mi placer, mi ansia. Escabullo la mano bajo la camiseta del pijama. Amaso mis pechos, encuentro mis pezones duros, afilados.
—Hundiste la cara entre mis pechos, besaste mi piel, deslizaste el sujetador sobre mi torso, lamiste mis pezones.
Débiles espasmos en el pecho y las caderas se sucedían a medida que torturaba mis pezones.
—Me sujetaste la cabeza, hundías los dedos entre mi cabello, presionaste mi cara sobre tus pechos. Bajé una mano por tu vientre, palpé tu piel candente, el deseo te hacía retorcerte.
Era justo así. Notaba pequeños temblores en mi cintura, daba pequeños respingos sobre el sofá mientras pellizcaba mis pezones. Me era sorprendentemente fácil imaginar su gran mano abarcar mis curvas, escabulléndose bajo mi falda.
—Me arremangaste la falda, tu mano se ahuecó sobre mis bragas. Arañé tu cuero cabelludo mientras me mordías los pezones inflamados.
—Llevabas tiempo fantaseando con mi pecho velludo y bronceado. Me empujaste al otro extremo del ascensor, las paredes temblaron de nuevo. Me arrancaste la camisa, los botones saltaron y rodaron por el suelo.
—Besé tu pecho, apresé entre mis dientes tu vello espeso, lamí tus tetillas. Gemías y me agarrabas del pelo. Me tiraste de él y llevaste mi boca hacia la tuya. Mi saliva te encendía, mi lengua te quemaba.
Mis dedos descendieron de nuevo, esta vez hacia el interior de mis bragas. El horno encharcado que me encontré allí derretiría hasta el hielo. Mis dedos repartían las humedades por los intersticios labiales y apelmazaban el vello púbico.
—Tus manos desabrocharon mi cinturón, bajaron los pantalones. Tu boca apresó mi verga a través de los bóxer; lamiste su longitud, desesperabas por tenerla en tu boca.
Ligeros temblores en mi pubis me indicaron que el orgasmo llamaba a mi puerta. Aferré el teléfono con una mano mientras con la otra prodigaba urgentes caricias a mi motor revolucionado. Contraigo los abdominales, me preparo para los espasmos. Cantidades ingentes de saliva se acumulan en mi boca, trago a la máxima velocidad que me deja mi respiración.
—Me deshice de la prenda. Tu polla mostraba un esplendor divino. Grande, gruesa, mis manos no alcanzaban a rodearla. Su dureza… su dureza…
Me fue imposible continuar. Gemí sin contenerme. Todo mi cuerpo se tensó, oleadas de placer sacudieron mi vientre. Apreté los dientes, azuzando con ráfagas veloces mi clítoris, dilatando la marejada de placeres. La saliva se me escurría por las comisuras, mis manos zumbaban, mis dedos desfallecían. Y, aun así, la voz grave y sinuosa del pervertido maduro me torturaba sin piedad.
—La dureza de mi polla te sobrecogió. Tus dedos dibujaron caricias, tus uñas arañaron sendas, tu lengua estampó su sello húmedo.
Su voz tenía el don de la melodía. Se sincronizaba perfectamente con mis contracciones abdominales. O quizás era yo quien acoplaba los embates de mi corrida al ritmo de sus palabras. El placer me inundaba sin descanso. Gemía, murmuraba, siseaba, el orgasmo era inacabable. Su voz no se detuvo, continuó espoleando mi imaginación, alargando mi agonía.
—Engulliste hasta donde tu boca pudo tragar. Tu saliva bañaba mi glande, tus manos estrujaban mis cojones. Lamías, arañabas, succionabas. Tu ímpetu era arrollador, no pude postergar por más tiempo mi corrida. Mi semen inundó tu boca. Los trallazos eran desmesurados. Me vacié por completo en tu interior, tragabas cada gota de mi esencia, tu garganta se afanaba incansable por deglutir cada eyaculación, cada inyección de mi néctar…
—Detente, para ya.
Necesitaba un descanso, me sentía todo el cuerpo baldado y sucio. Los ecos del orgasmo aún se manifestaban en un rilar de piernas incontrolable. El corazón me retumbaba, las sienes me palpitaban, sudaba generosamente.
—Tengo que reponerme —supliqué. Lamí las puntas de mis dedos cubiertos de mis humedades tibias. El sabor de una corrida es tan delicioso como adictivo. Pero mi cuerpo clamaba reposo. No estaba acostumbrada a tanto placer desbordado. Era increíble lo rápido que aquel hombre había conseguido en tan poco tiempo con su voz. Pero también debía admitir lo rápido que había sido yo en sumergirme en su historia. Lo tenía claro: su voz era mágica.
—Has disfrutado —susurró lentamente.
Sonreí mientras me rebañaba los dedos. El desconocido había interpretado con certeza mis gimoteos. Una risa confortable me salió de los labios. Él también se rió, con su risa honda, enigmática. ¿Sabría que su voz me estremecía hasta el alma? Aun distorsionada por la señal telefónica, su timbre grave me hacía burbujear la sangre.
Llamaron a la puerta. El timbre musical se oyó lejano. Era chirriante en comparación con su voz.
—Tengo que dejarte.
—¿De verdad tienes que hacerlo?
Su pregunta llegó tras una breve pausa. Seguía siendo calmada, suave. De repente, recordé que en ningún momento había notado diferencias de velocidad en su voz durante la conversación. No era posible que alguien se corriese sin afectar a su respiración, sin que trasluciesen los embates de los espasmos musculares. Una duda me poseyó.
Sonó de nuevo el timbre de la puerta. Ahogué el micrófono del teléfono con una mano y respondí con una voz.
—¡Ya voy!
Manoseé el teléfono con ambas manos. Quise saber la respuesta a mi duda.
—¿Te corriste?
Su risa nasal me acarició el oído con su timbre resonante. La ausencia de respuesta por su parte me confirmó mi duda:
—Ni siquiera te estabas tocando, ¿verdad?
Se rió aún más. Su risa adquirió un tinte burlón, inteligente, artero. Me respondió al cabo de unos segundos. Pero, en ese momento, llamaron de nuevo a la puerta.
—¡Que ya voy, joder!
Cuando volví a colocarme el auricular en la oreja, sólo alcancé a escuchar el final de su respuesta.
—… ascensor, ¿importa eso?
Luego colgó.
Escuché el tono monocorde del teléfono y después miré el auricular unos instantes.
Me levanté del sofá. Las rodillas me crujieron, mis piernas amenazaron con sacudidas: la tensión experimentada aún me pasaba factura. Al asomarme por la mirilla de la puerta, no vi a nadie en el pasillo. Estiré el elástico de las bragas sudadas sobre mis nalgas, ceñí la bata y abrí la puerta.
Me asomé al pasillo y no había nadie.
Antes de cerrar, me percaté de la nota que había sobre el felpudo. El anverso estaba en blanco. En el reverso, con pulcra caligrafía, estaba escrito:
“Hasta la próxima vez que coincidamos en el ascensor”.
—Ginés Linares—
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