La lista de Schindler
¿A quién se le ocurre hacer paralelismo entre un gang bang con un grupo de maduritos alemanes con la película de Spielberg? Solo a Mariano.
Abril del 2011
La Semana Santa y la Feria de Sevilla habían quedado atrás, aunque empezaba a hacer calor, no era aún esa que casi te obligaba a irte a la playa, pero suficiente para no quedarse en casa los fines de semana. Apetecía coger el coche y darse una vuelta, aunque únicamente fuera para terminar en un pueblo de las cercanías, teniendo una cita con el colesterol en una venta cateta. Y es que a mí, como a todo hijo de buen vecino, todo lo que me gusta es ilegal, inmoral o engorda.
Pero como el verano se acercaba a paso de gigantes y no era cosa de ir guardando la respiración durante los paseos por la playa (por aquello de no que se notara la barriga y tal), mi buen amigo Juan José y yo, huyendo de los posibles kilos de más, decidimos sustituir la dieta de carne a la brasa por tres días en Málaga, en principio para ver el museo de Picasso.... pero mi buen amigo que no acostumbra a dar “puntá” sin hilo y sin comentarme nada previamente, ya había incluido otros apartados en “el orden del día” de aquel fin de semana.
Llegamos el viernes por la tarde-noche, nada más deshacer las maletas, ducharnos y maquearnos un poco, cogió el coche y me llevo a Torremolinos. Donde, no sé si por la fecha que era o porque a todo perro le llega su San Martin, la zona de ambiente gay no estaba de parranda, estaba muerta. Tras cenar en un sitio bastante cutre y bastante lejos de los gustos refinados de mi amigo, nos fuimos a los bares de la Nogalera y aquello era una sombra de lo que fue. Que JJ no encontrara lo que había buscado, sumado al hecho de que estábamos reventado, dio como resultado que nos tomáramos un par de copas y regresáramos directamente al hotel.
Juan José es mi amigo de correrías, con el que comparto las confidencias de mi vida amorosa y una de las mejores personas que conozco. Nos conocemos desde hace casi veinte años ya y aunque nuestra relación empezó siendo sexual, la cosa no funcionó todo lo bien que debiera y nuestro pequeño romance (en gran medida por culpa mía) terminó antes de que empezara.
Menos mal que la naturaleza urbana es sabia e hizo que nuestros caminos se volvieran a cruzar y que entre dos almas solitarias, se fraguara una muy buena amistad. De las que nunca piden y siempre dan.
JJ, debido a circunstancias que le había tocado vivir, siempre había visto en el sexo y sobre todo en los ligues ocasionales una forma, por así decirlo, de realizarse como persona. Por eso, el hecho de que aquella noche se fuera con el rabo entre las piernas y sin nada que llevarse a la boca, por lo poco propicio que estaba Torremolinos para ello, hizo que de vuelta al hotel no fuera la más simpática de las compañías y su malhumor dejara paso a un silencio de lo más agobiante.
Al día siguiente nos levantamos sobre las nueve, desayunamos y dimos una vuelta por la ciudad. Málaga estaba escandalosamente bonita, una luz preciosa y una temperatura agradable hacia que caminar por sus calles fuera de lo más placentero. Dimos una vuelta por el parque de la Alameda, paralelo al puerto marítimo. Al recorrer parte de aquel pequeño bosque metropolitano, me deje envolver por la variedad de colores y olores que lo llenaban todo y me sentí como como si estuviera en contacto con la madre naturaleza, aunque sabía que allí nada era espontaneo y todo era producto de la mano del hombre.
Sobre las once fuimos al museo, donde tuvimos que esperar una pequeña cola, algo a lo que los sevillanos, pese a que intentaron adoctrinarnos durante la Expo-92, no nos habíamos acostumbrado del todo. De todas maneras, mereció la pena la espera pues la galería, para lo modesta que era, me pareció bastante correcta y de muy buen gusto.
Ya en el interior de la exposición comencé a vislumbrar la verdadera causa de que Juan José pusiera tanto empeño en venir a Málaga, pues tuve que pararle los pies más de una vez, el muchacho que no se corta un pelo, más que mirar los objetos de arte que allí se exponían, miraba el culo y paquete de los otros visitantes, y yo, que soy bastante más tímido que él para estas cosas, pase un apuro tremendo. Se veía que el que mi amigo no se hubiera desahogado como Dios manda la noche anterior, lo tenía de un caliente de padre y muy señor mío. Si hasta hubo un momento en que me dejo solo, aduciendo que iba al servicio… Cuando volvió al rato grande, guardé mi curiosidad y mis preguntas donde no da el sol, pues hay cosas de la que es mejor seguir siendo ignorante.
Tras la visita al museo el día transcurrió con normalidad, fuimos a comer a un restaurante en las cercanías de la Alameda y tras tomarnos un café decidimos pegarnos una señora siesta, por aquello de estar descansado para la juerga nocturna.
Lo que se dice dormir, dormimos poco. Pues a eso de la seis de la tarde mi amigo me despertó diciendo que llegabamos tarde.
—¿A dónde coño llegamos tarde? —le digo cargando mis palabras con toda la mala hostia de la que soy capaz (¡Qué mal despertar tengo!)
—No te enfades guapetón —dijo JJ, intentando calmar mi bestia interna —, pero es que he quedado con un chico para tomar café.
—Pues ya puedes salir corriendo —decir que mis palabras fueron desagradables, sería quedarse corto.
—Pero es que no lo conozco de nada… — las palabras de JJ parecían tropezarse unas con otras.
—Y entonces… ¿Cómo quedas con él? —pregunté extrañado.
—Lo he conocido en un chat de Internet y el tío parece muy majo y tal, pero ya sabes cómo es el rollo este…
—… que todo el mundo miente más que habla y no quieres ir solo, no vaya a ser que te encuentres algo bien distinto de lo que esperas, ¿no? —dije de forma concluyente.
—¡Equilicuá! —contestó mi amigo dejándome ver una expresión en su rostro casi suplicante.
—Bueno, pues nos arreglaremos e iremos ¿no?… ¡Haces conmigo lo que te da la real gana!
Media hora después, estábamos duchados, maqueados y camino del lugar de la cita. El sitio estaba relativamente cerca, era la típica cafetería con una decoración y ambiente que conseguía darle un nuevo sentido a la palabra hortera.
Al entrar, un joven nos saludó al vernos llegar, intuí que era el conocido de mi acompañante. JJ, sin cortarse un pelo, se fue para él y le estampó dos besos en la cara de un modo tal, que todos los presentes en el local, nos pusieron automáticamente la etiqueta de maricones.
—Mariano, este es Eduardo el chico del que te he hablado.
El chico se dispuso a darme dos besos, del mismo modo que lo había hecho antes con mi amigo, y yo interrumpí su gesto dándole la mano.
El amigo de JJ era bastante atractivo: cabello castaño, ojos grises, tostado del sol, bastante delgado… Pero con esa aureola gay que tampoco me pone, creo que de haberlo visto en un bar de ambiente no me hubiera fijado en él. De todas maneras tenía muchos puntos a su favor: era bastante simpático, se podía mantener una conversación con él y parecía buena gente.
El largo café fue amenizado por una interesante conversación. Por lo que tuve claro que Eduardo nos acompañaría lo que quedaba de noche y que en cualquier momento JJ, como era habitual en mi amigo , me dejaría solo y se marcharía con él.
Estuvimos tapeando por una zona que no era excesivamente turística, pero que el malagueño se conocía al dedillo. Llegada la hora de las copas y de la marcha, decidimos pisar la línea roja de lo inmoral y nos fuimos a la zona de los bares de ambiente gay de Málaga.
No transcurrió ni media hora y JJ, aprovechando que el malagueño había ido a pedir la segunda copa, me dijo:
—Tío, cuando acabe esta copa me voy con él a su casa... ¿No te importa si te dejo sólo?— y dándome unos papeles que sacó del bolsillo añadió —. Aquí tienes la direcciones de todos los sitios de ambiente que hay por la zona, esta discoteca—me dijo señalando un recuadro de uno de los papeles — dicen que está muy bien.
No pasaron ni quince minutos, cuando JJ y su amigo se marcharon dejándome en la barra de un bar que aunque estaba atestado de gente se me antojaba vacío. Observé detenidamente a los tres camareros que habitaban tras la barra: uno era un señor de unos cuarenta y largos años (posiblemente el dueño), quien aunque se intuía que había tenido tiempos mejores todavía se apreciaba en él una atractiva virilidad, una chica de cabello oscuro, bastante delgada, vestida de negro a quien se le había olvidado resaltar sus muchos atractivos y lucía un descuidado peinado y un maquillaje poco favorecedor y el tercero era un “pimpollito” rubio que hacia alarde de su juventud y su belleza en cada copa que servía, regalando a la clientela una perfecta e impersonal sonrisa.
La estructura del bar era extraña, a pesar de ser bastante grande. Era bastante estrecho en la zona de la barra y se ensanchaba (casi el doble) en la parte interior, donde había un salón amplio lleno de numerosas mesas donde la gente se sentaba a tomarse la copa y conversar o simplemente, como yo, mirar la vida pasar.
Me tomé otra copa más con la única intención de hacer tiempo para ir a la discoteca que me indicó mi compañero de tropelías, la cual parecía estar unas calles más allá. No había dado todavía el primer trago y vi como entraban en el bar un grupo de cinco fornidos hombres. No pude reprimir observarlos disimuladamente pues eran uno ejemplares de machos impresionantes, por las pintas que traían intuí que eran “guiris”, más fue oírlos hablar y averigüé su país de origen: Alemania.
El grupo presentaba una heterogeneidad de edades bastante curiosa, que iba de los treinta y pocos que tendría el más joven a los cincuenta muchos que aparentaba el mayor. Era evidente que todos ellos cuidaban bastante su físico y aunque no eran los típicos hipertrofiados de gimnasio, se les notaba mucho las horas de deporte.
Todos ellos eran rubios y con la piel clara, a excepción del más joven que era de cabellos morenos y la piel un poco más oscura. Me pareció muy guapo, bastante alto y con un porte de machote de los que quitan el hipo. A excepción del mayor de todos ellos, que me pareció mal encarado y prepotente a más no poder (tanto que me recordaba al malvado nazi de ¨La lista de Schindler¨), los otros tres me resultaban atractivo y en otras circunstancias hubieran podido ser víctimas de mi atención, pero en aquel momento solo tenía ojos para el morenito, quien acaparó de pleno los disparos de mis fugaces miradas.
Yo, que soy mucho de ver y callar, no suelo lanzar el anzuelo, sino dejar pasar la corriente y ver como otro, más osado, se lleva los peces. Aquella noche, como es habitual en mí, me refugié en un rincón de la barra, observé el paisaje y guardé la escopeta a buen recaudo (No me fuera a estallar en la cara). Por eso, cuando una de mis furtivos vistazos encontró respuesta en el joven alemán, un incontenible nerviosismo comenzó a recorrer todo mi cuerpo y del mismo modo que inicié mi particular juego de miradas, lo di por concluido.
Escondido tras mi ron con cola, escudriñé inconscientemente de nuevo a los cinco germanos. El resultado fue que mi fugaz mirada tropezó con la del atractivo moreno, quien clavaba sus ojos en mí de un modo intenso e incluso desafiante.
Acto seguido les dijo algo a sus amigos y ellos, sin recato de ningún tipo, miraron hacia donde yo estaba, hicieron un breve comentario, se rieron y, sin más, prosiguieron conversando.
No sé porque tuve la sensación que se estaban burlando de mí y su comentario lo interpreté como un “No se ha hecho la miel para la boca del burro”. Por eso al sentir como el rubor comenzaba a visitar mis mejillas, pedí la cuenta, me terminé la copa de golpe y decidí marcharme a la discoteca.
Al pasar por delante de ellos, el morenito me observó de arriba abajo buscando encontrarse con mis ojos, los cuales (muy a mi pesar) encontró. Abandoné el bar como alma que lleva el diablo pero, como la mujer de Lot, me volví para ver lo que dejaba atrás y en lugar de convertirme en sal, me encontré con que el tío había salido fuera y se disponía a seguirme.
De nuevo me volví a poner nervioso pues tenía la sensación de que todo era una especie de broma de mal gusto. Aunque el morenito me gustaba a rabiar, algo olía a podrido en Alemania y no estaba dispuesto a correr ningún riesgo en un lugar que no conocía. No había cruzado siquiera la plaza en la que estaba ubicado el bar de copas, cuando escuché una voz grave que gritaba a mis espaldas:
—Wait a moment, please!
Por cortesía más que por otra cosa, aguardé perplejo en medio de la plaza, al llegar a mí me regaló una muy agradable sonrisa y tendiéndome la mano me dijo:
—My name is Stephen. How are you?
—I am Mariano.
Al escuchar mi nombre el tío volvió a sonreír y me dijo:
—¿Luis Marriano?
—Luis Mariano no, only Mariano —contesté un poco exaltado.
—O.K Marriano without Luis.
Su comentario me hizo una gracia increíble y, sin saber porque, aparqué mis miedos y mis dudas, y comencé a charlar con él de un modo que me sorprendió hasta mí.
El inglés de Stephen era muchísimo más fluido que el mío, por lo que tuve que pedir en varias ocasiones que hablara un poquito más despacio para poderlo seguir. En los diez minutos escasos que duro nuestra conversación, me contó que vivía en Múnich, donde trabajaba como médico forense y que estaba allí de vacaciones con unos amigos… Vi tanta sinceridad en sus gestos y su mirada, que como un tonto, me deje encandilar por sus palabras. Si físicamente me había gustado, la nobleza que emanaba de su voz me sedujo por completo.
Fue decir que solo permanecería aquella noche en Málaga, y el desencanto visitó su rostro por un instante. Guardó silencio unos breves segundos y en un gesto que rozó la desfachatez me propuso ir a su casa a tomar una copa con él. Mi perplejidad me impidió dar una respuesta rápida, incluso estuvo dudando en si era lo correcto o no, pero guarde todos mis miedos en el cajón de la inconsciencia y le dije que sí, pues sabía que me arrepentiría toda la vida si me negaba a acompañarlo.
Tras conversar brevemente con sus amigos y despedirse de ellos, nos montamos en su coche y nos dirigimos a la vivienda que tenía alquilada en la periferia de la ciudad. A pesar de las buenas vibraciones que me daba el alemancito, un pellizco de pánico retorció mis tripas y, fugazmente, me visitaron miles de imágenes de películas de asesinos en series. Volví a mirar a Stephen, tenía cara de buena persona, era amable y además estaba cañón, por lo que pensé que cualquier parecido de Aníbal Lester con mi acompañante era pura coincidencia.
El lugar donde se alojaba era una especie de chalet de lujo en una urbanización perdida de la mano de Dios, circunstancia que no hizo más que acrecentar mis dudas sobre lo acertado o no de estar allí y lo último que necesitaba en aquel momento, era una calle poco iluminada y un interminable soportal.
Una vez dentro, el atractivo alemán me ofreció una copa, yo se le rehusé amablemente y sin darle tiempo a reaccionar me arrojé sobre él y lo besé. Él me respondió apretándome fuertemente entre sus brazos y acercando su cuerpo al mío, fue sentir la dureza de su entrepierna y mi verga comenzó a tomar vida.
Nos besamos y acariciamos, al tiempo que nos despojábamos de la ropa como si nos fuera la vida en ello, una vez nos quedamos solo con la ropa interior, Stephen dejo de besarme y se puso a observarme detenidamente, mientras morbosamente se mordía el labio. Súbitamente se desprendió de los diminutos slips que llevaba y yo hice otro tanto. Fue verlo completamente desnudo y con su miembro viril mirando al techo y creí que me faltaba la respiración.
Nos contemplamos mutuamente de arriba abajo y cuando nuestras miradas se cruzaron, nos regalamos una complaciente sonrisa. Cogió mi cara entre sus manos y posando su nariz sobre la mía me dijo:
—Erres muy gguapo.
Aunque nunca viene mal que a uno le alimenten el ego, me parecía imposible que un tío como él me dijera aquello pues nadie mejor que uno conoce sus virtudes, y sus defectos. Puede que a mis treinta y seis años siguiera teniendo un cuerpo musculado y se pudiera decir que era bastante atractivo, pero de ahí a guapo…
Él, por el contrario, poseía unos rasgos de singular belleza, donde se mezclaban lo refinado con lo rudo, era hermoso pero sin perder un ápice de masculinidad , y luego estaba su cuerpo sin una gota de grasa, sus anchos hombros, su pecho perfecto, unas muy bien trabajadas piernas y un erecto falo, el cual parecía agitarse bajo mi mirada.
Nos volvimos a fundir en otro beso, dejando que nuestras manos buscaran el sexo del otro, en el momento en que sus dedos tocaron mi pene y su rabo palpitó entre los míos como si tuviera vida propia, fue tal la excitación que me embargó, que al unísono un escalofrío recorrió mi médula.
De pronto, Stephen, se apartó de mí y sin mediar palabra me dejó solo en la habitación…Ante lo insólito de su gesto, la paranoia me visitó de nuevo. Mil estupideces sin sentido desfilaron por mi cerebro, hasta tal punto que mi excitada verga casi perdió por completo su vigor.
Unos minutos después, el alemán apareció con una caja en la mano y sin darme tiempo a preguntar nada, sacó su contenido al exterior: eran unos suspensorios negros. Con la mejor de sus sonrisas me pidió que me los pusiera, una vez los tuve colocado me hizo un gesto con la mano para que me diera la vuelta, por la expresión de su cara pude entender que le agradaba bastante como me quedaban.
Me abrazó por detrás apoyando su rígido miembro sobre mi zona lumbar, hice ademán de tocarme la churra y el me lo impidió diciendo: “Relax, relax”. A la vez que me enredaba con sus palabras, me indicó que me arrodillará sobre uno de los butacones de cuero blanco que había en el amplio salón.
Tras esto se agacho tras de mí y apartando mis nalgas suavemente con sus manos, chupó mi ano con una maestría que me hizo estremecer. Su lengua rasposa empapaba la rasurada hendidura, al mismo tiempo que sus dedos jugaban a traspasarla. La combinación de estímulos me hizo disfrutar como hacía tiempo que no lo hacía, Stephen al verme tan entregado prosiguió con la tarea, inculcando a sus dedos y a su boca toda la pasión de la que era capaz.
Volvió a parar en seco y abandonó la habitación de nuevo. En aquella ocasión la lujuria no me abandonó y, en cambio, la curiosidad vino a visitarme. ¡Me moría de ganas por saber que había ido a buscar!
Un escaso minuto después regresaba con una caja de preservativos y, lo que parecía ser, un bote de gel lubricante. Sin mediar palabra, extrajo un poco de crema y me la untó en el ano. Meticulosamente fue dilatando el estrecho agujero, puso tanto mimo en sus dedos que no sentí dolor en ningún momento, solo placer, un increíble y desorbitado placer. Una vez consideró que estaba preparado, desenvolvió un preservativo y envolvió su oscuro pene con él.
Al principio lo paseó de manera juguetona por la raja de mis glúteos, después colocó su tieso carajo sobre el dilatado orificio y comenzó a penetrarme en la medida que mi cuerpo se lo permitía. Una vez mi ano se adaptó a su falo, sus caderas comenzaron a danzar tras de mí. Extasiado por el salvaje “mete y saca” me deje llevar y doblegué mi voluntad a la pasión del momento.
Una de las veces que me incorporé en el sofá, al levantar la vista comprobé algo que me dejo petrificado: no estábamos solos. Ignoraba cuanto tiempo llevaban allí, pero a nuestra izquierda se encontraban sus cuatro amigos, quienes observaban entusiasmado como Stephen entraba y salía de mí.
El mundo se me vino encima de repente pues me quede sin saber que decir ni que hacer, mi primera reacción fue zafarme de Stephen, pero sus manos se aferraron con más fuerza a mi cintura, como si no le importara lo más absoluto la presencia de sus compañeros, es más, juraría que puso más pasión a sus movimientos, en un claro intento de lucirse ante ellos.
Intenté asimilar lo que pasaba y buscar una respuesta a lo que estaba sucediendo, pero los nervios y la increíble follada que me estaban metiendo me impedía pensar con claridad, tenía la extraña sensación de que aquel suceso no me estaba ocurriendo a mí, sino a otra persona.
La perplejidad hizo que la pasión abandonara mi cuerpo por completo y aunque Stephen seguía cabalgándome con ímpetu, mi mente era capaz de asimilar el placer que aquello me proporcionaba y solo padecía el dolor de sentirme ultrajado. Aunque sabía que con un leve esfuerzo me podría librar del tipo que tenía tras de mí, incomprensiblemente adopté la actitud pasiva de verlas venir.
Levanté la cabeza y clavé mi mirada en los cuatro alemanes, ver como de manera descarada se magreaban el paquete por encima del pantalón, despertó en mí extrañas sensaciones, pues aunque la razón me pedía salir huyendo de allí, la lujuria me impedía moverme y comenzaba a elucubrar posibles finales para aquella noche.
Al mismo tiempo que mis calenturientos pensamientos despertaron al pájaro de mi entrepierna, uno de los hombres, tomando la iniciativa, avanzó hacia mí. El tipo, al que a falta de un nombre real llamaré Olaf, rondaba los cuarenta y pocos años, era ancho de espaldas y llevaba con mucha dignidad una pequeña barriga de la felicidad. Sus ojos azules y su cabello claro no mermaban su halo de masculinidad y sus rasgos rezumaban virilidad por todos lados.
Sin darme tiempo a reaccionar se colocó ante mí, junto al respaldo del sofá sobre el que estaba arrodillado, pasó los dedos por mi espalda hasta llegar a mi ano, de manera descarada comprobó cuanto del rabo de su amigo estaba entrando en mí y sonriendo maliciosamente se agarró morbosamente el paquete. Mi mirada volvió a recorrer su cuerpo de arriba abajo, buscando no sé qué cosa. Sin pronunciar palabra se desabrochó el pantalón, bajo la cremallera y liberó a su polla de su cautiverio. Esta, pese a estar todavía “morcillona”, presentaba un tamaño respetable. Me cogió por la barbilla y me la incrustó en los morros. A pesar de su sabor agradable y de lo increíble que era sentir como crecía entre mis labios, la situación no terminaba de gustarme del todo, pues mientras Stephen horadaba mis entrañas y Olaf se beneficiaba de mi boca, yo era incapaz de borrar de mi mente la imagen de los tres maduros sobándose la entrepierna y de que más pronto que tarde querrían su trozo del pastel. Aquello olía a encerrona por todos lados y todo el mundo parecía tener claro cuál era su papel en aquella película menos yo, incapaz de tomar las riendas del momento, hice lo que hago siempre: deje que las cosas se solucionaran ellas solas.
Olaf me quitó su manubrio de la boca y profirió algo a Stephen en alemán, las incomprensibles palabras no hicieron más que aumentar mi desconcierto, un instante después sentí como el mástil de Stephen salía de mi interior y su lugar era ocupado por Olaf, quien tras envolver su polla en un preservativo y lubricarla concienzudamente con crema, me la metió de golpe y porrazo. Pese a que me encontraba dilatado por la increíble cabalgada que me estaban propinando, el salvaje gesto del madurito me molestó un poco pero estaba tan nervioso que lo que menos me preocupaba era el dolor. Una vez mis esfínteres se adaptaron a la nueva polla (algo más gruesa que la anterior), comencé a disfrutar del movimiento de sus caderas sobre mí, doblegué mi cuerpo de manera sumisa ante el robusto alemán y me deje hacer. Pues aunque había una parte de mí que quería salir corriendo de allí, otra parte de mí quería quedarse y aprovechar el momento, y mientras que se ponían de acuerdo deje que el carajo de Olaf entrara y saliera de mí, al tiempo que me proporcionaba un placer inmenso.
Una de las veces que levanté la cabeza, constaté que junto a mí tenía a otro de los alemanes masajeándose el rabo por encima del pantalón. Bajo el vaquero se vislumbraba un bulto inmenso que estaba gritando que lo acariciaran, sopesé los pro y los contra durante un breve instante y dejándome llevar por mis más bajos instintos me abalancé sobre la morbosa prominencia, tras acariciarla levemente con los dedos, la acerqué a mi cara y di unos tímidos y pequeños bocaditos sobre la tela.
El tipo, al que llamare Eric, sacó la banana de su envoltorio de tela y me la introdujo en la boca, fue sentir el calor de glande entre mis labios y el desenfreno se apoderó de mí, envolví aquel palote de carne con mis babas y me lo tragué como si me fuera la vida en ello. El aparato de Eric era de tamaño “estándar”, más poseía unas prominentes venas sobre la piel que me volvían loco, tanto que a la vez que lo devoraba me entretenía en jugar con mi lengua entre los surcos de los pequeños canalillos.
Llegado a aquel punto, comprendí que el raciocinio había perdido su batalla y me rendí ante la situación. Dos machos fornidos entrando y saliendo de mi cuerpo al unísono, era más de lo que podía desear. Observe a Eric, sin dejar de mamar su caliente falo, era bastante guapo, rondaría los cuarenta y muchos pero muy bien llevados, su ancha espaldas y sus prominentes pectorales daban un toque de obrero de la construcción a su refinado aspecto, lo cual puso a mi lívido por las nubes.
Se desprendió del polo amarillo que llevaba y unas grandes y peludas tetas quedaron al descubierto, aquella visión me calentó tanto que me tragué el nabo de Eric hasta la base y encorvé la espalda un poco hacia delante, para facilitar, aún más, la entrada del cipote de Olaf en mi recto.
Se bajó el pantalón por completo, sacó su tronco de mi boca y, sin darme tiempo a reaccionar, se dio la vuelta y me hundió su velludo culo en la cara, incitándome a que le hundiera la lengua en él. Llegados a aquel punto, a mí me daba igual todo e incorporándome como pude aparte aquellos peludos glúteos y deje que mi boca se uniera al enmarañado orificio. Tanto más salvaje era las embestidas que Olaf propinaba en mi retaguardia, más pasión inculcaba yo a aquel beso negro.
De buenas a primera sentí como un falo duro como una piedra golpeaba suavemente mi cara, se trataba del más delgado de todos y el que parecía más joven, unos cuarenta como mucho y a quien a falta de un nombre mejor llamare Agust. Mire de reojo aquel mástil que “aldabonaba” mi mejilla, era delgado y muy largo. Sin dejar de mordisquea y lamer el culo de Eric acaricié el pene del recién llegado de la cabeza hasta el tronco. Mis caricias tuvieron en él un efecto devastador, pues se estremeció de un modo que creí que iba a correrse (Algo que afortunadamente no ocurrió).
En un instante determinado Olaf le comentó algo, me quitó suavemente la mano de su instrumento viril y del mismo modo que se acercó a mí, se alejó. Yo me olvidé de él y volví a hundir la cara en el inmenso trasero de Eric, de nuevo deje de ser consciente de todo lo que pasaba a mí alrededor y me sumergí en disfrutar al máximo del momento.
De improviso sentí como el cipote de Olaf deja de entrar y salir de mi cuerpo, para ser sustituido por otro tipo de bombeo, saqué la cabeza de las nalgas de Eric y me volví levemente, quien me penetraba en aquel momento era August, quien me sonrío afectuosamente en un claro gesto de complicidad.
Al volver a mi posición inicial, compruebo que ya no tenía mi alcance el rico y peludo agujero y, en su lugar, ante mi cara se blandían dos apetitosos nabos, eran los de Eric y Olaf, sin pensármelo lo más mínimo simultanee las caricias de mi boca entre los dos apetitosos falos, puse tanta entusiasmo en ello que los hombres no pudieron reprimir gemir de satisfacción. Levanté la vista en busca de gesto de pasión entre ellos y hallé algo bien distinto, no había ninguna complicidad entre ellos y se limitaban a estar muy pegado el uno al otro para facilitar el acceso de mi cabeza a su entrepierna.
Aquel gesto me hizo comprender que aquello no era una orgia en toda regla, sino una especie de todos contra uno. No sé porque me sentí alagado y aunque el ano me comenzaba a doler un poco de tanto trajín, deseé que aquello no acabara nunca.
Mientras envolvía con mi boca, del tronco a la cabeza, el cipote de Olaf, alguien de un modo que se me antoja brusco, apartó a Eric y ocupó su lugar, sin dejar de chupar el vigoroso miembro me dispuse a acariciar la polla del recién llegado, sin ni siquiera levantar la vista, más fue estrujarla entre mis dedos y la sorpresa me obligó a interrumpir la mamada y a observar lo que acababa de tocar. Ante mí tenía el carajo más grande y gordo que había visto en mi vida, ancho y con un glande que gritaba en silencio: “¡Cómeme!”. Alcé la vista intentando descubrir al dueño de aquella bestialidad, quien no era otro que el mal encarado de Schindler, el individuo respondió a mi mirada con una sonrisa de “chico malo” de lo más morbosa, apreté aquel enorme falo entre mis dedos, y sin más dilación me lo introduje en la boca.
Me olvidé por completo de Olaf y concentré todos mis sentidos en disfrutar y hacer gozar al dueño de aquel gran carajo. Tuve que abrir la boca al máximo para no dañarlo con los dientes, aunque intente tragarlo en toda su magnitud, mi campanilla me recordaba cual era mis límites y una sensación de ahogo me visitó todas y cada una de las veces que intenté hacerlo. Paseaba mi lengua de arriba abajo, apretaba los huevos suavemente, chupaba el escroto… Estaba tan fuera de mí, que ni presté atención a como los tipos iban alternando sus folladas en mi culo y solo me limité a disfrutar del momento del mejor modo que sabía…
Lo único que recuerdo es que sentía mi agujero súper dilatado y que las quijadas me dolían de apretar el carajo de Schindler, pero mi mente y mi cuerpo seguía doblegadas al placer y su hambre de sexo parecía no tener límite.
Ver como el tipo retiraba su monstruo de mi boca, me hizo presagiar lo peor y lo primero que pensé fue: “¡Mariano, eso no entra ni de coña!”. Cuando el individuo se colocó a mi retaguardia y empezó a acariciar mi trasero, una sensación de pánico me invadió, hasta aquel momento todo había ido miel sobre hojuelas y parecía que daba comienzo el momento de calvario.
Volví la mirada hacia atrás para encontrarme con el rostro huraño del cincuentón germano, quien a pesar de la arrogancia que transmitía me comenzó a resultar bastante atractivo (creo que a ello ayudo mucho lo que tenía entre medio de las piernas) pues emanaba masculinidad por todos sus poros, ver como se desprendía de la transpirada camisa y la echaba un lado, dejando al descubierto un voluminoso y peludo pecho y una destacada tripa consiguió que me excitara, tanto que a pesar del temor que sentía ante el hecho de que me taladrara, no pude evitar que mi pene vibrara bajo el suspensorio.
Schindler cubrió su erecto mástil con una goma y lo empapó de lubricante de arriba abajo, jugueteó con sus dedos en mi orificio anal y comenzó un suave mete y saca, primero un dedo, luego dos e incluso lo intentó con tres, pero su rudeza en vez de mi placer solo consiguió que brotara de mis labios un gemido de dolor.
Acto seguido comenzó a pasear su plastificada polla por la parte central de mis glúteos e intentó que mi dilatado recto se adaptará a su tamaño, pero sin éxito. Tras varios intentos infructuosos gritó algo en un tono tan enérgico y crudo, que sentí como mi verga perdía su vigor casi de manera automática.
Stephen abandonó la sala, supuse que para buscar algo. En su ausencia, el tiempo pareció detenerse Olaf, Eric y Agust dejaron de masturbarse y cuando mi mirada chocó con la del tipo detrás de mí, un escalofrío recorrió mi espalda. Si pensaba que en su estado normal el tipo tenía cara de pocos amigos, fue verlo con aquel gesto enfadado e incapaz de salirse con la suya y una sensación de impotente desamparo me visitó.
Un escaso minuto después el morenito regresó, de donde fuera que hubiera ido, trayendo con él un botecito de cristal que parecía Popper el cual dio a Schindler, quien al verlo sonrió maliciosamente. El cincuentón, sin preguntar mi opinión, agarró suavemente mi cabeza y poniendo el recipiente debajo de la nariz me hizo esnifar. Aquella modalidad era distinta a la que había probado en otras ocasiones, un poco más fuerte quizás, sentí como mis sentidos se elevaban de sobremanera, me entró de repente un enorme apetito de sexo y sin meditar las consecuencias, busque el inmenso pollón y lo coloque en la entrada de mi ano. El germano a ver mi predisposición aprovechó para ir introduciendo, poco a poco, aquella bestia de la naturaleza en mi interior.
A pesar de la química y lo excitante del ambiente, he de reconocer que le costó lo suyo meterla, sentir aquel enorme cipote deslizarse por mis esfínter fue al principio más doloroso que placentero. Mi cuerpo fue dejando pasar aquel tremendo misil y progresivamente fue derribando todas mis defensas, cuanta más porción de aquella verga horadaba mi interior, más empujaba Schindler su pelvis contra mis glúteos. Hubo un momento que sentí una punzada tan tremenda que creí que me iba a reventar por dentro, más aquel suplicio dio paso a una sensación plena de satisfacción y deseé que aquello no tuviera fin.
Tras unos breves, pero intensos minutos destrozando mis entrañas, oí como el cincuentón profería algo entre dientes, sacaba salvajemente su miembro de mí y se quitaba el condón. Un grito ininteligible salió de sus labios, al tiempo que percibí como algo pegajoso y caliente empapaba mis glúteos. Giré la cabeza para observar a mi follador y una luz de satisfacción brillaba en sus ojos, al tropezar su mirada con la mía, me guiñó un ojo y me sonrió pícaramente.
Intenté incorporarme pero me lo impidió amablemente, hizo una indicación a sus amigos y estos fueron acercándose uno a uno a mi retaguardia, pensé que iban a volver a turnarse para penetrarme pero en cambio lo que hicieron fue masturbarse y, como si se tratara de una especie de ritual pagano, comenzaron a eyacular uno tras otro sobre mi espalda, mi zona lumbar y mis glúteos. El último en alcanzar el orgasmo fue Stephen, quien demostró ser todo un toro pues su corrida parecía no tener fin, alargué mi mano hacia su miembro y lo apreté entre mis dedos, como si tratará con ello de sacar hasta la última gota de leche.
Una vez vaciado el contenido de sus huevos sobre mí, el tiempo pareció detenerse por unos instantes, un completo silencio se hizo entre los seis y como si al unísono hubiéramos sido consecuente con lo sucedido allí, intercambiamos miradas de complicidad y nos reímos a mandíbula batiente.
Constaté con mis dedos que estaba completamente pringado de semen, así que pregunté a Stephen donde se encontraba la ducha, tras seguir sus indicaciones me dispuse a limpiar mi cuerpo de toda huella que hubiera podido dejar en mí la improvisada orgia.
No había ni comenzado a enjabonarme cuando Stephen entró en el baño y me preguntó:
—Are you O.K?
—Yes —sonreí ampliamente, en un claro intento de que mi respuesta sonara amablemente y contundente.
El treintañero me explicó a continuación todos los pormenores que nos habían llevado allí, me contó que cuando me vieron en el bar les gusté a todos pero al verme tan tímido pensaron que no tenía ninguna posibilidad, salvo cuando comencé a flirtear con él. Él me siguió a la puerta con la única intención de que me quedara con ellos y así poder preparar el terreno, pero cuando supo que solo estaría aquella noche en Málaga, decidió jugárselo todo a una carta.
Al ser consciente de cómo había caído en su trampa baje la mirada apesadumbrado.
—¿Qué te ocurre? ¿A qué esa cara? —me pregunto en un casi correcto inglés.
—Es que he pasado un poco de miedo.
—Si no hubieras querido, no habría pasado nada y quien hubiera salido perdiendo sería yo, que no podría haber gozado de ti —y tras decir esto se metió en la ducha y empezó a enjabonarme la espalda.
Con el tintineo de sus dulces palabras en mis oídos, me deje envolver por sus manos las cuales poco a poco cubrieron de espuma mi espalda, mi pecho, mis genitales… Sus manos se acomodaron sobre mi pelvis, paralelo a sus dedos mi pene se erguía cual mástil, apretó mis ingles suavemente al tiempo que pegaba su entrepierna a mis glúteos, acarició delicadamente mis piernas y comenzó a frotar su cuerpo contra el mío.
Nos fundimos en un burbujeante beso, su lengua se entrelazaba con la mía en una especie de apasionado zigzag y sus manos se afianzaron en mi cintura. Poco a poco una de sus manos se aferró a mi churra fuertemente, la violencia con la que la agarraba contrastaba con la ternura de su beso.
De repente, abrió el grifo de la ducha, mientas una artificiosa lluvia de agua caliente nos envolvió, alargué una de mis manos a su entrepierna y pude comprobar que el alemán era hombre de un solo tiempo, pues la dureza había abandonado por completo su miembro viril.
Una vez todo resquicio de jabón y de esperma había desaparecido de mi cuerpo, mi acompañante me pidió que me girara hacia él, una vez lo hice se agachó ante mí y lanzándome una mirada picara se metió mi polla en la boca.
No sé si porque, después de lo sucedido, tenía la sensibilidad a flor de piel o porque realmente el tío era un genio, pero tuve la sensación de que me estaban haciendo la mejor mamada de mi vida, pues no solo se la tragó entera hasta la base sino que una vez allí comenzó a inculcarle a sus labios un ritmo vertiginoso. Tan caliente como estaba, fui incapaz de contenerme mucho tiempo, mientras un largo chorro de leche salía de mi verga, Stephen apretaba mis huevos como si tratara de exprimir el contenido de estos.
Stephen se incorporó, a pesar de la barrera del idioma (me cuesta trabajo pensar en inglés) me sentí unido por un momento a aquel hombre, quien me cogió la barbilla y afectuosamente me besó.
Tras limpiar mis genitales del pegajoso semen, nos secamos y volvimos al salón donde sus amigos nos esperaban vestido. Como si no hubiera pasado nada entre nosotros, se presentaron educadamente uno a uno, yo estaba tan avergonzado interiormente que ni escuché sus nombres y me limite a darles la mano, acompañada de una forzada sonrisa. Era la primera vez que alguien se me presentaba después de tener sexo con él y si a eso le sumamos el añadido de que eran cuatros, yo estaba que alucinaba en colores.
Tras diez minutos de forzada charla, Stephen se ofreció a llevarme al hotel, sin pensármelo acepté su invitación y me despedí vertiginosamente de los otros cuatro.
De regreso al centro de Málaga, un pensamiento estúpido visito mi mente: “Si el de la polla enorme es Schindler, esta noche mi boca y mi culo han pasado lista a él y a sus amigos. ¿Sería este tipo de lista la que tenía Spielberg en mente cuándo rodó su película?”. Sonreí para mis adentros y giré la cabeza para contemplar a Stephen, era uno de los hombres más guapos de los que había disfrutado y parecía buena persona: el mejor amante que se pueda desear.
Una vez en la puerta el hotel me despedí de él con un beso largo, sin importarme en absoluto que alguien nos pudiera ver. Al recoger la llave, el recepcionista me observó de una manera extraña como si me juzgara, le devolví una mirada desafiante y él incapaz de mantener el pulso, se despidió de mí con una falsa sonrisa.
Al entrar en la habitación constate que Juan José no había regresado, me quité la ropa y me tendí en la cama inexorablemente se vino a mi recuerdo la canción de Sabina, esa que dice “desde un hotel de lujo, con dos camas vacías”. Respiré profundo intentado asimilar todas y cada una de las cosas que me habían pasado aquella noche y aunque no fuera una historia que pudiera contar a los nietos que nunca tendré, era algo que no olvidaría jamás.
No sé cuánto tiempo pasé mirando al techo, hasta que me sacó de mis fervientes pensamientos el girar del pasamano de la puerta, tras la cual apareció un agitado y casi enfadado JJ, quien sin decir ni hola me dijo:
—¡Tío, es la última vez que vengo a Málaga, he echado el peor polvo de mi vida!
Lo mire en silencio y decidí que otro día le contaría lo que me había sucedido aquella noche.
En dos viernes volveré con “Celebrando la derrota.”
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