La librería

Un encuentro entre libros.

Andaba desnudo por las noches frías, esperando que un roce con las paredes, me devolviese la ternura de una caricia.

Vivía apartado del mundo en un barrio de una mediana ciudad del norte de mi país. Tenía un trabajo de traductor de libros de francés que me daba lo suficiente para comer, pagar mi manutención y hacer un viaje a París cada año.

Soy un tipo normal con aspecto normal, que me dejo llevar por la rutina de una ciudad anclada en las tradiciones religiosas y la política mediocre.

Tenía dos amigos que dejaron un vacío en mis profundidades al marcarse a vivir al extranjero. Un vacío que no se había llenado con el paso del tiempo. Unos años después conocí a una chica de pueblo que vino a la ciudad con el propósito de estudiar Filología. Quería mejorar su francés, y apareció por mi casa una triste mañana de otoño a eso de las 12. Entre verbos irregulares y tazas de café ocupó el espacio de las ausencias, y me devolvió la sonrisa perdida. Fueron unos años de felicidad con fecha de caducidad. No tengo aún curada la herida para escribir con serenidad sobre lo que ocurrió, así que esquivaré el asunto diciendo que murió repentinamente.

Después de haber probado la calidez de un cuerpo femenino en las mañanas de los días lluviosos, después de haberlo aprendido de memoria a base de escudriñar cada fragmento de piel, nada parece de este mundo cuando miras y no lo encuentras a tu lado.

Mis desdicha me arrastró al mundo de los libros. Encontré consuelo en la lectura, y cual droga que inhibe los enlaces de las neuronas, desconecté todo contacto con los seres humanos.

Así estuve varios años perdido en mi gruta. Me mandaban los libros en francés, los traducía y los devolvía. Entre tanto compraba los libros a decenas en una librería cercana a mi apartamento, y los devoraba con el mismo apetito que un cuto devora las bellotas.

Así hasta que una tarde ventosa y desagradable de Noviembre, en la puerta de mi lugar de abastecimiento, me topé al entrar con una mujer de cabellos largos, piel de marfil y mirada etérea.

No sé que me hizo seguirla entre las estanterías de poetas y los manuales de física, pero me pegue a ella como una sanguijuela a su presa. Al llegar a los autores sudamericanos se paró. Estuve unos instantes acechando su elección, hasta que se diluyo en mi cerebro convirtiéndose en el libro más atractivo de cuantos había tenido la oportunidad de conocer.

¿Perdón, le puedo ayudar? -Le pregunté sin pensar.

Sí, estoy buscando “El elogio de la madrastra” de Mario Vargas Llosa.

Y me vinieron a la memoria el Decamerón de Bocaccio, Fanny Hill, de John Cleland, y Memorias de una cantante alemana, de Wilhelmine Shroeder-Devrient. El marqués de Sade, la historia de Justine. De Restif de la Bretonne, El pie de Mignonne. Bataille La historia del ojo de Bataille. Sacher- Masoch y La Venus de las pieles. Los trópicos de Miller, el de Capricornio y el de Cáncer. El cuaderno negro, de Lawrence Durrell. Entre otros.

Todos habían calmado mi deseo de follar, pero ahora era distinto, mi polla empezó a bombear sangre. Empezó a abrirse paso entre la tela del pantalón vaquero hasta encontrar un espacio libre y seguir aumentando de tamaño. El roce con las costuras del pantalón intensificaban el placer que sentía.

La tomaría allí mismo.

Apartando los libros de saldos de las mesas para hacer hueco a nuestros cuerpos. La besé con un beso profundo. Busqué sus glúteos a través de su falda, y restregando mi polla en el empiece de su pubis, sin tiempo para pensar sobé sus pechos con fuerza. La despojé de sus ropas hasta encontrar sus pezones, chuparlos, morderlos.

Mi mano debajo de su falda, acariciando sus muslos, apartando sus bragas y separando sus labios hasta encontrar la entrada de su vagina. Introduje mis dedos hasta lo más profundo de su ser para sacarlos, y degustar sus fluidos más íntimos.

La levanté hasta que su sexo rozó mi polla. Me agarró con sus piernas cual mantis religiosa antes de devorar a su macho. Entonces busqué su ano con mi dedo, y lo empujé hasta que desapareció por completo. Introduje los otros dedos en su sexo hasta que note sus dientes cerca de mi cuello.

La llevé a la mesa y le saque las bragas. Me despoje de mis ropas y escupí saliva a mi capullo hasta que reflejó la luz de entre los libros.

Follame, follame hasta que pierda el sentido. -Me dijo.

Me abría las piernas, me enseñaba sus labios y su ano limpio de obstáculos. Su mirada puesta en la mía, su placer caía de entre sus dos labios en forma de brillo salado.

Movía su cintura, alzando su culo y acercándolo a mi sexo. Lo agarré en uno de sus movimientos hasta que mi boca encajo en su abertura. Comencé a pasar mi lengua por su ano a la vez que mis dedos le penetraban sin piedad.

Gemía con la mirada tapada por los libros. Aumenté la velocidad de mis dedos mientras se retorcía de placer. Dos de mis dedos se metieron en su agujero más pequeño.

Nadie la había sodomizado, pero ella no dijo nada cuando el tercer dedo se hizo camino, penetrándola con fuerza.

Le agarré sus labios menores con mis dientes. La tenía sujeta, y pensé que había llegado demasiado lejos, pero en ese instante ella cambió de posición, se puso de cuatro patas, y me ofreció su dilatado ano.

Metemela fuerte, hasta que no pueda más. -Me grito con una voz entrecortada por el placer.

Ni en mis lecturas más audaces había encontrado ese sublime momento ¿Qué libro supera la emoción de un instante antes de cumplir un deseo, minutos antes no pensado, horas antes ni imaginado, años antes ni soñado?

Me detuve unos instantes a saborear la visión de su ano y su sexo, apoyada sobre sus codos, con la inclinación justa para ser sodomizada.

Me acerqué con mi boca, saqué mi lengua para recoger sus jugos vaginales para depositarlos con mi saliva en su agujero y lubricarlo.

Ella esperaba paciente, rendida ya a mi voluntad pero disfrutando de cada caricia, cada beso esperando que leer en alguna parte de su memoria el placer de ser enculada.

Me subí a la mesa hasta rozar con mi polla sus muslos, retiré sus glúteos a ambos lados hasta dejar a la vista el pequeño ano. Escupí de nuevo mi capullo, y comencé a meter la punta de mi polla despacio. Ella se quejó pero eso me excitó más. Me centre en su clítoris a medida que iba introduciendo cada centímetro de mi miembro.

En ese momento ella se giró, y pidió con su mirada que parase, pero era tarde. El frenesí de saber que quedaba el último empujón, hizo que diese un golpe seco a mis caderas, y mi pubis chocase con sus glúteos.

Un sonido seco salió de lo más profundo de su ser, y fue amortiguado por la estantería de los libros de acústica. La agarré del pelo hasta que nuestros labios se juntaron. La besé y mordí su labio con delicadeza.

Voy hacer que te corras de una forma que nunca antes has experimentado. Le susurré al oído.

No me dijo nada, se apoyó con los codos, y esperó a que me moviese.

La agarré de los hombros, y empecé a mover mis caderas observando como desaparecía mi polla entre sus glúteos. Lo hacia sin prisas pero sin pausa aumentando las fuerzas de mis embestidas acompasándolo con el ritmo de sus gemidos.

No tardo en correrse, dio un grito agudo y seco seguido de varios más duraderos y suaves. Me moví con fuerza, noté como mi saliva había dejado de lubricar su agujero, su roce era ahora más pronuciado. Justo antes de que se extinguieran sus gemidos exploté en su interior , sin fuerzas para mantenerme de rodillas, me deje caer sobre su cuerpo resbaladizo y las caras juntas como juncos rodeados por un mar de hojas de papel.

Nos quedamos tan inmóviles que parecíamos dos libros más a la espera de que un comprador se fijase en nosotros.

Salí despacio de su interior, y antes de tocar con las puntas de mis dedos el suelo el dueño de la librería, un señor de unos 60 años, me acercó la ropa mirándome y sonriéndome.

Ella se escondió entre una columna, se vistió y desapareció entre los libros de cocina.

Le pagaré los libros que hemos roto. -Le dije al dueño.

No hace falta, después de esto, estoy pensando en poner un sofá cama y hacer lo mismo con mi mujer, no estoy para hacer equilibrios sobre una mesa. -Me dijo con cara de acabar de haber presenciado un milagro.

Al salir a la calle busqué con la mirada su cabellos con la esperanza de encontrarla y darle su libro de Mario Vargas Llosa. No había rastro de ella, así que caminé de vuelta a casa sin dejar de pensar en aquel culo suave y redondo.

Al llegar a casa me invadió un sentimiento de pérdida que no había tenido desde que murió mi mujer. Me senté, cogí unas hojas de papel y un boli y empecé a escribir.