La leyenda del muchacho violinista
En un lugar llamado Asharraf, dicen que el Gran Califa Mossul mantiene a un joven encerrado en la torre más alta del palacio. Es Tareq, el muchacho violinista que protagoniza la leyenda más pasional jamás conocida.
El muchacho se llamaba Tareq, y nadie era capaz de adivinar cuál era su edad. El califa Mossul lo mantenía oculto en la torre más alta del palacio, pero no como a un prisionero, sino más bien como a un objeto codiciado, como un trofeo o una joya que pudiera ser arrebatada por cualquier enemigo.
El joven Tareq había sido conminado a aquella torre cuando apenas tenía cinco o seis años, justo cuando Mossul se dio cuenta del talento precoz y antinatural que el niño mostraba cuando se hacía acompañar de un violín. Convencido de que era casi una deidad, el propio califa lo llevó una tarde escaleras arriba, y desde entonces el joven había permanecido en aquel cuarto luminoso y ventilado en lo alto del palacio.
Eran muy escasos los ojos que habían tenido el enorme placer de volverle a ver tras aquella tarde. Ni siquiera los siervos del califa que se encargaban de alimentarle tenían permiso para entablar contacto visual con Tareq.
Por el día y por la noche eran numerosas las ocasiones en que el cielo se abría sobre la población de Asharraf, y le prestaba aquel dulce y celestial sonido proveniente del violín del muchacho. La acústica de aquella torre permitía que la melodía de su instrumento se propagara más allá de los lindes del pueblo, incluso a través de los bosques. Y en noches de luna oculta, cuando el silencio era tan profundo que llegaba a dañar, Tareq se mostraba melancólico y conseguía que su música llegra a oírse en decenas de millas a la redonda...
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Aquella mañana el muchacho le oyó llegar. La noche anterior había sido una de aquellas en que no había dejado de sonar su violín hasta altas horas de la madrugada. Ahora estaba apoyado en el alféizar de la ventana, con el Sol recortando su figura desnuda en un contraluz casi mitológico.
Mossul era un hombre corpulento, siempre recubierto de alhajas y sedas que ocultaban su orondo cuerpo hasta el punto de dejar únicamente a la vista su barbudo rostro. Nada más entrar en el cuarto, cerró la puerta y echó la llave con la avaricia de quien oculta un tesoro de las miradas codiciosas. Esa llave siempre le acompañaba, día y noche, temeroso de que alguien pudiera acceder a su trofeo cuasi divino.
-Creí que estarías durmiendo, muchacho -le dijo sin moverse de la puerta-. Anoche acariciaste mis oídos hasta bien entrada la madrugada.
-No me siento agotado, mi señor. Simplemente estoy algo nervioso.
-¿Es por la visita de esta tarde? ¿Hay algo que te preocupe? -el califa empezó a avanzar de un modo casi temeroso. Uno de los pies de Tareq colgaba y se balanceaba en la parte interior de la habitación, mientras el otro seguía en alto, apoyado en el marco de la ventana. Su sexo descansaba sobre una finísima mata de vello negro, y su respiración levemente agitada le hacía contraer el estómago con cada exhalación. Los ojos del joven seguían perdidos en la inmesidad del boscoso horizonte.
-No estoy preocupado, amo, sólo algo alterado -Tareq volvió la vista hacia Mossul, pero no le miró a los ojos; casi nunca lo hacía, pues en el fondo se consideraba un esclavo-. Hace años que vos sois la única persona con la que trato. Me asusta no estar a la altura de vuestro invitado.
El califa había tenido tiempo de recorrer la estancia y llegar hasta el jovencito humilde y temeroso. Plantó una de sus manos en la rodilla elevada del muchacho, y enseguida la recorrió muslo abajo hasta alcanzar su pene dormido. Tan solo lo acarició, enredó sus dedos gruesos entre aquel vello poco espeso y desenredado como si fuera peinado cada mañana.
-No te subestimes, muchacho. Te aseguro que el coronel Morlack debe estar más nervioso aún que tú en estos momentos. Al fin y al cabo, es él quien va a tener el privilegio de comprobar que la leyenda es cierta.
-Pero es que con vos es sencillo, señor... Todo es sencillo. ¿Qué sucede si no soy capaz de corresponder a la leyenda que vos habéis creado para mí? Me aterra decepcionaros, mi amo, haceros quedar mal con vuestro amigo. Nada me dolería más que eso.
Tareq había ido despojando a Mossul de algunas de las incontables sedas con las que éste vestía. Sus dos pies estaban ya plantados sobre el suelo, y pronto lo estuvieron también sus rodillas.
-Necesito que me hagáis vuestro una vez más, mi señor. Estoy seguro de que eso me reconfortaría -no bien lo estaba diciendo el muchacho cuando ya buscaba entre las suaves telas hasta dar con el sexo erguido y vibrante del califa.
-¿No te relajaría seguir fiel a la leyenda, practicar un poco más antes de la actuación de esta tarde? -Mossul le cogió de la barbilla y movió su cara en dirección al altar donde reposaba el violín del chico.
-Si no os importa, prefiero reservar mis dedos para después, amo. Ahora sólo ardo en deseos de teneros dentro de mí -dicho lo cual abrió la boca cuanto pudo y albergó en ella el instrumento con el que el califa le había abierto las puertas de la sexualidad muchos años atrás.
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Tareq había sido vestido para la ocasión especial de aquella tarde. Una suavísima túnica de color azul pálido le cubría desde los hombros hasta las rodillas, y se le sujetaba a la altura de las caderas por un cinto bordado con esmeraldas brillantes.
Su sexo estaba completamente enhiesto, duro y en guardia como nunca antes. Le avergonzaba pensar que el califa pudiera darse cuenta de su estado y sentir cierto enojo por darse en aquellas circunstancias, al recibir a un tercero. De espaldas a la puerta, lanzaba al aire las melodías más bellas que su mente había ido creando con los años. Raspaba el violín como si fuera una extensión de su propio cuerpo.
No dejó de tocar, pese al sonido evidente de la puerta abriéndose. Sólo se detuvo cuando escuchó la voz del califa pidiéndole que lo hiciera. Entonces Tareq apoyó el violín contra la pared y se giró al tiempo que hacía una especie de respetusosa reverencia hacia el amo y su invitado.
En realidad lo único que pretendía era ocultar una erección que debido al tipo de tela y a su color, no sólo era muy visible, sino que también le había provocado pequeños cercos de humedad encharcando el azul pálido y sedoso de la túnica. Tareq llevó la reverencia al límite, y acabó con las rodillas en el suelo, y su nariz a escasos centímetros del mismo. Incluso podía oler el barro en las botas del coronel.
-Siempre a vuestros pies, amo, y esta tarde también a los de vuestro invitado.
-¡Cielo Santo! -rugió Morlack desde más abajo de su mostacho dorado-. Eres infinitamente más bello de lo que cuenta la leyenda. Es fácil comprender por qué lo tienes aquí oculto, Gran Califa.
-¡Alza la vista, muchacho! -espetó Mossul con una sonrisa de satisfacción ante la admiración que despertaba su trofeo en todo un coronel que había invadido ciudades enteras, y había poseído a quien quiso en todo momento; Tareq elevó la cara hacia arriba, justo cuando el invitado del califa avanzaba un pequeño paso y se plantaba frente a él-. No dejes que las palabras de este hombre te intimiden.
-Perversamente bello... -musitó el coronel mientras acariciaba el rostro del muchacho con unos dedos rugosos curtidos en mil batallas-. Debo haber sido un excelente soldado, Califa, para tener el privilegio que me brindas esta tarde.
-El mejor que he tenido nunca, Morlack. Tú me has llevado hasta aquí, y creo justo compartir mi mayor tesoro contigo.
El general era un hombre alto y corpulento, pero de un modo distinto a Mossul. Tenía las espaldas anchas e imponentes, acentuadas por el uniforme militar y los galones que colgaban de su pecho. Su cabeza era más cuadrada que redonda, y su frondoso bigote rubio le daba un aire juvenil que contrastaba con las muchas arrugas de su curtido rostro.
-Supongo que estarás exhausto y querrás ponerte más cómodo, amigo mío -le dijo el califa a Morlack-. Seguro que mi chico estará encantado de ayudarte a desprenderte de alguno de esos ropajes sucios que traes. ¿No es así, muchacho?
-Por supuesto que sí, mi amo. Nada me complacería más que ser el siervo de vuestro invitado mientras se encuentre de visita en palacio.
Tareq había hablado desde su sumisa posición, y enseguida percibió una sonrisa en el rostro del coronel, y también en el del califa, ambos satisfechos con sus palabras. Su omnipresente erección no había decrecido ni un ápice desde que se había arrodillado. Muy al contrario, aquella posición le hacía sentirse tremendamente excitado, casi fuera de sí. Jamás había logrado el califa provocar aquella desconocida y perturbadora sensación de deseo en Tareq, y eso le provocaba cierto temor.
No quería mostrarse demasiado complacido, pues sabía que el coronel duraría allí una noche, tal vez dos, y después sólo quedaría el califa en palacio, y podría tomar represalias contra él si le cegaban los celos. Mossul le había prometido dejarles a solas para que no se sintiese intimidado por su presencia, pero de momento aún seguía allí.
Aunque no entendía muy bien su propia excitación, Tareq sí fue capaz de darse cuenta enseguida de que aquellos pantalones sucios y desgastados le resultaban infinitamente más atrayentes que las gasas sedosas e impolutas con las que el califa se presentaba siempre ante él. No sabía qué le estaba ocurriendo, pero los pequeños cercos de humedad que provocaba su sexo contra la tela de la túnica, eran cada vez más amplios y visibles.
El muchacho se sentía ansioso, muerto de ganas por lanzarse hacia aquellos pantalones y extraer de ellos la carne del coronel. Tal vez fuera por su imponente presencia, por aquella apariencia de soldado triunfador de mil batallas. Quizá eran sus espaldas, que parecían capaces de abarcarle, o aquel bigote pastoso y enredado que invitaba a ser devorado...
De cualquier modo, Tareq se sentía ardiendo, y eso no tardó en convertirse en pequeñas gotas bañando su frente, mientras seguía observando las sonrisas satisfechas del amo y su invitado.
-Entonces, ¿me vas a ayudar a desnudarme? -ese ofrecimiento directo del coronel no hizo precisamente que la pasión del joven disminuyese un ápice-. Ponte en pie, muchacho, y deja que te vea bien.
Pero Tareq se quedó de rodillas, lanzó una fugacísima y respetuosa mirada hacia el califa, y después dirigió sus ojos al suelo. Morlack no parecía entender muy bien la situación, pero Mossul se la aclaró enseguida.
-Supongo que al chico le da reparo obedecerte mientras yo esté delante -dijo con despreocupación, comprobando que la cabeza de Tareq se ponía más y más gacha, como en signo de afirmación sumisa-. Tómate el tiempo que quieras, amigo. Puedes quedarte aquí hasta tu partida, si así lo deseas. Todo es poco para mi más fiel soldado.
Mossul se acercó al coronel y le dio tres besos en las mejillas. Después acarició la cabeza del muchacho y caminó hacia la puerta. Ésta se cerró, y casi al instante se escuchó el sonido de la llave. Por fin estaban a solas. Y encerrados.
Tareq levantó la cabeza e irguió un poco sus hombros. Ya no le importaba hacerse visible para el coronel. Ahora ya no. Dejó de apoyar el trasero sobre sus pies, y toda la humedad de la tela quedó prendida en el extremo de su túnica abultada hacia adelante. A Morlack no le pasó inadvertido, ni mucho menos.
-Vaya con el muchacho... Así que era eso lo que ocultabas bajo tanta reverencia. Puedes ponerte en pie, jovencito, aunque lo que se intuye bajo la ropa es más propio de un hombre que del chiquillo que aparentas ser -observó cómo se ponía en pie lentamente, quedando su erección más cerca de él que el resto de su cuerpo-. ¿Puedo saber cuál es el nombre de quien se esconde bajo tan golosa apariencia?
-Me llamo Tareq, coronel.
-Puedes llamarme Morlack, y también puedes tutearme, pues yo no soy tu amo, ni tú eres mi esclavo.
-Muchas gracias, señor -el muchacho levantó la cabeza cuando el invitado tiró de su barbilla hacia arriba.
-¿Siempre estás así de excitado, o es simplemente en honor a mi presencia?
-Es en parte por usted, señor Morlack.
-¿Puedo desnudarte, Tareq?
-Por supuesto que sí -más que una afirmación, pareció casi una súplica.
El joven permaneció impasible mientras el coronel le desanudaba el cinto bordado con esmeraldas brillantes. Lo dejó caer al suelo antes de llevar ambas manos hasta la cintura del muchacho. Las deslizó sin prisas hacia arriba, acariciando los dorsales huesudos de Tareq, y viendo cómo hacía su aparición aquel sexo adolescente que parecía vibrar de deseo.
Cuando los brazos del chico se liberaron de la túnica y éste los dejó caer a ambos lados de su cuerpo, se sintió incapaz de reaccionar, por prudencia, esperando siempre a que fuera el invitado quien diera el primer paso. Deseaba tocarse, pero logró vencer la tentación de hacerlo. Y el premio por ello fue la mano callosa de Morlack agarrándole todo el tronco y apretando mientras daba un paso al frente, y prácticamente se pegaba a él.
-He tenido a muchos otros muchachitos cogidos por su hombría antes, Tareq, jovencitos sanos y valerosos que sólo trataban de defender a sus hermanas o a sus madres, y a los que he tenido que forzar una y otra vez con violencia para demostrarles quién estaba al mando ahora... Pero nunca antes he disfrutado del placer de tener un amante de tu edad. Un joven perversamente bello que no trata de defenderse, sino que se entrega a mis brazos complacido.
-Ese debo ser yo, coronel. Deseo ser poseído por tan gloriosos galones como los que prenden de vuestra chaqueta. Quiero ser amante y esclavo, señor, entregaros mi cuerpo y una parte de mi alma, para que dispongáis de ello a voluntad.
Mientras decía esto, el joven Tareq se había aventurado a estirar sus brazos para desabotonar con lentitud la casaca engalonada del hombre, que le observaba sin dar crédito a su inmensa suerte. Después vino la camisa, cayendo las prendas al suelo, desprendiendo el conjunto un aroma a sucias batallas que excitó sin límite los sentidos del muchacho.
Aquellos brazos eran mucho más que carne; aquel pecho varonil y velludo era el propio de un guerrero fornido y victorioso. Cuando Morlack le atrajo hacia sí mismo, y sus pieles entraron en ardiente contacto, la pasión entre ellos estalló sin remedio. Fue posiblemente la primera rendición en la vida del coronel: caer rendido en los brazos de aquel muchachito bello hasta el agotamiento.
El joven Tareq se colgó de su cuello y empezó a beber de su boca, de aquel bigote rubio y frondoso que sabía a rayos, pero que aún así le excitaba de un modo extenuante. Las manos del coronel le asieron de las nalgas hasta cargárselo sobre la cintura, mientras el muchacho enroscaba sus piernas en ella. De este mdo lo llevó hasta la cama sin dejar de besarse ni un instante, ni siquiera cuando cayeron en ella de un modo brusco.
-Deseo oírte tocar... -le susurró Molack, lo que inmediatamente se convirtió en una orden para el chico. Esperó a que el hombre le permitiera levantarse, y lo hizo con su sexo tan erguido que parecía a punto de romperse. Se agachó para coger el violín, y sólo tardó dos segundos en empezar a tocar una melodía estridente y arrebatadora, digno reflejo de la pasión que ceñía su alma en ese instante.
Tal vez nunca se hubiese escuchado en Asharraf un sonido tan inquietante como aquél, pero el ritmo no cesó ni cuando el coronel se incorporó y observó al joven con avaricia mientras desabrochaba sus propios pantalones y los dejaba caer hasta sus tobillos. Se arrancó prácticamente las botas de los pies, ávido de deseo por lanzarse sobre el muchacho.
Los ojos de Tareq también eran puro fuego, clavados sobre aquella gran verga que superaba con creces las medidas de Mossul. Grande y venosa, vibrando como si estuviese emitiendo su propia melodía, la vio acercarse y siguió componiendo aquel sonido de pura fantasía.
-Ha llegado la hora de hacer honor a tu leyenda, muchacho... -le murmuró Morlack, confundiendo sus palabras con la música.
Volteó el cuerpo de Tareq sin ahorrar cierta brusquedad, y lo condujo hasta el alféizar de la ventana, sin que el joven dejase de tocar en ningún momento. Cualquiera que pudiese oír en Asharraf aquella pieza casi transgresora, hubiese jurado que quien la componía estaba en una posición estática para su mayor concentración. Nadie imaginaría que el muchacho violinista estaba siendo presionado contra la ventana de la torre más alta del palacio, aquella a la que ni la vista accedía.
La mano firme y poderosa del coronel se clavó en todo el centro de su espalda instándole sin miramientos a que doblara su cuerpo y quedase prácticamente colgando del alféizar. Los pies del chico se elevaron unos centímetros del suelo. No sentía temor, sólo deseo, y eso era lo que transmitía su violín incansable, con su mirada clavada en la espesura del lejano bosque.
Las tremendas garras de Morlack se introdujeron entre sus piernas y las separaron mientras quedaba a la vista el trasero abierto e imberbe de Tareq. Plantó allí el extremo de su enorme y ancho fusil, y no dudó en embestir a aquel jovencito con saña. No sabía hacerlo de otra forma; la guerra le había acostumbrado a penetrar con violencia, a humillar salvajemente a los muchachos que debía dominar para que no se sublevasen. Los destrozaba con rabia hasta depositar en ellos la semilla de su victoria...
Le hubiera gustado que aquella vez fuese diferente, pero ya no había marcha atrás. Evitó los insultos, pero no la brusquedad. El coronel se dijo a sí mismo que antes de partir de palacio tendría tiempo de repetir con Tareq, de dejarse enseñar el arte de la pasión contenida, canalizada por caricias y besos de profundo afecto. Pero no sería en ese instante, mientras desgarraba con fiereza aquel culo que formaba parte de la leyenda más conocida de Asharraf.
Las últimas embestidas de Morlack le llevaron a una eyaculación profunda y espesa que inundó las entrañas del chico. Se volcó sobre él mientras se corría, al tiempo que la música se tornaba relajada sin haber perdido una sola nota por el camino.
Cuando ambos se incorporaron, el instrumento de carne que Tareq no se había tocado en nigún momento, daba muestras de haber sido exprimido sin necesidad de ayuda. La pared chorreante podía dar fe de ello.
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Cuenta la leyenda que, en el palacio del califa de Asharraf, vivía en la torre más alta un muchacho (medio hombre, medio divinidad) que era capaz de tocar el violín sin fallar una sola nota mientras que era brutalmente poseído por los hombres más rudos y salvajes del lugar.
También cuenta la leyenda que la muerte del Gran Califa Mossul la produjo el intenso dolor por la pérdida de aquel jovencito, robado de sus garras por la traición de su mejor soldado, su mejor amigo. Dicen que se lo llevó aprovechando la oscuridad.
Pero todo eso son leyendas. Nadie en Asharraf recuerda haber visto jamás al muchacho.
Lo que sí es cierto es que en las noches de luna oculta, cuando el silencio es tan profundo que llega incluso a dañar, si te encuentras en lo alto de una montaña y prestas realmente atención, puedes escuchar los acordes de violín de las melodías más meláncolicas jamás imaginadas.
Tal vez sean del joven Tareq, poseído sin descanso por el coronel Morlack.
FINAL de "La Leyenda del Muchacho Violinista"