La leyenda del Dorado

El apuesto Doctor Henry decide llevarme a través del Amazonas a vivir una aventura que nunca olvidaré

¿Está seguro de lo que dice Doctor? –pregunté con los ojos clavados sobre el mapa. Esa simple pregunta fue la culpable de enrolarme en la mayor aventura expedicionaria desde los tiempos de Hernan Cortés.

El antiguo mapa señalaba con una gran X el centro de la cuenca del Orinoco. Las leyendas se remontaban muchos siglos en el pasado y en algunos casos era realmente difícil distinguir la verdad del mito. Pero ahí estaba yo. Recién acabada mi tesis doctoral sobre las tribus del Amazonas sin haber hecho nunca jamás trabajo de campo. El doctor Henry se mostró completamente entusiasmado mientras me asombraba con la leyenda del legendario Dorado. Yo tenía 24 años por aquellos tiempos y Henry (como siempre insistía en que le llamase a él) me doblaba la edad, pero aún mantenía ese porte elegante del hombre que ha estrenado la cuarentena. Su pelo canoso, la barba incipiente siempre a medio afeitar y su mentón cuadrado hacían virguerías en mi imaginación durante las noches de estudio que pasé sola en la ciudad. Y así de ese modo tan simple y con ayuda de la financiación de la universidad me vi metida en un avión con destino Caracas. Henry siempre había sido respetuoso conmigo, creo que en el fondo le recordaba a la hija que nunca tuvo. Lo cierto es que en las largas y calurosas noches de trabajo entre montañas de papeles y polvorientos documentos, a veces me acariciaba los tirabuzones rubios  y me decía mirándome desde sus enormes ojos de color topacio; “serías la hija perfecta”. Por supuesto esa era una verdad que me incomodaba. Ya que la mirada que le devolvían mis azuladas pupilas para nada tenía que ver con ese tipo de sentimientos. Llevaba muchísimos meses convencida de que estaba locamente enamorada de él. Sin contar con los años de clases que recibí en la universidad con los ojos perdidos entre las curvaturas y pliegues de sus pantalones vaqueros.  Henry…era un amor adolescente que se había enquistado por más de cinco años en el interior de mi cuerpo, y que la inminente perspectiva de compartir meses de soledad en la calurosa y húmeda jungla no había hecho si no afianzar la locura que sentía por ese hombre.

Mi dicha duró poco tiempo. Lo que había previsto como una romántica expedición para dos (ingenua de mí) se convirtió con la ayuda de un batallón de musculados porteadores en un ir y venir continuado de hombres armados. Al parecer la zona era motivo de continuas disputas entre pequeños agricultores de droga, clanes más grandes y tribus autóctonas que luchaban por seguir manteniendo la soberanía sobre sus tierras vírgenes.  Mi presencia allí se debía a mi especialización en este tipo de tribus y al conocimiento de algunos de los dialectos que se utilizaban en la selva.

La primera jornada de viaje avanzamos deprisa. La selva aún no se cerraba sobre nosotros con toda su fuerza. Yo había elegido unos pantalones minúsculos y una pequeña camiseta marrón a juego. Los porteadores hacían chistes conmigo y me llamaban jocosamente “Barbie Croft” ¿pero qué le voy hacer? En el fondo no les faltaba razón. Medía 1.78 cm y llevaba una coleta rubia que casi me rozaba la cintura. Mi pelo era uno de mis símbolos de identidad y ni la jungla más endiablada iba a conseguir que me lo cortara. Gracias a dios Henry se había preocupado en venir a comprar conmigo parte del material, sobre todo en lo que se refería al calzado. Me decía entre bromas que no iba a recorrer 300 km de jungla con una joven subida en unos enormes tacones.

Durante los primeros días intenté acercarme a Henry. Sobre todo durante la noche cuando encendíamos pequeños fuegos y cocinábamos algún enorme roedor. No sabía a pollo como se suele decir…pero servía para matar el hambre. Henry siempre miraba sus mapas como si quisiera ver más allá de ellos. El dorado era una obsesión que le había acompañado durante toda su vida y que adquiría tintes de costumbre familiar, cuando su abuelo se lo había inculcado a su padre y éste a él mismo. Era un hombre que vivía para sus sueños y en estos sabía de antemano que no entraba yo.

Al amanecer del quinto día me despertó uno de los cientos de ruidos que atraviesan la selva sin saber realmente de dónde ha procedido y qué tipo de bicho horrible lo habrá emitido. Estaba completamente empapada en la humedad de la selva. Todo el paisaje se encontraba cubierto de una fina neblina que no dejaba ver ni a dos metros. Entonces me acordé de la pequeña poza que formaba un meandro del río a apenas un kilómetro del campamento. La idea de zambullirme desnuda en sus aguas claras y librarme de la pesadez y el calor de la selva, me sedujo de tal modo que en menos de diez minutos me vi metida en el frescor de sus aguas. Los chicos y Henry aún dormían en sus respectivas tiendas. Eso me animo a desprenderme de todo miedo y a nadar durante un rato como dios me trajo al mundo. El agua tiraba a fresca, casi fría, y mis pezones habían respondido a este contacto endureciéndose grotescamente. Tenía toda la piel de gallina mientras disfrutaba de la sensación de lavarme el pelo bajo una pequeña cascada.  El agua en esa zona caía con fuerza y se pulverizaba en un millón de minúsculas gotas que me acariciaban y me hacían pequeñas cosquillas. Entonces oí un ruido y cautelosamente me metí debajo de la propia cascada. Usando el torrente de agua fría como refugio para no ser vista. Era Henry. Se lavaba la cara y las manos sin percatarse de mi presencia. Desde mi posición podía ver sus musculadas piernas asomando a través su pantalón corto.  Cuando se puso en pie debió de pensar lo mismo que yo y comenzó a desvestirse con la intención de chapotear en el agua. Lanzaba furtivas miradas en dirección al campamento mientras doblaba y colocaba su ropa metódicamente sobre una piedra. Cuando ya casi me había hecho sangre de morderme el labio tan fuerte, paró su particular striptease dejándose el bóxer negro a modo de bañador ¡Qué guapo era! Su enorme pecho salpicado de cortitos pelos, su ancha espalda a la altura de los hombros y su estrecha cintura…mmm casi parecía un modelo que muscula su cuerpo a diario en el gimnasio. Mis pezones reaccionaron de nuevo a lo que estaba viendo. El agua de la cascada acariciaba cada centímetro de mi cuerpo y me producía sedosas caricias que no hacían más que despertar una conocida sensación en mí. Mi mano se instaló tranquila entre mis piernas describiendo pequeños círculos a izquierda derecha. De repente algo sonó en la zona de fuera del rio por encima de mí. Henry se giró hacia mi posición y yo retrocedí en la cascada hasta chocar con la pared de piedra.

Continuará…