La Ley de Murphy

Las mesas para café no deberían tener ruedas, es la conclusión a la que llega Scott Tanembaum, importante ejecutivo, luego de protagonizar una candente escena con el muchacho del café.

La Ley de Murphy

Por: Aurora Seldon

Si algo puede salir mal, saldrá mal

Edward A. Murphy Jr.

Las mesas para café no deberían tener ruedas.

He llegado a esta conclusión luego de una etapa de ensayo y experimentación que me permite afirmar sin temor a equivocarme, que las mesas para café se emplean en las oficinas para muchas otras cosas, además de servir café, y es por eso que no deberían tener ruedas.

Quizá tampoco deberían llamarse mesas para café pero eso no viene al cuento.

Soy Scott Tanenbaum Jr., de treinta y cinco años, ejecutivo de Barnes Consulting, compañía especializada en comportamiento organizacional. Digamos que he tenido cierto éxito, basado en un adecuado método de estímulo y medición de la productividad, aunado a una imagen de respetabilidad que me valió ser apodado el ogro por algunos empleados desadaptados… Casi el 90%...

Pero no me importa ser el ogro . Es más… el apodo tiene una fuerza intrínseca, algo que le confiere personalidad… Nunca imaginaría al anónimo y cuadriculado Contador General siendo apodado así. Me temen… Y me gusta.

Hasta que llegó él.

George Gilmour, Gigi para sus detractores, es el típico muchacho del café , el chico de los recados que tienen todas las compañías que se respeten, aquél que siempre está dispuesto a complacer al jefe donde sea y como sea (y desde luego que yo prefería que fuera sobre el escritorio de mi despacho y sin lubricante). Un joven becario con el culito más respingón y dispuesto que he conocido, y de culitos dispuestos conozco mucho.

Me tomó un día meterlo a mi cama y pasé casi un mes tratando de enseñarle modales. Pero nada daba resultado con Gigi. Me tenía literalmente comiendo de su mano.

Había días en los que prácticamente me saltaba encima y otros en los que vivía esquivándome simplemente para hacerme exasperar. ¡Y vaya que lo lograba! En esos días el personal me temía más y procuraba apartarse cuanto antes de la oficina.

Después aprendí que para él era una especie de juego. Le gustaba el juego rudo y me estaba enseñando a jugarlo. Eso, sencillamente, me hacía desearlo más.

Luego de una semana de completa sequía, me propuse arrinconarlo a la hora en la que todos los demás empleados salían a almorzar. Le pedí un café cuando mis subalternos comenzaron a salir y esperé a que el último de ellos estuviera fuera.

Murmuró algo sobre los accionistas y miró su reloj, pero no le hice caso. En ese momento lo único que tenía en mente era tirármelo.

Mi despacho tiene una pequeña recepción y una amplia zona destinada a los ocho empleados que trabajan conmigo, además de una pequeña cocina con puerta de vaivén en la que acorralé a mi víctima, que soltó una risita nerviosa.

—¡Ay, señor Tanenbaum ! ¡Qué cosas hace!

Allí estaba, sonrojado junto a la máquina de café, con una de mis manos en su trasero y la otra aprisionándolo por la cintura.

—No hago nada que no desees hacer, precioso. Quiero ese culito tuyo ya.

—P-pero… el café

—A la mierda con el café —dije, metiéndole mano decididamente. Un gemidito se le escapó pero aún así quiso luchar, de modo que le di una nalgada.

—¡Ay!

—Oh, vamos. Sé que te gusta… Ese culito tuyo se muere por que te la meta

Lo arrinconé contra la pared de la reducida cocina, mientras comenzaba a besarlo. Se revolvió, pero no aflojé mi agarre y con la rodilla le separé las piernas.

—Oh… ¡Oh! —gimió cuando rocé su paquete y con un rápido movimiento, le bajé la cremallera y comencé a sobarlo.

—Anda, dime que te gusta, precioso.

—¡M-me gusta! ¡Sí… sí!

Mi verga quería salírseme de los pantalones y no podía esperar a estar en la seguridad de mi despacho. Lo quería allí y ahora, viéndolo sonrojado y gimiendo por mí.

El espacio era muy reducido como para maniobrar, y la mesita para el café, con todo dispuesto sobre ella, lo reducía más. Entonces sonreí con malicia y comencé a quitar las cosas.

Gigi tuvo la misma idea que yo, puesto que me ayudó a quitar las tazas y servilletas y antes de que pudiera pedírselo, se despojó de los pantalones para subirse a la mesa, apoyando las piernas en el manillar.

—Tenemos cinco minutos, señor Tanenbaum .

¿Cinco minutos? Pero la hora de la comida apenas había empezado… Ahora que lo medito en retrospectiva, debí darme cuenta de que había algo raro en esos cinco minutos . Pero como comprenderán, en esos momentos mandaba mi polla, de modo que rápidamente tomé un poco de mantequilla y se la unté, para después ponerme un condón y penetrarlo de modo certero. Su culito se me abrió al instante, nunca he tenido un culo más tragón que el suyo.

—¡Ay… Ay! —chilló y lo silencié con un beso rápido.

—Sé que te gusta —exclamé, propinándole una sonora nalgada.

—¡AYYY!

En ese momento me pareció oír un ruido, pero lo descarté.

—S-señor… los accionistas… —gimió Gigi y pensé que desvariaba. Quizá en su calenturienta mente pensara ser follado por todos ellos… ¡El muy puto!

—¡No me importan! —dije con calor y embestí.

—Ahhhh…. P-pero, los accionistas

Allí estaba de nuevo. Tuve una fugaz visión de Gigi tendido en la mesita de café con las piernas al aire y una fila de veteranos accionistas esperando su turno.

—Al diablo con ellos —le ordené, dándole otra palmada. La verdad era que sus fantasías sexuales me importaban muy poco. En esos momentos mi mundo se reducía a tener a Gigi sobre la mesa del café, con las piernas en alto y mi verga enterrada en sus entrañas.

Sólo faltaba algo para que fuera el paraíso.

—Quiero que grites mi nombre.

—Ahh, sí… sí… —gimió Gigi y apoyé un pie en la plataforma inferior de la mesita, para tener un mejor ángulo de follada.

—¡Di mi nombre! —exigí con un nuevo empujón.

—S-señor T-tanenbaum… ¡Scoooot! —chilló con una nueva embestida y allí todo se descontroló un poco.

Adoraba oírlo gritar así. Quería más, mucho más, y me apoyé con ambas manos a los costados de la mesa, para coger impulso con la pierna que tenía en el piso… Pero era tal mi entusiasmo, que al intentar moverme, me enredé con mis propios pantalones, y terminé encima de la mesita, empujándola hacia adelante con la fuerza de mi embestida.

Todo hubiera salido bien sin esas malhadadas ruedas

La mesita avanzó rápidamente y se estrelló contra la puerta de vaivén, que por supuesto, se abrió, mientras yo gesticulaba, aleteando desesperadamente

Y al trasponer el umbral, fuimos empujados por el impulso de la puerta, imprimiendo a la mesita una velocidad adicional que la hizo atravesar raudamente la zona de empleados y detenerse en medio, ante las atónitas miradas de Scott Tanenbaum, mi padre, y todos sus socios, incluidas sus esposas.

Está demás decir que entonces comprendí lo que Gigi quería explicarme sobre los accionistas. ¡Maldita sea! ¡Querían que les mostrara las instalaciones! ¡Lo había olvidado!

Es por eso que sostengo que las mesas para café no deberían tener ruedas.

Extensión a la Ley de Murphy

Por: Aurora Seldon

Si una serie de sucesos puede salir mal, saldrá mal en la peor secuencia posible.

Anónimo

George Gilmour, Gigi para sus detractores, era el típico muchacho del café , el chico de los recados que tienen todas las compañías que se respeten, aquél que siempre está dispuesto a complacer al jefe donde sea y como sea (y desde luego que prefería que fuera en un buen hotel, para variar, pero su opinión no contaba). Joven becario de Barnes Consulting, era el dueño de un culito respingón y dispuesto, sobre todo cuando Scott Tanenbaum, su jefe, se lo pedía.

Scott tenía treinta y cinco años y era ejecutivo de la compañía, especializada en comportamiento organizacional. El hombre era odiado unánimemente por el 90% del personal, que lo había apodado el ogro , cosa que no parecía molestarle. Apenas vio a Gigi, le saltó encima. Era obvio que quería meterlo a su cama

El muchacho no se hizo de rogar. De hecho, era mucho mejor parecido que otros jefes que le habían tocado. Y, según pudo comprobar, la tenía más grande.

De modo que bastó un día para se metiera en la cama de Scott, lo que pareció complacerles a ambos.

Claro que Gigi tenía sus propias ideas.

No sería el chico de los recados , el siempre listo y complaciente Gigi, ávido por complacer a su jefe. Bueno, no lo sería siempre. Honestamente, ¿quién podía resistirse a Scott Tanenbaum?

De manera que se estableció una especie de rutina: Días de provocación en los que terminaban follando sobre el enorme escritorio del despacho de Scott, y días en los que Gigi ni siquiera lo miraba. Era genial tener al ogro comiendo de su mano y saborear ese poder. En esos días el resto de personal del despacho procuraba mantenerse lo más alejado posible del jefe.

Luego de una semana de abstinencia, era claro que Scott no podía más. Por eso, cuando le pidió un café luego de que todos salieron a almorzar, Gigi sintió un agradable estremecimiento de anticipación.

Pero entonces recordó un recado que había recibido esa mañana, y lo transmitió en un nervioso murmullo, mirando el reloj. Scott no le hizo caso y le lanzó una de esas miradas que derretirían un témpano, pero Gigi, fiel a su papel, se encaminó hacia la pequeña cocina con puerta de vaivén que había en la recepción, y comenzó a preparar el café.

De pronto, Scott irrumpió allí, aprisionándolo por la cintura mientras una de sus manos se posaba en su trasero.

—¡Ay, señor Tanenbaum ! ¡Qué cosas hace! —chilló Gigi con falsa indignación, sonrojándose más por calentura que por vergüenza.

—No hago nada que no desees hacer, precioso. Quiero ese culito tuyo ya —ordenó Scott.

—P-pero… el café

—A la mierda con el café. —El jefe le metió decididamente la mano y un gemidito se le escapó a Gigi, quien aún así quiso luchar, recibiendo a cambio una nalgada.

—¡Ay!

—Oh, vamos. Sé que te gusta… Ese culito tuyo se muere por que te la meta

Scott lo arrinconó contra la pared de la reducida cocina, mientras comenzaba a besarlo. Gigi se revolvió, pero el jefe no aflojó el agarre y con la rodilla le separó las piernas.

—Oh… ¡Oh! —gimió el muchacho al sentir esa rodilla rozarle el paquete. Scott le bajó la cremallera con un rápido movimiento, y comenzó a sobarlo.

—Anda, dime que te gusta, precioso.

—¡M-me gusta! ¡Sí… sí! —gimió, tan ansioso como su compañero.

Scott se detuvo unos momentos, quizá pensando llevarlo a su despacho, pero de pronto miró la mesita del café y sonrió con malicia mientras comenzaba a quitar las cosas.

Gigi adivinó lo que pensaba y le ayudó a quitar las tazas y servilletas, para inmediatamente después despojarse de los pantalones y subirse a la mesa, apoyando las piernas en el manillar . Siempre listo

Entonces recordó el recado y creyó oportuno hacer una advertencia:

—Tenemos cinco minutos, señor Tanenbaum .

Scott lo miró un momento, como si estuviera confundido. Pero fue obvio que la calentura pudo más, de modo que rápidamente tomó un poco de mantequilla y se la untó, para después ponerse un condón y penetrarlo de modo certero.

Gigi sintió la embestida y su cuerpo se abrió completamente.

—¡Ay… Ay! —chilló y fue silenciado con un beso rápido.

—Sé que te gusta —exclamó Scott, propinándole una sonora nalgada.

—¡AYYY! —gritó Gigi opacando todos los otros sonidos. Le pareció oír algo y Scott también se detuvo, pero era tal su calentura que siguió empujando.

Gigi trató nuevamente de transmitir el recado y a duras penas consiguió balbucear:

—S-señor… los accionistas

—¡No me importan! —exclamó Scott con calor, y embistió.

—Ahhhh…. P-pero, los accionistas… —intentó razonar el muchacho, cosa difícil en la posición en la que estaba.

—Al diablo con ellos —ordenó Scott, dándole otra palmada y luego exigió—: Quiero que grites mi nombre.

—Ahh, sí… sí… —gimió Gigi, perdiendo el control cuando Scott cambió el ángulo, estimulando deliciosamente su próstata.

—¡Di mi nombre! —exigió con un nuevo empujón.

—S-señor T-tanenbaum… ¡Scoooot! —chilló el muchacho con una nueva embestida y allí todo se descontroló un poco.

Scott se apoyó con ambas manos a los costados de la mesa, para coger impulso con la pierna que tenía en el piso… Pero llevado por el entusiasmo, se movió muy deprisa, enredándose con sus propios pantalones, y terminó encima de la mesita, empujándola hacia adelante con la fuerza de su embestida.

La mesita avanzó rápidamente y se estrelló contra la puerta de vaivén, que por supuesto, se abrió, mientras Scott gesticulaba, aleteando desesperadamente

Y al trasponer el umbral, fueron empujados por el impulso de la puerta, imprimiendo a la mesita una velocidad adicional que la hizo atravesar raudamente la zona de empleados y detenerse en medio, ante las atónitas miradas de Scott Tanenbaum padre y todos sus socios, incluidas sus esposas.

Scott se levantó de un salto y huyó como pudo a su despacho, murmurando algo sobre una cita, y Gigi se quedó allí, con los pantalones abajo y una culpable erección que se negaba a disminuir, sobre todo al haber notado la mirada de Isaac Barnes, el socio mayoritario.

Entonces se puso de pie con todo el decoro del que fue capaz y sonrió.

—¿Alguien quiere café?