La lectura nos acerca

Dos libros. Dos vidas. Un encuentro íntimo...

LA LECTURA NOS ACERCA

Un día cualquiera de invierno, al darme cuenta de que leer encerrado me agobiaba bastante, preferí darme un paseo, sentarme en un lugar tranquilo y volver a casa cuando se hiciera de noche. Di una vuelta con mi libro en la mano, como casi todos los días, por los jardines barrocos que había cerca de casa.

En una pequeña glorieta cubierta por un gran magnolio centenario y rodeada de altos setos, descubrí unos cuantos bancos de mampostería y cerámica; no muy cómodos para estar sentado mucho tiempo, pero sí situados en un rincón que no frecuentaba nadie. Desde que la encontré, allí me pasaba unas cuantas horas por la tarde y volvía a casa con una inyección de optimismo.

Una tarde, no mucho tiempo después, vi aparecer a otro joven de mi edad, de cerca de treinta años, también con un libro en sus manos. Entró en la glorieta, me miró un instante y me vio leyendo. Sacó su teléfono y me pareció que le quitaba el volumen para dirigirse luego al banco de enfrente, que quedaba al otro lado del grueso tronco nervoso del árbol y me impedía verlo.

Antes de que lo pensara, lo vi rodear el centro de la glorieta y se dirigió a mi banco:

―¡Perdona! ―saludó amablemente―. Buenas tardes. Venía a sentarme y a leer un poco pero aquel banco está muy mojado. ¿Te importa que me siente aquí, en este lado?

―¡No, no! ―le dije haciendo un movimiento como si fuese a levantarme―. Puedes sentarte, si quieres. No es molestia.

―Siento interrumpirte. Lo siento. Mira cómo me he puesto el pantalón…

―Es agua ―comenté sonriéndole―. Como ha llovido algo…

―No te molesto más. Sigue con tu lectura.

Observé que se sentaba, mirando antes la superficie del banco, y abría su libro para comenzar a leer en silencio. Creí que no debía sentirse muy cómodo con el pantalón mojado y lo miré con prudencia para preguntarle:

―¿Vas a quedarte con el pantalón chorreando?

―¿Y qué hago? ―contestó aguantando unas risas―. Cuando lleve un rato aquí ni siquiera me acordaré. Ya me cambiaré en casa. Gracias.

―Verás… Antes de que empieces tu lectura, si es que vas a leer… Suelo llevar siempre encima un pañuelo antiguo de tela por si me pasa algo así. Puedes ponerlo en el asiento; a ver si empapa algo.

―¡No, no! ¡No te molestes! No quiero interrumpirte. Imagino que buscas lo mismo que yo. En casa no puedo leer con mis hermanas pequeñas gritando y la televisión puesta a todo volumen.

―¡Mal asunto! ―inquirí cerrando mi libro―. ¿Vives por aquí cerca?

―¡Sí, claro! ―Hizo un movimiento para señalar atrás―. Vivo en los bloques de aquel lado. Esos que llaman los pisos rojos…

―¡Ah! Está ahí al lado.

―¿Y tú? ―preguntó entonces―. ¿También vives cerca?

―Pues sí, pero al otro lado. En la barriada de La Paz.

―¡Qué buen sitio! Y qué tranquilo…

―Demasiado quizá ―aclaré―. A veces no pasa un alma por la calle en todo el día. Yo me vengo a leer aquí porque me agobia tanto silencio estando encerrado. Lo contrario que te pasa a ti, creo.

―Lo contrario, es cierto ―dijo cuando abrí mi libro.

―¿Vienes a menudo aquí? ―pregunté con curiosidad.

―Sí, claro. He descubierto este sitio y no lo cambio por otro.

―¡Eso me pasó a mí! ―exclamé.

―Y ya he venido yo a molestarte ―murmulló balanceando la cabeza.

―¡Ni hablar! No digas eso. No me molesta tener compañía y, si hay que comentar algo como lo que te ha ocurrido, ¿cómo va a ser una molestia? Si ves que necesitas el pañuelo, me lo dices.

―Verás… ―balbuceó―. Si no te importa dejármelo, preferiría ponerlo aquí. Es que si no, tendría que volverme a casa a cambiarme y ya no saldría.

―¡No, no! Yo te lo dejo ―Tiré de mi chaquetón para sacarlo mientras me moví hacia él arrastrándome un poco hacia el otro lado del banco―. ¡Toma! Póntelo solo en el lado que tengas mojado.

―¡Muchas gracias! Creo que he venido hoy a ser un incordio para ti.

―¡Ni lo pienses! ―le dije tendiéndole la mano para entregárselo―. Lo que sí creo… es que no vas a estar muy cómodo mojado.

―No lo sé… ―Pareció pensar algo―. Yo soy Javier. ¿Cómo te llamas?

―Francisco ―le respondí mirando sus ojos de color miel―. Es un placer tenerte de compañero para leer.

―Si te dejo ―gruñó―. No debería haberme sentado sin mirar antes el asiento.

―Creo que con un simple secador de pelo podría secarse eso.

―¡Imagino! ―contestó con simpatía―, pero ya que nos venimos a leer para estar apartados de la civilización, no creo que haya algún secador que pueda enchufarse aquí por ningún lado…

Me pareció tan simpático el comentario que no pude evitar moverme otro poco hacia él y mirarlo sonriente para hablarle:

―¿Sabes una cosa, Javier? Este lugar es fantástico para leer sin que nadie nos interrumpa. No vengo a estar solo, que soledad me sobra, pero sí busco esta tranquilidad.

―Y… ¿Llevas mucho tiempo viniendo a leer? Yo me vengo a menudo pero por las mañanas. Trabajo de noche.

―¡Ah, comprendo! Yo trabajo hasta medio día, almuerzo y aprovecho hasta que se va el sol. Quizá por eso no hemos coincidido.

―Veo que… más o menos, te gusta la misma literatura que a mí ―Señaló con la vista mi libro y me fijé en el suyo.

―Eso creo. Aunque yo leo de todo, si es bueno. ¿Tienes muchos libros?

―Casi ninguno ―protestó con gesto de asco muy curioso―. En mi casa no puedo tener una buena colección, así que los saco de la Biblioteca Municipal, los leo, y los devuelvo. ¿Tú tienes muchos?

Levanté mi cabeza del libro poco a poco para mirarlo por encima de las gafas:

―¡Muchos! Quizá demasiados. La mujer que me limpia en casa protesta cada vez que tiene que quitarles el polvo.

―¡Cuánto me gustaría tener una biblioteca mía!

―Estás invitado a casa cuando quieras. Incluso sería mejor que venirnos a leer aquí a la intemperie, ¿no crees?

―¡No! Yo no quiero molestarte. Sé lo que es querer leer a gusto y que no te dejen.

―Allí podemos leer los dos ―le dije sin ninguna intención―. Tú andas buscando la soledad y yo huyo de ella.

―¿Vives solo? ―Me pareció interesado al respecto.

―Solo, Javier. Por eso te digo que, si tú no tienes libros ni lugar donde leerlos y yo tengo muchos y me tengo que venir aquí… Cuando llegue el invierno cerrado, habrá que hacer una pausa hasta que se acerque la primavera.

―Es cierto ―masculló―. En eso no había pensado.

―Vivo muy cerca y es buena hora. Si quieres que vayamos a leer a casa, además, tendrás la oportunidad de secarte el pantalón. Podríamos tomar un café y leer a gusto cuanto nos plazca.

―No sé, Francisco. Te repito que hoy he aparecido por aquí a no dejarte leer.

―No es así ―le dije levantándome―. Incluso aunque no leyera, conversar contigo también me ha parecido un placer. Sigue en pie mi oferta de irnos a leer a casa. Así te secas. Allí tienes un buen butacón y no hay por qué hablar nada si vamos a nuestras lecturas.

―No cabe duda, amigo ―apuntó pensativo―. No todo el mundo busca un sitio apartado como este para poder leer en paz. Si no es mucha molestia… Quizá podríamos probar. Me temo que con el pantalón mojado acabaré yéndome a casa hoy.

―¡Venga! ―apremié haciéndole señas―. Podrás secarte, tomaremos café y leeremos a gusto. Estando en la casa, además, tampoco importa mucho que se oculte el sol.

―¡Es cierto! ―razonó levantándose y cogiendo mi pañuelo―. Mi problema es precisamente que tengo que leer por las mañanas y… eso me deja menos tiempo libre. La tarde es corta de luz aquí. Acepto tu amable invitación.

Caminamos paseando hasta mi casa ―a pocos cientos de metros de aquella glorieta― y mantuvimos una conversación muy interesante sobre su situación. Javier era un chico soltero, como yo, que vivía con su madre y sus hermanastras, más pequeñas que él, en un piso algo modesto al otro lado de aquellos jardines; esos bloques de viviendas a los que llamaban los «pisos rojos» por el color de su fachada.

Conforme lo fui oyendo, me di cuenta de que él necesitaba hablar con alguien, no solo leer tranquilo. En mí, sin duda alguna, había encontrado a un buen interlocutor. Lo escuché con atención y, al mismo tiempo, observé que no vestía nada mal, que era una persona educada, cortés y amable, y que tenía un aspecto muy llamativo y expresivo.

Su rostro, más bien de piel clara, estaba muy bien afeitado. Sus ojos, con ese color amelado que me llamó la atención, me miraban con dulzura al hablarme. Sus pestañas, no muy abundantes pero sí muy visibles, hacían de él una persona atractiva; y su boca, siempre sonriente, contribuía a ello. Llevaba un corte de pelo corto, con flequillo desperdigado que apenas caía sobre su frente. Era un hombre agraciado en general.

―Esta es mi casa ―le dije cuando llegamos a la cancela―. Ya comprenderás lo que te hablaba de la soledad.

―¿Esta es? ―exclamó sorprendido mirando a un lado y a otro―. Es una casa enorme para ti solo, ¿no?

―¡Cierto! ―le expliqué―. Era de mis padres y pasó a ser mía. Ellos viven ahora en Jerez, donde nació mi padre y tenemos familia. Por no mover la cantidad de libros que he ido coleccionando, no me he mudado a un apartamento más cómodo para mí.

―Tiene aspecto de ser muy lujosa. Lo mismo me meto en un terreno donde no…

―¡No, en absoluto! ―añadí―. Afortunadamente, tengo un buen trabajo que me permite mantener todo este gasto. Dirijo la sucursal de un banco no muy lejano.

―¡Ah! ¡Qué bien! ―Me pareció sorprendido―. Yo soy conserje primero de noche en el Hotel Florida. Me queda tiempo de sobra para leer pero, si la noche está tranquila, prefiero dormir un poco. Así aguanto mejor el día.

―¡Pasa! ―lo invité haciendo un gesto con la mano―. Estás en tu casa.

Cruzamos los pocos metros de jardín y, cuando abrí la puerta y encendí alguna luz, hizo un gesto de aprobación muy visible. Pareció gustarle a pesar de que yo no tenía ni muchos muebles ni muy buenos. Lo invité al salón, que era la pieza que usaba como biblioteca y me miró casi asustado:

―¡Dios santo! ―exclamó―. Si yo tuviese esto en mi piso, no salía para nada.

―Cuando llevemos un rato aquí y leyendo, percibirás un silencio tal que te hará cambiar de opinión. Este es un barrio de casas lujosas, es cierto, pero tengo además los jardines alrededor y hay una buena distancia a las otras casas y a la calle.

―Creo que te entiendo ―subrayó―. Solo de imaginarme tan aislado… Me lo pensaría dos veces.

―¿Tampoco tienes amistades con quien compartir tu afición? A veces, echo mucho de menos hablar con alguien sobre literatura. Mi trabajo me deja tiempo, pero me he vuelto perezoso.

―No debería ser así ―apuntó―. Me parece que no tenemos edad de estar encerrados en casa, sino de salir, al menos los fines de semana, a cenar o tomar algo. ¿No crees?

―¡Pues, sí! Eso deberíamos hacer. Cuando seamos unos cuarentones nos arrepentiremos de no haber salido más a bailar y de copas.

―Yo tengo las noches ocupadas para eso ―aclaró con mucha simpatía―. Los días de descanso, que suelen ser varios seguidos, no me disgustaría probar contigo a salir por algún sitio que conozcas. Yo soy un amante de la noche; tengo que confesarlo.

―¡Perfecto! ―dije aceptando aquella propuesta―. La primera noche que puedas salir, me avisas y nos vamos a cenar juntos y a tomar unas copas en alguna disco. ¿Qué te parece?

―¡Magnífica idea, Francisco! No imaginaba toparme con alguien como tú. No encuentra uno todos los días a gente tan aficionada a la lectura y con un modus vivendi tan parecido.

―¡Venga! ―exclamé al darme cuenta de que lo estaba mirando embobado―. Dame tu chaquetón para colgarlo ahí, secamos tu pantalón y nos tomamos un café. Ya haremos planes para salir.

―Mañana mismo descanso ―me advirtió mientras me entregaba su prenda―. Quizá sea muy precipitado para ti…

―¡En absoluto! Mañana es viernes y no trabajo los sábados, salvo en contadas ocasiones. Ahora pensaremos qué hacer.

Pasamos antes a la cocina, encendí la luz y, observando también su asombro al ver un lugar tan grande para una sola persona, me dirigí a la cafetera y abrí el mueble para coger unas cápsulas:

―¿Cómo quieres el café? ―le pregunté sorprendiéndolo curioseando una vitrina―. ¿ Capuccino, cafe latte , solo…? ¿Un capuccino ?

―¡Claro! ―balbuceó acercándoseme―. El café me gusta de todas las formas. Supongo que imaginarás el porqué. Tantas noches y tan largas…

Se puso tan nervioso al estar a mi lado que, sin darse cuenta, dejó caer al suelo un servilletero y se esparcieron las servilletas a nuestros pies. Inmediatamente, como angustiado, se agachó a recogerlas y, agachándome frente a él para inmovilizar sus manos, tomándolo por las muñecas y mirándolo sonriente, le hablé seguro y tranquilo:

―Deja esto donde está, Javier. Mañana lo recogerá la mujer cuando venga. Cogeremos alguna de ahí arriba.

―Pero… ―farfulló nervioso―. ¿Y qué va a pensar esa mujer cuando vea este desastre?

―Ella no piensa en estas cosas. Para eso le pago y lo hace con gusto. Es como de la familia. ¡Levanta!

Tiré de sus brazos y nos pusimos de pie al mismo tiempo, sin prisas y sin dejar de mirarnos a los ojos.

―No sé qué pensarás de mí, Francisco ―me dijo entonces―. No soy un desastre. Es que… no lo he visto.

Pasó un ángel. Seguí agarrado a sus muñecas y no dejamos de mirarnos. Me pareció notar un leve movimiento en él, como si acercara su cabeza a la mía, y no quise que pensase que lo había invitado para favorecer un encuentro a solas.

―Vamos a tomar el café, que ya huele, y a hablar un poco más. Me has contado mucho de tu vida y no te he contado nada de la mía. Si no te importa…

―Te aseguro que no ―no me pareció disculparse―. Es mejor tomar ese café que me has ofrecido.

―Te olvidas de tu pantalón, Javier. Ahora iremos a secarlo.

Me respondió con una sincera sonrisa y le correspondí. Me acababa de dar cuenta de que sí estábamos allí solos por decisión de ambos.

―Vamos a dejar las tazas ahí para se mantenga caliente ―le dije―. Ven conmigo al baño y ve quitándote los pantalones.

―¿Quitármelos? ―exclamó sorprendido―. No es necesario. No quiero ser un trastorno para ti. Ya me daré un poco con el secador… Creo que apenas queda agua ―Tocó su trasero con la palma de una mano.

―¡Déjame ver! ―Curioseé sin ninguna otra intención―. Date la vuelta un momento.

Se giró para darme la espalada y levantó algo su sudadera para dejarme ver unas piernas, embutidas en sus pantalones, que me dejaron perplejo.

―¡Hay que secarlo! ―aseguré pasando mi mano por el bolsillo trasero del pantalón―. No vas a estar toda la tarde con esto húmedo.

―Eres muy amable. No quiero ser una molestia…

―¡Claro que no! ¡Vamos al baño! Cuanto antes lo sequemos, antes nos tomaremos el café.

Recorrimos el pasillo hasta mi cuarto de aseo y lo hice pasar. En todo momento estuvo pendiente de cada rincón que descubría de la casa y de mi mirada.

―Quítatelos ―le dije―. La tela vaquera es muy gruesa y se secará mejor en la mano. Luego, puedes darte un poco de aire en la ropa interior también. ¿No te parece?

―¡Claro, claro! ―musitó disimulando su estado nervioso mientras se abría el pantalón y se sacaba los zapatos―. Yo mismo le daré. ¿Dónde está el secador?

―Aquí está, en la pared ―Lo tomé sin apartar mi vista de sus piernas―. Verás cómo se seca en un momento poniendo el aire muy caliente. Si le damos al pantalón sin que te lo quites, te vas a quemar ―Nos entró la risa―. Ahora se baja la potencia y te das un poco…

Cogí su pantalón, cálido de sus piernas, y le di con el secador al máximo durante unos momentos; no demasiado tiempo. Luego, le bajé la potencia y se lo entregué para que se diera en los calzoncillos. En poco tiempo me miró sonriente y asintió:

―Mejor así ―exclamó muy sonriente―. ¡Cuánto te lo agradezco!

―No es nada. ¡Toma! Ya puedes ponerte los pantalones. Están calientes, pero no queman.

―Francisco… ―me dijo al instante con la mirada caída e inmóvil, con el pantalón en sus manos―. Te pareceré un grosero pero…

No le di tiempo a decir más nada. Me acerqué a él, levanté su rostro empujando su mentón y lo miré a los ojos. Hubo un diálogo sin palabras que nos hizo acercarnos y besarnos en los labios un instante.

―¿Mejor ahora? ―le pregunté―. Ponte eso. Vamos a tomar el café y hablamos todo cuanto quieras de lo que dices sobre ser un grosero.

―No te has molestado, ¿verdad?

―Está claro que no. Me ha gustado mucho.

Sonrió abiertamente poniéndose los pantalones.

Volvimos a la cocina a tomar el café y noté en él un cambio tremendo. Su estado nervioso había desaparecido, no dejó de sonreír y en todo momento, mientras tomábamos el café y comentábamos algo,  me ponía la mano en el brazo o en pecho. Hice lo mismo pero sin abusar.

―¡Vamos al salón! ―le indiqué poniendo mi mano en su cintura―. Quizá nos espere una buena charla, una lectura y…

Se volvió para sonreírme, se detuvo un instante y volvió a besarme brevemente.

―¿Quieres besarme? ―inquirí en un susurro.

―Si no te importa…

―Ya has visto que no. Hablaremos para conocernos, por supuesto, pero no quiero que te sientas cohibido.

―Ya no lo estoy, Francisco. Eres muy claro.

―No sé si tanto como tú ―Continuamos andando y quité la mano de su espalda―. En mi trabajo me encuentro con gente aparentemente amable. Todos son muy simpáticos. Sobre todo si van a pedir dinero. Pero en los ojos de algunos se ve al instante al sinvergüenza que llevan dentro.

―¡Es verdad! ―comentó razonando―. Yo también estoy atendiendo a personas, que supuestamente es gente de dinero y educada, y me enfrento con toda clase de groseros que pretenden que yo les sirva como un esclavo.

―No debe ser un trabajo muy agradable.

―Hay de todo, Francisco. No como tú, desde luego.

―Mírame ―exclamé tomándolo por el brazo para que se volviese―. No te he traído aquí para lo se pudiera pensar. Quiero ser tu amigo, salir contigo como has propuesto y, si quieres compartir algo más…

―Tanto como tú quieras. Me parece que tenemos muchas cosas en común.

―¡Vamos! ―susurré―. ¿A qué esperas? Sé que estás desando besarme.

Su cuerpo se movió imperceptiblemente, sus manos reposaron en mis caderas y las mías en las suyas y, casi inmóviles, de pie, nos besamos durante algún tiempo mientras caía de espaldas en la pared del pasillo.

―Un gesto ―le dije al oído―. Un único y primer gesto, me hizo saber cómo eras. Apareciste con un libro, respetando mi presencia y quitando el volumen a tu teléfono. Tu mirada hizo el resto. Hasta cierto punto, me alegré de que se mojaran tus pantalones y te fueras a sentarte conmigo.

―El libro ―musitó besándome la mejilla―. El libro que leías me dijo que estabas allí esperándome. Lo he leído varias veces y es uno de los pocos que guardo en casa como libro de cabecera: Amato amico. Pocos leen esas cosas…

―Puede que hayamos encontrado a un amigo a quien amar. El tiempo nos lo dirá.

―Yo ya lo sé ―respondió al instante.

―¿Me amas?

―¡Mm! ―balbuceó dudoso―. Creo que sí.

―Abrázame. No guardes esos sentimientos para ti. ¡Dámelos! Yo te los acepto.

Su mano cayó por mi pecho parando en cada botón de mi camisa y en la hebilla del cinturón, para colocarla abierta sobre mis pantalones abultados.

―Ya lo noto. Los dos estamos diciéndonos lo mismo.

―Pues hagámoslo en vez de decirlo.

Mi mano también fue a palpar para comprobar lo que decía. Me sentí tan bien, que no dudé en levantar un poco su sudadera, buscar la hebilla de su cinturón y abrirle los pantalones.

Con la respiración alterada, muy presente en el completo silencio de la casa,  miró un poco abajo para abrir los míos y, en cuanto bajó la cremallera y tiró de la tela un poco, metió su mano para comprobar que estaba empapado. Volvió a besarme y a sonreírme cuando mi mano acarició sus calzoncillos abultados.

Entre besos largos, gemidos, pellizcos, caricias y bocados desesperados, nos masturbamos  mutuamente sin mediar palabra alguna. Su aliento llenaba mi boca, perfumándola, cada vez que se posaba abierta sobre la mía para acariciarnos las lenguas.

Notando sus temblores y gemidos, me fallaron las piernas y fui resbalado un poco por la pared hasta derramarme, como una copa de vino sobre su cuerpo y unos golpes cálidos mojaron mi vientre y chorrearon serpenteantes por mis ingles hasta las rodillas.

Extasiados mirándonos y sin apartar las manos el uno del otro, se echó a mi lado sobre la pared, y descendimos hasta quedar sentados juntos en el suelo.

―Hemos venido a tomar café ―musité jadeando―, a leer y a secar tus pantalones, y creo que los tienes otra vez mojados; pero no de agua…

―Los prefiero mojados de ti ―contestó en el mismo estado―. El café estaba delicioso, como tú; y la lectura puede esperar en estos casos. ¿No crees?

―Eso creo, Javier. Lo peor de todo es que tendrás que volver a casa para cambiarte ocultando las manchas.

―¡No! ―aseguró pasando la mano por la tela―. Tengo mojadas las piernas, no los pantalones.

―¿A qué hora te tienes que ir?

―Tengo que estar en el hotel a las once y media. Me pongo el uniforme y ninguno de aquellos groseros notará la felicidad que llevo por dentro y pegada a mis piernas.

―No tiene por qué ser así ―apunté―. Si los pantalones no están muy mal, puedo darte unos calzoncillos limpios… después de ducharnos. ¿Qué piensas?

―¡Hm! Pienso en ti ―exclamó―. Pensaré toda la noche en ti; estoy seguro. Me iré de aquí al hotel sin pasar por casa. Basta con que avise.

―Aún tenemos tiempo para leer ―dije―. Hasta la cena y hasta que te lleve al hotel. Antes de eso, me agradaría mucho verte completo; sin ropa. La ducha es un sitio perfecto y nos servirá para relajarnos.

―Cuando tú digas ―musitó echando su cabeza sobre mi hombro―. Ojalá no tuviese que ir a trabajar hoy…

―¿Te quedarías conmigo a dormir? ―inquirí―. Quiero conocer tus gestos, cómo comes, como duermes, cómo abrazas, cómo respiras…

―Mañana, sin duda. Ni voy a dejarte con esas dudas ni quiero perderme tu belleza.

No abrimos nada más que un libro aquella tarde; el de nuestras vidas. Y nos leímos uno al otro cuanto pudimos hasta que nos despedimos, con mucha tristeza, como si no fuésemos a vernos otra vez, cuando lo dejé en el hotel.

Cumplimos aquellos proyectos que hicimos esa tarde. Salimos por las noches, se fue quedando en casa cada vez más y acabamos encuadernados en uno solo. Para siempre.