La lección de la pupila

¿Alguna vez te has follado el coño de una jovencita, profesor; una jovencita como yo?

—¿Alguna vez te has follado el coño de una jovencita, profesor; una jovencita como yo?

Levanté la vista y suspiré; suspiré porque estaba cansado de oír aquellas preguntas, cada vez más asiduas en niñas cuyos cuerpos ya son propios de mujeres, pupilas cuyos pensamientos aún salpican más en el charco adolescente que en el adulto, pero con epicentros hormonales ya desarrollados, propios de niñas procaces, gustosas de conocer los misterios del sabor y el olor del sexo. Levanté aún más la vista y, antes de posarla sobre los ojos de mi pupila, o sea, tú, imaginé esa sonrisa morbosa, ignorante de las consecuencias, preñada de deseos concupiscentes, al lado de una mirada brillante, infame, inconsciente ante las ETS y el embarazo juvenil, cuyo único deseo en ese momento es que alguien la alivie ese ardor que le consume el alma, que la hincha la vulva irrigada de sangre saturada de hormonas, de pezones inflados, hipersensibles al minúsculo roce del sujetador.

Y era esa mirada, aquella mirada que tan poco te molestabas en variar, adjunta a esos labios que tanto gustan de nombrar marranadas pero que propugnaban una limpieza corporal exquisita, sublime, inversamente proporcional al recato en el vestir, buscando un cúmulo cada vez mayor de miradas masculinas atrapadas en carnes insinuadas bajo la ropa, dejando que la imaginación venérea adivine, sin mucho trabajo, el grado de elasticidad de la ropa interior que realza tus mamas o comprime los pliegues del sexo. Y dije que basta, que qué cojones, que si quieres polla, tendrás polla, que si no pruebas la miel de mi verga, los pellizcos de mis dedos sobre tus nalgas y pezones, que si no te sorbo con delectación el mejunje de tu vagina escanciadora otro lo hará y que cuando se pide guerra, hay guerra y, más tarde, al solicitar tregua no tendrás tregua, sino recrudecimiento.

Y te sorprendes cuando me abalanzo sobre ti buscando el néctar de tus labios enrojecidos, lamiendo una saliva espesa, caliente, formada por más hormonas que agua, hormonas que ahora me hacen sujetarte por la cintura y sentarte en volandas sobre el pupitre, abriendo tus piernas y procediendo a aspirar aquel aroma a coño hambriento, continuo tormento de los tímidos y acomplejados, goce inmenso de los bravos y arrojados. Considero inadmisible que, bajo la minifalda, aquellas bragas de transparencias locuaces oculten mi tesoro, tu preciado tesoro; las aparto con desdén, exponiendo el vello salpicado de lúbrico deseo, fuente del olor que me enloquece y ahora entorpece tus movimientos, que te hace abrir los ojos cuajados de estupefacción y cerrarlos con fuerza al sentir mi lengua lamer tu coño, tu lindo coño, deleitándome con su sabor y embriagándome de su aroma, alimentándome de tu desconcierto, fortalecido con los gemidos que escapan de aquella garganta que ahora se agita dichosa, vibrante, bajo mis dedos los cuales descienden por la blusa ceñida y atenazan las mamas que, quizá, un día sirvan para alimentar, pero que hoy me sirven de agarraderos para poder introducir mi apéndice bucal en el interior del coño.

Este coño que me sabe a gloria y te lleva a la gloria, pero que no deseo que tan feliz momento llegue porque, a tu pesar, todavía debe ser pasto donde se alimente mi verga, verga que expongo ante tus ojos ateridos por el deseo, encaramándome en el pupitre sobre ti, arrodillado y apresando tu vientre convulso, arrancando los débiles botones de la blusa que ciñe tu pecho, desgarrando la fina gasa del sujetador conquistado hace años con incipientes tetas convertidas ahora en magros asideros, juguetes de mis dedos pertinaces, mientras tu lengua ansía, y si no ansía, la obligo, a embadurnar con esa saliva espesa mi nabo expectante y mis testículos abotargados; y no me detengo a pensar qué hago, qué hago, obligando, acaso obligado, a que una jovencita retenga en su paladar mi glande henchido y mis cojones asidos entre sus manos, porque solo mujo de placer, ahondando con mis uñas en los pezones exagerados, mientras llevo una mano a mi espalda y horado con mis garras la gruta que tanto proteges por la que ahora desfalleces, pero tus sofocos se ahogan porque mi verga tapona tus labios y tu garganta es la única depositaria de los quejidos de perra husmeadora de lo que ahora tiene, de lo que quizá solo hayas imaginado o escuchado y de lo que ahora te embarga y retiene sobre el pupitre.

Pero ya decido que mi polla está bien trajinada y mis cojones bien manoseados, por lo que retrepo hasta el suelo, alzándote las piernas sobre mis hombros, exponiendo tus carnosidades femeninas ante mi vista, tus vellosidades juveniles, coquetamente trabajadas en absurdas formas sin más propósito que dirigir en este momento a mi verga presurosa al objetivo, ansiosa por acometer la faena, cosa que empiezo con diligencia, sin ambages de amoríos idealizados, sin la atadura de una posible rotura de sanguinolentas consecuencias, no soy tan idiota para imaginar que esta perrilla aún tiene lagunas de conocimiento o experimento carnal porque se te nota en la cara de guarra que exhibes, mientras ahondo con mi pene en tu vagina encharcada, y cierras los ojos y suspiras jubilosa, pero más jubilo me llena a mí al sentir aquel agujero estrecho amoldarse al paso de mi herramienta, de sentir el lúbrico roce de mi glande recorriendo tu conducto de hembra. Inadmisible considero también que esas mamas sean acunadas por tus manos acogedoras al son de mis empellones, trae acá, perra lasciva, quita esos dedos tiernos y prueba mis tenazas aprisionando tus tetas, gime como la jovencita que ha pedido sexo y se le da, sufre las consecuencias de mi inesperada reacción, grita, dejo que grites, lo llevabas pidiendo hacía días, semanas, con miradas lánguidas, labios gruesos y posturas faltas de casualidad.

Ven aquí, putita mía, agárrate a mis hombros y sujétate por la cuenta que te trae, abrázame fuerte, muérdeme si lo deseas en el cuello mientras clavo mis dedos en tus nalgas vibrantes, mientras mi polla perseverante destroza cualquier posibilidad de goce prematuro, sí, grita más si quieras, mi niña, deja escapar esas marranadas de tus labios que me enardecen, grita a todo dios que te estoy matando de gusto y que nuestro sudor derramándose no será en vano, que nuestros labios unidos en húmedos besos dejarán impronta indeleble, que este polvo será punto de inflexión en tu aún por recorrer mundo carnal porque te auguro grandes triunfos, muchacha de mamas henchidas y nalgas pizpiretas, de coño devorador y mirada hiriente, de voz ardorosa y labios borboteantes de cochinadas irreverentes; pero deléitate, mi niña, al menos hoy, al menos ahora, con mi orgasmo de luces multicolores y leche generosa, grita angustiada ante los furiosos términos de mi dicha sexual, sublímate como yo lo hago en varias proyecciones de semen regando tu vergel.

Descansa ahora, pupila, luego de mi goce, déjate posar sobre el pupitre y yo te dejaré recomponerte, coger aire y aquietar tu dolorido corazón. Coge aire, sí, coge aire porque mi verga se enardece de nuevo ante tu respiración agitada y tus labios tumefactos. No pensarías que la dicha de ambos termina aquí, no, guapa, no, pero ya veo que sonríes al ver trepar mi nabo ante la vista de tu cuerpo sudoroso, cimbreante, de pechos agitados, acaso abrumado por el deseo satisfecho, y si no lo está, te juro que lo estará, guarrilla mía, trae acá ese manantial de húmedos disfrutes que voy a aplacar mi sed. Retomemos, pues, la lección, pupila.