La joven del chándal rosa
Se cruzaban cada día después de las 20. Él volviendo a casa del trabajo y ella gastando el tiempo con sus colegas, en el banco de la plazoleta que rodeaba la boca del metro, entre el humo de algún peta y un beso profundo. Casi siempre vestida con chándal rosa. Era casi una niña, quizás ¿ tendría 16 años?, aunque con el maquillaje pareciese más. Él bien podría ser su padre.
Se cruzaban cada día después de las 20. Él volviendo a casa del trabajo y ella gastando el tiempo con sus colegas, en el banco de la plazoleta que rodeaba la boca del metro, entre el humo de algún peta y un beso profundo. Casi siempre vestida con chándal rosa.
Era casi una niña, quizás ¿ tendría 16 años?, aunque con el maquillaje pareciese más. Él bien podría ser su padre.
Días que pronto fueron meses el cruce de miradas iba cambiando con el paso de las estaciones, se tornaba lascivo e impúdico. Cada año más al límite. Ella lo veía acercarse desde lejos y esperaba que él posara su mirada en ella para abrír las piernas sentada sobre su chico y dejar a la vista del hombre que no llevaba braga. Otras veces le comía la boca repentinamente a su acompañante mientras miraba con sus ojos negros al hombre pasar. En verano dejaba en evidencia que debajo de la blusa no llevaba sostén.
Que la situación lo ponía cachondo, era innegable. Su mirada pasaba de benébola a sibilina y hurgaba en lo efímero del instante dentro de la muchacha, calándola hasta los huesos.
Un lunes invernal se complica el trabajo y el hombre sale más tarde de lo usual, noche cerrada con neblina. Apuró el paso para llegar a casa y por fin olvidarse de todo hasta el amanecer. No esperaba encontrarse con la joven pero así fue. Salió de un portal cruzándole el paso, haciéndole frenar en seco. Sin una palabra se lanzó sobre ese hombre que la volvía loca desde hacía tanto tiempo. Le rodeó el cuello con sus brazos y le besó de una manera nueva, hambrienta y jugosa. El hombre intentó zafarse pero ella entrelazó los dedos en su cabello y lo atrajo más hacia sí, mientras arqueaba la espalda hacia atrás y lo empujaba con su pelvis. El miembro del hombre sintió el llamado y reaccionó.
Le tomó de una mano y con la otra abrió la puerta de la casona forzándole a entrar.
Un salón minúsculo bastó para desencadenar la excitación contenida.
- Estamos solos hasta la medianoche cuando llegan mis padres. Llámame perra y enséñame lo que es un hombre de verdad.
Puro anonimato. Nada de vínculo personal.
El hombre le giró sobre sí y le bajó el chandal rosa, la inclinó sombre el respaldo del mini sofá lamiéndole desde el culo hasta el clítoris. Luego cogió las caderas redondas entre sus manos enormes para acoplarla mejor a la altura de su polla. Sin delicadeza hundió su bestial falo de capullo morado de un solo embiste en la tierna vagina. Ella gimió e iba a decir algo pero él la cortó inmediatamente, no le dejó girar la cabeza hacia atrás porque con sus largos brazos le había alcanzado la vulva y le daba palmaditas con la mano abierta. La joven se estremecía con cada asalto hasta correrse como nunca antes a repetición. Premeditadamente el hombre sale de adentro de la joven y le insinúa al oído que le penetraría analmente, que se lo iba a llenar entero y que podía dolerle. Su tono de voz era poco modulado, seguro, como una cuchilla de afeitar que abre la piel sin anestesia. La mujer podía sentir su aliento cerca de la cara; se quedó flotando como un halo gris. Esa dulce amenaza surtió efecto y se sintió incómoda con ese pene fuera de ella. El hombre dominante cogiéndola con fuerza la sentó sobre él clavándose por entero en la carne femenina. Ella rogó, gimió y gritó para terminar dejándose llevar y poseer. Sus deseos contenidos durante años y ese toque de locura que alimentaba su fantasía con el desconocido la envolvió todo ese tiempo haciéndose más agudo hasta explotar esa noche. La frontera entre sus cuerpos se hizo nula. Ella cabalgaba descontrolada en una montaña rusa de placer mientras él calmaba sus ansias furiosamente sujetándole nalgas.
Y después aquel calor salado, afixiante, inesperado. Los expertos dedos masculinos presionaron el clítoris y ella se volvió a abrir como una flor. De pronto la suelta y empuja obligándola a ponerse de pie a la vez que eyaculaba en la mano con forma de cuenco. Ella miraba agitada sin entender.
- A cuatro patas - le ordenó el amo con voz firme - como una buena perra.
Ella obedeció y bebió de la mano del hombre la recompensa.