La isla del placer. 5 putas a mi disposición

Unos científicos alertan al mundo que se avecina el fin del mundo, tal y como conocemos, pero únicamente un millonario les hace caso y se prepara para ello. Fundando una colonia en una isla deshabitada, crea una nueva sociedad a su medida y a la de su maquiavélica asistente.

El principio de esta serie lo subí como parte de un ejercicio. Ahora me comprometo a terminarlo.

Cap. 1.- Me alertan de lo que se avecina

«¡Malditos hijos de puta! ¡No me hicieron caso!», pensé cuando desgraciadamente las predicciones se hicieron realidad. El mundo se había ido a la mierda, aunque por suerte, ¡yo estaba preparado!

Para explicar lo ocurrido, os tengo que narrar cómo y cuándo me enteré de la amenaza que se cernía sobre la humanidad. Desde el punto de vista teórico, todo empezó hace más de treinta años, cuando John Stevenson y Larry Golsmith alertaron al mundo de los efectos que tendría sobre la civilización una hipotética tormenta solar de grado 5.

Según su teoría, una llamarada de proporciones inauditas de la corona del Sol provocaría la destrucción de todas las redes de comunicaciones y de las redes de energía del planeta. Sus ideas de finales del siglo XX eran aceptadas en mayor o menor medida por toda la comunidad científica. Las que no disfrutaron de ese consenso mayoritario cuando fueron enunciadas, fueron las predicciones de Zail Sight y sus díscolos discípulos de la universidad de Nueva Delhi.

Estos científicos indios alertaron hace cinco años que según sus cálculos cada ciento cincuenta años aproximadamente se producía una que era capaz de sobrepasar esa cifra y llegar a ser de grado seis, lo que provocaría que todo aparato eléctrico conectado a cualquier fuente de energía se viera destruido por la acumulación del magnetismo proveniente de nuestro astro rey.

Si ya entonces fueron llamados catastrofistas, cuando hace dos años anunciaron que habían conseguido calcular la futura evolución de la corona solar y que la tan temida tormenta iba a tener lugar a finales del 2022, les tildaron de locos de fanáticos.

Recuerdo todavía el día que la jefa de ingeniería de mi empresa, Irene Sotelo, me llamó una mañana para alertarme de los problemas que eso ocasionaría en nuestra corporación. Estaba tan asustada que debía ser serio el asunto y mirando mi agenda vi que tenía un hueco libre en dos semanas, por lo que le ordené que cuando viniese a verme lo hiciera no solo con las consecuencias que tendría en la compañía, sino que lo ampliara su radio de acción a España, Europa y el mundo.

―Jefe, es una tarea inmensa― protestó al comprender que lo que le pedía le venía grande y que, para darme un informe coherente, necesitaría de la ayuda de expertos en muchas materias.

―Ya me conoces Irene― contesté ―no acepto que me vengas con los temas a medias. Si tan grave es, necesito verlo a nivel global. Si necesitas contratar a más especialistas, hazlo, pero quiero una respuesta. Tienes dos semanas.

―De acuerdo, creo que no se arrepentirá de escuchar lo que quiero decirle. Si no me equivoco, nos acercamos al fin del mundo tal y como hoy lo conocemos.

Al colgar el teléfono, me sumergí en internet con la intención de enterarme sobre qué coño hablaba porque si de algo me había servido el pagarla puntualmente un sueldo estratosférico, fue saber que esa mujer no hablaba nunca a la ligera. Reconozco que cuando la contraté además de su brillante curriculum, me atrajo que tanta seriedad y talento estuvieran envueltos en una belleza desbordante, no en vano, el mote que le habían puesto en Harvard era el de Miss Brain, es decir Miss Cerebrito en español. Con sus veintinueve años y su metro setenta y cinco de altura, Irene podía perfectamente haber tenido una carrera en las pasarelas.

Era la unión perfecta de hermosura e inteligencia.

Volviendo al tema, cuanto más leía, más acojonado me sentía y por eso llamando nuevamente a mi empleada, le ordené que no reparara en gastos y que, si debía de tomarse un mes, que se lo tomara pero que cuando viniese a verme quería una visión global y las posibles soluciones.

―Entonces, ¿me cree? ― preguntó al escuchar mis directrices.

―No, pero no he llegado a donde estoy siendo un ingenuo. Si hay una posibilidad de que eso ocurra, quiero estar preparado.

―No esperaba menos de usted― contestó dando por terminada la conversación…

Permítanme que me presente. Quizás mi nombre, Lucas Giordano Bruno, no les diga nada porque me he ocupado de ocultar mi vida al público en general desde que en el 2003 y con veinticinco años, me convertí en millonario gracias a las punto com.

Desde entonces mi fortuna se había multiplicado y puedo considerar sin error a equivocarme que desde 2015 era uno de los cincuenta hombres más ricos del planeta. Tenía intereses en los más variados sectores y si de algo me vanaglorio es que me anticipo al futuro, por eso y queriendo asegurarme de tener varios informes, llamé al rector del MIT ( Massachusetts Institute of Technology ) la más prestigiosa universidad de ingeniería del mundo, ubicada en Boston.

Mr. Conry me conocía gracias a diversas donaciones por lo que no solo contestó la llamada, sino que se comprometió a darme en ese mismo plazo sus conclusiones.

A los quince días, Irene llegó a mi oficina puntualmente. Su gesto serio me anticipó los resultados de su informe. Sabiendo que esa conversación iba a ser quizás la más importante de mi vida, dije a mi secretaria que no me pasasen llamadas. Cortésmente, cogí a la rubia del brazo y la senté en una mesa redonda de una esquina de mi despacho.

―Por tu cara, creo que no traes buenas noticias― dije para romper el incómodo silencio que se había instalado entre las cuatro paredes donde trabajaba.

―No son malas, son peores. Aunque no es una posición unánime, la gran mayoría de los físicos que he consultado ven correctas las predicciones del científico hindú y ninguno de los que discrepa me ha podido explicar dónde están los errores de la teoría. Creo que llevan la contraria por el miedo a lo que representa.

―De ser cierto, ¿qué pasaría?

―Imagínese, según ese teórico, dentro de dos años y durante setenta y dos horas una corriente de viento solar sin parangón va a barrer la superficie de la tierra, destruyendo todo aparato eléctrico. Los primeros en caer serían los satélites, luego las redes eléctricas y para terminar las fábricas, los coches, los ordenadores etc. Va a ser el caos. Piense en una región como Madrid: ¿cómo narices se alimentarían sus seis millones de personas, si los camiones o los trenes que diariamente les traen la comida no funcionaran al estar destrozados todos sus sistemas eléctricos?

―Se arreglarían― dije tratando de llevarle la contraria.

―Pero ¿cómo? Las fábricas estarían igualmente inutilizadas e incluso si se pudiera traer por carromatos a la antigua, no habría forma de cosechar los campos porque los tractores estarían igualmente estropeados.

―Entonces, ¿qué prevés?

―Vamos a retroceder a una sociedad preindustrial con el inconveniente que en vez de mil millones de personas en la tierra hay actualmente siete mil. Sin electricidad de ningún tipo, no habrá fábricas ni alimentos, ni nada. Ni el ejército ni la policía van a poder parar el caos. La violencia y el hambre se adueñarán del mundo.

― ¿Cuántas víctimas? ― pregunté para cerciorarme que coincidía con el informe que tenía en mi cajón.

―Los cálculos más optimistas creen que la población mundial se reducirá en menos de dos años a una décima parte, pero los hay que rebajan esa cifra a los trescientos millones de personas en todo el planeta. Piense que, tras el hambre y la guerra, vendrán las epidemias….

― ¿Qué soluciones existen?

―Solo una, desconectar todos los sistemas eléctricos durante un periodo mínimo de tres meses, ya que no es posible precisar cuándo va a ocurrir con mayor exactitud. Y, aun así, sería un desastre, habrá cosas que será imposible de salvar como los satélites o las centrales nucleares.

―Lo comprendo y lo peor es que lo comparto. Como te habrás imaginado, no me he quedado esperando a que me trajeses los resultados de tu análisis y he pedido otros. Todos desgraciadamente corroboran en gran medida tus predicciones.

―Y ¿qué haremos? ― dijo, echándose a llorar, hundida por la presión a la que se había visto sometida.

―No dejarnos vencer. Tengo… mejor dicho, tenemos dos años para sentar las bases del resurgimiento de la humanidad. Aunque voy a tratar por todos los medios de convencer a los gobiernos de lo que se avecina, no espero nada de ellos. Por lo tanto, me vas a ayudar a desarrollar un plan alternativo. De hecho, previendo este resultado me he comprado una isla deshabitada de 10.000 hectáreas frente a las costas de África de sur.

―No comprendo― respondió levantando su cara.

―Quiero que te hagas allí cargo de la construcción de una ciudad para mil doscientas personas, cien por cien independiente, con sus fuentes de energía, sus fábricas indispensables y que cuente con reservas de todo tipo para tres años. Deseo que todo esté listo para que cuando pase la tormenta la pongamos en marcha. ¡Tienes dos años!

Cap. 2.― Los preparativos.

Esa misma semana me deshice de mis empresas y con el dinero en efectivo, contratamos a los mejores ingenieros y contratistas para que se hiciera realidad mi sueño.

¡Y lo hicieron! ¡Vaya que lo hicieron!

En la superficie, construyeron un pequeño pueblo que se podría confundir con un complejo hotelero compuesto de cerca de doscientas chalés, pero, bajo tierra a más de cien metros de profundidad se hallaba el verdadero objeto de mi inversión.

Según los científicos a esa profundidad, los sistemas que mantuviésemos allí no se verían afectados por el viento solar y aprovechando una antigua mina de sal, habíamos ubicado en su interior un sistema de ordenadores que competía con el del pentágono. Usando a los mejores informáticos del mundo sin que ellos supieran el objetivo, habíamos hecho una copia de todo el saber humano. Todo libro, todo ensayo o toda investigación que se hubiese realizado hasta el apagón, quedaría resguardado en la memoria cibernética del complejo.

Pero mi sueño iba más allá, al saber que la guerra y el hambre reducirían el material genético humano, decidí preservar lo mejor del mismo. Por lo que publicité que se iba a crear la mayor base genética del mundo y que se iba a seleccionar lo mejor de la humanidad. Y aprovechando la vanidad de hombres y mujeres, estos con gusto cedieron su material al saber que eran de los elegidos y en menos de un año, en esa isla alejada del mundo, me encontré con que tenía en mi poder el esperma y los óvulos de las mejores cabezas que poblaban la tierra en ese fatídico tiempo.

Por otra parte, construimos enormes almacenes y muelles que llenamos además de con comida, con cientos de vehículos, barcos y aviones, convenientemente desconectados y con sus baterías a buen recaudo bajo toneladas de hormigón hasta que pasase la tormenta solar. También y contraviniendo las normas internacionales, hicimos un acopio de armas de guerra que no se limitaban a fusiles o ametralladoras, sino que nos aprovisionamos de misiles y demás armamento pesado.

Y todo ello en menos de dos años.

Lo más difícil fue seleccionar a los habitantes de “la isla del Saber”, tras muchas dudas y gracias a una conversación con Irene, llegué a la conclusión del método de elección. Tenía claro que debían de ser todos jóvenes sin enfermedades y con una capacidad mental a la altura de las circunstancias, pero fue mi ayudante la que me dio las bases de la sociedad que íbamos a formar:

―Jefe― me dijo con su aplomo habitual: ―Seamos claros. Partiendo que usted viene y que espero que también yo sea una de las elegidas, tenemos que considerar que tendremos que maximizar el potencial de crecimiento de la población.

―Si te preocupa el hecho de acompañarnos, no te preocupes. Cuento contigo, pero no he entendido a que te refieres con eso de maximizar el crecimiento― contesté siendo absolutamente sincero. Su presencia entraba en mis planes, pero respecto a lo otro estaba en la inopia.

―Verá, aunque resulte raro debe haber una desproporción entre hombres y mujeres. Si vamos a disponer del banco de semen y de óvulos, no es necesario que haya igualdad de género e incluso no es deseable porque como los hombres no pueden parir, necesitamos más vientres que den a luz la nueva raza. Por lo que le propongo que haya un hombre por cada cinco mujeres.

―Me niego. Eso causaría problemas a corto plazo. Imagínate como se podría articular una sociedad básicamente femenina. Sería un desastre, los problemas por tanta diferencia de sexos convertirían a la isla en insoportable.

―Se equivoca. En primer lugar, sería solo durante una generación porque a partir de los nacimientos la proporción se equilibraría. Si disponemos de mil mujeres a cinco hijos por mujer, en veinte años seríamos un pueblo de cinco mil personas. En cambio, si llevamos a quinientas difícilmente pasaríamos de las dos mil.

―Tienes razón y estamos buscando el resurgir de la humanidad― contesté: ― pero ¿cómo vas a arreglar ese desajuste inicial? ¿Vas a llenar el pueblo de lesbianas?

―No, jefe― me contestó ―alguna habrá que llevar, pero estaba pensando en una rigurosa selección psicológica por medio de la cual, las elegidas acepten con agrado dicha desproporción. Tanto los hombres como las mujeres serán seleccionados como si de familias de seis miembros se tratase, deben de compenetrarse. Habrá que escoger los candidatos en función de esa futura sociedad marital, de forma que antes de llegar a la isla sabremos que personas vivirán en cada casa.

― ¿Me estás diciendo que ya, desde el inicio, habrás formado paquetes de seis personas, cien por cien compatibles?

―Sí, las nuevas técnicas de análisis psicológico lo permiten. Recuerde que durante siglos a los hijos se le decía con quién casarse y no fue ello un problema. Hoy en día es posible seleccionar estas familias pluri parentales. De igual forma, los hombres que elijamos deben de estar a la altura físicamente. Piense que dispondremos de menos de doscientos para las labores duras y de defensa por si algo nos amenaza, por eso creo que el perfil de estos debe ser físico y el de las mujeres intelectual.

―De acuerdo lo dejo en tus manos― respondí sabiendo que eso llevaría a un matriarcado: ―el mundo ha ido de culo cuando han mandado los hombres.

Sin saber a ciencia cierta cómo me iba a afectar eso en un futuro, decidí que a nivel humanidad era lo acertado. Y como en mi caso yo no disponía de pareja, me traía al pario las candidatas que el sistema informático me colocase en casa porque en teoría serían compatibles.

―Y, por último― me explicó ― como no quiero sorpresas y si a usted le parece bien, deberíamos aplicar en nuestros futuros compatriotas los métodos experimentales que nuestra empresa ha venido desarrollando de fijación de normas de conducta…

―Me he perdido― tuve que reconocer.

La mujer haciendo una pausa, bebió agua y recordándome unos experimentos ultrasecretos que habíamos realizado para el ejército, me dijo:

―Tras el desastre se va a producir un gran estrés en todos. Debemos evitar cualquier tipo de conato de insumisión y, por lo tanto, creo necesario que grabemos en sus mentes una completa obediencia a nuestras órdenes.

Con todo el descaro del mundo, se estaba nombrando la segunda líder de nuestra futura sociedad, adjudicándose además una lealtad que yo quería solo para mí y por eso, levantándome de la mesa, le solté:

― ¿Y cómo me garantizo yo tu obediencia? Si acepto tu sugerencia, podrías darme un golpe de estado.

―Jefe, creo haberle demostrado en estos años mi absoluta subordinación― contestó Irene echándose a llorar: ― Jamás he discutido una orden suya incluso cuando me mandaba hacer algo poco ético como este plan. Si usted quiere, puede mandar a analizarme por los mejores psicólogos y si aún le queda alguna duda, no pongo inconveniente en ser la primera en someterme al tratamiento.

―Lo haré― dije despidiéndome de ella, cortado al darme cuenta de que tras esas lágrimas se escondía una demostración de afecto que hasta ese momento desconocía.

Al verla marchar, me quedé mirando su culo y por vez primera desde que la contraté, pensé que sería agradable compartir con ella, no solo el mando de la “isla del Saber” sino mi cama y rompiendo los límites que siempre había respetado en nuestra relación, la llamé. Una vez la tuve nuevamente a mi lado, forcé sus labios con los míos. Tras la sorpresa inicial, Irene se pegó a mi cuerpo y respondiendo al beso con una pasión inaudita, buscó con sus manos mi entrepierna. Satisfecho con su entrega, me separé de ella y diciéndole adiós, le informé que quería que formara parte de las cinco mujeres que me adjudicaran.

La mujer, que en un principio había recibido mi rechazo con dolor, sonrió al escucharme y desde la puerta, me contestó con voz alegre:

―Ya lo tenía previsto, jefe. Y como lo ha descubierto, no me importa decírselo. Llevo enamorada de usted desde el día que me contrató, pero esa no es la razón por la que espero ser una de ellas. El verdadero motivo es que, según nuestros especialistas, somos una pareja perfecta. Sus gustos se complementan con los míos y si no me cree, no tiene más que leer el informe que he dejado sobre la mesa.

Sorprendido por sus palabras, abrí el sobre que me había dejado y alucinado, reparé que era una advertencia de mi departamento de seguridad datada dos años antes, donde me informaban de la peligrosa sumisión que esa mujer sentía por mí. En ese documento detallaban con absoluta crudeza que Irene estaba obsesionada conmigo y que además de empapelar su piso con fotos nuestras y haber revelado a sus amistades su enamoramiento, varias veces al mes contrataba los servicios de un prostituto que resultaba una copia barata mía. Prostituto al que obligaba a vestirse y a actuar como si fuera yo. Si ya eso era revelador, más lo fue leer que en sus encuentros sexuales, ella se comportaba como sumisa, dejando que el vividor la usara del modo que le venía en gana.

«Menuda zorra», pensé mientras repasaba el dossier.

No solo había conseguido evitar que llegara a mis manos, sino que usando mi propio dinero había obtenido un completo perfil mío y de mis preferencias, descubriendo que, fuera de la oficina, yo también practicaba a menudo el mismo tipo de sexualidad. Lejos de enfadarme su intromisión en mi privacidad, me divirtió y soltando una carcajada, decidí que esperaría a estar en la isla para poseerla.

«Me queda solo un año para disfrutar de las mujeres del mundo antes que la tormenta asole la civilización y cuando ello ocurra, me recluiré en la isla donde tendré todo el tiempo para moldearla a mi antojo».

Cap. 3.― Mi llegada a la isla del saber.

Puse mis pies por vez primera en esas tierras el doce de octubre de 2019. La fecha la elegí por dos motivos: el primero y más importante fue que ese día empezaba el margen de seguridad que nos habíamos dado y aunque estaba previsto para principios de diciembre, no quería correr el riesgo de quedarme fuera, siendo además el 527 aniversario del descubrimiento de América, lo que le daba un significado especial: Si la hazaña de Colon marcaba, para la cultura hispana, el inicio de la edad moderna por el encuentro de dos mundos, esa fecha marcaría también en el futuro, el hundimiento de la sociedad tal y como la conocíamos y el resurgir de una nueva era.

Como habíamos acordado, Irene me esperaba en el helipuerto. Desde el helicóptero que me había llevado hasta allá, observé que esa mujer venía enfundada en un vestido de cuero negro totalmente pegado, lo que le dotaba de una sensualidad infinita. Al verla recordé la cantidad de veces que durante el último año estuve a punto de llamarla para disfrutar de su cuerpo, pero siempre, cuando ya tenía el teléfono en mi mano, cambié de opinión al saber que ella estaría esperándome a mi llegada.

Sabiendo que cuando se marchara el piloto con la aeronave, nada ni nadie saldría de la isla y que en lo que a mí concernía el mundo ya había desaparecido, decidí que era el momento de tomar lo que era mío y por eso tras responder a su saludo, la cogí entre mis brazos y pasando mi mano por su trasero, le ordené que me mostrara las instalaciones.

Ella, al sentir el posesivo gesto con el que la saludé, puso cara de satisfacción y rápidamente me dio un tour preliminar por el pueblo y demás edificaciones, dejando para lo último el bunker bajo tierra.

Al llegar a la antigua mina, me sorprendió el buen trabajo que mi asistente había realizado. No solo se palpaba que la obra estaba acorde con las especificaciones, sino que una vez en el terreno, no me costó advertir que había realizado mejoras sobre el proyecto inicial. Irene me fue detallando todos los detalles y el dinero que había invertido, explicándome los ahorros que había conseguido. Al oírla, no pude evitar el reírme. Ella confusa por mi reacción me pidió que le explicase la razón de mi risa:

―No te das cuenta de que, en menos de dos meses, el dinero que me sobra no valdrá para nada― contesté.

―Se equivoca. Usando los poderes que me dio, no solo me he gastado el resto de su fortuna, sino que le he hipotecado de por vida― respondió con una sonrisa.

―No te alcanzo a entender― dije bastante molesto por que, como de costumbre, me llevara la delantera.

―Usted sabe que durante toda la historia de la humanidad ha existido un valor refugio.

―Claro. El oro, pero... ¡qué tiene eso que ver!

―Desde el primer día he estado acumulando todo el oro que he podido y cuando se gastó su dinero, pedí a los bancos que nos financiasen mucho más, usando lo comprado como garantía.

― ¡Serás puta! Me has arruinado― contesté sin parar de reír: ― ¿cuánto has conseguido?

―Veinte toneladas.

Al escuchar de sus labios, la cifra hice cálculos y comprendí a que se refería. Mi brillante asistente había acumulado oro por valor de más de setecientos millones de euros. Sabiendo que, si todo fallaba, me había metido en un broncón considerable, pero si la tormenta tenía lugar eso daría a nuestros descendientes una herramienta con la cual canjear toda serie de productos con el exterior, dije:

―Bien hecho, pero que sea la última vez que me ocultas algo tan importante. Si vuelves a hacerlo, no tendré más remedio que castigarte.

― ¿Y no podría darme un anticipo? ― respondió poniendo un puchero: ―Llevo un año esperando y además tengo que reconocerle que le esperan más sorpresas.

Su descaro me volvió a divertir y cediendo a sus ruegos, le di un fuerte azote en sus nalgas mientras que con la otra mano acariciaba uno de sus pechos. La muchacha gimió sin cortarse por la presencia de público y sonriendo, me dio las gracias.

―Lo necesitaba― exclamó mientras acariciaba con su mano el adolorido trasero y volviendo a su cometido inicial, me pidió que tomáramos el ascensor para bajar a la zona de ordenadores.

Encerrado en el estrecho habitáculo solo con ella y mientras bajábamos los cien metros que nos separaban de la sala a la que íbamos, no pude dejar de fijarme que bajo su vestido dos pequeños bultos revelaban a la altura de su pecho la excitación que dominaba a la muchacha al saber que, en pocas horas, iba a hacer realidad su sueño de tenerme. Forzando su sumisión, le pedí que se quitara las bragas.

― ¿Ahora? ― me preguntó confundida.

―Sí y no quiero repetirlo.

Sonrojada al máximo, Irene se levantó el vestido, dejándome disfrutar de unas piernas perfectamente torneadas que esa noche iba a poseer, y despojándose del coqueto tanga rojo que llevaba, me lo dio. Al cogerlo, me lo llevé a la nariz y por vez primera, olí el aroma dulzón de esa mujer. Mi sexo reaccionó irguiéndose por debajo del pantalón, hecho que no le pasó inadvertido a mi acompañante, la cual para reprimir su deseo inconscientemente juntó sus rodillas.

―Hueles a zorra― le dije poniendo sus bragas a modo de pañuelo en mi chaqueta: –no sé si voy a aguantar las ganas de poseerte hasta esta noche.

―Soy suya― respondió acalorada―pero antes de que lo haga debo de enseñarle el resto de la isla.

Afortunadamente para ella, en ese momento se abrió el ascensor. Una enorme sala pulcramente recubierta de mármol blanco apareció ante mis ojos. No tardé en comprender que estábamos en la zona de cómputo. Multitud de cerebros electrónicos aparecieron ante mis ojos y tras una mampara, apareció una belleza oriental que me dejó sin hipo con su cara aniñada y su cuerpo menudo. Irene sonrió al descubrir mi reacción al ver a la japonesa y llamándola dijo:

―Akira, ven que quiero presentarte al jefe.

La muchacha, bajando su mirada, se acercó a donde estábamos y haciendo una reverencia tan usual en su país de origen, esperó a que mi empleada hablara. Irene ceremonialmente me presentó a la cría, explicándome que era el ingeniero jefe de sistemas y que tenía bajo su mando todo el mantenimiento de los equipos informáticos.

―Encantado de conocerla― dije dándole un beso en su mejilla. Ese gesto terminó de ruborizarla al no ser común en el Japón que un jefe saludara de esa forma a una ayudante.

―Señor, no sabía que usted venía― dijo tartamudeando: ―siento no haberle recibido como se merece.

―Así está bien, me gusta conocer a la gente en su lugar de trabajo.

―Pero es que no he tenido tiempo de arreglarme y quería causar en usted buena imagen― respondió casi entre lágrimas.

No comprendí su reacción hasta que vi a Irene, consolándola con un beso en la boca, le informó que esa noche la cena era a las ocho. El haber visto a esas dos mujeres morreándose me había excitado, pero también me había revelado que esa monada era una de las cuatro ocupantes de mi casa que no conocía. Satisfecho por la acierto de la elección, me despedí de ella con otro beso, pero esta vez en la boca y forzando sus labios con mi lengua mientras mi mano comprobaba la exquisitez de sus formas. La muchacha se derritió entre mis brazos y boqueando para respirar, me dio las gracias entre sollozos.

― ¿A esta que le pasa? ― pregunté a mi asistente nada más entrar al ascensor.

―No se preocupe, jefe. Esta feliz por la calidez de su recibimiento, el problema es que es muy emotiva y comprenda que he tenido tres meses para hacerla comprender quien es usted y que espera de ella.

―He adivinado que es una de las otras cuatro, pero dime: ¿quién le has dicho que soy yo?

―Pues quien va a ser, ¡su amo! ― respondió poniendo sus piernas entre la mía ―jefe, como sabía de sus gustos, la he adiestrado a conciencia. No todas sus mujeres comparten nuestra manera de amar, pero le aseguro que ninguna le va a defraudar y menos yo.

Su mirada me reveló la excitación que la consumía al tenerme tan cerca y por eso, le dije:

―Desabróchate un botón.

La muchacha me obedeció y eso que no comprendía todavía que mi intención era irla calentando a medida iba pasando el día. Al hacerlo me dejó entrever un discreto escote, pero, aun así, lo poco que revelaba se me antojaba apetecible.

―Tócate los pechos para mí― ordené interesado en forzar sus límites.

Avergonzada pero excitada, recorrió sus aureolas con sus dedos mientras las palmas me dejaban calcular su tamaño al sopesarlos.

―Tienes unas buenas ubres― dije con deseo: ―esta noche te prometo que, si te portas bien, mordisquearé tus pezones.

Mis palabras hicieron mella en la muchacha que, sin poderlo evitar, se restregó contra mi cuerpo diciendo:

―Jefe, ¿no cree que haber elegido a Akira hace que me merezca una recompensa?

Su entrega me cautivó y bajando mi mano a su entrepierna, alcé su vestido y con un dedo recorrí los pliegues de su sexo. Irene soltó un pequeño gritó al sentir mis yemas acariciando su clítoris e involuntariamente separó sus rodillas para facilitar mis maniobras. Su completa sumisión estuvo a punto de hacerme parar el ascensor y tomarla allí mismo, pero comprendiendo que era una guerra a medio plazo, estuve acariciando unos segundos más su pubis y cuando ya consideré que era suficiente, la separé diciendo:

― ¿Ahora adónde vamos?

―Al área de reproducción― me contestó totalmente acalorada y mordiéndose los labios para reprimir sus ganas de correrse.

― ¿Alguna sorpresa? ― le susurre al oído mientras le daba un pequeño azote.

―Sí― respondió comprendiendo al vuelo mi pregunta― Adriana Gonçalvez, además de ser la responsable del Banco de Genes y jefe médico de la isla, es otra de las mujeres con las que vamos a compartir casa.

―Por lo que veo, has seleccionado a esas mujeres tanto por su compatibilidad con nosotros como por su valía, de manera que las responsables de las áreas vitales de la isla serán las que formen parte de nuestra sui generis familia.

―No podía ser de otro modo, así tendremos controlado lo que ocurra.

―Bien pensado― respondí dándome cuenta de la inteligencia que esa mujer tenía y sobre todo de su sentido práctico y, con nervios, esperé a que se abriera la puerta del ascensor para conocer a mi siguiente novia.

El área sanitaria estaba compuesta de un pequeño hospital con un área anexa donde se ubicaban nuestras existencias genéticas. Al entrar vi con desilusión que la mujer que estaba sentada en la mesa era una insulsa castaña de aspecto nórdico. Cabreado pensé que al lado de las otras dos esta era una birria y con paso cansino, me dirigí a saludarla. Cuando ya estaba a punto de presentarme, oí a Irene decir:

―Gertud, te presento a nuestro presidente.

La mujer poniéndose de pie y adoptando un aire marcial, me extendió la mano, diciéndome que era un honor el conocerme. Lo adusto de sus modos me repelió, pero no dije nada y fue entonces cuando mi asistente le preguntó por su superiora de un modo al menos chocante:

― ¿Dónde está la zorra de tu jefa?

Sin poder reprimir una risa de gallina clueca, respondió que estaba en la sala de frío pero que enseguida la llamaba y chocando sus tacones al estilo nazi, desapareció por la puerta. Al cabo de tres minutos, salió del interior un pedazo de mujer.

Adriana resultó ser una mulata alta pero bien proporcionada. Al acercarse a mí, caí en la cuenta de que era de mi estatura y que, aunque desde lejos no se notaba, esa mujer tenía además de unos pechos grandes lucía un culo aún más enorme.

Al verme, sonrió y andando como si bailara, se acercó a mí y pegándome un besazo en los morros, dijo con su característico acento:

―Encantado de conocerte, ¡mi amor! No te haces la idea de las ganas que tenía de conocer al tan nombrado Lucas.

Su simpatía innata me cautivó desde el primer momento y siguiéndole la broma, le solté que no sabía que era tan famoso.

―No joda, primor. La perra de Irene no ha hecho más que nombrarte durante los últimos dos meses― respondió sonriendo con una dentadura perfecta― pero pase a mi despacho.

Casi a empujones me llevó a su cubículo y dejando pasar a mi asistente, cerró la puerta. Al hacerlo se quitó la bata dejándome comprobar que no me había equivocado al pensar que estaba estupendamente dotada por la naturaleza. Me quedé absortó al percatarme que bajo la blusa de tirantes que vestía, sus pechos bailaban desnudos sin la incómoda presión de un sujetador, pero más al observar que tenía los pezones completamente erizados. Mi cara debió de ser de órdago porque enseguida advirtió la lascivia de mi mirada y soltando una carcajada, me dijo:

―No creas que me he puesto cachonda al verte. Es el puto frio del congelador donde tenemos el semen.

― ¡Qué bruta eres! ― repeló Irene un tanto molesta por el poco tacto de la mulata.

―Tienes razón, perra mía. Disculpa Lucas no fue mi intención molestarte.

―No lo has hecho― respondí, descojonado con el desparpajo de esa hembra.

― ¡Qué bueno! Por fin alguien con sentido del humor y no estas guarras con las que vivo― dijo y cambiando su semblante, bajó la voz para preguntarme: ―Como ya estás aquí, se supone que el desastre se aproxima o ¿no?

―Calculamos que en menos de dos meses― explicó Irene al comprobar que me había quedado paralizado al enterarme que esa mujer sabía lo que se avecinaba y dirigiéndose a mí me confirmó que todas las habitantes de la casa estaban informadas del asunto.

―Recuérdame que te castigue― dije, aliviado, al no tener que exponer a ellas el futuro y que era lo que íbamos a hacer ahí.

― ¡Puta madre! Primor. Ya era hora que llegaras y le dieras una buena tunda. No sabes las veces que he tenido que sustituirte. Esta guarra cuando estaba triste me pedía que le comiera su chichi y paqué… cuando se corría en vez de oír mi nombre era el tuyo el que salía de sus labios. Además, estoy harta de tanta teta, lo que necesita este cuerpo es una polla que le dé un buen meneo.

La imagen de esa mulata comiendo el coño a la rubia, me terminó de excitar y entonces decidí que era el momento de comprobar hasta donde llegaba el acatamiento de mis órdenes, por lo que, mirando a Adriana a los ojos, le dije:

―Eso quiero verlo.

― ¿Aquí? ― respondió extrañada, pero al ver que con la cabeza lo confirmaba, me miró divertida y empezando a desabrochar el vestido a mi asistente, exclamó: ―Si lo que quieres es ver a esta guarra corriéndose, la verás. Solo te pido que, si necesitas desahogarte, lo hagas con tu mulata.

Irene, completamente abochornada por su papel, se quedó quieta mientras la mulata terminaba de despojarla del vestido. Casi desnuda y con un coqueto sujetador como única vestimenta esperó con el rubor cubriendo sus mejillas el siguiente paso de Adriana. Esta al ver que no llevaba bragas, pasó uno de sus dedos por los pliegues de su sexo y mirándome, me dijo:

―Lucas eres un cabronazo, ¡mira como tienes a la pobre! Cachonda y alborotada.

Al ver que le devolvía una sonrisa como respuesta, la brasileña comprendió lo que esperaba de ella y dando la vuelta a mi asistente, le quitó el sujetador y cogiendo sus pechos en sus manos, me los enseñó diciendo:

―Menudo par de pitones tiene la perra. Se nota que estás mirándola porque casi no la he tocado y ya está verraca.

Aumentando la calentura de su pobre víctima, le pellizcó los pezones mientras le susurraba que era una guarra. Irene suspiró al notar la acción de los dedos de la morena sobre sus aureolas y sin dejarme de mirar, llevó la boca de Adriana hasta sus pechos. Esta se apoderó de los mismos con su lengua y recorriendo los bordes rosados de su botón, los amasó sensualmente entre sus palmas. Mi asistente, incapaz de contenerse, gimió mientras intentaba despojar a su captora de la blusa.

La mulata no la dejó y de un empujón, la sentó sobre la mesa del despacho:

―Abre tus piernas, putita mía. Quiero que el patrón disfrute de la visión de tu coño mientras te lo cómo― ordenó bajando su cabeza a la altura del pubis de la rubia.

Desde mi posición, pude observar que llevaba el sexo completamente depilado y que Miss Cerebrito se estaba excitando por momentos. Queriendo participar, me puse al lado de ambas mujeres y mientras acariciaba el culo de la morena, me entretuve acariciando por primera vez el cuerpo de mi bella asistente. Irene excitada era más atractiva de lo que me había imaginado, sus ojos presos del deseo tenían un fulgor que jamás había conseguido vislumbrar en una mujer. No solo era una belleza, sino que todo en ella era seductor, incluso el sonido de sus gemidos tenía una dulzura que me cautivaba.

Adriana, más afectada, de lo que hubiera querido demostrar, se retorció cuando levantando su falda, mi mano se introdujo bajo la braga y cogiendo parte del flujo que ya empapaba su sexo, lo llevé hasta la boca de la rubia.

―Chupa mis dedos― ordené a mi asistente ― y comprueba si está lista.

Con gozo, se los introdujo en su boca y casi chillando, me contestó que sí. Colocándome detrás de la mulata, me bajé los pantalones y sacando mi pene de su encierro, puse la cabeza de mi glande en el sexo de la morena. Al comprobar que incapaz de soportar los celos porque ella no iba a ser la primera, Irene había cerrado sus ojos, le dije:

―Quiero que abras los ojos para que veas como me follo a una verdadera mujer y mientras lo hago, te prohíbo el correrte― dije a Irene y dirigiéndome a la mulata, le solté: ―Si consigues que me desobedezca, te la entrego durante una semana.

Adriana, estimulada por la recompensa, aceleró las caricias de su lengua mientras torturaba los pezones con sus dedos. Pude ver que, luchando contra el deseo, mi rubia apretaba sus manos y con la cara desencajada, de sus ojos brotaban unas lágrimas. Aprovechándome de la lucha de ambas mujeres, separé las nalgas de Adriana y con gozo descubrí que su negro ojete parecía intacto.

«Poco le durará la virginidad», pensé mientras de un solo empujón, clavaba mi miembro hasta el fondo de la brasileña.

Esta gimió de gozo al notar que mi glande chocaba con la pared de su vagina y metiendo dos dedos en el interior de Irene, empezó a retorcerse buscando su propio placer. Con satisfacción, comprobé que mi sexo discurría con facilidad dentro del estrecho conducto de la morena y cogiéndola de los pechos, fui apuñalándola con mi estoque. Acelerando lentamente mi ritmo, conseguí sacar de su garganta la comprobación genuina que estaba ante una mujer fogosa y no tardé en escuchar que sus suspiros se iban trastocando en berridos, mientras su dueña sin perder el ritmo de mi galope no paraba de intentar que su amiga se corriera.

Supe que Adriana estaba a punto de correrse, cuando sentí sobre mis piernas la humedad inmensa que brotaba del interior de su sexo y cogiéndola de su melena, arqueé su espalda para preguntarle:

― ¿Suficiente meneo?

―Sí, cabrón. ¡Como necesitaba una buena polla! ― gritó desplomándose sobre el cuerpo de la rubia.

Esa nueva posición, me permitió gozar por completo de sus glúteos y soltándole un azote, le ordené que se corriera. Completamente fuera de sí, empezó a jadear mientras su cuerpo temblaba preso del placer. Su orgasmo fue el detonante del mío y derramándome en su interior, alcancé el primero de los clímax que esa isla pondría mi disposición.

No había terminado de eyacular cuando miré a Irene. Ella me devolvió la mirada con un ligero reproche, pero, reponiéndose al instante, alegre comentó:

―Hace un año, le prometí que nunca desobedecería sus órdenes y no lo he hecho, esta puta no ha conseguido su objetivo por lo que soy libre.

―Te equivocas― contesté―eres de mi propiedad y esta noche te has ganado compartir mi cama― respondí y atrayéndola hacia mí, deposité en sus labios un beso como recompensa.

Mi asistente, abrochándose el vestido, soltó una carcajada y dirigiéndose a la morena, dijo:

―Teniendo a mi jefe en casa, ya no te necesito. ¡Cacho guarra!

Adriana, en plan de broma, frunció el ceño y haciendo como si llorara, rogó que no la abandonase. La rubia, muerta de risa, contestó que lo pensaría mientras le ayudaba a ponerse la blusa y mirando el reloj, me dijo:

―Son las seis, debería descansar porque he quedado con las demás a las ocho.

Fue entonces cuando me percaté que esas mujeres habían forjado una maravillosa relación y que lejos de competir, se complementaban tal y como habíamos previsto.

Me alegró comprobarlo porque eso significaba que mi vida en esa isla tendría al menos placer a raudales y comprendiendo que tenía razón respecto a la hora, miré a Adriana y le pregunté:

― ¿Nos acompañas?

―No, mi amor. Tengo cosas que terminar. Piensa que ha llegado el capullo del presidente y querrá que durante la cena le informe de los progresos de mi departamento.

―Creo que a ese capullo no le importará que lo dejes para mañana― contesté porque me apetecía la compañía de esa mujer tan descarada.

―A él quizás no, pero a mí sí, no me gusta dejar temas pendientes― susurró a mi oído mientras me daba un beso.

Sabiendo que era correcto por la gravedad de lo que se avecinaba, no insistí y cogiendo de la cintura a mi asistente, me dirigí hacia la salida. Acabábamos de cerrarse el ascensor, cuando pegándose a mí, Irene dijo:

― ¿Verdad que es encantadora?

―Sí, espero que también hayas acertado con las otras tres.

―Por eso no se preocupe. Ya conoce a Akira y como le dije es una princesita sumisa. Adriana es un torbellino y las otras dos no le defraudarán.

―Cuéntame quienes son.

―Johana es la responsable de seguridad y lo que tiene de bruta en su trato con sus subalternos, lo tiene de encantadora dentro de la casa. Le parecerá imposible cuando la vea. Cuando la elegí era la comandante más joven de los Navy Seal. Como buen marine es físicamente una bestia, pero, con usted, se comportará como un dulce corderito. Le prometo que le encantará.

― ¿Y la última?

―Suchín. Ella es la encargada de hacer producir los campos. Como experta en agricultura y ganadería es excelente pero lo que me inclinó a elegirla es que como cocinera no tiene paragón. No solo domina la cocina de su país natal, Tailandia, sino que es una verdadera experta en todas las demás.

Que no me hiciera referencia a su físico ni a su carácter, me mosqueó y sin más preámbulos, le pregunté el motivo de ese silencio. La mujer, entornando sus ojos, me contestó:

―Jefe, ¡a las mujeres siempre nos gusta tener un secretito! Pero no se inquiete, quedará complacido con la elección.

Confiado de su buen juicio, determiné que, si quería guardarse un as en la manga, no iba a ser yo quien la forzara y sacando un collar de mi bolsillo, se lo regalé. La mujer se quedó sorprendida al recibir una joya y casi sin mirarlo, me pidió que le ayudase a ponérselo.

―No lo has visto bien― dije acariciando su trasero.

Irene me miró extrañada y leyendo la pequeña inscripción del broche en voz alta, sonrió:

―Propiedad exclusiva de Lucas Giordano.

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DEFENDIENDO EL BUEN NOMBRE FAMILIAR DE UN EXTRAÑO

Sinopsis:

Unos disturbios en el barrio de Tottenham cambiaron su vida, aunque Jaime Ortega no se entró hasta diez años después cuando a raíz de un desdichado accidente le informaron de la muerte de Elizabeth Ellis, la madre de un hijo cuya existencia desconocía.

Tras el impacto inicial de saber que era padre decide reclamar la patria potestad, dando inicio a una encarnizada guerra con Lady Mary y Lady Margaret Ellis, abuela y tía del chaval.

Desde el principio, su enemistad con la menor de las dos fue tan evidente que Jaime buscó la amistad de la madre y más cuando descubre que esa cincuentona posee una sexualidad desaforada.

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