La isla
Un trágico accidente aéreo lleva a descubrir una civilización perdida en la que las mujeres son las únicas pobladoras, pero para que pueda existir necesitan procrear. Lejos de ser un paraíso para cualquier hombre, el único superviviente se convierte en un esclavo encargado de perpetuar la especie.
El vuelo siete nueve uno, procedente de Washington con destino a Madrid, surcaba el cielo a una velocidad de crucero de ochocientos kilómetros hora. Gus, un ambicioso joven con un futuro prometedor, regresaba a España después de séis meses de duro trabajo.
Dadas sus grandes dotes para la negociación, la empresa para la que trabajaba le ofreció la oportunidad de cerrar un lucrativo contrato con uno de sus mejores clientes, el cual le reportaría grandes beneficios, y, aprovechando la tesitura, le encomendaron hacer nuevos contactos para crear una cartera de clientes y expandir su gama de productos al otro lado del charco. No le costó mucho aceptar esta gran oportunidad que le permitiría posicionarse dentro de la empresa y conseguir el ansiado ascenso que esperaba desde hacía tanto tiempo; con su futura boda en ciernes, un puesto de responsabilidad, junto a mayores ingresos, le permitiría terminar de pagar los preparativos, y por fin podría dar la entrada para esa casa de la que Sara, su futura mujer, se encandiló; sería su regalo de bodas.
—Señorita, ¿podría traerme una copa? –demandó a la azafata.
—En seguida, señor. ¿Le apetece algo en especial?
—No, cualquier cosa estará bien. Necesito relajarme.
La bella azafata trajo su consumición, la cual ingirió de un solo trago. A continuación, se colocó el antifaz para poder conciliar mejor el sueño sin la molestia de la luz. Las interminables horas de vuelo, sumado a los nervios por reencontrarse con su amada, le tenían inquieto.
Una pequeña turbulencia le hizo agarrarse con fuerza a los brazos del asiento, pero solo fueron breves instantes, abandonando rápidamente la tensión por la inesperada sacudida. A los pocos minutos, otra más fuerte hizo sonar las alarmas de la cabina. Se desprendió del antifaz y observó al cuerpo de asistentes de vuelo dirigirse apresurados a la zona reservada.
» Señores pasajeros –irrumpió una voz por megafonía– , les habla el capitán. Atravesamos una zona de fuertes turbulencias. Por motivos de seguridad, deben apagar cualquier dispositivo electrónico y abrocharse los cinturones, estos aparatos podrían interferir en el correcto funcionamiento del instrumental de navegación. Gracias por su colaboración «.
Nuevas e intensas sacudidas hicieron saltar las mascarillas de oxígeno de sus compartimentos, el resto del pasaje gritaba aterrorizado, mientras el personal de vuelo corría de un lado para otro asegurándose que todos se colocaban los chalecos y mascarillas correctamente. Una fuerte explosión retumbó en el habitáculo, las compuertas de los compartimentos del equipaje de mano saltaron cayendo su contenido sobre los pasajeros. El caos comenzó a reinar sin que nadie supiera qué estaba pasando; minutos más tarde, todo se volvió negro.
El sol castigaba con fuerza la idílica playa de fina y blanca arena. Podría parecer que se trataba de una playa virgen, pero los restos de la aeronave, y la siembra de cuerpos inertes a lo largo de su superficie, indicaban que allí había ocurrido una tragedia.
Las hojas de las palmeras, dibujadas a lo largo de toda la costa, se agitaban por la fuerza del viento, mientras que extraños sonidos brotaban de la espesura del interior. De pronto, uno de los cuerpos que permanecía tendido sobre la arena se movió torpemente en un vano intento por levantarse. Con gran esfuerzo consiguió erguirse, mientras vomitaba la ingente cantidad de agua salada. Gus había sobrevivido al desastre, solo con algunas magulladuras y la ropa rasgada.
Una vez recuperó la compostura contempló el desolador paisaje con angustia; decenas de cuerpos esparcidos hasta donde alcanza la vista y restos del fuselaje; algunos, aún ardiendo. Divisó a lo lejos uno de los arcones de víveres, y se dirigió a él esquivando los cadáveres.
Los cierres están echados, aunque afortunadamente no tenían llave, de modo que lo abrió para ver el contenido: dos botellas de agua y algunos paquetes de aperitivos; afortunadamente el arcón era estanco y el contenido no se vio afectado.
Tomó una de las botellas, se la bebió de un trago y, sosteniéndola en la mano, pensó que debía racionar todo lo que encontrase, ya que desconocía cuándo acudiría el equipo de rescate... si es que acudía.
Tras evaluar la situación, habiendo recopilado y amontonado todo lo que le pudiera servir para sobrevivir, se adentró en la espesura de la jungla en busca de agua y alimentos, lo que había encontrado solo cubría un par de días. Como buen previsor, tomó la decisión de explorar los alrededores.
Después de más de dos horas caminado encontró un pequeño lago alimentado por una cascada, pero ni rastro de signos de vida humana. Las cristalinas aguas le invitaron a desnudarse por completo para introducirse en ellas, que para su sorpresa, gozaban de una agradable temperatura. Su cuerpo se relajó, invadiéndole una apacible sensación de confort, por lo que volvió a aproximarse a la orilla para tumbarse y descansar, cayendo en un profundo sueño.
Sintió un pinchazo en el brazo y despertó sobresaltado. Se encontraba rodeado de un grupo de mujeres, todas vestidas de forma rudimentaria, apuntándole con lanzas. Sus cuerpos eran voluptuosos, fuertes, bien proporcionados. Alzó las manos lentamente, evitando hacer movimientos bruscos para dar a entender que no opondría resistencia.
Hicieron hueco para que una de ellas se aproximara. No portaba lanza, pero sí un cinturón con diversas armas de filo colgadas. Era una mujer realmente bella, de larga cabellera rubia recogida en una trenza que le llegaba hasta la cintura. Sus ropas eran primitivas, peto metálico y falda confeccionada con pieles de animales; calzaba botas del mismo material, anudadas con cintas de cuero a las piernas.
—¡Levanta! –ordenó la mujer de modo autoritario.
Obedeció y fue entonces cuando reparó en su propia desnudez.
—¿Puedo vestirme? –preguntó cubriéndose el miembro con las manos.
La mujer hizo un gesto para que retirase las manos, y él, colocó sus brazos a los lados mientras ella se aproximaba. Sacó del cinturón una pequeña daga que utilizó para levantar su fláccido miembro. El pánico se apoderó de él al pensar que esa parte de su anatomía corría peligro; el escroto se le contrajo ante este hecho, haciendo que sus testículos fuesen un leve bulto bajo el pene.
—¿Quién eres? ¿Cómo has llegado a nuestra isla?
—Me llamo Gus, y no sé cómo he llegado hasta aquí. Viajaba rumbo a España y hubo una explosión. Perdí el conocimiento y desperté en la playa.
—Hablas demasiado y no dices nada, tus palabras suenan vacías. Responde a la pregunta o lo lamentarás. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
Gus pensó durante unos segundos las palabras de la mujer, llegando a la conclusión de que se encontraba ante una comunidad que desconocía la civilización a la que él estaba acostumbrado, de hecho, pensó que quizás, era la primera persona que veían ajena a aquel lugar. Optó por explicar su tragedia de una forma que lo entendieran.
—Vine en una nave que se estrelló. Creo que soy el único superviviente.
—¿Una nave? ¿Qué tipo de nave?
—Una nave voladora.
—¿¡Voladora!? ¿Cómo es eso posible? ¡Mientes, eres un espía! ¡Apresadlo!
Cerraron el círculo aproximando sus lanzas para impedir que diera un solo paso. Una de ellas dejó su arma en el suelo, atándole las manos a la espalda con una soga. Una vez inmovilizado, se colocaron en posición de escolta para dirigirse al interior de la espesura de la selva.
Gus caminó en silencio, avergonzado por hacerlo desnudo y hablando únicamente si le preguntaban, respondiendo siempre de forma concisa. Desconocía su destino, aunque sospechaba que nada bueno le deparaba.
Después de varias paradas para curar las heridas de sus pies, que al no llevar calzado terminaron severamente dañados a causa de las piedras y astillas del suelo, optaron por detenerse mientras una de ellas regresaba en busca de sus ropas y calzado.
Un gran revuelo se formó al llegar a la aldea, poblada únicamente por mujeres, que se aglomeraron para ver al recién llegado. Casi todas ellas eran jóvenes, de no más de treinta años, o por lo menos era la edad que aparentaba. Formaron un gran círculo a su alrededor, mientras la líder de la expedición desapareció entre la multitud.
Ninguna de las mujeres quitaban el ojo de encima a Gus, el cual permaneció de pie con la vista fija en el suelo; temía que se tomasen como una ofensa el mirarlas directamente. Hizo acopio de valor para ganar la confianza necesaria y concienciarse de lo que estaba sucediendo. Al poco, la líder volvió a aproximarse en compañía de otra mujer, vestida con ostentosos ropajes de plumas y una especie de corona hecha con la cornamenta de algún animal. Supuso que sería quien mandaba en aquella tribu, arrodillándose ante ella en señal de subordinación.
—Levanta, no soy ninguna deidad –ordenó la mujer en un tono afable–. ¿Quién eres y qué te ha traído a nuestra isla, viajero?
Meditó unos minutos antes de responder, corría el riesgo que le pasase lo mismo que la vez anterior, de modo que optó por intentar explicar de una forma sencilla cómo llegó a la isla, describiéndoles qué era un avión y que había sufrido un accidente. Tras varios minutos de narración, en los que no se atrevió a mirar a nadie a la cara, la mujer volvió a retirarse en compañía de su captora.
Fue el centro de atención hasta que otra amazona se aproximó a él, que cortando las cuerdas que le inmovilizaban, le hizo acompañarla al interior de una de las cabañas. En ella, su captora y la líder de la aldea le esperaban sentadas frente a un extenso surtido de manjares y vino.
—Acompáñanos a la mesa, extranjero –inquirió la mujer de ostentosa vestimenta–. Soy Elena, emperatriz de mi pueblo. Lamento mucho el trato que has recibido, pero has de entender que debemos protegernos de los desconocidos. Espero que aceptes nuestra disculpas y nuestra hospitalidad.
—No os preocupéis, entiendo perfectamente vuestra desconfianza. Si me permitís la pregunta, ¿no hay hombres en este poblado?
—Ni en este ni en ningún otro, viajero. Somos una raza de mujeres guerreras auto-suficientes.
—Entonces, no logro entender cómo os reproducís, así como tampoco entiendo que seáis todas de edad similar.
—Viajero, hay muchas cosas que no sabes de nosotras, pero todo a su debido tiempo. Come y repón fuerzas, es nuestro modo de compensarte.
Comió hasta quedar saciado, y aunque tenía innumerables dudas sobre aquellas mujeres, no quiso preguntar nada en ese momento; como acababan de decirle, resolvería sus duda cuando lo creyesen conveniente.
Prepararon su alojamiento en una cabaña junto a la de Elena, estuvo viviendo a cuerpo de rey durante días. Aquello fue lo más parecido a unas vacaciones en el paraíso, hasta que una noche en la que se encontraba descansando en su cabaña, irrumpieron dos bellas jóvenes acompañadas por la emperatriz.
—Has estado viviendo a nuestra costa durante días, te hemos proporcionado cuanto necesitabas, pero todo lo que hemos hecho tiene un precio, y ha llegado la hora de que pagues tu deuda.
—Nunca pensé que fuese gratis, sabía que tarde o temprano me pediríais algo. ¿Qué puedo hacer por vosotras?
—El día de tu llegada preguntaste si con nosotras convivían hombres, y mi respuesta fue tajante: somos guerreras auto-suficientes. Pero como bien observaste, hay ciertas necesidades que debemos cubrir, como la procreación. Ha llegado el momento que sepas algo más sobre nosotras.
Después de tanto tiempo sin tener noticias del mundo exterior, Gus había perdido la esperanza de la llegada de un equipo de rescate. Hacía casi un mes del accidente, e incluso la imagen de Sara, su prometida, estaba desapareciendo de su memoria. En vista que no tendría más remedio que permanecer allí hasta que encontrase la forma de regresar, escuchó atento las palabras de Elena; aunque lo que ignoraba era que la propuesta que iban a hacerle, supondría el más cruel de los castigos.
—Nuestro pueblo está en lucha con los bárbaros del norte, hombres que hace generaciones convivían en armonía con nosotras, pero llegó un momento en que nos dimos cuenta de que esa relativa armonía era falsa, ya que nuestro cometido consistía en servirles y complacerles en todo cuanto quisieran. Hartas de ser pisoteadas por los hombres, nos revelamos y los expulsamos de nuestras tierras. Desde entonces la paz dejó de existir, y tuvimos que tomar medidas para que nuestro pueblo no se extinguiera. Tu cometido será el siguiente, cada día te visitarán algunas de nuestras procreadoras, a las que tendrás que cubrir y así perpetuar la especie.
—Hay algo que no entiendo, Elena, ¿qué quieres decir exactamente con perpetuar la especie? Y lo que es más importante, ningún hombre es capaz de soportar el ritmo que pides.
—Lo sé. Aún no ha habido hombre capaz de aguantarlo al cien por cien, es por eso por lo que he decidido darte todo este tiempo de descanso. Las noches de luna llena serán tu descanso, y no podrás salir de la cabaña a no ser que yo te reclame.
—¿Ha habido más hombres?
—No eres el primero, si es lo que quieres saber; tampoco serás el último. Somos guerreras, tenemos enemigos que combatir y nuestro pueblo mengua con cada batalla. Este hecho debemos compensarlo con nuevas vidas.
—Pero no he visto niños por aquí, ni ancianos, así como tampoco he visto hombres.
—Haces demasiadas preguntas, pero te daré la respuesta, ya que pasarás el resto de tu vida en esta isla. Tenemos varias aldeas distribuidas por todo el territorio, cada una de ellas con una labor específica. En esta solo estamos las guerreras y las procreadoras. A medida que las vayas fecundado las trasladaremos a la aldea del retiro, donde reposarán hasta que nazcan las nuevas generaciones.
—No lo entiendo, Elena, ¿qué ocurre si nace un varón?
—¡Basta de preguntas y cumple con tu obligación!
—¿Y si me niego?
—Si en algo aprecias tu vida asumirás tu cometido. Cuando llegue el momento en que no nos seas útil tendrás dos opciones: recluirte en las cuevas del olvido hasta el fin de tus días, o morir, lanzándote desde el acantilado de la locura. No temas, si cumples, te quedan muchos años hasta que llegue ese día.
El júbilo que durante días había albergado su corazón, se convirtió en angustia al intuir el destino de los varones que nacieran. Pero ¿qué otra opción le quedaba? Si se negaba a acatar sus deseos acabarían con su vida, pero si aceptaba y nacía un varón… No quiso pensar en ello y acató, por llamarlo de alguna forma, su cometido.
Aquella noche fueron dos las mujeres con las que tuvo relaciones, con las que repitió durante días hasta que quedaron en cinta, para después, recibir en su lecho a nuevas procreadoras. Al principio disfrutó de estos encuentros, todas las chicas eran bellísimas y le recibían con agrado, pero el cansancio empezó a hacer mella en él, y a medida que pasaban los días, su vigor iba menguando.
Tuvo que aguantar durante meses aquella situación, que lejos de resultar satisfactoria, provocaba en él ansiedad que se tradujo en problemas para complacer a todas las mujeres que acudían a él diariamente, hecho que tuvo que solucionarse reduciendo el número de mujeres a las que satisfacer, pasando a ser una sola con la que repetía hasta cumplir el propósito. Aun así, en más de una ocasión tuvo que recurrir a sus dotes de negociación para evitar la cúpula y que no le dijese nada a Elena, que empezaba a impacientarse por la demora.
Se había convertido en el semental de la tribu, y aunque cuidados, alimentos o bebida no le faltaban, ese infernal ritmo era imposible de mantener.
Sobrellevó la situación lo mejor que pudo hasta que, sin más, dejaron de entrar mujeres a su cabaña. Pensó que el motivo era que había dejado en cinta a todas las procreadoras, de modo que fue un autentico alivio para él, a pesar de que no le permitían salir, ya que continuamente se colocaban en la puerta dos guerreras armadas hasta los dientes.
Aquel parón duró varias semanas, las cuales aprovechó para urdir un plan de escape que le alejase de aquella locura. Todo fue bien hasta que trajeron a la cabaña a otro hombre, momento en que se reanudaron las visitas de las mujeres.
Hartos de verse como meros objetos sexuales, estudiaron todos los movimientos hasta hallar la mejor forma de escapar, el cambio de guardia, ya que durante unos minutos la puerta se quedaba sin vigilancia. Pronto su nuevo compañero comenzó a tener problemas para satisfacer su cuota, y fue entonces cuando pusieron en marcha su plan, adentrándose en la jungla sin tener claro hacia dónde dirigirse. Aprovechaban las noches para avanzar hacia un lugar seguro, y descansaban subidos a los árboles durante el día.
Gabriel, que así se llamaba su compañero de penurias, había llegado a la isla en una situación parecida a la suya, cuando el globo aerostático en el que viajaba se quedó sin combustible en su intento por dar la vuelta al mundo en solitario.
—Debemos llegar a la playa a toda costa, buscar algo que nos mantenga a flote y huir –dijo Gabriel decaído.
—Sí, en eso tienes razón –replicó Gus–, pero sin provisiones ni una embarcación que nos proteja, no sobreviviremos.
—Estamos cerca de una ruta comercial, solo son diez kilómetros mar adentro; con un poco de suerte, pronto estaremos a salvo.
La noticia renovó el entusiasmo de Gus, contagiando con él a su compañero. Encontraron un lugar seguro donde refugiarse y planear una estrategia de huida, cuidado de no ser descubiertos por las amazonas, ya que constantemente lanzaban partidas de búsqueda con no muy buenas intenciones.
Consiguieron recopilar troncos suficientes para construir una pequeña balsa, arriesgando sus vidas al tener que hacer incursiones a la playa, donde aún permanecían los restos del avión estrellado, en busca del cableado para unirlos.
Fueron días de grandes tensiones, angustias y penurias, pero a pesar de todo, no desfallecieron en su empeño por salir de aquel infierno. Una vez lo tuvieron todo preparado, esperaron a que anocheciera para llevar la precaria embarcación a la playa y echarla al agua, adentrándose en las peligrosas aguas en busca de la ansiada ruta mercantil que los pusiera a salvo.
Exhaustos por el titánico esfuerzo, y casi sin energías, cayeron en un profundo sueño hasta que un fuerte golpe los sobresaltó. Habían chocado contra una embarcación de recreo, y en un último esfuerzo, gritaron para alertar a los ocupantes. El corazón de Gus se llenó de júbilo al ver que quien se asomaba por la borda no era otra que Sara, su amada, que emprendió la desesperada misión de buscarlo al saber del accidente de su vuelo.
Durante la travesía que los llevó de regreso a sus vidas, Sara escuchó horrorizada todas las penurias por las que habían pasado, y a pesar de que intentaron volver para acabar con aquella locura, ni con el instrumental más avanzado lograron encontrarla. Cesaron en su búsqueda al cabo de varios días, cuando al no encontrar rastro, llegaron a la conclusión de que todo había sido fruto del delirio.