La ira viste de cuero
Rio de Janeiro, 1973. Un inmigrante europeo en Brasil disfruta de su retiro en el país contratando los servicios de chicas que cumplen sus fantasías. Una de ellas le llevará a límites que él no podía imaginar.
Río de Janeiro, 1973.
El viejo Max no se podía creer la suerte que había tenido. Se había llevado un buen chasco cuando le llamaron para decirle que su chica habitual se encontraba indispuesta, pero la sustituta estaba superando todas sus expectativas.
La joven, que se hacía llamar Jessica, no había perdido el tiempo en ordenarle que se desvistiera. Apenas habían pasado cinco minutos desde el inicio de la cita y él ya tenía las cuatro extremidades esposadas a las esquinas de la cama. En los casi treinta años que llevaba viviendo en Brasil, ni una sola vez se había encontrado con una chica tan dominante como la que en ese momento se subía al colchón, alzándose sobre él.
Un hermoso pie enfundado en una media negra se posó sobre su polla. Estaba dura como una roca. Jessica aumentó la presión de su pisada de forma experta, logrando ese perfecto equilibrio entre dolor y placer que tanto gustaba a Max.
Él tenía la vista clavada en el generoso escote que lucía la meretriz. Se moría por ver las fabulosas tetas que a buen seguro escondía aquella diosa. Jessica lo sabía, pero ella no premiaba a los babosos. Sin dejar de pisarle la verga, se agachó y castigó la mirada lasciva con tres sonoras bofetadas.
—¿Te trataban así en tu país? —la voz de la dómina era sensual y autoritaria a partes iguales.
—No... —él temblaba de excitación.
—Claro que no... en Alemania eras tú el que hacía daño a los demás, ¿verdad? —el tono de su voz se cargó de desprecio— Daño a los judíos.
—¿Qué? —el hombre palideció súbitamente.
—¡Y por eso huiste aquí tras la guerra!—aseveró con rabia, a la vez que le aplastaba el cipote con todas su fuerzas.
—¡¿Quién eres?!— gritó dolorido.
Ella no contestó. Levantó su pie del miembro de Max, que casi había perdido toda su firmeza, y observó inexpresiva cómo gotas de sudor frío bajaban por el rostro de aquel sexagenario, que ya empezaba a comprender la situación.
—¡Suéltame! —ordenó el hombre— ¡Ahora soy ciudadano brasileño, no podéis sacarme del país! —comenzó a agitar los brazos, intentando librarse de las esposas— ¡No hay pruebas concluyentes contra mí!, ¡Léete la resolución; no podéis juzgarme!
—Lo sé —Jessica utilizó su tono más seco para cortarle—. Por eso tengo otra clase de órdenes —se bajó de la cama y cogió su bolso.
Max comenzó a chillar horrorizado al ver cómo la chica sacaba una pistola del interior. Daba igual, nadie podía escuchar sus gritos. El silenciador que en ese momento se enroscaba en el cañón del arma no era más que una mera formalidad.
—¡Puta judía! —bramó. Esa expresión que tanto había utilizado años atrás fueron sus últimas palabras.
La agente del Mosad Frieda Lebenstein apretó el gatillo y una bala impactó contra la frente del anciano, silenciando su odio para siempre.
— Auf wiedersehen, SS-Oberscharführer Maximilian Reichmann .