La invitada

En un intento de no perder el contacto, tres matrimonios amigos se reúnen una vez al año en una gran casa rural. Sin embargo, en esta ocasión tendrán una insólita invitada

Habían sido ellas quienes organizaron aquel puente festivo. En un intento de no perder el contacto, los tres matrimonios nos reuníamos una vez al año en una gran casa rural. Ellas eran amigas desde la infancia, pero ahora Esther y Ángel vivían en Guadalajara, pues él estaba destinado en un pueblo dirección a Teruel. Pilar y su esposo vivían en Tarancón. El padre de Jaime tenía allí un saladero y secadero de jamones, mientras que Pilar, maestra de profesión, estaba en excedencia para poder cuidar de las niñas. Nosotros eramos, pues, los únicos que seguíamos viviendo en el barrio Salamanca.

En esa ocasión visitaríamos Beteta, una pequeña localidad de la serranía conquense, o eso creía yo. Como ese viernes era festivo, habíamos quedado temprano. Viajamos en fila, un coche tras otro. Al cruzar el amplio valle subimos en zig zag por la fuerte pendiente que daba al pueblo. Beteta es un pueblo de montaña con casas de piedra, de paredes blancas y madera de pino en balcones, ventanas y los voladizos de los tejados. Sin embargo, cruzamos el pueblo sin detenernos y salimos por la otra punta.

A menos de un kilómetro de Beteta estaba la aldea de Roncal. Solamente vi un bar, la iglesia y unas ocho o diez casas, que también pasamos de largo.

A las afueras de la aldea de Roncal, varios edificios de piedra conformaban el complejo turístico donde al parecer íbamos a alojarnos. El primer edificio, además de ser restaurante hacía las veces de recepción. Tras él había otros dos edificios de mayor tamaño que albergaban los apartamentos propiamente dichos.

Todo el complejo estaba salpicado de nogueras. El lugar se emplazaba en un pequeño valle, encajado entre cerros. El olor de los bancales de trigo recién cosechado se solapaba con el de la pinaza del lindero. La naturaleza te impregnaba nada más salir del coche. Aquel lugar de retiro disponía de barbacoa, de mesas a la sombra e incluso de una piscina de tamaño aceptable.

Aparte de los tres matrimonios de siempre, esa vez las chicas habían invitado a alguien más. Aquella sería la primera vez, pues tradicionalmente sólo nos reuníamos las tres parejas de siempre. La idea había partido de Pilar y, de hecho, sólo ella conocía la identidad de nuestra invitada.

Se trataba de un inocente juego, aunque había acabado generando mucha intriga. Cuando Pilar se lo propuso a Esther y a Verónica, sólo les dijo que se trataba de una mujer y que curiosamente tenía cuarenta y cuatro años, los mismos que ella.

Himar González estaba sentada a la sombra en la terraza del bar cuando llegamos. La popular presentadora de televisión llevaba puesta una de sus habituales blusas ajustadas. Aunque el escote no fuera demasiado bajo, la ceñida prenda color malva ponía en valor los implantes de sus pechos. En la parte de abajo Himar se había puesto una de esas faldas entalladas que obligan a las fulanas a menear el culo para poder caminar.

El rostro cetrino de la periodista esbozaba esa característica sonrisa de autocomplacencia que los famosos muestran al saberse reconocidos. En cambio, a nosotros se nos quedó cara de idiotas cuando la vimos acercarse. Bueno, no a todos, Pilar no podía contener la risa.

Tanto a Verónica, mi esposa, como a Esther les hubiera gustado matar a Pilar allí mismo. Sin embargo, antes de que se decidieran a hacerlo, Pilar comenzó a hacer las presentaciones. Aquel acto protocolario hizo que comenzáramos a tomar conciencia de que compartiríamos tres días con una de las mujeres más populares y mediáticas del país.

Aunque era una periodista bastante joven, su carrera profesional estaba plagada de éxitos. En aquel momento Himar presentaba Primera Página, uno de los programas con mejor reputación de la televisión. La alta y elegante periodista siempre comenzaba su programa con un monólogo, antes de dar paso a un breve reportaje sobre un tema de rigurosa actualidad. El plato fuerte era, no obstante, la entrevista que Himar hacía cada jueves a alguno de los principales implicados o expertos en la cuestión.

Himar sabía dar intensidad a su programa a la vez que establecía un clima de cordialidad con cualquiera que fuera su interlocutor. Como presentadora, hacía gala de una gran habilidad para detectar las incongruencias de los entrevistados y así obtener unas suculentas confidencias.

Con todo, la seña de identidad de aquella guapa presentadora era su actitud sensual y transgresora. Mediante su forma de vestir, Himar hacía apología de un nuevo feminismo que huía de las posiciones antiestéticas y retrógradas de las décadas anteriores. Baste recordar, la fiereza con que la presentadora había defendido su aumento de pecho ante las críticas feministas tanto conservadoras como progresistas. Según proclamaba, ella sí podía decir que esas tetas eran suyas, pues tenía la factura para demostrarlo.

Sólo ver qué modelito luciría la presentadora ese jueves, era razón suficiente para sintonizar el canal que emitía Primera Página. El atuendo de Himar podía gustarte o no, pero nunca te dejaba indiferente. Siempre iba muy ceñida, eso sí. Como dije, solía usar faldas y blusas entalladas, pero también podía aparecer en plan sport, con unas mallas y un top espectacular, o también con vestidos elegantes de escote ostentoso.

La vida de aquella rubia era de dominio público. Todos sabíamos que, tras un fugaz matrimonio, Himar González acababa de divorciarse. De ojos claros y mirada astuta, parecía una modelo de pasarela. Era improbable que una mujer así permaneciera soltera a no ser que fuera por decisión propia. Seguramente, tendría varias listas de pretendientes: por un lado los intelectuales, por otro los famosos, los empresarios, los políticos, los futbolistas, y así sucesivamente.

A primera vista, aquella bella señora parecía tan complicada e incomprensible como cualquiera de las allí presentes. A pesar de ser famosa, a mí me causó buena impresión. A Jaime y a Ángel les pasó otro tanto. Curiosamente, al natural Himar no era ni la mitad de extrovertida y escandalosa de como solía serlo en televisión. Aunque bien podía ser que la presentadora se sintiera incómoda entre tantos extraños y que, solamente establecida la necesaria confianza, Himar diera rienda suelta a su afán protagonista.

Aunque había alcanzado la madurez, la voluptuosa presentadora seguía siendo una mujer muy coqueta. Había pasado por un embarazo, pero conservaba una figura increíblemente grácil y estilizada. Era lógico, dada su profesión. Frente a las cámaras debía cuidar la linea tanto como los comentarios. Tendría que esforzarse mucho para mantener aquel tipazo, lo que equivale a poca comida, mucho ejercicio y una operación de cirugía estética de vez en cuando.

Himar no era tan alta como aparentaba en televisión, claro que en el plató solía calzar unos tacones de vértigo. Aunque no estaba delgada, su cuerpo se veía bien firme, en especial su trasero. El conjunto de falda blanca y blusa malva dejaba a la vista tanto la delicadeza de sus hombros y la longitud de sus piernas. La entallada falda, en cuyo lateral se abría una peligrosa abertura, ensalzaba su fabuloso trasero y le llegaba justo hasta las rodillas. Su estilista había seleccionado con acierto hasta la última prenda de su armario, el efecto que aquel atuendo formal y ceñido daba a una mujer de su edad era sublime.

Pero ya vale de hablar de ella. Mi nombre es Alberto y no hace mucho que cumplí los cuarenta. Vivo en el sur de España y estoy felizmente casado. Mido un metro setenta y cinco y hago bastante ejercicio. Intento mantener el equilibrio entre agilidad, fuerza y velocidad, de modo que nunca hago pesas, ya que el exceso de músculos te atrofia y merma tu resistencia. Es mi afición a los deportes al aire libre, a la montaña y la naturaleza, la que mantiene mi tez morena durante todo el año. En cuanto a mi formación académica, obtuve dos grados universitarios y hablo tres idiomas, gracias a lo cual tengo un trabajo estable y bien remunerado.

Me gusta vestir con estilo, no soy de esos que se ponen lo primero que pillan. También me gusta oler bien, a Sports-Man o Boss Bottle. En cuanto al sexo, si bien ahora no soy tan insaciable como veinte años atrás, todavía sigo follando a mi juguetona esposa un par de veces por semana, lo cual no está nada mal después de tanto tiempo juntos. En cuanto a lo que tengo entre las piernas, solamente diré que es un poco más de lo que la mayoría de mujeres son capaces de meterse en la boca.

Estar bien dotado me supuso un hándicap para algunas cosas. El insidioso deseo de sodomizar a las mujeres con quienes me enrollaba, acabó resultándome tan inquietante como problemático. Hubo incluso una época en la que me pregunté si no existiría en mi subconsciente cierta tendencia homosexual. Al final, llegué a la conclusión de que, simplemente, me gustaba llevar la iniciativa y el control en la cama. Para mí, metérsela por el culo a una chica trascendía lo meramente sexual. Era un apasionante juego de seducción, conquista y dominación.

Ahora las cosas son distintas, pero por aquel entonces eran muchas las mujeres de toda edad y condición que rehusaban probar la sodomía, o que desistían al menor aprieto. Los pretextos eran, en cambio, siempre los mismos. Todas las contrarias a dejarse follar por el culo esgrimían que eso era una perversión, una guarrería o algo tremendamente doloroso que no habían experimentado…

Ante ese tipo de reticencias, la experiencia me había enseñado a tener siempre paciencia y lubricación. Estaba claro que el grosor de mi miembro siempre haría del sexo anal una ardua cruzada. No obstante, ver la consternación de una mujer decente al alcanzar el orgasmo mientras la sodomizaba, hacía que todo mereciera la pena.

No serían más de las once cuando llegamos, y eso que habíamos respetado el código de circulación. A pesar de que el sol estaba cerca de alcanzar su punto más alto, la altura a la que se hallaba la aldea ayudaba a que todavía no hiciese demasiado calor. Al menos, eso hizo menos fatigoso sacar las cosas de los coches e ir subiéndolo todo a los apartamentos.

A Pilar no le pasó desapercibido el momento en que su caballeroso matido se ofreció a ayudar a Himar con las maletas. Ofrecimiento que la periodista rehusó educadamente. Con una pudorosa sonrisa, Himar dejó traslucir su admiración por el torso del más joven y alto de nosotros tres.

Pilar sabía que tenía bien sujeto a su varonil marido. Le había dejado claro que el día que ella se enterase de que le había puesto los cuernos, se encontraría la maleta en la puerta. Por ello, en lugar de preocuparse, Pilar se pavoneó sabedora de que tenía algo de lo que la popular periodista carecía: un hombre en casa.

Después de mi mujer, Jaime era el más joven allí. Tendría unos treinta y cinco años. Es decir, siete u ocho menos que Pilar. Era un hombre alto y corpulento, pero su imponente musculatura no se debía al gimnasio sino al secadero de jamones de su padre. Jaime empezó a trabajar en cuanto tuvo la edad mínima para hacerlo. De hecho, aunque nosotros le llamábamos por su nombre, los miembros de su pandilla empleaban ese mote, “Jamones”.

El motivo de la diferencia de edad entre Jaime y Pilar tenía su aquel. De jóvenes habían vivido en el mismo bloque de pisos y, sabiendo que Pilar había concluido Ingeniería, la madre de Jaime le suplicó que diera clases de refuerzo a su hijo en un desesperado intento por que la criatura no dejara los estudios. Sin embargo, a sus dieciséis años, el muchacho tenía mucho más interés en las tetas de su menuda vecina que en las ecuaciones o la química inorgánica, y así le fue en los exámenes.

De que quisimos darnos cuenta se había hecho la hora del almuerzo. Mientras que unos bajaron al porche vasos, platos y cubiertos, Pilar y yo tuvimos que quedarnos arriba cortando y tostando el pan. El culo de la esposa de Jaime tenía más consistencia que el pan de pueblo que ella misma estaba haciendo rebanadas.

Eché un vistazo por la ventana para asegurarme de que todos charlaban fuera a la espera de las tostadas. Aquella mañana me había percatado de lo bien que le sentaban a Pilar los leggins cuando, de reojo, la había visto agacharse para limpiarle los mocos a su hija pequeña. La costura se había adentrado entre sus nalgas haciéndome recordar la indiscreción de su esposo: “Sólo tuve que darle un par de veces por el culo para que aprendiera a cerrar la puerta del baño al entrar a orinar”.

Me aproximé a ella y, metiendo desde atrás una mano entre sus piernas, rocé con mi dedo medio el marcado surco de su sexo.

— Estos leggins te sientan de maravilla —susurré en su oído.

— ¡Estate quieto! —me advirtió cuchillo en mano.

Sin dejarme amedrentar, llevé mi dedo hasta el final de su rajita. Sabía que allí me aguardaba su clítoris, un apéndice abultado como remate a los prominentes labios de su vulva. Un diestro tintineo en aquel delicado lugar hizo que Pilar soltara el cuchillo y, desarmada, se aferrara a la encimera.

Emitiendo un suave ronroneo, la esposa de Jaime separó ligeramente las piernas y levantó el trasero. Mi dedo iba y venía, arriba y abajo, a lo largo de su rajita. El roce no tardó en generar una especie de calor húmedo en su entrepierna. Pilar suspiraba de lujuria cuando llevo su mano a mi paquete y al gran regalo que había dentro.

En efecto, Pilar y yo habíamos sido amantes en un tiempo lo suficiente lejano como para tener que pensar el número de años que habían pasado. No obstante, a pesar del tiempo transcurrido, yo guardaba un vívido recuerdo de los deditos de sus pies, de la tersura de sus senos y, ante todo, de su entusiasta afición a las mamadas.

— ¡Mamá, tengo hambre! —chilló desde abajo la pequeña Rocío, ajena al inminente orgasmo de su madre.

Después de almorzar salimos a dar un paseo por uno de los senderos que había señalizados con marcas amarillas y blancas. Aquel rato, que hombres y mujeres pasamos por separado, nos sirvió para elucubrar sobre el motivo que habría llevado a la popular periodista a pasar unos días con nosotros. Si bien la mayor parte del debate masculino anduvo por otros derroteros… Léase: alabando el porte y el tamaño los pechos de la presentadora, así como su manera de contonear el trasero delante de nosotros.

Aquel primer día reservamos para comer en el restaurante que había en el propio complejo turístico. No porque fuese lo más cómodo, sino porque como no sabíamos con certeza si íbamos a disponer de tiempo para preparar comida, lo habíamos acordado así.

Después de comer, pusimos una película de Disney en el salón para que los niños estuviesen entretenidos, mientras que nosotros aprovechábamos para echar un poco la siesta.

Mi esposa ya estaba casada cuando la conocí. Fue mi hermana mayor quien contrató a una mujer colombiana para que ayudara a mi madre en la limpieza de la casa y le preparara la comida. Se llamaba Verónica Leal y la primera vez que la vi me quedé sin aliento. Ella estaba limpiando el bidé cuando yo entré al baño. ¡No esperaba que fuera tan joven y bonita! La muchacha se volvió sorprendida. Aquella cinturita hacía que la curva de sus caderas diera vértigo. Su piel trigueña despedía sudor y sensualidad por todos los poros. Unos labios pardos y llenos delataban su antepasado indígena. Sus sagaces ojos negros supieron de inmediato lo que estaba pensando. Mi mirada de deseo debió resultar incriminatoria, apenas sí se inquietó al verme echar el cerrojo en la puerta y bajarme la cremallera del pantalón. Como dije, a pesar de su juventud, ya estaba casada. Con todo, nunca olvidaré su divertida mueca cuando intenté presentarme. Verónica no podía abrir el ojo derecho, de hecho tenía la mitad de la cara salpicada de esperma.

Desperté con la certeza de haber bebido demasiado vino. Mi mujer ya no estaba a mi lado. Al contrario que yo, ella nunca dormía la siesta más de diez minutos. Necesité un buen rato para aunar la fuerza necesaria para ponerme de pie. Al aproximarme a la ventana descubrí dónde había ido Verónica.

Mi esposa era la más joven de las tres, o de las cuatro contando a Himar. Sus labios turgentes y sus grandes ojos castaños tenían algo especial, algo exótico. Por sus andares contoneantes, saltaba a la vista que era una maestra de la seducción.

Llevaba puesto su bikini nuevo. A eso no se le podía llamar ir vestida. Los pequeños triángulos de tela sólo abarcaban una mínima parte de sus senos. Con todo era su trasero el que iba al aire por entero, ya que la braguita negra de su bikini era tipo tanga.

Llevaba dos vasos de plástico que, a buen seguro, debían contener algún tipo de cóctel. Uno para ella y el otro para la persona que estaba oculta bajo una de las sombrillas, a quien tan sólo se le veían los pies.

Me quedé en la ventana fisgoneando. Aquellos eran los pies de uno de mis amigos, pero no tenía ni idea de cuál de ellos. En cambio, al estar más cerca, tan sólo parte de sus hombros y la cabeza de mi esposa quedaban fuera de campo visual.

Pensé bajar a la cocina, necesitaba un café urgentemente. Sin embargo, cuando ya me iba, vi a Verónica girarse de lado y doblar una rodilla sobre la otra. No pasó mucho tiempo antes de que la mano de un hombre surgiera de la nada y fuera en pos de la entrepierna de mi esposa. Ella no hizo nada por impedirlo, debía estar implicada. Es más, por la posición de su brazo no era difícil que Verónica también estuviera ocupada.

El hombre se desentendió del sexo de mi esposa y de pronto se sentó con el vaso en la mano. Yo solo le veía de rodillas para abajo. Un minuto después todo quedó claro.

Al cambiar el hombre de postura, resultaba evidente que mi esposa le estaba masturbando. Aquel canalla volvió a meter su mano entre las piernas de Verónica pero, unos segundos más tarde, algo le sucedió.

No se desperdició nada, de eso puedo dar fe. Aquel tipo comenzó a chorrear esperma dentro del vaso sin que se derramara ni una sola gota. Aunque no fueron pocos los borbotones, mi esposa aún le rebañó la punta de la polla. Lo sé porque un espeso grumo blanco quedó adherido en la misma boca del vaso.

El tipo se quedó sentado hasta que ella, haciendo un exceso, apuró el nutritivo cóctel que él mismo había aderezado. Cuando Verónica apoyó el vaso sobre su muslo, hasta yo, desde la ventana del primer piso, pude comprobar que sólo restaban en él los cubitos de hielo. No obstante, dudé que un cóctel hubiera logrado sofocar la calentura de mi esposa. Llevábamos dos semanas si follar.

Si bien yo tenía mis sospechas, el hombre se recostó en la tumbona sin que yo pudiese ver de quién se trataba. Con todo, me retiré de la ventana agradeciendo no saber la identidad de aquel sinvergüenza.

Como es lógico, habíamos pensado dar de cenar temprano a los niños para así tenerlos acostados lo antes posible. Fue precisamente al comienzo de la cena cuando nos enteramos del truco de Himar para conservar su escultural figura. Nuestra excepcional invitada era vegetariana. La presentadora sacó de un cesto su propio exprimidor para hacerse un zumo de naranja y luego, abrió una de esas ensaladas minimalistas de brotes tiernos, con queso fresco, miel y nueces.

Salvo Himar, todos teníamos el número estándar de hijos, dos. Aunque al hijo de la periodista le tocaba pasar el fin de semana con su padre, con seis niños y niñas correteando por la casa, el jaleo estaba garantizado.

Es bueno tener cosas en común, eso siempre ayuda a crear un ambiente distendido. Las escaramuzas entre madres e hijos para conseguir que los niños comieran de todo, o para que no se comporten a la mesa como vikingos llenó un buen rato de risas.

Puede que mis hijas comiesen poco, o muy poco según opinaba mi madre, pero según las tablas de la enfermera, las niñas estaban creciendo bien. Lo mejor, no obstante, era que por fin comían solas.

Montse no tenía tanta suerte, sus hijos no hacían más que jugar con la comida que tenían en el plato. Cuando nuestras miradas se cruzaron, no hicieron falta palabras para que supiera que necesitaba ayuda. Aunque Montse y yo no siempre nos habíamos entendido bien, ahora éramos buenos amigos.

La psicóloga había dado a luz a melgos. Dos niños, uno rubio y otro moreno, pero ambos igual de revoltosos y desobedientes. A falta de una camisa de fuerza, opté por la vieja viejísima táctica romana: “divide y vencerás”. Me coloqué pues entre Zipi y Zape para que no se distrajeran y, cual funcionario de prisiones, vigilé y corregí el más mínimo amotinamiento.

Entre tenedor y tenedor, no pude evitar echar un furtivo vistazo a las tetas de la madre. Esther era la que más pecho tenía de todas, incluso más que la presentadora. En un acto de piedad y, a la espera de que bajáramos a la piscina al día siguiente, Esther se había puesto un escote que era un auténtico imán para los ojos.

Igual que el cántaro que tanto iba a la fuente, la madre de aquellos dos folloneros me sorprendió mirándole las tetas. La psicóloga frunció el ceño y, con un nimio movimiento de cabeza, me indicó que me centrara en lo que estaba haciendo, no fuera a meterle el tenedor en un ojo a su hijo. La miré con malicia, pero al final agaché las orejas y obedecí. Aquella hembra tenía mucho temperamento y no deseaba enojarla.

Aún recordaba cuando Ángel y ella se liaron por primera vez. Estábamos en las fiestas del pueblo de los padres de Ángel. Por las mañanas había encierros y vaquillas y por las tardes corrida de toros. Sin embargo, los cuernos más grandes que se vieron allí fueron los de Alfonso, el novio de Esther, un judío estirado y aburrido que nos cayó mal desde el primer día.

Fue apretujados en el bar cuando Ángel empezó a meterle mano a la pechugona muchacha. Esther, empero, no se dejó intimidar y también se puso a sobarle la polla con total discreción. Al final, la muy chalada nos pidió que la tapáramos y, allí mismo, se puso en cuclillas. Entre mi novia de entonces y yo procuramos que Alfonso no dejase de empinar el fino pitorro del porrón de vino. Cuando el muy necio me preguntó si sabía dónde había ido su novia estuve a punto de apartarme para que la viera amorrada al grueso caño de mi amigo.

Dos minutos más tarde, Esther surgió a nuestra espalda sin que su novio se hubiera percatado de nada. Ángel se guardó la verga con tanta fanfarronería que nos echamos a reír, pero ahí no quedo la cosa. La idiota de Esther tomó su vodka con naranja y simuló beber. Cuando Alfonso la vio trastabillando hacia él con la boca cerrada y un enigmático brillo en la mirada, pensó que su novia estaba aún más borracha de lo que parecía. Sin embargo, no puso pegas cuando ésta le sujetó la cabeza con ambas manos y, besándole apasionadamente, compartió con él el amargo y espeso contenido de su boca…

Como los niños tenían edades similares, se decretó el toque de queda infantil a las once de la noche. Seríamos nosotros, los padres, los encargados de aquella ardua tarea. Después de que cada niño llevase su plato al fregadero hubo una sublevación con diversos actos de hostilidad. Aún tardamos media hora más en lograr que todos se hubieran lavado los dientes, puesto el pijama y se hubieran metido cada uno en su cama.

Mientras que Jaime y Ángel iban preparando las bebidas para la velada, yo encendí un pequeño fuego de ramas no demasiado gruesas. Había tres sofás dispuestos entorno a la chimenea. Habríamos tocado a uno por pareja si Himar no hubiera estado allí. No obstante, los sofás eran amplios y el culo de la periodista pequeño, de modo que se sentó al lado de Jaime y Pilar, justo enfrente de mi mujer y de mí.

Pilar nos había contado algunos detalles sobre la separación de Himar. Su ex era más viejo y rico que ella, pasaba de largo los cincuenta. Como aquel empresario siempre había estado soltero, estaba acostumbrado a un orden y una quietud imposibles en una casa con niños. Era demasiado viejo para ejercer de padre. Tras unos pocos meses de constante conflicto habían optado por mantener una relación a distancia y, finalmente, se habían divorciado. La mujer de Jaime no lo dijo, pero yo di por sentado que aunque Himar hubiera seguido casada, su acaudalado marido habría rehusado encerrarse con siete niños en una casa rural por muy grande que ésta fuera.

Gracias al alcohol y a las ganas de pasarlo bien, la conversación a la luz del fuego se fue prolongando con la misma calma y naturalidad que un tronco flota río abajo. Sin embargo, yo me sentía frustrado. A pesar de que nuestra veleidosa invitada estaba sentada justo enfrente de mí, no conseguía averiguar de qué color eran sus bragas.

De forma inconsciente, la complicidad de pareja hizo que de pronto una mano se deslizara por aquí y un beso cariñoso se diera por allá. Unos y otros mirábamos a Himar de reojo, pero la presentadora conservó estoicamente la compostura, manteniendo los hombros erguidos y la cabeza alta, en esa posición tan rígida que la caracterizaba.

Los temas de conversación fueron sucediéndose y variando de manera indiscriminada. Al principio todo era muy serio y trascendental, pero poco a poco los comentarios se fueron volviendo más ufanos y divertidos. Recordamos nuestras anécdotas de siempre, así como las últimas trastadas de nuestros hijos.

La periodista parecía estar pasándolo bien, reía e intervenía en la conversación con total confianza. Puede que fuera una mujer con estilo y una educación exquisita, pero el alcohol no entiende de clases sociales. Luego dieron las doce de la noche y el teléfono de Pilar anunció la gran sorpresa.

La media noche era la hora establecida para iniciar nuestra tradición, hasta aquel día secreta. El iphone completó una a una las doce campanadas como si fuera el carillón de un viejo reloj de pared.

La presencia de aquella observadora distorsionaba la complicidad que teníamos entre nosotros, pero, al fin y al cabo, todos suponíamos que si la periodista estaba allí era precisamente para presenciar lo que estaba a punto de suceder.

Del gran bolso Dolce & Gabanna, Pilar sacó la pequeña cajita de madera lacada en color nogal, las bolas resonaron en su interior. Todos salvo Himar sabíamos el significado de aquel juego, por eso la periodista no perdía detalle. Haciendo de anfitriona, Pilar lo explicó, si bien de manera un tanto sucinta. Había tres, cada una de un color. Roja para el sexo oral, blanca para el sexo vaginal y negra para el anal. Era un juego emocionante. Cada uno de nosotros extraería una bola al azar y, según su color, quedaría establecido en qué orificio recibiría su esposa la polla del hombre que ella misma escogiera.

Aunque hacía años que practicábamos el intercambio de parejas, en realidad todo empezó de manera fortuita. Una noche igual que aquella, sólo que quince años antes, nos emborrachamos y empezamos a follar en pareja, unos delante de los otros. Aunque no sé quién fue el primero, sí recuerdo la cara de conmoción de mi esposa cuando todo terminó. Ella estaba sobre mí y a su espalda se encontraba el engreído de Ángel, habíamos hecho un sándwich con su grácil cuerpo. Mientras, las otras dos mujeres aún se erguían a horcajadas sobre Jaime. Mientras que su propia esposa le restregaba el coño por la cara, Esther contoneaba la cintura como poseída por el poderoso pollón del muchacho.

Para comenzar el juego, Pilar se giró hacia su marido y le tendió la cajita para que éste extrajese una de las bolas. Sin embargo, Jaime declinó cortésmente su ofrecimiento y le indicó que nos diera a sacar primero a nosotros.

Pilar me ofreció, pues, la cajita en primer lugar. Introduje los dedos mirando a mi mujer y tuve que reprimir un respingo. Sólo había una bolita suelta, las otras dos estaban firmemente sujetas por el pulgar de Pilar sin que nadie, salvo yo, pudiera percatarse de ello.

La sonrisa de Pilar enmascaraba su ardid a las mil maravillas. La muy zorra… Tras un segundo de indecisión, mostré a los ojos de todos una bolita negra como el tizne. Pocas mujeres habrían mostrado tanta entereza como Verónica sabiendo lo que le esperaba. Aquella primera noche solamente podría disfrutar siendo sodomizada.

— Jaime —dijo mirando, desafiante, a Pilar.

Mi esposa podría haberme escogido a mí, pero la tradición era empezar con la pareja de una de las otras dos mujeres. No hacía falta ser muy listo para saber que había algún tipo de enfrentamiento entre mi esposa y la de Jaime. Me hubiera gustado saber de qué se trataba, pero era lo suficiente inteligente como para no inmiscuirme en asuntos de mujeres. De todos modos: “A río revuelto, ganancia de pescadores”.

El siguiente en sacar fue Ángel, que enseguida mostró una bolita blanca.

— Alberto… —dijo irónicamente su esposa. Una vez que Verónica había escogido a Jaime, yo era su única opción.

Pilar ni siquiera ofreció la cajita a su marido. En lugar de hacerlo, la dejó sobre la mesa y, tal y como todo el mundo esperaba, se dirigió hacia Ángel. Mi amigo compartió una mirada cómplice con su esposa mientras Pilar, la más menuda de las tres amigas, se arrodillaba a sus pies.

Últimamente, Pilar tenía debilidad por Ángel. Fuera cual fuera su suerte con las bolitas, él era su primera opción. Su chico, Jaime, era joven, fornido e impetuoso, pero no tenía la templanza y el carisma del sargento de la Guardia Civil. Con un silencio solemne, la más bajita y tímida de la tres se postró de hinojos frente al esposo de Esther. Lo hizo con la cabeza gacha, sin mirar a los ojos ni al uno ni a la otra. A pesar de la edad, la buena de Pilar seguía sin poder evitar aquel exacerbado pudor.

Ángel tomó el pañuelo negro que su mujer había sacado de aquel bolso tan familiar para todos nosotros. Dentro de él guardábamos, de un año para el siguiente, todos nuestros juguetes para adultos. Meticuloso, Ángel plegó el pañuelo en diagonal y a continuación vendó los ojos de su ferviente admiradora. Seguramente sería la propia Pilar quien más agradecería aquel gesto, de ese modo no tendría que soportar las miradas de todos mientras mamaba la enorme polla de Ángel.

Tras sacar su erección, el sargento se tomó el tiempo necesario para desabrochar la blusa de Pilar y liberar unos senos grandes y con buen aplomo. A pesar de que respiraba de forma entrecortada, era admirable como la mujer mantenía las manos entrelazadas detrás de la espalda mientras el sargento le sobaba los pechos. Ella sabía sobradamente lo que a él le gustaba, y eso haría.

Yo esperaba que, al comenzar aquel tórrido espectáculo, la elegante Himar se ruborizara. Sin embargo, no sólo no lo hizo sino que nos sorprendió a todos al servirse otro gin-tónic. Desde luego, la periodista iba a necesitar refrescarse la garganta cuando contemplara al sargento forzar las amígdalas de la mujer que tenía arrodillada delante de él.

Cuando Ángel llevaba un buen rato amasándole los pechos y pinzando delicadamente sus pezones, Pilar no pudo contenerse más y buscó a tientas la polla del sargento.

La mujer de Jaime se afanaba chupando el rechoncho glande de Ángel, cuando de pronto éste miró a la delgada periodista y, con un gesto, la invitó a unirse a la madura ama de casa.

Himar se llevó la mano al pecho con consternación. No era de extrañar, mi amigo Ángel un miembro no apto para primerizas. La periodista declinó la oferta cortésmente, ladeando la cabeza.

Cuando el nervudo miembro de Ángel alcanzó su máximo esplendor, decidí no esperar más. Me incorporé y revolví en el bolso hasta dar con el consolador que andaba buscando.

Pilar iba a misa todos los domingos, por eso mamaba con tanta devoción. La mujer hacía todo lo que estaba en su mano, y en su boca, para aliviar al valeroso sargento. La hinchazón de su polla era terrible. Con las manos siempre a la espalda y la boca llena de verga, la pequeña esposa de Jaime no dejaba de segregar saliva. Oírla sorber era casi tan obsceno como verla engullir el miembro viril del sargento.

Como no veía nada de lo que pasaba a su alrededor, Pilar experimentó un repentino sobresalto cuando intenté desabrochar sus ajustados jeans. Sin embargo, una vez que la morena entendió lo que pasaba, colaboró con premura a fin de quedar completamente desnuda. Aunque Pilar era bajita y tenía el vientre propio de una mujer que ha sido madre, su figura estaba bien proporcionada. Tenía unos pechos hermosos y un culo que yo encontraba sencillamente irresistible.

Pilar era de largo la más discreta y pudorosa de las tres, por eso su culo era tan especial para mí. Al común recelo a ser sodomizada, la esposa de Jaime añadía una dificultad extra. Por desgracia, uno de los partos le había generado una pequeña hemorroide. Si bien no era gran cosa, ese pequeño obstáculo hacía aún más meritorio y placentero metérsela por el culo. Además, si sodomizar a cualquier fulana es algo fantástico, hacérselo a una mujer decente es el no va más.

Jaime ni siquiera se percató de que yo había empezado a jugar con el sexo de su esposa. También él estaba ocupado chupando los morenos pezones de la mía.

Tras lubricar el rugoso aparato entre los hinchados labios de la vulva de Pilar, se lo fui introduciendo suavemente en la vagina. Tenía la firme intención de saciar su coñito antes de que Ángel hiciera lo propio con su boca.

Después de experimentar en sus carnes un fenomenal orgasmo, Pilar se esforzó para que el sargento disparase toda la munición que llevaba encima. Si Ángel es de los que siempre tienen los huevos a rebosar, Pilar es de las que solamente se tragan el semen de su marido. De modo que, abruptamente, una asombrosa cantidad de esperma comenzó a escapar por las comisuras de su boca, chorreando sus henchidos senos.

Cuando alguien ve a otro hombre eyacular dentro de la boca de su esposa, su excitación alcanza automáticamente un nivel insólito, y así ocurrió. En respuesta al bochornoso espectáculo ofrecido por Pilar, su marido agarró a mi mujer del pelo y la hizo ponerse a cuatro patas de inmediato.

Era el momento. Ahora que Pilar y Ángel habían terminado, mi intención era ofrecer a la delgada periodista un apoteótico final que poder compartir con su audiencia. Obviamente, lo que yo deseaba era que Himar divulgara la práctica del sexo anal entre las numerosas seguidoras de su programa. Aún yendo en contra de las normas, mi propósito era que Himar viera a Esther y a Verónica gozar como locas siendo sodomizadas simultáneamente.

La mesa baja que había en el centro se veía robusta. Si de verdad era de madera maciza, aguantaría sin dificultad el peso de la voluptuosa psicóloga.

Viendo que ya le tocaba, Esther se desnudó por completo, el suyo era el cuerpo más opulento que uno pudiera imaginar. Habría algún imbécil que pensara que estaba gordita, pero para mí, la morena de pelo rizado representaba el ideal de mujer madura: un buen par de tetas, un buen culo, y brazos y piernas fuertes y bien torneadas.

Mientras yo le indicaba a Esther que se tumbara boca arriba encima de la mesa, el despechado marido de Pilar ya estaba horadando con su lengua el ano de mi esposa. Afortunadamente, Jaime no olvidó sacar del bolso un frasco de aceite y rociarle el trasero a mi colombiana como si estuviera aliñando una ensalada.

Yo fui más despacio, besando, chupando y lamiendo aquí y allá. El de Esther era un territorio vasto. El esbelto cuello, los sensibles pechos, el ombligo, las ingles y, por fin su sabroso sexo. En un abrir y cerrar de ojos, la preciosa morena estaba alzando las ingles totalmente presa de la lujuria. De que quise darme cuenta, una oleada de fluidos inundó mi boca sin que yo pudiera hacer otra cosa que aguantar su envite. Esther mantenía mi cabeza firmemente sujeta entre sus muslos.

Repentinamente, escuché sollozar a mi mujer. Un abismo separaba el pánico de mi amor del éxtasis que trasmitía Esther.

— ¡Jaime!

Si bien no pretendía disuadirle de lo que iba a hacer, mi toque de atención fue suficiente para que el aludido comprendiera que debía azuzar de inmediato el clítoris y los pezones de mi mujer.

Igualmente, siguiendo mis instrucciones, Esther colocó su cuerpazo a cuatro patas sobre la mesa. La esposa de Ángel era una yegua adulta y aguardaba con impaciencia que la montaran. Aquella morena exuberante, siempre llevaba amplios escotes y el culo bien apretado. Hablaba por los codos y bebía tanta cerveza como el que más. Esther era tan extrovertida y cordial que a veces rozaba la chabacanería de un hombre. Por eso no me anduve por las ramas.

Agarrándome la polla, di un par de golpecitos sobre su nódulo de placer. Cuando Esther se sobrepuso del susto, introduje de una vez todo mi miembro entre los húmedos pliegues de su sexo y, sin más dilación, entablé el ritmo lento y severo que me permitiría llevarla hacia donde yo quería.

¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!

— ¡¡¡OOOGH!!! —oí sollozar a mi esposa.

Su desencajado rostro reflejaba gozo y sufrimiento a partes iguales. Como buena morocha, mi esposa veía normal que los hombres quisiéramos meter nuestra vergota en la cola, además de en la cuca. En América latina, a las mujeres les gusta lucir las nalgas para seducir a los hombres. Las minas no son tontas, si aprenden twerking y perreo es para que los pives se desvivan por chingarles el orto…

Allí todos y todas sabíamos a lo que íbamos, a disfrutar de la amistad y el sexo. Bueno, casi todos. Resultaba frustrante que Himar no se implicara. Seguía obstinada en quedarse al margen. Al parecer, había acudido allí sólo como periodista, no como mujer.

— Si te apetece algo, sólo tienes que pedirlo —invité a Himar con una sonrisa sin dejar de arremeter contra el trasero de Esther.

Mi mujer no se enteró de la proposición que acababa de hacerle a la presentadora, bastante tenía con la perforación que el marido de Pilar estaba realizando entre sus nalgas. No obstante, la indecisión de Himar me animó a ser más asertivo.

— Las bragas —le indiqué en tono severo—. Quítatelas.

Himar se quedó paralizada. No debía estar acostumbrada a recibir órdenes.

De pie frente a nosotros, la periodista mantuvo la altivez de una modelo de pasarela. Utilizando los dedos fue remangándose lentamente la falda con una mirada indescifrable. Cuando el borde de tela azul marino alcanzó la altura de su pubis, descubrí la razón por la que antes no había logrado averiguar de qué color eran sus bragas. Eran negras, unas negras braguitas de bruja.

Los gemidos de la mujer de mi amigo revelaban el ritmo con que mi verga entraba y salía entre sus piernas. El volumen de sus sollozos fue aumentando insidiosamente a medida que se iba acercando al éxtasis. Por contra, yo seguí con el mismo vaivén hasta que, finalmente, la brava zaina alcanzó un estrepitoso orgasmo que la hizo estremecerse.

A pesar de los espasmos de Esther, mi miembro no salió ni un ápice de las profundidades de su coño. La tenía bien sujeta por las caderas y mi pubis presionaba vigorosamente su grupa. Lo que yo no esperaba es que la esposa de Ángel estrujase mi polla con su poderosa vagina y me hiciera eyacular.

— ¡¡¡OOOGH!!! —bramé cediendo a la riada de esperma.

El azar quiso que mi orgasmo coincidiera con el clímax de mi esposa. Repentinamente, Verónica arqueó la espalda hacia atrás de un modo antinatural y se quedó completamente rígida. Mantenía la boca muy abierta, pero su gemido se fue apagando a medida que se iba quedando sin aire.

Sólo quedaba Himar. Aunque la periodista estuviera masturbándose, no hacía muecas que afearan la inmutabilidad de su rostro. Costaba creer la imparcialidad con que la periodista nos veía eyacular dentro de aquellas dos mujeres. Aquella máscara inexpresiva sólo podía deberse al bótox o la cirugía estética. Tenía que ser eso.

Fue, no obstante, en ese breve himpás cuando ocurrió lo más sorprendente de la noche. A pesar de las señales, ninguno lo vimos venir.

Nuestra elegante invitada tomó la mano de mi esposa y la animó a que se echara en el sofá. Verónica dio un respingo cuando el miembro de Jaime se escapó de su ano. Por el modo en que colgaba la verga de Jaime, nadie diría que hubiera vencido. Aquel arco descendente no era el del triunfo. Con todo, mi esposa rezongó como si lo echara en falta.

Sin dejar de mirarla con ojos de loba, Himar fue separando las piernas de mi esposa para hacerse sitio. Cándidamente, la presentadora retiró la mano con la que Verónica cubría, desconcertada, su sexo. Himar sonrió maliciosa y le dijo a mi mujer que estuviera tranquila, que no se la iba a comer. Era evidente que mentía.