La invitación de Juan Alberto
El sol brillante en un cielo turquesa y aquella laguna soñada de aguas cálidas rodeada de suaves ondulaciones de arena desnuda. El sonido de las olas, algo lejano y de algunas aves marinas, únicos testigos de nuestra presencia. ¿Acaso necesitábamos algo más? (A modo de continuación de "Paseos en bici")
El sol brillante en un cielo turquesa y aquella laguna soñada de aguas cálidas rodeada de suaves ondulaciones de arena desnuda. El sonido de las olas, algo lejano y de algunas aves marinas, únicos testigos de nuestra presencia. ¿Acaso necesitábamos algo más?
(A modo de continuación de "Paseos en bici")
LA INVITACIÓN DE JUAN ALBERTO
Comenzaban ya los primeros días cálidos de noviembre y yo esperaba ansioso la llegada del fin de semana. El martes me había encontrado imprevistamente con Alberto (¿se acuerdan de Juan Alberto, el vaquero de "Paseos en bici") y sin dudarlo le había aceptado el convite:
-¿Qué hacés, ciclista? Hace tiempo que no aparecés por allá.
-Sí, estuve en "la cantera" hace unos quince días, pero se levantó viento así que me volví rápido al pueblo. ¿Y vos, no era que ya terminaba tu 'pasantía' entre las vacas de tus tíos?
En otro de nuestros encuentros Alberto me había confiado que no era un peón de aquella estancia, sino el sobrino preferido de los dueños, que eran dos de los hermanos de su madre. Alberto estudiaba veterinaria en la Universidad del Sur, aunque había comenzado recién ese año. De todos modos conocía muy bien las tareas del campo.
En una oportunidad lo había sorprendido cuando se presentó con otro matungo de tiro y me desafió a una breve cabalgata:
-A ver, pueblero, si te animás a cambiar la bici por este alazán -me saludó aquella vez, sonriendo.
-Ya te conté que de chico viví en el campo. Parece que con la charla no te convencí...
Después quedó encantado de comprobar que podía montar casi con su misma destreza.
-Sí, a la majada ya la trasladaron a otro campo... A propósito, ¿tenés libre el fin de semana? -continuó. Me miraba con un brillo especial en los ojos.
-Tranquilo. ¿Querés que todo el pueblo se entere de nuestro romance?
-Está bien. Hay un padrillo nuevo que llegó hace poco desde el Uruguay. Se llama Wilson y pensé que te gustaría verlo. Está en el otro campo, al que te conté que trasladaríamos las vacas.
Alberto se había ocupado de detallarme el lugar. Era una gran extensión bastante alejada del pueblo, que incluso llegaba hasta la costa. No se cansaba de describirme los medanales cercanos a la playa, absolutamente desiertas. Es que las playas, al este de la desembocadura de un río y con zonas de cangrejales sólo podía transitarse conociendo muy bien los senderos, así que rara vez se aventuraban por allí pescadores y mucho menos los turistas. También me había hablado de una extensas lagunas de baja profundidad que eran ideales para disfrutar cuando el mar estaba picado o muy frío, fuera de la temporada de verano. El campo sólo tenía molinos y aguadas para la hacienda y algunos montes de eucaliptos y pinos, pero no había población alguna.
-Podemos acampar casi en la playa. Y el domingo a la tarde te traigo de regreso al pueblo. Con este "camello" podemos ir adonde queramos, con equipaje y todo...
Con "camello" se refería al jeep Willys modelo 1950 con que siempre aparecía por el pueblo. Era casi una reliquia pero perfectamente conservada. Un doble tracción con capota de lona que parecía sacado de alguna película de la 2da. Guerra.
Y la fresca mañana del sábado nos encontró rumbo a aquel paraíso perdido. Antes de llegar al primer monte ya se veían las vacas trepadas en las laderas de las suaves colinas que anticipaban los medanales de la costa. Y junto al molino y su tanque autraliano había una pequeña carpa de techo anaranjado.
-Sos previsor -le dije- ya preparaste hasta el alojamiento.
Se sonrió pero guardó silencio.
-Vení, busquemos a Wilson -dijo apeándose del jeep.
Yo paseé la vista por los alrededores pero no distinguí a ningún caballo.
-No veo ningún padrillo... ¿de qué pelaje es Wilson?
-Ja, ja, no... Wilson, el uruguayo, puede ser un padrillo pero no es ningún caballo.
Yo no entendí nada.
-¡Allá viene!... ¡Eeh, Wilson! ¿Cómo va el trabajo? -gritó Aberto, llevándose al hacerlo ambas palmas rodeando su boca.
A lo lejos, una silueta con sombrero vaquero se acercaba caminando. Levantó el brazo derecho a modo de saludo.
-¡Ey, Alberto! ¡Qué sorpresa! ¿Vienes a darme una mano? -bromeó el dueño de aquella silueta cuando estuvo un poco más cerca.
-No, gracias. Venimos con mi amigo a acampar cerca de la playa. Tengo todo en el "camello".
-Ayer tarde terminé con el control sanitario de la hacienda. Llegaste justo para no ayudar...
-Entonces quedate con nosotros. Podemos trasladar tu tienda hasta el puesto de la costa. Y te alcanzamos mañana hasta el otro campo en el jeep.
-Ok. Un descanso me sentará fantástico.
Wilson era un muchacho unos años mayor que Alberto y yo. Había nacido en Montevideo y llegado a Buenos Aires para terminar un posgrado en veterinaria. Los tíos de Alberto lo habían contactado en la muestra anual de la Rural capitalina y lo contrataron impresionados por su manejo de los rodeos. Y era un ejemplar de una raza bien rara en nuestra zona.
Lo que más se destacaba en su rostro era la sonrisa, con unos dientes parejos y blanquísimos. Y luego sus grandes ojos color miel, único rastro de mestizaje en un cuerpo de ébano. Tres de sus cuatro abuelos habían sido afroamericanos casi puros y sólo el papá de su madre era un criollo de raza europea. Aún bajo las holgadas ropas (bombacha campera, camisa amplia y alpargatas) típicas del campo se adivinaba un cuerpo musculoso y proporcionado. Creo que en estatura nos superaba casi en media cabeza a Alberto y a mí. Me excitó mucho observar el contraste entre su color de piel y el de mi vaquero de tez trigueña. Ya me ratoneaba imaginando una excursión nudista a aquella playa que aún no conocía.
-
Bastante antes del mediodía ya habíamos terminado de armar nuestra tienda y la de Wilson, en un pequeño bosquecillo de eucaliptos y pinos que estaría a unos trescientos metros de la playa y a orillas de una de aquellas apetecibles lagunas. Mientras nuestro nuevo amigo se concentraba en armar la "cocina de campamento" cavando un hoyo en la arena, nos alejamos Alberto y yo hacia la laguna, la inmóvil superficie líquida era irresistible ante un sol brillante.
Sin pensarlo demasiado nos quitamos los shorts de baño y nos metimos chapoteando al agua. Estaba impresionantemente cálida y después de un prólogo de jugueteos y salpicadas, Alberto me inmovilizó robándome entre sonrisas un beso profundo.
En eso estábamos cuando se acercó Wilson. Usaba una malla breve, al estilo brasileño, de furioso color rojo, una combinación perfecta para su tono de piel. Nos sorprendió su expresión pícara cuando elevó su mirada hacia nosotros después de fijarla en nuestros shorts abandonados descuidadamente cerca del borde del agua.
Y entre risas nos dedicó un breve strip con ademanes, dándonos la espalda y consciente del placer que nos producía su trabajado cuerpo. La espalda de anchos hombros, triangulada hacia una cintura bastante más breve y sus glúteos firmes y redondeados, como femeninos en su ausencia completa de vello, unos muslos fuertes, comienzo de sus largas piernas. Cuando giró para adentrarse lentamente al agua nos regaló la vista de su pecho y sus pequeñas tetillas crispadas al sentir el cambio de temperatura y su sexo bamboleante, que parecía en semi erección por su longuitud y su grosor, con una pronunciada curvatura hacia la izquierda y un par de huevos de proporcional tamaño, colgando en su bolsa algo desparejos.
Sin preocuparnos de exhibirle nuestras vergas ya completamente enhiestas ante tal espectáculo nos incorporamos alcanzándolo rápidamente en un par de zancadas y tomándolo uno de cada brazo, lo zambullimos entre risas y manoseos en el agua salobre. Estuvimos un rato jugueteando y rozándonos, metiéndonos manos como chavales. Cuando respondiendo a un gesto mío, Alberto y yo nos concentramos en tomarlo como al descuido de la verga, oculta bajo el agua, comprobamos que había casi duplicado su tamaño. Aunque complacido, Wilson se zafó de nuestro apriete y corrió fuera de la laguna.
-Probemos el mar. De aquí parece que hay unas olas muy buenas -nos convidó.
Salimos tras él, tropezando en la carrera por la arena cálida. Sorteamos rodando y enarenando nuestros cuerpos aún empapados por el último médano que nos separaba de la línea verdiazulada del océano. Las olas dejaban hileras de espuma blanca sobre la superficie plana de arena ferrosa. No había casi viento pero sí unas olas altas, que invitaban al juego de zambullidas y cabalgadas. Estuvimos un rato desafiándonos en cortas carreras a nado donde Wilson nos aventajaba sin esfuerzo. Yo me sentía increíblemente a gusto en mi primera experiencia nudista en la playa y el mar, placer que mis dos compañeros ya conocían bien. Alberto por sus escapadas desde chico a aquel desolado paraje y Wilson además, por sus escapadas a playas de su dorado Uruguay natal.
Cansados regresamos a tendernos al sol en la laguna de aguas mucho más cálidas. Alberto y yo no tardamos en recuperar la turgencia, perdida en el mar, de nuestras vergas; y tampoco tardamos mucho en besarnos y acariciarnos ante el gozo que nos producían tantas sensaciones cambiantes en nuestros cuerpos.
El sol brillante en un cielo turquesa y aquella laguna soñada de aguas cálidas rodeada de suaves ondulaciones de arena desnuda. El sonido de las olas, algo lejano y de algunas aves marinas, únicos testigos de nuestra presencia. ¿Acaso necesitábamos algo más?
-¡Ey! ¿No se olvidan un poco de este solitario compañero?
Alberto se acercó a Wilson y lo abrazó, metiéndole un beso profundo a toda lengua. Alargó un brazo para tocarme y llevar mi mano hacia la piel increíblemente morena de nuestro nuevo amigo. También busqué descifrar el sabor de aquella boca desconocida. Hundí mi lengua todo lo que pude, explorando la rosada lengua de Wilson que también se interesaba en degustarme. Bajo el agua tres pares de manos se dedicaban a recorrer y estimular cada zona de nuestros cuerpos deteniéndose a veces en las vergas o apretando suavemente los testículos a punto de explotar, y a la vez sondeando las cavidades aún estrechas.
En un momento sentí un grueso dedo mayor de Wilson penetrando desde atrás en mi ojete y abriéndolo lentamente en círculos.
Alberto al escuchar mi suave gemido hundió una mano que rozó mis testículos e introdujo lentamente uno de los suyos en el estirado esfínter. Sentía muy claramente el masaje de Alberto contra mi próstata hasta que me corrí liberando una blanca nube de semen en el agua.
La enorme tranca de Wilson permitía que lo pajeáramos a dos manos y luego de un rato lo hicimos levantarse sobre la superficie para asistir a dos largos chorros gruesos de leche que expulsó a más de un metro sobre el agua. Como una fuente de urgente esperma.
Alberto recibió por fin nuestro dedicado estímulo, por el culo y el tronco, expulsando con un gemido y un temblor toda la carga viscosa acumulada.
Nos enjuagamos un poco y nos retiramos bajo la sombra. Continuamos el juego tendidos sobre la lona entre las carpas, saboreando cada uno la verga salada y con restos de semen que le quedaba a mano. Alberto se ocupó primero de la tranca de Wilson, con su glande morado y rebosante de jugos. Y Wilson hacía desaparecer mi pija en su boca, hasta rozar su garganta, succionando con fruición. Me tocó a mí primero encargarme de la conocida verga de mi vaquero, gruesa y cabezuda. La recorrí desde los huevos al orificio de la punta, bañándola en mi saliva y tratando de abstraerme un poco de las sensaciones que me provocaban las succiones de Wilson en la mía.
Al poco rato intercambiamos, buscando los otros sabores. Me adelanté así a atrapar la morada cabeza, pero sólo pude introducirme hasta la mitad el negro tronco de aquel semental. No encontré manera de cubrir todo aquel pedazo de carne, que expulsaba un líquido más viscoso que el de Alberto y de sabor más intenso.
Sentí que Alberto abandonaba mi verga para meterme la lengua por el ojete, y después uno y luego dos dedos ensalivados. Y un al rato me estaba ensartando con bastante facilidad. Después de un bombeo breve y un par de estocadas a fondo sentí cómo su líquido caliente me inundaba los intestinos.
-Ahora estás bien lubricado, como para recibir a Wilson -me susurró al oído cuando al aflojarse un poco salió de mi recto.
Éste se había colocado boca arriba y sostenía enhiesto su mástil. Con ayuda de Alberto que me sostenía de los glúteos, logré tragarme con mi chorreante orificio el glande y parte del tronco del moreno. Me detuve un instante esperando una mayor dilatación del ano; luego que disminuyó la molestia inicial, fui bajando meneándome lentamente hasta apoyar mis glúteos en sus muslos. Sentí que me ocupaba totalmente aquel caliente instrumento. Pero no pude aguantarlo por mucho tiempo: tras una segunda 'enterrada' en la que pareció engrosarse todavía más, el dolor aumentó y me adelanté hacia el pecho y arriba expulsando líquido sobre el sexo saliente de Wilson.
Alberto me rodeó desde la espalda y tomándome la verga comenzó a meneármela, mientras yo hacia lo propio usando mis manos con Wilson. Rápidamente acabé con un gemido sobre su vientre y su pecho, y provocándole una prolongada corrida que sumó más leche en varios chorros emanados de su vergota.
Alberto y yo nos deleitamos luego recogiendo a lengüetazos aquella deliciosa mezcla que blanqueaba el torso moreno de nuestro padrillo, que sonreía y nos acariciaba complacido.
Luego nos arrastramos exhaustos de nuevo hasta el agua, enjuagando sudores y fluidos y rato después, casi famélicos, volvimos al campamento a devorar las viandas.
Llegó con el abrazador paso del sol por su cenit una corta siesta reparadora a la sombra del bosquecillo y refrescados por una suave brisa marina, y un tiempo para compartir la charla y la rueda de mate y algunos cigarrillos.
Nos esperaba aún una larga tarde de caminatas, chapuzones y jugueteos en aquella playa solitaria. Y aquel atardecer después de cenar compartimos los tres la carpa de Alberto, trasladando antes todo el equipaje a la pequeña tienda de Wilson.
Nos despertamos la mañana siguiente cuando el sol ya brillaba alto en un cielo apenas moteado de altísimos cirros. Nuestros cuerpos desnudos arropados apenas por frazadas desordenadas en la abrigada tienda ya mostraban cierta turgencia mañanera indicadora de una renovada energía... Pero ya llegaría el turno del placer "a troìs" en aquella segunda jornada. Y al atardecer abandonaríamos el paraíso en el viejo Willys, en camino de regreso al pueblo con nuestro compañero uruguayo.
¿Les gustará este relato tanto como "Paseos en bici"? Así lo espero. Escríbanme. R.