La inspectora 03. En el zoo.

Serie de relatos sobre la vida de la inspectora Martín. Situaciones absurdas, surrealistas (en uno sale un pulpo) y con mucho morbo.

—Inspectora Martín, a mi despacho — dijo el comisario.

Me senté tranquilamente a una indicación suya y esperé. Pensé en que hace apenas un par de meses había estado en la misma situación, esperando nerviosa a que me amonestara por alguna cosa. En este tiempo, a la par que mi respeto en el cuerpo había aumentado mi seguridad.

—Inspectora, tenemos un nuevo caso y necesito alguien de incógnito, alguien que sepa mantener una falsa identidad durante unos días. ¿Conoce a alguien así?

—Yo misma, señor — la sonrisa del comisario me indicó que me había estado vacilando. Me sentí contenta, si se permitía bromear conmigo era porque me valoraba.

—Eso pensé. Verá, en el zoo de Madrid últimamente ha estado habiendo pequeños robos. Nada importante, aunque hemos llegado a la conclusión de que se trata de algún trabajador. Lo hemos encarado mandando patrullas sin ningún resultado. Sin embargo, el motivo de que la haya llamado no es este. En el último mes han desaparecido dos niños, de tres y de cuatro años.

—¿Un secuestro o dos?

—Dos. El mismo director me ha exigido resolver el caso. En cuanto salga de aquí le mandaré a su correo toda la información de la que disponemos. Elija a cualquiera de sus compañeros para que la apoye, pero usted dirigirá el caso. Solo el director del zoo sabe quiénes son realmente, preséntense a él cuando lleguen para que les asigne un trabajo de cobertura.

—Señor, ¿podría pedir al subinspector Porras como mi apoyo?

—Hablaré con el comisario de Centro, aunque Porras sea de narcóticos supongo que no habrá problema dado el interés del director.

—Bien, ¿cuándo he de presentarme?

—Si le da tiempo a revisar el expediente mañana mismo. Tengo al director en mi cuello.

—De acuerdo, mañana estaré allí. Espero resolverlo pronto.

—Diga — contestó al segundo tono.

—Hola Segis, espero que te gusten los animales.

—¿Qué?

—Jajaja, ¿te vienes mañana al zoo?

—¿Pero se puede saber de qué hablas, Marta?

—Tengo otra misión de infiltración, ¿quieres ser mi compañero?

—Haberlo dicho, ¿cuándo empezamos?

—Jajaja, sabía que no me fallarías. Reúnete esta tarde conmigo y repasamos todo juntos.

A las siete de la mañana estaba entrando por la puerta de personal del zoo. Un guarda jurado me indicó dónde encontrar al director. Cuando lo encontré ya estaba con Segis, habíamos ido separados para que nadie nos relacionase. Me hizo pasar a su oficina y cerró la puerta.

—Soy la inspectora Marta Martín, veo que ya conoce al subinspector Porras.

—Sí, inspectora, estoy muy contenta de que por fin estén aquí. No puedo consentir que en mi zoo se roben niños — el director era un hombre de unos sesenta años. Se le notaba enfadado por lo que estaba ocurriendo en su dominio. Por el moreno de su piel seguro que no pasaba mucho tiempo en la oficina —. Espero que encuentren a los culpables.

—Esa es nuestra intención. ¿Tiene alguna sospecha?

—Ninguna, ni siquiera estoy tan seguro de que sea alguien de la plantilla. Sé que es la tesis de la policía, pero me cuesta pensar que alguno de mis trabajadores sea el culpable.

—De momento no descartamos nada. ¿Puede decirme algo de estas personas?

Le mostré una lista con los seis trabajadores más recientes del zoo. Estuvimos hablando sobre ellos y su posible implicación, oportunidad, etc. No sacamos nada en claro. El director se mostraba muy cooperativo pero no tenía información salvo la de la ficha de cada trabajador, que yo ya tenía. Cuando terminamos de discutir la situación nos asignó nuestra tapadera en el zoo. Yo haría de cuidadora en el acuario y Segis se encargaría de la limpieza del recinto. Eran trabajos idóneos, cuidar de los peces sería relativamente sencillo y solo tendría que seguir órdenes de la veterinaria encargada del acuario. Segis tendría asignado un sector del zoo, pero podría moverse a su antojo por donde quisiera sin que cantara mucho.

Cuando terminó de explicarnos todo llamó a Ramón, su asistente. Éste nos acompañó en una ruta rápida por las instalaciones del personal. Nos indicó dónde estaba el comedor de empleados, varias salas de descanso y me presentó a la veterinaria encargada del Aquarium. Luego se fue con Segis para llevarle a su lugar de trabajo.

La veterinaria, Ingrid, era sorprendentemente joven y bella. Tendría unos veintisiete o veintiocho años. De padres nórdicos por su estatura y la blancura de la piel me recibió con un traje de neopreno abierto hasta la cintura. Un pequeño bikini negro cubría su pecho.

—Bienvenida, Marta. Tengo a un tiburón pachucho y no tengo mucho tiempo — echó a andar por un pasillo y me apresuré a seguirla —. Tu trabajo de momento será dar de comer y vigilar los acuarios pequeños. Aquí tenemos a los peces que están en adaptación y a los recién nacidos. En cada acuario tienes la lista de los cuidados y alimentación que necesitan — según hablaba me iba mostrando varias pequeñas salas llenas de peceras, abrió una puerta y entramos en un pequeño cuarto —. Aquí esta Octo, es un pulpo gigante del pacífico norte — me mostró un acuario bastante grande completamente lleno de agua, en el fondo parecía dormir un pulpo enorme con los tentáculos adheridos a las paredes de cristal.

—Es muy grande — la dije.

—Qué va, todavía es un niño. Ahora pesará unos treinta y cinco kilos, cuando sea adulto llegará a más de sesenta.

—Lo que veo es que el acuario está agrietado.

—Ya lo sé, pero es el último espécimen en llegar y ya no había más libres. Espero que aguante hasta que podamos desalojar otro, además es importante que siempre tenga agua, no debe estar seco nunca.

Me fijé en el cuarto, había un jergón pegado a la pared y una puerta, me asomé y encontré una lavabo y una bañera.

—Puedes usar para ti el cuarto — me dijo Ingrid al verme curiosear. Con tanto acuario hay mucha humedad y acabarás el día empapada y asquerosa. Te lo digo por experiencia, jajaja. Dúchate si quieres antes de cambiarte.

—¿Cambiarme?

—Ah, que no te lo he dicho. Ven, sígueme — anduvimos unos metros por otro pasillo —. Aquí te puedes cambiar cuando llegues. Ponte un mono de ese armario y elige una de las taquillas vacías. El mono luego lo puedes echar al cesto de la ropa sucia o lavarlo tú misma en casa. Y ahora me voy a ver a mi tiburoncito. Habla con Rosa que ha estado haciendo tu trabajo hasta ahora, que te diga por dónde tienes que seguir hoy.

Ingrid se fue y me dejó sola buscando a Rosa. Recorrí las instalaciones hasta que encontré a una mujer bajita de unos cincuenta años. Estaba echando unas escamas de un bote a una pecera mientras hablaba con los peces.

—Hola, ¿eres Rosa?

—Sí — me dijo sin darse la vuelta —. ¿Y tú quién eres?

—Soy Marta. Acabo de hablar con Ingrid y me parece que me tienes que explicar por dónde empiezo.

Rosa era una persona bastante seca de trato. A los peces les hablaba con cariño, pero por lo menos a mí se dirigía con algo de antipatía. Completó las instrucciones de Ingrid y me hizo observar atentamente cómo lo hacía ella. Cuando consideró que podía dejarme sola me indicó el trabajo que faltaba para ese día y se largó sin despedirse. Me di toda la prisa posible para que me quedara tiempo y poder dar una vuelta por el zoo y familiarizarme con el recinto. Lo último que hice fue darle de comer a Octo. Tuve que levantar la pesada tapa de acero que impedía que escapara y le eché la mezcla de pequeños moluscos y algas que era su comida. Antes de terminar me pasó algo que me asustó un poco, uno de los tentáculos del pulpo se movió súbitamente, como un latigazo, y se aferró a mi antebrazo. No me dolía, pero sentía en mi piel la succión de las ventosas. Despegué el tentáculo con la otra mano y lo volví a meter en el agua. Rápidamente puse la plancha y lo dejé encerrado otra vez.

—Eres un pulpito muy travieso — le dije aliviada —. Como te portes mal no seré tu amiga.

El pulpo me miraba con sus ojos negros y redondos. Me di cuenta de que estaba hablando como Rosa, que no paraba de dirigirse a los peces y salí del cuarto. Había terminado la tarea de la mañana y todavía me quedaba una hora antes de comer, así que decidí darme una vuelta antes de ir al comedor.

Debía haber estado vigilante, buscando comportamientos anómalos, pero me gustaron tanto los animales que me dediqué a mirar los animales como si fuera un visitante normal. Me gustaron mucho los koalas y los suricatas, los gorilas me dieron mucha pena, con su carita sabia se los veía tristes y apáticos. Casi se me pasa la hora de comer, los trabajadores comíamos en tres turnos y me había correspondido a las dos de la tarde. Me apresuré en llegar al comedor de empleados, recogí mi comida de la barra y busqué sitio donde sentarme. Localicé a Segis que charlaba con varios empleados en una mesa, pero me pareció mejor no sentarnos juntos para conocer a más gente entre los dos. Me colé en la última silla libre de una de las mesas y me presenté a sus ocupantes.

El almuerzo fue ameno, las cinco personas que me acompañaban me dieron conversación y me ofrecieron su ayuda. Encima la comida no estaba del todo mal, según me explicaron era mucho mejor que la que se vendía a los visitantes en los distintos puestos del zoo. Cuando terminó la hora de descanso volví al anexo del acuario a limpiar las peceras pequeñas. Estaba rascando las paredes de una de ella cuando vi salir a Rosa. No lo hubiera dado importancia si no fuera porque tenía una actitud furtiva, mirando alrededor vigilando si alguien la veía. En cuanto traspasó una puerta lateral la seguí. Rosa rodeó el acuario y se metió por un estrecho pasillo entre la piscina de exhibiciones y el vestuario. La seguí sigilosamente hasta que sentí una mano en el hombro que casi me hizo gritar.

—Tranquila, soy yo — susurró Segis dejándose ver.

—Sígueme — le dije agarrando su brazo —, Rosa ha ido por aquí y me ha parecido sospechosa.

Entramos juntos intentando no hacer ruido, al final del pasillo solo había un baño. Me asomé con cuidado y no vi a nadie. Era un viejo cuarto de baño con dos cubículos y un ajado lavabo. Cuando se oyó ruido proveniente del cubículo del fondo arrastré a Segis y nos metimos en el otro. Sólo una delgada pared de contrachapado nos separaba de Rosa.

—¿Me estabas esperando, zorrita? — oímos decir a Rosa —. Ya sabes lo que tienes que hacer.

Escuchamos unos extraños ruidos, no entendimos qué era hasta que Rosa ordenó a alguien :

—Desnúdate del todo, quiero ver esa piel tan blanquita.

Prosiguió el movimiento a nuestro lado. Oímos lo que debió ser un azote seguido de un pequeño gemido.

—Estás empapada y todavía no hemos empezado, se nota que eres una zorra pervertida. Ahora apóyate en la pared y saca ese culito tan rico.

Durante unos minutos oímos azotes y el chapoteo de unos dedos en el coño de alguien. Todo esto acompañado de gemidos contenidos y órdenes de Rosa. Tampoco se cortaba un pelo en insultar a su amante. Estaba empezando a excitarme con tanto gemido e intenté salir, pero Segis me detuvo.

—Pueden oírnos — me susurró al oído —, mejor esperamos a que salgan — me sujetó de la cintura para retenerme.

Cada orgasmo que tenía la desconocida me ponía más cachonda, la mano de mi compañero en mi cintura me apretaba cada vez más fuerte. Yo frotaba disimuladamente mis muslos buscando aliviar mi calentura, me fijé en que Segis intentaba ocultar una prominente erección. Recordé su enorme miembro y por un momento deseé tenerlo dentro de mí. Excitada me moví intentando volver a salir, pero Segis se puso detrás y me volvió a agarrar. Ahora tenía su mano en el estómago.

—No te muevas o nos pillarán — susurró.

¡Qué capullo! Su mano me apretó contra su cuerpo, su barriga contra mi espalda y su notoria erección presionando entre mis nalgas haciéndose notar a través del delgado mono. Resistí inmóvil pero no pude evitar sacar un poco el culito.

—Arrodíllate y cómeme el coño, putita vikinga — oímos a Rosa.

Tenía las bragas mojadas y los pezones duros, notaba la verga en mi culo muy caliente. Si Segis hubiera querido aprovecharse de la ocasión no me hubiera resistido, al contrario. Procuré distraerme pensando en otra cosa, enumeré mentalmente las piezas de mi Heckler & Koch imaginando que la desmontaba y la volvía a montar, repasé la comida que tenía en el frigorífico y la lista de la compra.

Hasta que Rosa no se corrió escandalosamente no dejé de ocupar mi cabeza con tonterías. En cuanto pasaron a nuestro lado hui de Segis y las seguí intentando descubrir quién era su pareja. Me quedé de piedra cuando las pillé despidiéndose con un piquito en los labios. Rosa, cincuentona, borde y poco atractiva, tenía como amante sumisa a Ingrid, la veterinaria. Me dejó perpleja. ¿Cómo podía Ingrid, un pibón de veintitantos años, estar liada con alguien tan distinta y que le doblaba la edad? Podía ser amor, o también podía ser que Rosa le diera algo que necesitaba. Si Ingrid era tan sumisa y masoquista como parecía quizá había encontrado a su pareja perfecta. En fin, misterios de la vida.

—Nos vemos luego a la salida — dije a Segis avergonzada y sin mirarle.

Me dirigí apresuradamente a mi puesto de trabajo, estaba tan caliente por la situación pasada que me metí en el cuarto del pulpo y me encerré en el baño, bajé la cremallera del mono y me metí la mano bajo las bragas. Estaba recubierta de humedad, por lo que mis dedos no tuvieron dificultad en penetrar en mi vagina y aliviar mi necesidad. Me corrí en menos de un minuto evocando los gemidos de Ingrid y el miembro de Segis en mi culo.

Después de limpiarme continué con mi trabajo, comprobando los filtros de las peceras y limpiando las paredes de cristal. Octo volvió a rodear mis antebrazos con sus tentáculos, esta vez ya no me asusté, dejé que me agarrara hasta que terminé con su acuario y luego me los despegué uno a uno. Los tentáculos eran largos y muy fuertes, pero el pulpo no opuso resistencia. Como llevaba el mono arremangado me dejó unas ligeras marcas circulares en los brazos, nada preocupante. Seguí la recomendación de Ingrid y me di una ducha antes de cambiarme, era cierto que la humedad de las instalaciones te dejaba sudada y asquerosa. Una vez vestida de nuevo con ropa de calle me di una vuelta por el zoo, buscando algo sospechoso. Agoté mi turno y me quedé un poco más, hasta que recibí un mensaje de Segis : me esperaba a dos manzanas del zoo.

—¿Qué tal tu día? — pregunté nada más sentarme en el puesto del copiloto.

—Bien y mal.

—¿Y eso?

—Jajaja, bien porque he dejado el zoo más limpio que una patena. Mal porque no he visto nada sospechoso.

—Sí, lo mismo me ha pasado a mí. Me da que esta misión va a ser larga.

—Puede ser, de momento solo podemos observar y estar atentos — me dijo.

—Tú por lo menos estás fuera, yo estoy casi todo el día entre peceras. Mañana intentaré hacer el trabajo más deprisa y estar más tiempo vigilando.

Pasaron varios días, perfeccioné mis tareas y me daba bastante tiempo a vigilar en el exterior. Conocí mejor al resto del personal y a los animales residentes, pero nada de nada en cuanto a la misión. Cuando veía a familias con niños pequeños los seguía discretamente esperando a que ocurriera algo, en balde hasta ahora. Descubrí que Juan, un miembro de mantenimiento, robaba carteras de los visitantes descuidados. Supuse que no tendría nada que ver con el rapto de niños, por si acaso en vez de denunciarlo decidí controlarlo atentamente por si resultaba ser nuestro objetivo. Segis estaba igual que yo, a pesar de que se relacionaba más con el personal no tenía ningún sospechoso. Nos reuníamos a última hora todos los días en el cuarto del acuario e intercambiábamos nuestros progresos o la falta de ellos. Luego yo me duchaba mientras él tonteaba con Octo y salíamos separados del zoo para reunirnos cerca y que me llevara a casa. Algún día fuimos a cenar juntos. Aunque Segis era feo hasta decir basta me lo pasaba fenomenal con él. Era divertido y tenía una conversación muy amena, y siempre me trataba como a una reina. Los días transcurrieron sin que hubiera más robos de niños, estábamos los dos algo frustrados por no conseguir averiguar nada.

Uno de esos días al terminar la jornada, estaba duchándome con Segis al otro lado de la puerta cuando sentí un ruido enorme.

—Se ha roto la pecera — gritó mi compañero —. ¿Qué hago?

Pensé a toda velocidad, estábamos solos en el anexo y no había a quién pedir ayuda. Recordé que Ingrid me dijo que el pulpo no debía quedarse sin agua y solté lo primero que se me ocurrió.

—¡Tráeme a Octo, mételo conmigo en la bañera!

—¿Seguro Marta? ¿Entro?

—Sí, date prisa.

Segis abrió la puerta bruscamente y en dos pasos estuvo junto a mí con el pulpo enredado en sus brazos. Se quedó congelado recorriendo mi cuerpo desnudo con la mirada.

—¡Despierta Segis, dámelo!

Estiró los brazos y pude cogerlo despegando los tentáculos de los brazos de mi asustado compañero. Intenté mantenerlo alejado, pero entre que la ducha era pequeña y que sus ocho tentáculos eran muy largos enseguida me tenía rodeado el cuerpo. Le puse bajo el chorro de la ducha y enfrié algo el agua, no quería que sufriera por el cambio de temperatura.

—Segis, busca a Ingrid, la veterinaria o a Rosa, ¡aaaaahhhh!

—¿Qué te pasa, Marta?

—Este cabrito me está apretando donde no debe — el pulpo tenía mis pechos rodeados con sus tentáculos.

—¿Qué hago, me voy o te ayudo?

—No lo sé, espera a ver si puedo …

Intenté despegarme los tentáculos, pero cada vez que retiraba uno otro ocupaba su lugar. Tenía tentáculos por todo el cuerpo. El pulpo estaba dándome un sobo en las tetas que ni el mejor masajista. Sendas ventosas se ocupaban de mis pezones provocándome descargas eléctricas. Mi culo y mis muslos recibían similar tratamiento. Contuve las ganas de gemir y dejarme llevar, una de sus extremidades había pasado entre mis piernas y me presionaba los labios de la vagina rozándome el clítoris. Agachándome pasé una mano por debajo y despegué el tentáculo con un escalofrío de placer, para que Octo lo reemplazara con otro inmediatamente. ¿Por qué tenía ocho, no podía haber tenido dos o tres?

—Dime como puedo ayudarte — Segis me miraba agitado sin saber cómo actuar.

—No lo sé, Segis, no lo sé — contesté angustiada.

Tenía los brazos inmovilizados, los pezones duros e inflamados por la succión de las ventosas, y ahora sufría el frotamiento de otro tentáculo en mi entrepierna.

—¿Te duele?

—No, gracias a dios no duele.

Segis respiró aliviado y me examinó despacio buscando alguna manera de deshacerme del pulpo. Quizá demasiado despacio y demasiado detenidamente. Yo aguantaba los gemidos pero el jodido bicho me estaba encendiendo a base de bien. Los pulpos deben tener un octavo sentido que le indicaba a Octo dónde apretar, donde succionar y donde frotar, porque estaba haciendo un trabajo de puta madre.

—Aaaaahhhhhhh …

Segis abrió la boca para preguntar pero se detuvo cuando vio mi cara de placer. Se limitó a darme la mano apoyándome moralmente y a contemplar el destrozo que el pulpo me estaba haciendo. Claudiqué en mis intentos de resistirme y liberé un brazo para apoyarme en la pared de la ducha, abrí las piernas lo que pude y me dispuse a disfrutar del pulpo. Ya que estaba prácticamente violándome, al menos lo disfrutaría. Cerré los ojos y me dejé arrastrar por las sensaciones. Mis tetas estaban siendo magreadas y chupadas a la vez, solo eso me hubiera llevado al orgasmo, pero varios tentáculos me recorrían todo el cuerpo, el estómago y la cintura produciéndome escalofríos. El tentáculo de mi entrepierna parecía un Satisfyer, succionaba mi clítoris y se adentraba frotando entre mis labios vaginales. Cuando el extremo acarició mi orificio anal se me doblaron las piernas.

—¡No! ¡Mi culo no!

Segis acudió raudo en mi ayuda y tapó mi agujerito con la mano, metió sus gruesos dedos en la hendidura entre mis nalgas y peleó con Octo por hacerse con el premio. Su batalla acabó por empujarme a un repentino orgasmo, mi cuerpo entero vibró mientras el placer se adueñaba de mí.

—Aaaaaaaaghggghgg…

—Aguanta Marta — me dijo Segis ,no sé del todo si preocupado o cachondo. Quizá lo último.

Disfruté unos interminables segundo del orgasmo dejándome llevar, era como arcilla en las manos con ventosas del pulpo. La lucha en mi trasero la ganó Segis.

—Ya no entrará, Marta — me dijo ufano mientras embutía un dedo en mi culo hasta el fondo —, no le he dejado sitio.

—Gra … gra … gracias — jadeé.

—Voy a ver si puedo quitarte algún tentáculo.

Sólo se le ocurrió a mi compañero intentar despegar uno de los tentáculos que rodeaban mis tetas. Agarró el extremo y tiró, mi teta se vio comprimida y mi pezón estirado. Jadeé sorprendida cuando recibí un latigazo de placer. Segis seguía intentándolo una vez tras otra y yo seguía volviéndome loca. Como vio que no progresaba en su titánica tarea lo intentó con el tentáculo de mi entrepierna. Metió la mano entre mis abiertos muslos y repitió la operación tirando nuevamente. Cada tirón que daba yo veía las estrellas explotar y sentía una fuerte inyección de placer en mi coño. Seguramente por sus esfuerzos el dedo que tenía metido en mi culo entraba y salía, aumentando mis sensaciones. Sólo consiguió que el extremo del apéndice escapara entre sus dedos y fuera a refugiarse en el interior de mi coño.

—Aaaaaahhhhhhhgggg … cabrón … — dejé de hablar para concentrarme en otro orgasmo. Me corrí patas abajo con el tentáculo moviéndose dentro de mí.

—¿Intento sacarlo?

—¡NO! Déjalo. No tires de él.

Indefensa e impotente, vencida por los fuertes tentáculos del jodido cefalópodo, tuve que aguantar una hora entera a que al dichoso animalejo le apeteciera soltarme. A ratos el pulpo me aprisionaba suavemente y, en otros momentos, me violaba con sus tentáculos mientras yo sentía el dedo de mi compañero profanando con esmero mi orificio anal. Gracias a dios que Segis tuvo una feliz idea. Se le ocurrió poner el tapón en la bañera y cuando Octo vio el agua casi llenándola me soltó con delicadeza y bajó hasta el fondo. Yo intenté imitarlo pero tenía un impedimento.

—Ya puedes sacar tu dedo de mi culo — musité exhausta.

—Oh … sí … claro.

En cuanto mi culito quedó liberado me senté en el suelo intentado recuperar el resuello y la cordura. Las piernas no me sostenían y notaba la cabeza lánguida y como entre algodones. Quizá por los diez o doce orgasmos que había “sufrido” en sus hábiles extremidades.

Segis me recogió en sus brazos y me llevó al jergón, me secó dulcemente y me ayudó a vestirme en cuanto pude moverme. Esperé recostada mientras él limpiaba el desastre de agua y cristales que había por el suelo. Cuando todo estaba más o menos presentable llamé al director y le informé de lo que había pasado. Obvié una parte, claro. Salimos tardísimo del zoo aquella noche. Segis me acompañó a casa y no me dejó hasta que entré en mi piso y me deseó buenas noches. Es un cielo de hombre. Antes de acostarme me di otra ducha y me examiné desnuda en el espejo. Tenía todo la piel marcada con pequeños círculos ligeramente enrojecidos, mis pezones estaban irritados y más grandes de lo normal, lo que más destacaba eran las huellas de dedos en mi retaguardia. Segis había tenido que emplearse a fondo para vencer a Octo y no dejarle apoderarse de mi culito.

Seguimos con la rutina varios días, Segis insistió en acompañarme en la ducha para evitarme cualquier percance, caballerosamente se giraba para no avergonzarme. Tardé tres días en darme cuenta de que me observaba a través del mugriento espejo. Con lo bien que se había portado conmigo no tuve valor para reprocharle su conducta e hice como que no me había dado cuenta, incluso me giraba en la ducha y sacaba pecho haciendo que mis tetas resaltasen para que el pobre lo disfrutase más.

Un día justo después de comer observé algo extraño. Jordi, un empleado de limpieza, empujaba lo que podía ser un cochecito de bebé tapado con una lona. No le hubiera dado importancia si no hubiera ido tan rápido. Llamé a Segis inmediatamente y le ordené ir a la zona de carga y descarga del personal. Examiné rápidamente el entorno y confirmé mis sospechas cuando una mujer gritó asustada por no poder encontrar a su hijo. Prioricé y seguí a Jordi, si hablaba con la madre me entretendría y el niño podría desaparecer. Corrí tras el sospechoso, que se dirigía muy rápido hacia donde yo había supuesto. Le iba recortando distancia pero llegaría unos segundos antes que yo, pude ver cómo abría la puerta lateral de una furgoneta y entregaba el cochecito a alguien de dentro. Segis llegó corriendo por el lado del conductor, le hice una seña para que se encargara de él y yo plaqué a Jordi cuando se marchaba tranquilamente. Aturdido en el suelo no reaccionó y le puse las esposas sin resistencia. Me volví para ayudar a mi compañero, pero ya había detenido también al conductor. Llamé a la comisaría para que enviaran un coche y saqué al niño de la furgoneta. Llevamos a los detenidos y al niño a las oficinas del zoo. Avisaron por megafonía y los nerviosos padres entraron corriendo y se abalanzaron a comprobar a su hijo. Después de explicarles todo y tomarles los datos el director les ofreció un pase gratuito por un año y le encargó a uno de los veterinarios que les hiciera una ruta guiada.

El interrogatorio a los sospechosos fue muy fructífero. Jordi se mantuvo sereno y poco colaborador, pero su socio se derrumbó y cantó todo. Pertenecían a una red internacional que robaba niños y los vendían a padres de otro país. Conseguimos algunos nombres y se los pasamos a la Interpol. Al haberlos pillado con las manos en la masa y después de la confesión pasarían una larga temporada en la cárcel. Nos quedó, eso sí, la frustración de no recuperar a los dos niños robados anteriormente, por lo que pudimos averiguar ya no estaban en el país. Al día siguiente un compañero visitó el zoo y detuvo a Juan, el carterista. Le pilló in fraganti con las manos dentro del bolso de una descuidada visitante.

Los días siguientes seguí con mi rutina habitual, paradójicamente el trabajo que tanto había deseado y por el que había peleado incansable ahora me parecía monótono y aburrido. Echaba de menos los casos de infiltración, la emoción de interpretar un papel y el riesgo de ser descubierta. Estaba pensando en todas esas cosas revisando mis asignaciones cuando volvió a suceder.

—Inspectora Martín, a mi despacho — dijo el comisario.