La ingenua Teresita

Jacobo es joven, apocado y ha crecido en un ambiente muy religioso. Cuando le anuncian que se casará con la ingenua Teresita, una chica cándida por fuera y explosiva por dentro, poco se imagina lo difícil que será que su inocente esposa cumpla aquellos votos matrimoniales de "prometo serle fiel..."

1. Bendita tú eres, entre todas las mujeres

Cuando la vi me quedé boquiabierto.

–Se llama Teresita –me dijo mi madre–. Y es la primera que sale del convento en años.

Eso último era superfluo. Estaba con mi madre en la puerta del convento de las Ursulinas Sufridoras de la Santa Llaga. No podía creer mi suerte por varias razones: porque hacía años que no la tenía y porque mi madre no había sido precisamente una fuente de parabienes en mi vida. Pero allí estaba. Era mediodía y Teresita brillaba más que el sol. No era muy alta, pero eso también me gustó Y lo demás no es que me complaciese, es que me encantaron sus ojos

–Os casaréis en diez días..

Teresita no dijo nada sólo bajó la mirada.

–¿Por qué te llaman Teresita, le pregunté cuando ya estábamos en el coche, mientras mi madre conducía como siempre, con su estilo sincopado, una sola mano en la parte baja del volante y cambiando de marcha sin ton ni son.

Sin levantar los ojos de las rodillas me explicó:

–Me lo pusieron las ursulinas... Teresita, la de la boca pequeñita.

Ni me miró. Pero no hizo falta. Pese a sus ropas nada provocativas y su aire recatado me la puso dura como una piedra imaginándome lo que podría hacerme con esa boquita tan y tan pequeña.

Nos casamos en el juzgado. No tenía dinero para un buen anillo de pedida pero sí llegué a unas buenas alianzas. La ceremonia fue algo triste, en el juzgado. Mamá le compró a Teresita un vestido camisero bonito, pero a lo mejor no atinaba mucho con las tallas, así a ojo; y le quedaba tan ceñido que el juez se despistó varias veces mientras recitaba el Código Civil: no podía desviar la mirada del escote de Teresita. Había un par de ojales que no dejaban de ceder ante la presión de aquellos dos turgencias desbordantes, aunque ella se los volvió a abotonar un par de veces aunque acabó cediendo tal vez por cansancio, tal vez por lo nervios de la boda. Mi madre pagó el viaje de bodas a Canarias. Una semana. Salimos ese mismo día… llegamos a Tenerife por la noche… Yo estaba agotado. Los aeropuertos, los traslados, el cargar todas las maletas. Llegué molido. En cambio, Teresita parecía fresca como una rosa, vestida como en la boda, con unos zapatos de tacón altísimo, que yo pensé que iba a quitarse justo después de dejar el tribunal, pero que llevó todo el día, como si hubiera nacido para ello, como si no hubiese calzado otra cosa en el convento… La cuestión es que yo me sentía encerrado y en cambio Teresita parecía moverse como si las aguas se abrieran a su paso. Y no sólo eran las aguas. Eran todas las miradas a su alrededor. En la cola de embarque, en el avión. Las mujeres la desaprobaban, fruncían los labios con disgusto. Los hombres desencajaban las cuencas, giraban el cuello a su paso. Era como un imán. El vestido camisero no sólo se abría por arriba, también lo hacían por abajo. Claro, a mi madre no le habría quedado más dinero para un atuendo mejor. Es el problema de lo barato, que al final sale caro. Caro para mí, porque el resto de los hombres no dejaban de mirar a Teresita y parecían encantados con las rebajas. Pero es que además tuve mala suerte. En el avión le tocó pasillo. Y la muy inocente no se le ocurrió otra cosa en cuanto se sentó que cruzar las piernas. Y como fallaban los ojales el maldito vestido camisero se abría y se abría y aquellos muslos que parecían de mármol iluminaban toda la cabina. No podía culpar a todos los hombres de alrededor por contemplarla. Algunos de reojo, como el gordo calvo con el pañuelo y la corbata, que en vez de leer el diario no dejaba de observarla… o el ejecutivo pijales que en vez de su tablet no dejaba de repasar las pantorrillas, las rodillas y los muslos de mi flamante mujercita.

No lo sabía… pero todo podía ir a peor.

–El comandante sabe que son recién casados. Por eso invita la novia a visitar la cabina.

–Muchas gracias, señoritas –repliqué yo, que ya iba a soltarme el cinturón.

–Sólo la novia. Normas de después del 11-S, señor.

No puedo describir la expresión de la azafata. Rubia, guapa, con un gesto que mezclaba de una manera difícil de definir servilismo y zorrería.

Teresita me miró como buscando mi aprobación. ¡Cómo podía negarle yo nada a aquellos ojazos oscuros! Ya éramos como un matrimonio de verdad. Nos entendíamos sin hablar.

Y sin habla se quedó todo el pasaje al verla avanzar hacia la cabina. Seguro que no era culpa de ella, seguro que eran esas sandalias de altísimo tacón, pero aquel traserito se balanceaba tanto que parecía que podía desequilibrar el avión a cada paso. El aparato no cayó, desde luego; al contrario, pero otra especie de aparatos si se elevaron al paso de mi dulce esposa.

Tardó demasiado para mi gusto. Yo sólo podía esperar que los pilotos no le enseñasen los mandos y paneles. Si no con aquel vestido mi mujercita se inclinaba para ver, el altímetro, pongamos por caso, sus pechos quedarían del todo expuestos a los rijosos pilotos, que incluso podrían ver el blanco sujetador que en teoría sólo tenía que disfrutar su marido aquella luna de miel. Cuando volvió Teresita me tranquilizó.

–Han sido muy amables. Me lo han enseñado todo con todo lujo de detalles.

Yo sólo deseaba que ella, sin darse cuenta, no hubiese hecho lo mismo.

Total, que llegué al hotel agotado, desquiciado y exhausto. Y aunque en el hotel fueron muy amables, sobre todo el masculino, aunque yo me sentí ignorado por ellos. Llegué tan roto que no pude ni consumar mi matrimonio esa noche. La siguiente sí… Sobre todo por el efecto del bikini blanco que lució todo el día Teresita. Se lo compró ella, porque el que le había regalado mi madre le iba demasiado grande. Pero la pobre no debía tener mucha práctica en adquisición de ropa de baño en el convento y el modelito que adquirió resultaba demasiado escaso para la rotunda turgencia de su anatomía. Total que me tuvo loco… a mí y a los vendedores de la playa, los hamaqueros, los del chiringuito, los del hotel… Así que no veía la hora de que cayera la noche para poder yo perder mi virginidad y arrebatarle la suya a mi inocente esposa. No pudo ser, tampoco, porque estaba tan excitado que en cuanto me tocó el miembro con sus dulces manitas fue desbordarse mi entusiasmo. Apenas sentí su tacto me derramé con una abundancia sólo comparable con mi vergüenza. Así que rematar, lo que se dice rematar, sólo pude rematar al tercer día… Todo hay que decirlo, gracias a la habilidad de Teresita, sorprendente, teniendo en cuenta que había salido de las monjas. Y entonces sí. Ella dijo que había gozado más que yo… No tenía motivos, ni experiencia, para pensar que pudiese estar mintiendo.

2. Qué alegría cuando me dijeron

Papá siempre fue muy religioso. Entró en la Orden. Metió a mamá de aquella manera, aunque a ella siempre le pareció que había que comulgar con ruedas de molino, nunca mejor dicho… Y esa fue nuestra perdición porque cuando murió antes de tiempo nos enteramos que había donado todos sus bienes a la Orden. Él se iría al cielo pero a nosotros nos dejó, de manera literal, en la calle. La Orden, después de la intercesión de mi madre, nos dio de premio de consolación un puesto de contable para mí en una notaría próxima a la organización religiosa que yo pude compaginar con mis estudios de empresariales. Estudios que una vez acabados, con notas mediocres, no había servido para nada. Permanecía allí, anclado en la notaría de don Honorato. Mi madre me había insistido en no dejarlo y menos ahora que me iba a casar. Así que allí seguía yo, preso de un destino que percibía que me habían estafado.

Cierto que con los encantos de Teresita cerca todo se me hacía más digerible. La vida en sí se me volvió menos pesada, incluso vivir con mi madre en nuestro pequeño piso de alquiler. No era la vida que quería para mi nueva mujer. Pero ella se mostraba tan entusiasta en la cama, y a veces fuera de ella, que todo pasaba a un segundo plano.

Los domingos íbamos a misa. Mi madre, Teresita y yo. Era una parroquia de la zona alta, donde la Orden hacía y deshacía a su antojo, manteniendo la liturgia como en los 70 y las ideas como en los 40. Teresita nunca protestó y lo que a ella le pareciese bien a mí lo mismo, que seguía yo con la sensación de que me había tocado el Euromillón. Eso sí, veía aquellos empresarios, que ya habían dejando su empresa en manos de sus hijos, igual que habían hecho sus padres; veía a esos militares retirados, a esos anticuarios, a esos hombres de bien, rentistas, padres, esposos, como miraban a mi Teresita, como se la comían con los ojos, y no podía sino sentir un ligero temor. Siempre los había visto a todos como hombres castos. Pero ahora era como si les hubiesen salido colmillos sólo por la mera presencia de mi santa esposa. Eran los de siempre pero parecían otros, a lo Neruda. Cómo los conocía desde niño, no podía evitar culparla a ella. ¿Era necesario que se quitase el abrigo, la chaqueta, o lo que fuese en cuanto llegase a nuestro banco? ¿Tenía que inclinarse siempre de la manera que más se le marcase el trasero puesto en pompa cuando buscaba para tomar el cancionero menos desvencijado? ¿No podía escoger modelitos menos ceñidos o escotados? ¿Debía de subir y bajar tanto su pecho cada vez que respiraba? ¿Resultaba imprescindible, incluso, el hecho de respirar? Todas esas preguntas se agolpaban en mi cerebro de manera que perdía cualquier tipo de concentración religiosa en la ceremonia y sólo sentía aquellas miradas lujuriosas clavadas en nosotros o, más bien, en ella.

Un día de verano antes de ir a misa mi madre me habló de la conveniencia de que Teresita trabajase en algo. Lo que fuese. Una sencilla media jornada, para ayudar en casa… que íbamos muy apurados sólo con mi sueldo. Y me preguntó si creía que habría algo en la notaría. Mi respuesta no pudo ser más clara:

–Ya sabe, madre, como es don Honorato. Un hombre cruel, que disfruta humillándome. Cualquier persona que fuese sugerida por mí estaba laboralmente muerta en esa empresa.

Mi progenitora sólo me respondió que no me preocupase… que ella buscaría otro enfoque.

Unos días más tarde, tras la misa mi madre nos sugirió a Teresita y a mí:

–¿Podéis acompañarme a la sacristía? Tengo que hablar una cosa con el padre Rábago.

No pudimos negarnos. Y eso que el padre Rábago me caía especialmente mal. Durante el sermón parecía estar siempre mirando hacia nuestro banco, aunque a lo mejor no ayudaba que Teresita se sentase siempre al lado del pasillo y que con lo plomiza de las ceremonias alguna vez se le había subido la falda, así como por accidente.

Entramos a un despacho anexo a la sacristía. Muebles vetustos, crucifijos barrocos. Y el padre Rábago, con su cabeza poco pelo, muchas entradas y su mirada lobuna. Sin embargo, el hombre parecía azorado.

–Venía a hablar con usted, padre. Pero le veo preocupado.

–Pase, Jesusa. Pase… No se va a creer lo que me ha pasado. Viene ahora una comisión del arzobispado y mire que pinta tengo… No me había dado cuenta de este accidente. ¡Parezco un mendigo! ¡Va a ser imposible que me tomen en serio!

El padre indicaba con las dos manos… no… No podía ser… Su entrepierna.

–Ya lo veo, padre. Todo deshilachado el pantalón. Se lo cosería yo misma pero mi vista ya no es la de antes.

Pues, joder, para no ser la de antes… mi madre lo había visto en aquel despacho penumbroso… Yo intentaba fijarme y me costaba atisbar nada.

–Pero se me ocurre una idea, padre. Teresita, mi nuera, podría darle unas puntadas rápidas. Seguro que la monjas le enseñaron a coser ¿verdad hija?

–Sí –llegó a murmurar la ingenua de mi esposa, casi tragando saliva.

–Bueno, pues me quito los pantalones que están a punto de llegar.

–¡Qué se va a quitar! ¡Que se va a quitar– mi madre entró como un huracán y utilizó su corpulencia para empujar al sacerdote a un polvoriento sofá. Jamás le había visto tratar así a un hombre de Dios y menos a un miembro de la Orden –. Usted quédese con los pantalones puestos que un religioso no debe perder su dignidad. ¡Si será un momento! ¡Yo llevo siempre un kit de costura en el bolso!

–Jesusa, me da corte –musitó mi mujer.

–¡No seas tonta! ¡Así, mientras le coses le pido al padre el favor que quería! Que mi nuera, ya ve lo hacendosa que es… está buscando algún trabajo… A ver si usted me la pudiera recomendar…

Mientras mi esposa estaba arrodillada entre las piernas del clérigo, cosiendo con sus habilidosas manitas en aquella parte donde no debería tocar mujer. No me preocupaba tanto eso como el vestido que era, un poco escotado, pero que al tener que inclinarse la pobre para ver un poco mejor en el mal iluminado estudio, pues ofrecía una perspectiva inmejorable de sus adorable melones … Por muy santo que fuera el padre se estaría poniendo las botas… Y justo hoy que llevaba ese sujetador azul celeste que le quedaba un poco pequeño y que sólo le levantaba las tetas, sin recogérselas del todo… Esperaba que no quedasen al descubierto sus delicados pezones…

–Pues no sé… Jesusa… recuerde que ya coloqué a su hijo.

Sí, vaya mierda de colocación. En la notaría de don Honorato, un gordo desagradable y tiránico, también miembro de la Orden, que me hacía la vida imposible y que despreciaba que tuviera una carrera en empresariales…

–No sé, padre. Usted conoce tanta gente…

Yo cada vez estaba más inquieto por los manejos de costurera de Teresita… Veía al padre con los ojos como platos y respirando cada vez de manera más acelerada.

–Date prisa, Teresita.

–Hago lo que puedo –me replicó ella, denotando agobio.

–¡Uyyyyyyyy! ¿Qué coño haces?

–¡Perdóneme, padre! ¡Le he pinchado sin querer!

–Hija, casi me la perforas.

–¡Es que se le ha puesto muy gorda, padre!

–¡Mamá, por favor! ¡Vámonos! ¡Esto es muy incómodo!

–¡Tu cállate, Jacobo! ¡La culpa es tuya por meterle prisa a la niña!

–¡Por el santo Prepucio! ¡Cómo duele!

–¡No se preocupe, padre! ¿Tiene botiquín?

–En el primer cajón de la mesa.

–Niña, cógelo y cura al padre.

–Mamá no sé…

–Tú calla, Jacobo. Que hemos venido a pedir un favor y ahora no vamos a quedar mal por un quítame allá esas pajas.

Teresita, con esa tendencia a la sumisión hizo lo que le dijo mi madre. Cuando volvió con la caja blanca con una cruz roja. Para mi estupor le bajó la bragueta al padre Rábago.

–Hija, que no es un manubrio. ¡Dios, que rascada contra la cremallera!

–¡Es que está muy grande, padre! –se lamentaba mi Teresita– Más que el de mi marido.

–Mamá, mejor nos vamos –murmuré yo todo incómodo al ver a mi reciente esposa con aquel aparatoso miembro entre manos mientras entraba en unos detalles que me parecían del todo innecesarios.

–¡Sí, hombre! ¡Y dejar a una mujer joven y atractiva a solas con el padre! ¡Qué diría la gente! ¡Es que tienes unas ideas de bombero!

Tragué. Saliva y lo demás. No entendía nada. Pero eran años de hacer caso a mi madre. Total si le había escuchado para casarme con una desconocida en diez días ahora cualquiera le llevaba la contraria.

–¡Ahhhhhh! ¡Qué escuece! ¡Qué haces!

–Pero, niña, ¿cómo se te ocurre echarle alcohol así en el miembro!

–¡Las monjas decían que en cualquier herida lo primero era desinfectar!

–¡Dios! ¡Estoy rabiando! ¡Me va a matar! ¡Y la reunión es en cinco minutos!

Al padre Rábago se le saltaban las lágrimas. Aullaba de dolor.

–¿Hace falta que se la sostengas, cariño? –me quejaba yo, más preocupado de mi orgullo herido ante las dimensiones que iba tomando el asunto que, a todos luces, se estaba saliendo de madre… y de padre.

–Es que estaba palpitando, querido… Y no quería fallar con el alcohol.

–¡Tú, calla! ¡Bastante la has liado!

–¿Yo, mamá? Pero sí…

–Niña, sóplale… sóplale que eso siempre alivia.

–¿Así? –y mi pobre mujercita allí, bufando al falo palpitante.

–Más cerca, hija, más cerca… que el padre Rábago no va a notar nada.

Y ni corta ni perezosa va mi madre y con su ímpetu habitual le empuja la cabeza hacia aquel vergón.

–¡Doña, Jesusa, no…! –se quejó mi Teresita. Pero fue un error. Tenía que haber mantenido la boca cerrada. Pues entre el empuje de mi madre y que el ladino sacerdote empujó sus caderas hacia delante… Glups!!! Aquel pollón le entró en la boca. Quise intervenir… claro. No iba a permitir aquella indecencia. Raudo empujé a mi madre a un lado y sujeté a Teresita por lo hombros para apartarla de aquel mal trago.

–¡No, ni se te ocurra! ¡No te interrumpas la obra de Dios! –y el rijoso sacerdote empujó de nuevo hacia él la cabecita de mi esposa.

–Ummpffff… ugggghhh –regurgitaba la sufrida Teresita ante tan vergonzosa situación.

Yo tiraba de mi esposa… Pero cada intento mío era contrarrestado por el padre Rábago, que tenía unos brazos fuertes y un vigor que no sé si salía del gimnasio o del vicio… Y como aquello era tan largo era un sube y baja sin fin… Y lo peor en mi desesperación, al sujetarla por los hombros, aquel maldito vestido se le bajó y sus enormes melones quedaron al aire. Yo la solté para intentar subírselo pero en ese momento el padre volvió a empujar su cabecita hacia sí y sus pechos quedaron pegados sus pelotas…

–¡Oh, Dios! ¡Ahhhhhhhggg! ¡Es un milagro! –bramaba el muy desalmado.

A pesar de mi azoramiento, saqué fuerzas de flaqueza y logré de un último tirón sacar aquella pitón de la boca de mi pobre Teresita. Por desgracia la pobre seguía sosteniendo aquel pollón inhumano que parecía que tenía vida propia y que regaba semen a borbotones, como si fuera un champagne que llevase años esperando ser descorchado. La desafortunada Teresita no pudo controlarlo con sus manitas y estas acabaron perdidas de lefa… pero es que los salpicones le llegaron a la cara, a sus desnudas tetas, a su pelo… Hasta mi traje acabó con un par de lamparones. Y eran tan espeso y denso que ni en la tintorería pudieron limpiarlo a fondo luego.

Le pasé un pañuelo a Teresita para que, en la medida de lo posible, pudiese limpiar aquel completo desastre. Mi madre nos siguió sin decir nada. Yo rabiaba contra ella.

–¡La que has liado, mamá!

–A mí no me digas nada. Nosotras sólo hemos querido ayudar. La Virgen lo sabe.

–Mejor, que la Virgen no haya estado mirando, mamá.

3. No soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya…

Habían pasado varias semanas. Entré un momento en el despacho de don Honorato. Estaba como siempre, gordo, colorado, hinchado… con una vena palpitante en un lado de la sien… Tenía que tratar algunos temas complejos antes de la hora de comer y necesitaba toda la atención de mi jefe.

–No me hagas perder tiempo, Jacobo. Que el tiempo es oro…

–No, si yo…

–Perdona, amor, que he pasado para darte una sorpresa y ver si comemos juntos hoy.

Me giré sobresaltado y se me cayeron todas las carpetas y papeles que llevaba en la mano. Era Teresita con un corto vestido veraniego color amarillo tostado… Una vez más, no era la primera, Teresita había saltado recepción, personal y secretaria y había llegado hasta el corazón de la notaría… No me extrañó, porque era maja, simpática… Pero me sentí incomodado.

Ella se quedó mirando. Su reacción natural fue ayudarme… Pero yo extendí mi mano y la detuve cuando ya se había inclinado… Pero por Dios, ya estaban aquel para de pechos por delante…

–¿Pero quién eres tú, criatura? –preguntó don Honorato, relamiéndose el bigote como un gato de Cheshire, gordo, relamido y de mirada lujuriosa.

–Soy Teresita, Teresita Cañón, la mujer de Jacobo. Un placer

–Ah, Teresita… el padre Rábago me había hablado de ti… pero no te imaginaba tan… tan… tan Cañón.

Muy típico de don Honorato, siempre burleta, siempre prepotente siempre humillando a todo el mundo a su alrededor. Y mientras yo a gatas, por el suelo… con aquellas carpetas que no se acababan nunca de recoger…

–Pero siéntese, preciosura… Que ahora acaba Jacobo. Es que su marido es majo pero es un poco torpe.

Yo temblaba de rabia. Y más cuando con aquel vestido tan corto, vi desde el suelo que Teresita cruzaba las piernas al sentarse en aquel sofá de todo. No sé lo que pudo ver don Honorato desde su mesa pero yo desde el suelo, le vi todo, todo… todo lo depiladito que lo llevaba porque había escogido unas braguitas transparentes.

Y así se arruinó mi reunión. Don Honorato no me hizo caso en nada y yo veía que una y otra vez desviaba sus ojos embolsados hacia la ingenua de Teresita. La situación me amargó la mañana y la comida y mira que mi mujercita se había puesto guapa.

Una semana después don Honorato llamaba para contratar a mi mujer en la notaría. Mi madre sacó pecho… pero yo no quería.

–Me parece una mala idea. Vivir juntos y encima trabajar juntos.

–Un trabajo es un trabajo, hijo. Y más en los tiempos que corren. No hay que ponerse tiquismiquis.

Pero claro, en cuanto me lo pidió Teresita no me pude negar. No podía negarle nada, con esa cara, ese cuerpo… Ella era bella y divina y yo ante una mujer así sólo podía comportarme como un pelele.

Pronto la situación se volvió infernal. Don Honorato ya de por sí despótico con todo el personal, trataba con especial dureza a la pobre Teresita. La humillaba siempre que podía, mejor si yo estaba delante para que se me llevasen los demonios. Le gritaba a menudo, la culpaba de no saber cosas del funcionamiento interno… que era verdad que no las sabía pero es que llevaba dos semanas. Se la comía con los ojos. Aprovechaba cualquier excusa para rozarla, tocarla, restregar la bola de sebo de su corpachón contra mi indefensa mujercita. La trataba como una camarera o como una becaria. Le pedía que le trajese café, desplazando a su secretaria que empezó a cogerle una manía a mi mujer algo más que preocupante. Siempre le pedía el carpesano del estante más alto o la carpeta del cajón más bajo del archivador. Para disfrutar de sus piernas, su escote, sus corvas…

La verdad es que Teresita no ayudaba. Pero yo sufría tanto por ella que no me atrevía a decirle nada. Porque ¿era mi imaginación o llevaba faldas cada vez más cortas? ¿Me estaba sugestionando o las blusas de la oficinas eran cada vez más ceñidas, más abiertas, más desabotonadas o las tres cosas a la vez? Y no sólo era la ropa. Eran los tacones de vértigo, que siempre avisaban cuando iba a llegar con su repiqueteo, generando una lujuriosa expectativa auditiva a medida que sus pasos se acercaban. Cada vez se movía de manera más lenta, como si ensayase para una cadencia pecaminosa que sólo ella conociese pero que veía todo el mundo. Tanto que la mano derecha de don Honorato, Benito, esta prendado por ella, enamorado perdido y más la humillaba el jefe, más la agasaja él, con pequeños regalos, detallitos, un lata de Coca-Cola a primera hora de la tarde… Todo para ganarse su conmiseración. Y Teresita, que era un pedazo de pan, pues le hacía sentirse querido a él. Al que don Honorato trataba como una mierda y al que los demás despreciábamos por pelota.

Esta además el tentempié que Teresita tomaba cada mañana. Cada día sacaba de su bolso un plátano y se lo comía en su mesa… con todos los hombres mirando. Mi madre la había llevado al médico que le había dicho que le faltaba potasio. Pero… no era sólo cómo los comía, con delectación, metiéndoselos muy poco a poco en la boca.. siempre chupando unos segundos antes de morder. Es que cada vez eran más grandes, como traídos de lo más profundo de la selva.

–Es que el frutero desde que vio el otro día me los regala para ti –había dicho mi madre en casa.

Para mí que el frutero era un listo y que se los ponía de tamaño XXL con secretas intenciones y no para alimentar a mi santa señora sino a sus inconfesables fantasías. Pero lo peor es como todo el personal de la oficina se la quedaba mirando. Parecía que toreaba Curro Romero: el tiempo se paraba.

A pesar de todos estos momentos difíciles yo estaba relativamente tranquilo. Don Honorato la humillaba pero no había pasado a mayores. Y Benito se desvivía porque ella estuviera bien, aunque tenía un punto de baboso que también le incomodaba.

Hasta que cumplido el primer mes perdimos la firma de una importante promoción. No fue culpa de nadie pero don Honorato la pagó con nosotros, con nosotros tres: Teresita, Benito y yo… Yo veía como llegaba la hora de salir y mientras él gritaba y de despotricaba contra todo y contra todos el personal iba huyendo hasta que sólo quedamos nosotros tres…

–¡Qué sois unos vagos! ¡A que el dossier de la Federación de Comerciantes no está listo!

–Pero eso es para la semana que viene. No hay prisa, don Honorato –me atreví a cuestionar yo a media voz.

–¡Usted se calla, media mierda! ¡Que no sirve para nada! ¡Ni usted ni el putón de su mujer! ¡Qué estará buena, pero es tan inútil como usted!

–Don Honorato, no le permito que hable así a mi marido.

–¡Qué no me permite? Aquí el único que permite soy yo. Y ya pueden empezar a preparar el expediente o los despido a los tres.

–Pero eso nos llevará horas. Saldremos de madrugada –se quejó el pedazo de pan de Benito…

–¡Y a mi qué! ¡Mañana es final de mes! ¡Si no está el expediente no cobran!

–Es usted un tirano –se lamentó Teresita.

Don Honorato se la quedó mirando.

–Espero que esté acabado mañana a las nueve.

–¡Pero eso nos obligará a trabajar toda la noche– se lamentó Benito.

–¡Me la suda! –bramó don Honorato –¡O está listo o todos despedidos!

–Ya no podemos más. ¡Al menos ponga el aire acondicionado! El calor es insoportable –se quejó mi mujercita.

–¡Sí, y encima gastar luz por culpa vuestra! ¡Panda de chupópteros!

Estaba colorado de furia. De repente se le ocurrió algo. Conocía ese brillo en los ojos. No podía ser nada bueno.

–Bueno, ya veo que necesita un estímulo para trabajar. Así que ven aquí–. Cogió a mi mujer del brazo y tiró de ella hacia él con fuerza:

–Tengo esto para ti… –de un cajón sacó una especie de cilindro de aluminio. Sin remilgos empezó a subirle la falda a la indefensa Teresita.

–¡Oiga! ¿Qué hace? ¡Déjela!

Avancé hacia él pero me empujó en el pecho con su manaza.

–¡Un poco tarde para comportarte como un hombre! ¡Como veinte años tarde! Como iba diciendo, la gente piensa que los vibradores han de ser grandes… pero no… han de ser… potentes.

Siguió subiéndole la falda, ceñida, estrechita… y empecé a ver que llevaba unas medias de liguero transparentes… como de puta… ¿Cómo es que llevaba algo así?

–Mira que medias de zorrita que lleva…

–¡Es que los panties me producen alergia en los muslos! –se quejaba mi pobre mujercita.

La manaza de don Honorato subía y subía mientras pegaba ese corpachón a mi adorable esposa, con aquel cilindro agarrado. De un golpe le metió aquel aparato entre las piernas.

–¡Uy! ¡Don Honorato! ¡Creo que se confunde!

–¡Mis cojones, me confundo! Ahora tienes eso dentro. Este mando lo pone en marcha. Y girando este control se puede poner al máximo o al mínimo. ¡Benito! ¡Te dejo el mando! ¡Que esté siempre al máximo! ¡Así la putita tendrá una motivación extra!

Se puso la americana hecho un basilisco y cerró la puerta con un portazo que hizo temblar la paredes.

Nos quedamos los tres blancos. Incluso habituados a sus expresiones de ira, aquello resultaba extraordinario.

–¿Qué es ese zumbido?

Se oía en todo el despacho. Suave pero constante.

–¡Es esta mierda que me ha metido, Jacobo! ¡Sácamela!

Mi mujer volvió a subirse la estrecha faldita y se sentó en la mesa de Benito bien abierta de piernas. Sus braguitas blancas, semitransparentes, no podía ocultar su chochito.

–Pero, cariño, se te ve todo. Y Benito está aquí delante.

El maldito oficinista babeaba mientras aguantaba en la mano el mando que le había entregado don Honorato.

–¡Qué me lo saques, joder! ¡Yo no voy a poder con estas uñas!

Tímidamente aparté las braguitas y fui metiendo los dedos…

–¡Pero qué haces?

–No, sé, cariño… tranquila…

–Ah… ohhh… lo estás hundiendo más, Jacobo.

–No sé… estoy nervioso… aquí, con Benito mirando…

–Deja de buscar excusas. ¡Sácalo, por Dios!

–¡Es que resbala! ¡Estás muy mojada!

–¡Claro! ¡Típico de ti! ¡Ahora es culpa mía!

Tras unos minutos quedó claro que yo no podría sacar aquel artefacto diabólico. El zumbido iba a volverme loco.

Al final nos rendimos. Teresita se bajó su falda e intentamos trabajar.

Pero, era imposible… El zumbido no hacía más de recordarme lo que pasaba. El calor agobiante, imaginarme aquella cosa profanando la intimidad de mi mujercita…

–Ejem, ejem…

Era Benito… Tímido, se miraba los pies, plantado frente al escritorio de Teresita. Tragó saliva un par de veces…

–No quiero molestar, Teresita. Sabes que yo nunca haría nada que te molestase… Pero don Honorato me dijo que lo pusiera al máximo.

Y dicho y hecho sacó el pequeño mando y giró a la derecha el regulador circular. Hasta el tope.

–¡No, Benito! ¡Ahhh! ¡¡¡Ohhhh!!! ¡Uffff! Dios, dios, no lo hagas. El jefe no está. No lo sabrá.

–Ya sabes que yo nunca le desobedezco –aseguró el muy rastrero.

Que aquel cutre fuese tan pelota que incluso en ausencia de don Honorato estuviese torturando así a mi esposa. Salté sobre él. Su cuerpo blanduzco apenas ofreció resistencia. Ambos rodamos por el suelo. Podía haber sido varonil pero estaba quedando claro que ni él ni yo estábamos dotados para la lucha cuerpo a cuerpo.

–¡Dame eso! ¡Que me lo des, lameculos!

–¡No! ¡Don Honorato me despedirá! –jadeaba él.

Forcejeamos, al final el pequeño mando saltó… Para librarse de mí el tipo me pateó como un crío. Me dio una vez, falló otra y la tercera se oyó… ¡crash!

Me volví horrorizado… El tacón de su zapato había hundido el mando a distancia contra la pared.

Yo lo recogí… El botón circular que regulaba la potencia había saltado… y el propio mando había quedado medio machacado.

Me hice con él y me planté ante el escritorio de Teresita. Mie miraba con ojos desencajados, se mordía los labios, y arqueaba el cuello a izquierda y derecha, como si un ventrílocuo lujurioso le estuviese metiendo la mano por detrás… Se le habían soltado dos botones de la blusa y sus pechos, perlados de sudor, estaban a punto de desbordar el pequeño y ceñido sujetador blanco… Parecía a punto de volverse loca. Y más cuando vio que yo, allí, delante de ella, no podía ajustar botón regulador, al mando, que definitivamente no funcionaba.

–No, va, querida, no va.

–¡No! ¡Lo has roto, estúpido!

–Yo… yo….

–Yo sí que no he sido –terció el traidor de Benito–. Yo nunca hubiera roto nada cuya tenencia me hubiese sido confiada por don Honorato.

Teresita estaba a punto de enloquecer. Aquello seguí vibrando dentro de si. La pobre intentaba trabajar pero era más fuerte que ella. Se tocaba la nunca, se acariciaba los pechos, sus manos bajaban hasta el ombligo… Ella quería una cosa y su cuerpo… otra.

Una hora después, tras beber dos botellines de agua, se plantó ante mi puesto de trabajo.

–No puedo más, Jacobo. Fóllame.

–¿Pero aquí? ¿Estás segura? Es la oficina…

–¡Que me folles! ¡Me voy a volver loca!

–Cariño, Benito está aquí… Seguro que está mirando ¬–yo intentaba bajar la voz.

–Joder –volteó la mesa. Parecía fuera de sí. Empujó mi silla de oficina y cuando topó con la pared se abalanzó sobre mi bragueta. Los pechos se le salían, su garganta lanzaba gemidos de necesidad muy mal llevada. Me bajó la cremallera con desesperación sacó mi pilila y…

–¿Pero qué mierda es esto?

Se miraba las manos estupefacta… Pero sí… Aquello que le había salpicado sus manitas, su manicura perfecta era mi leche. Pero ¿Qué esperaba? En general no aguantaba mucho ¿cómo hacerlo con una mujer así y en ese estado? Así que después de ver a mi jefe meterle un vibrador por el chichi a mi mujer, ver a esta abierta de piernas y contemplarla en esa situación. Fue sentir sus dedos en mi polla y venirme… Con todo…

–¡Nooooo! ¿Qué más me puede pasar?

La desesperación de la pobre Teresita me resultaba desgarradora. Intenté calmarla:

–Bueno, cariño… Si esperas un par de horas… ya sabes que entonces me recupero…

–¡Un par de horas! ¡Un par de horas! ¿Pero tú me ves, Jacobo? ¿Tú me ves? ¿Crees que puedo aguantar así… dos minutos? ¡Un par de horas, dice! ¡Yo me divorcio, Jacobo! ¡Me divorcio!

–Pero mi amor… piensa, en ovejitas… en formas geométricas…

–¿Formas? ¡Ya sé, Jacobo! ¡Ve al cesto de la compra! ¡Que siempre lo dejo en el armario de los abrigos! ¡Está la cesta con lo que le compro al frutero! ¡Creo que hay un calabacín!

Fui hasta allí. Sí estaba la bolsa del frutero. Joder, vaya calabacín. ¿En qué pensaba ese frutero cuando veía a mi mujer? Volví corriendo y sudoroso por el calor agobiante. Encontré a Teresita con las piernas apretadas, el culito en pompa contra el pico de su mesa y frotándose el sexo por encima de la falda, como si quisiera alisársela, pero con desesperación.

Bzzzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzzz. Aquel zumbido se nos iba a meter en la cabeza a todos. A todos menos a Teresita, que también lo tenía metido pero en otro sito.

Teresita abrió lo que pudo las piernas. Yo introduje el calabacín bajo los muslos. La falda estaba tan ceñida que no podía separarlas más. Ella iba a subírsela pero yo la frené:

–Querida ¿no crees que Benito ya ha visto suficiente?

El calabacín llegó a su meta, pero en vez de penetrarla se truncó.

–¡No, joder! ¡No! –me seguía sorprendiendo que la virginal Teresita usase ese lenguaje cuartelero. Debía de ser presa de verdadera desesperación–. ¡Lo sabía! ¡Siempre me los da demasiado maduros! ¡Cómo no me los cobra!

–¿No te los cobra? ¿Por qué no te los…?

–Con este calor la verdura se pasa. Como don Honorato no quiere poner el aire –interrumpió Benito, siempre tan bienintencionado como inoportuno. Ahora no iba a saber qué pasaba con ese frutero tan generoso.

El calabacín había acabado convertido en pulpa, que en parte resbalaba por los muslo internos de mi mujer.

–Espera, Teresita. Yo te lo limpió –se ofreció Benito, mientras yo buscaba un diario con el que restregarme las manos. Tardé en encontrarlo así que cuando volví el muy ladino ya estaba frotando los muslos de mi mujer, con tan mala suerte que la servilleta de papel, don Honorato siempre compraba las más baratas, se había desecho, y eran sus regordetes dedos los que rozaban las prietas carnes de Teresita mientras ella no podía dejar de gemir.

–Ohhhh, ahhhh, uffffff….

Teresita era una onomatopeya sobrecalentada. Le di a Benito unas collejas para apartarlo de mi esposa.

–¡Qué corra el aire, joder!

Teresita me miró. Sus ojos suplicaban.

–Cariño, y si… Benito fuese la solución… ¿Te enfadarías?

Bzzzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzzz.

–¡No! ¿No querrás decir…?

–No puedo más, Jacobo. Voy a enloquecer. Necesito algo dentro ya. Lo que sea.

Cogí lo primero que me vino a la mano… Un lápiz. Se lo mostré.

–Jacobo, bromas no, por favor. Bromas no.

–Pero Benito…

–Benito siempre ha sido bueno conmigo, y amable. No es un cerdo como don Honorato.

–Yo, si hay que ayudar… –terció el interesado, demasiado interesado para mi gusto.

Bzzzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzz.

–Tú nada, Benito. ¡Que eres un listo!

Teresita se frotaba los pechos, con lo que los botones de su camisa se abrían ya hasta el ombligo.

–Déjalo, cari. ¡Por favor! ¿No ves que tú no puedes?

–Yo me sacrifico – y Benito se plantó delante de ella, con aquel cuerpo todo blando y fofo, desde la papada hasta los nudillos. Yo estaba agotado, no podía más.

–Pero, uhmm… la verdad, Teresita es que Jacobo no puede pero a lo mejor yo tampoco. Porque… no sé cómo decírtelo, me da corte.

La mirada de una Teresita despeinada tirando a desmelene se tiñó de pánico…

–No me digas que te has aliviado… una vez. Espero que en el baño.

–Es que cuando has llegado, Teresita. ¿Te acuerdas que te ayudé con la bolsa de la frutería? Pues mientras yo ponía la bolsa rodilla en tierra para encajarla bien en el armario de los abrigos… Pues a ti no se te ha ocurrido otra cosa que arreglarte la ropa antes de entrar en la oficina dejando atrás recepción. Y, claro, es que te has desabrochado toda la camisa, Teresita…

–Para arreglarme los pechos. Es que los tengo demasiado grandes y venía tan cargada que del esfuerzo se me habían salido del sujetador. Pero ha sido sólo unos segundos…

–¡Y que segundos– babeaba Benito–. ¡Que pezones, tan marrones, tan grandes… que abundancia… Ya sé que no ha sido culpa tuya, Teresita, pero no he podido evitar mirar.

–Hombre, Benito, que con esta camisa blanca los pezones se me hubieran marcado del todo. No podía entrar así en el centro de trabajo. Bastante he tenido con las miradas y faltas de respeto que me han soltado por la calle camino del trabajo. ¡Que soy un mujer decente!

Yo no salía de mi asombro. Como yo no hacía la compra me perdía lo del frutero y todo lo demás, pero llegaba unos minutos antes al trabajo con la falsa esperanza de que eso apaciguara al iracundo don Honorato.

–Pero es que no ha sido sólo eso, Teresita. Que luego te has subido la falda…

–Hombre, Benito. Que se me había soltado un liguero… Que me lo abroché y ya… seguro que no me viste nada…

–Nada, nada… esos muslos dorados, esas ingles de ensueño, ese coñito transparentado en la braguita blanca, tan pequeñita… Es que yo estaba más abajo… y, claro, además, el liguero se te escapaba una y otra vez…

¡Joder! ¡Qué buena vista tenía el cabronazo! ¡Y mira que la recepción tenía mala iluminación y que Benito con esas gafas de culo de botella no parecía ojo de halcón!

–Pero Benito, eso fue por la mañana… Ya te habrás recuperado –maulló Teresita.

Bzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzzzz.

–Bueno, pero es que luego se comió el plátano del mediodía. Y el de hoy era excepcionalmente grande.

–No es mi culpa, Benito. Es que el frutero me los da así. Dice que ahora tienen más salida los de tamaño XXL.

Salida, mi mujer, pensé yo… Pero me cuidé muy mucho de expresarlo en voz alta. Tendría que seguirla un día al frutero y sacar el agua clara de tanto descuento.

–Y luego don Ramón le ha pedido los títulos de propiedad…

–Pero yo sólo se los he dado, Benito.

–Pero ha tenido que cogerlos del cajón de abajo del archivador. Que Ramon y don Honorato, los cambiaron cuando usted llegó… y los han puesto en el de abajo… y como usted se inclina de esa manera, con las piernas tan rectas… combando la espalda… y con esa faldita tan corta que lleva hoy… pues claro… Se le vio todo el culito… con esos ligueros clavándose en su piel, esa braguita que se le mete entre los cachetes…

–¡Pero fue sin querer, Benito! ¡Yo sólo cojo las cosas como me enseñaron las monjas en la clase de gimnasia!

–¡Ni monjas ni monjos! ¡Vamos que tuve que volver a aliviarme! ¡Además que es usted muy lenta!

–Es que los títulos estaban desordenados. Como si alguien los descolocase a posta –se quejó mi esposa. Para añadir:– Ohhhh, uy… ay….

Bzzzzzzzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzzzzzzz.

Teresita pareció dudar. Yo por un momento sentí alivio. Pero fue sólo eso… un momento.

–Pues tendré que hacer algo… porque así yo no me quedo.

Y ni corta ni perezosa empujó al buenazo de Benito a uno de los escritorios y lo sentó allí.

–Cómo de eso hace unas horas, tendré que ponerte a tono.

Yo le sujeté del brazo.

–¡Teresita, que eres una mujer casada!

Ella se soltó con una sacudida llena de decisión. Giró la cabeza para evitar que la disuadiese.

–Justo eso. Soy tu mujer. Tú estás aquí. No hay engaño posible.

Y ni corta ni perezosa le abrió la bragueta a Benito, que perplejo se dejaba hacer.

Bzzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzzz.

Lo que salió de allí no era un vergón, era como todo el cuerpo de Benito, fofo, blando pero grande. Tanto que mi reciente mujercita tuvo que agarrarlo con las dos manos. Lo sacudía una y otra vez. Yo no salía de mi estupor… Estaba allí delante y ella haciendo aquello, con Benito mirando ora a mí, ora a ella, encogiéndose de hombros, como si no tuviese nada que ver con ello. El trabajo resultaba tan arduo que los enormes pechos de mi mujer ya campaban por sus fueros, por encima del sujetador y la blusa ya estaba del todo desabrochada… Aquellos melones se bamboleaban que era un contento… Contento, yo, contento Benito y contenta su entrepierna que se iba animando… Pero no lo suficiente.

–¡Jo, Benito! ¡Qué lo estoy dando todo!

–¡Es que estoy roto! ¡Si la pusieses entre esos pechos a lo mejor terminaba de ponerse dura!

Teresita frunció el ceño pero luego se encogió de hombros, en plan: bueno, si no queda más remedio.

Yo me puse de morros. Si a mí me hacía una cubana como la que estaba empezando a hacer a aquel tonto del culo también se me hubiese puesto dura. Y eso que sólo me había corrido hacía unos minutos. ¡Qué cojones! Si es que se me estaba poniendo como una piedra de ver como ella encajaba aquel cipote entre sus trémulos senos y empezaba a subir y bajar. Cada vez que lo hacía aquella cosa asquerosa temblaba cuando estaba a punto de tocarle la barbilla.

Yo no podía sentir más asco, más rabia y al mismo tiempo estaba más excitado que lo había estado en toda mi vida. No quería mirar y no podía dejar de seguir mirando.

Cierto que estaba más tersa, pero todavía no había adquirido la turgencia necesaria, a pesar del placentero carril central que Teresita le había habilitado con su lascivo sube y baja.

–Ufff, yo creo que ya, Teresita –apuntaba el posibilista de Benito.

–No, la necesito más dura, más dura –le replicó mi mujer, sin dejar de sujetarse ambos pechos para ejercer más presión sobre aquel pollón.

–Pues no sé…

–Yo sí – y se soltó las tetas para meterse aquel instrumento en la boca. Como con el padre Rábago, resultaba prodigioso lo que alcanzaba a hacer mi mujercita con aquella boca tan pequeña.

–No, Teresita, no lo hagas –supliqué.

–Umffff, glup, auhmmmm…. –no era la respuesta que esperaba pero las monjas siempre le habían dicho que era de mala educación hablar con la boca llena. La verdad, es que yo, si no hubiese estado sufriendo tanto hubiera admirado su técnica, su trabajo con los labios, tan centrado en el capullo, para provocar la máxima excitación. Benito no era como el cura, no le hundía la cabeza en aquel miembro. Sólo se recostaba sobre sus brazos echando el cuerpo hacia atrás, con aquel rabo caballuno apuntando hacia ella.

Bzzzzzzzzzzzzzzzzzz, Bzzzzzzzzzzzzzzzzzz, Bzzzzzzzzzzzzzzzz.

–No hace falta que te humilles, Teresita… no… no….

Estaba a punto de caramelo. Vi como ella seguía chupando pero con una mano se bajaba las bragas. Tras desprenderse de ellas con un gracioso golpe de talón hacia atrás sobre aquellos altísimos tacones de aguja. Una vez hecho eso, dejó de chupar, se subió la falda hasta niveles obsceno, se encaramó a la mesa y arrastró sus rodillas hacia Benito sin soltar de una mano el falo que iba, literalmente, a enchufar hacia su pobre coñito. No podía dejar de pensar en que una parte tan sensible, tan íntima se iba a ver sometida por aquel manubrio infernal, ese coñito que para nada estaba habituado a diámetros de aquella talla.

–No te preocupes si no entra –la tranquilizó Benito–. A veces las meretrices me cobran doble.

–Ya lo has oído, cariño, no te fuerces…

Bzzzzzzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzzzzzzzzz. Bzzzzzzzzzzzzzzzzzzz.

Chof.

–¡Joder! ¡Sí! ¡Sí! ¡Más a fondo! ¡Sí!

Mi sufrida Teresita ya estaba encima del cabrón de Benito, que nunca pensó que tendría tanta fortuna. Y lo estaba cabalgando de manera salvaje. Una vez. Y otra. Y otra. Y otra.

–¡¡¡¡Másss!!!! ¡¡Más!! Así, oh, sí…. Hasta el fondo. Benito, así…

–Benito, por tu madre, no te corras dentro de mi mujer –supliqué yo.

Flap, Flap, Flap, Flap, Flap, Flap, Flap, Flap, Flap, Flap, Flap.

Mi mujer se apoyaba en sus hombros para no desfallecer. No podía evitar que sus tetas, tan grandes, golpeasen una y otra vez en la cara del suertudo de la oficina, que no era yo…

–Tran… tran… tranquilo… Yo aguanto…

–¡Jooooooooderrrr! ¡Qué pollón! –gritó Teresita llegando a un orgasmo desgarrador, para ella y para mí… cada uno experimentado de una manera.

–Aguantaba… aguantaba…. Lo siento, Jacobo… ¿Seremos amigos igual?

No le respondí. Teresita se echó a un lado exhausta pero en vez de encontrar descanso se topó de lleno con mi polla, sí, esa por la que nadie daba un euro se había puesto tan dura que ahora yo mismo la podía enarbolar inhiesta, desafiante, al haberme subido encima de la mesa, con los pantalones en los tobillos y la líbido por las nubes.

–¡Jacobo, no…!

No pudo decir nada más. Con su cuerpo aún temblando por el tremendo orgasmo experimentado, le encasté mi miembro en su boca, que sería pequeñita, pero cómo chupaba. Fue grandioso. Ella, que en privado siempre me negaba, el pan, la sal y su saliva ahora me la estaba mamando como una profesional, aunque yo nunca había estado con ninguna. Ella me miraba, avergonzada por primera vez… Y su pudor me calentó todavía más y me desbordé en su boca. No fue muy abundante… pero no podía ser… Dos veces en tres cuartos de hora… Casi un milagro.

Me bajé de la mesa y me senté en una de las silla. Las piernas no me aguantaban. Por lo visto a mi mujer tampoco, recostada ahora sobre Benito, agotado, indefenso… Donde otro cipote inesperado no pudiese sorprenderla.

Al menos, el zumbido había desaparecido. Benito se había cargado el aparatito a pollazos. Tal cual.

4. Tú, pescador de otros lagos

Acabábamos de hacer el amor. Esa mañana ginecólogo le había sacado el vibrador del demonio, al parecer no sin trabajos de lo hundido que le había quedado. Estábamos abrazados, en ese momento de ternura cuando alargó su mano hasta la mesita de noche y sacó un caja.

–Toma, un regalo. Por tu cumpleaños.

–Es en febrero.

–Ábrelo, tonto.

Así lo hice. Era un móvil de última generación.

–No hacía falta amor.

–Sí. He pensado que es… es por nuestra… por mi seguridad. Ya sabes cómo está don Honorato… cada vez más faltón, más crecideo conmigo.

Tragué saliva. Me temía lo peor.

–Mañana me ha pedido que le lleve un montón de legajos para firmar. A las 14:30 h. Todos estarán comiendo. Pero he estado pensando.

Teresita ahora hacía planes. Hasta ahora había creído que el listo de la pareja era yo.

–Ya sabes como es su despacho, Jacobo. La mesa de roble, la librería al fondo y al lado esa pared con su cuadradito de cristal traslúcido. Como un gresite de ese material, pero más grandes.

–Sí, ya sé la que dices.

–Pero hace una semana se rompió uno de los cuadraditos. Fue uno de los pasantes. Don Honorato los despidió por haber sido tan torpe, lo golpeó con un martillo con el que tenía que asegurar un estante. Así que ahora hay uno de los cuadrados que no está. Ya no es traslúcido. Se puede ver desde recepción. Y esa es nuestra oportunidad.

–No entiendo, amor…

Ella se pegó más a mí. Sabía como convencerme.

–El móvil es plateado. Con la funda mate que le he comprado será casi como el resto de cuadrados traslúcidos. No quedará nadie. Tu harás ver que te vas a comer. Pero no lo harás. Estarás en la recepción, al otro lado del tabique grabándolo todo el móvil. Así, si se sobrepasa tendremos una prueba. No podrá negar nada.

–Pero, pero…

–Además, estarás al otro lado… Me sentiré segura… Si intenta abusar de mí intervendrás para salvarme.

No me veía muy capaz de pararle los pies a don Honorato. Aquel hombre era una bestia parda.

–Tranquila, no te pasará nada.

–Tampoco te pases de sobreprotector, tontito. ¡Qué te conozco! Déjale hacer. Si no, el vídeo no resultará lo bastante incriminatorio. Tienes que irrumpir en el momento justo.

–Bueno, si pasa algo.

–Ojalá nos estemos pasando de precavidos. Pero lo del otro día no puede volver a repetirse, cariño.

–No, no… claro.

Al día siguiente a mí no me llegaba la camisa al cuerpo. Y eso que todo estaba saliendo según lo planeado. Todos se habían ido pero yo había vuelto de manera subrepticia. Y ya estaba grabando con el móvil. Un par de veces, don Honorato miró hacia la pared de cristales traslúcidos pero no notó el hueco. Yo estaba grabando de manera que veía en la pantalla del móvil, encarada hacia mí, todo lo que pasaba. Don Honorato quedaba de perfil.

Teresita entró en el despacho. Iba cargada de carpetas y legajos, tantos que por arriba tenía que aguantarlos por la barbilla. Me alegré porque a pesar de los buenos propósitos que había verbalizado aquella noche la verdad es que había vuelto a las andadas. Cuando entró a la oficina, siempre un poco más tarde que yo, me quedé boquiabierto: no por la falda suelta primaveral, negra de fondo con flores estampadas; no por la chaquetita de lana, rosada, ceñida, abotonada por delante pero que daba forma a un escote redondo, a todas luces excesivo. Incluso abrochado, las peras de mi mujer se podían ver hasta desde el Meteosat, de tan apretadas que las llevaba con un sujetador, también rosa que a veces, si se despistaba un poco se le veía un momento. Eso, su cabello recogido, como si no le importase que se le hubiesen escapado un par de mechones, que realzaban más su cuello espigado… Todo ella era un reclamo para el deseo. Si se hubiese ido a pasear por el bosque los ciervos hubieran empezado a aparearse, aunque no fuese época de celo.

–Ya era hora, Teresita… ¡La puntualidad nunca ha sido una de sus virtudes!

¡Qué cabrón! El reloj de la cámara del móvil decía que sólo pasaba un minuto de las 14:30 h. Ese era don Honorato… siempre esperando cualquier excusa para humillar a su personal.

–Per… perdone, señor.

Intimidada, Teresita avanzó con paso inseguro. En ese momento sus altísimos tacones de unos zapatos rosas que hacían juego con su escotada chaquetita rosa le jugaron una mala pasada: se le dobló un tobillo y se fue al suelo. Todos los dosieres por tierra.

–¡Mira que es usted torpe! ¡Llega tarde y encima esto!

Mi pobre esposa había quedado de rodillas y apoyada en sus brazos, dando la perspectiva más obscena posible de sus desbordantes senos. Estaba colorada, pero no por su pechumen sino por la situación. Por no lograr estar a la altura de lo que deseaba su jefe.

–Ahora mismo se lo recojo y puede usted ir firmando.

–No tengo todo el día –gruñó el ogro–. Y no estoy nada contento… nada…

–Yo intento que vea todo lo bueno que tengo…

–Sí, sí… cosas buenas tienes que enseñar…

Y el tipo se relamía, porque mientras recogía carpetas mi pobre mujer quedaba toda expuesta, la falda, a media piernas se le subía y enseñaba mucho más de lo que recomendaba la decencia. Como eran tantas tuvo que hacerlo varias veces. Y una vez se le subía y mostraba las rodillas. Y otra vez el muslo. Y la otra, el muslo pero justo cuando empezaba las medias de liguero, transparentes…. Que mira que no me gustaba que se las pusiese pero ella no cedía a ninguna de mis sugerencias. Como si toda la docilidad que había traído del convento hubiese desparecido con el paso de los días. Yo creo que la última vez, don Honorato le vio hasta las braguitas, unas pequeñas, de esas que llaman de tipo brasileño, rosaditas, a juego con el sostén. Pero no era culpa de Teresita. Estaba tan desesperada por quedar bien que la pobre no recababa en esos pequeños detalles. Y don Honorato empezaba a temblarle el labio superior, el bigote perlado de pequeñas gotas de sudoración…

–Mi marido me riñe por llevar estos zapatos, pero claro, para trabajar en una notaría, yo siempre he pensado que es imprescindible la ropa formal –dijo cuando puso la última carpeta sobre la maciza mesa de roble.

Don Honorato no pudo evitar relamerse.

–Pues le quedan genial, no haga caso a su marido.

–Ya puede empezar a firmar, señor.

Don Honorato empezó a estampar rúbricas, pero estaba más pendiente de aquel monumento de mujer que de lo que firmaba. Intentaba hilar una conversación, pero acostumbrado a ladrar y ladrar, pues le costaba un poco.

–Sí, claro.

–Si quiere, señor, le paso yo las carpetas… Como se las he desordenado.

No entendía nada. Ayer parecía que tenía miedo de que pudiese sobrepasarse. En cambio, ahora no hacía más que ponerse a tiro y bien a tiro.

–Pues no estaría mal, mujer… que la que has liado.

Para hacerlo, Teresita se puso al lado de su silla. Cada carpesano o legajo que le pasaba lo hacía inclinándose ostentosamente, como si eso fuera necesario para señalarle con el dedo donde tenía que firmar.

–Aquí, aquí… –y cada vez que lo hacía en la práctica le ponía aquel escote, aquel grandioso escote, en los morros. Las aletas de la nariz del orondo notario palpitaban como si fuesen un reflejo de su corazón cargado de rabia y colesterol.

–Uf, uf, uf, Teresita… con este esplendor es difícil concentrarse.

–¡No se me habrá desabrochado la chaquetita, don Honorato?

–No, no…

–Es que no se lo va a creer pero esta mañana llegaba un poco tarde y he corrido un poco por la rambla para no llegar tarde y cuando he llegado me he dado cuenta de que se me han desabrochado tres botones. Así que he venido medio camino despechugada. ¿Se lo imagina?

–Pues… pues –el notario tragó saliva, pestañeó– la verdad es que no.

–Pues se me soltaron así… –y para mi estupor se los desabrochó allí delante, a unos dedos de su rostro regordete –yo creo que es porque me lo compré en rebajas. Tengo que cerrarle los ojales, pero luego llego a casa y me olvido.

Don Honorato resopló como un búfalo.

–Y no se lo va a creer pero me encontré un montón de gente por el camino (Firme aquí, firme aquí) y nadie me avisó: unos adolescentes que iban al colegios, unos transportistas de Amazon, el guardia urbano… Hasta el portero del edificio (Firme aquí) y nadie tuvo la amabilidad de avisarme ¡Qué vergüenza!

–Yo, yo… yo la hubiera avisado… ufff…. –y como si volviese a su verdadera naturaleza– ¡¡¡¡Pero también la aviso de que los Aranzadi están desordenados y usted sigue sin colocarlos en orden alfabético!!!

Teresita dibujó un O tremendamente sexy y se la tapó con la palma de su mano…

–¡Se me pasó por completo, don Honorato! ¡Pero ahora mismo lo arreglo! ¡Si sólo eran dos o tres volúmenes fuera de sitio! ¡Usted siga firmando! ¡No le haré perder ni un minuto!

Pero claro, la estantería con los Aranzadi estaba justo a la espalda de don Honorato, así que a mi mujercita no se le ocurrió otra cosa que apoyar una rodilla en la silla del notario, entre sus dos piernas… y pegar todo el cuerpo contra él para empezar a mover los pesado volúmenes que casi no podía abarcar con aquellas manitas tan pequeñas… De manera que para hacerlo tenía que restregarle las tetas por toda la cara… Una vez, y otra, y otra… Hasta que se quedó con uno de los volúmenes de jurisprudencia en la mano, justo el 1963…

–Uy, perdón… Le estoy molestando y no dejo firmar…

–No, uffff, uffff… si estoy firmando, sí… firm…

–¡Vaya, y me he vuelto a olvidar de abrocharme la chaquetita! ¡Se me está viendo todo… otra vez! ¡Qué día llevo!

–Ya te abrocho yo… usted no puede –aludió por estar aguantando el libro gordo de toguete. Vi aquellas manazas, que hacían ver que abrochaban los botones pero estaban rozando unas tetas que sólo debía tocar yo. Me pregunté si la rodilla de mi mujer sobre la silla estaría a su vez pegada a su polla, si la había estado tocando antes o lo hacía ahora, que había puesto al tipo como una moto. Pero eso no podía verlo. Mi colocación era privilegiada pero no podía cambiar de punto de vista.

–¡Sí que son endemoniados estos ojales! –se quejaba el notario.

–¡Menos mal que no me ha visto mi marido –se regodeaba ella con una sonrisa un pelín malévola–. Siempre me riñe por la ropa que llevo.

–Pensaba que era por los zapatos.

–De los zapatos dice que “son un poco de puta”. Pero no es verdad. Son a la moda.

–Eso, eso… usted siga la moda.

–¡Dios como pesa este libraco! ¡Ya no puedo más! – se quejó Teresita y en esto el libro se le cayó de la mano y cayó sobre la mano de mi jefe.

–¡Joder!

–¡Lo siento! ¡Le he machacado los dedos, señor!

Y para mi estupor le tomó la regordeta mano y empezó a chuparle los dedos.

–¿Podrá perdonarme?

–No sé… ¿tu marido te perdona por ir con esa ropa?

–No es cuestión de perdón… Se preocupa por mí. Es que dice que un día me van a violar. ¡Como si todos los hombres que me viesen quisieran violarme!

De repente, don Honorato había dejado de firmar. Había puesto las dos manos en el trasero de la pobre Teresita. ¿ahora era el momento? ¿Debía entrar e interrumpirles? ¿O cómo me había pedido Teresita debía esperar a que las cosas fueran a mayores?

–No deje de firmar, don Honorato. Y sin mirar le pasó otra carpeta, que nuestro jefe abrió y empezó a firmar de manera maquinal.

–Uf, uf, uf… Todos los hombres no somos iguales.

–Usted es tan serio, tan riguroso –pero don Honorato sólo tenía ojos para aquellos pezones grandes, acastañados… ya fuera del rosado sujetador. La otra mano seguía en su posadera…

–Don Honorato, esa mano.

–Tienes razón, Teresita. Te estoy arrugando esta falda tan suave –y entonces se la levantó por encima de su espalda y le colocó directamente la mano en el culo.

Estaba claro que estaba empujándola hacia él. Ahora volvía a tener los pechos pegados a su cara rolliza.

–Don Honorato, suerte que sé que es usted un hombre serio. Sino pensaría que se está extralimitando… ¡Don Honorato! ¡Contrólese! ¡Me está comiendo las tetas!

Y en efecto. Le estaba comiendo los pechos. Pero Teresita parecía encantada… Podía estar diciendo que no, no y no pero ni su cara ni su cuerpo expresaban nada por el estilo.

Podía ver su muslo dorado, podía ver la tira del liguero que subía hacía su grupa… Podía ver como su pelvis intentaba separarse para mantener su virtud, pero él, más fuerte, con aquel cuerpo tan voluminoso la empujaba una y otra vez hasta que era imposible que no notase aquello, aquello que yo no podía ver desde mi posición pero que no tenía que sr muy diferente de lo que yo tenía en mis propios pantalones. Con una mano aguantaba el móvil y la otra viajó directa al interior de mi bragueta. ¡Dios! ¡Sabía que debía entrar, parar aquello! ¡Cómo habíamos hablado! ¡Pero ella misma me pidió que no entrase demasiado pronto! ¿Era demasiado pronto?

–¡Don Honorato, por favor, que usted es un caballero! ¡Déjeme!

–¡Qué tetas, joder! ¡Qué tetas!

–¡Don Honorato, me está mordiendo los pezones! ¡Y los tengo muy sensibles!

No veía la otra mano de nuestro taimado jefe, desde que había dejado de firmar. Pero pronto descubrí lo que estaba haciendo.

–¡Don Honorato! ¡Eso no es su pierna!

–Ábrete, guapita…

Ahora sí que veía su otra mano. Empujaba a mi pobre esposa con las dos manos hacía sí, como un poseso. Cuando no estaba besando a mi mujer en los pechos, en el cuello, en la cara…

–Esa ropita que llevas…

–Mi marido siempre me lo dice… que me tape más…

–¡Dios, que braguitas tan pequeñas!

–¡Don Honorato! ¡Pare! ¡Soy una mujer casada! ¡Mi marido puede volver en cualquier momento!

–¡Mira cómo me has puesto!

–Don Honorato, que llevo las braguitas puestas. Ya sé que son pequeñas pero me las está apretando… metiendo… apartando… ¡Oh, Dios! ¡Pare! ¡Además, tiene que seguir firmando!

–Ufff, argg, bufff… ya firmo, ya…

De repente la otra mano desapareció, el muy cabrón seguía firmando… como si intentar follarse a mi mujer fuese una rutina más, algo a lo que tenía un derecho natural en un día cualquiera de aquella oficina siniestra…

–¡Oh, no! ¡Lo tiene todo igual de gordo! –se sorprendió Teresita

Sin duda aquellas braguitas rosas habían sido demasiado pequeñas para proteger la sagrada intimidad de mi mujercita. Vi como el cabronazo empujaba y empujaba con golpes de sus gordas caderas hacia arriba, con golpetazos que me estaba matando.

Platz, platz, platz… aquel sonido se iba meter en mi cabeza.

–¡Uhmmmm! ¡¡Mmmmmmm! ¡Santa Virgen! ¡Pare! ¡Pare! ¡Me está violando!

En su intento de resistirse ella retorcía su cuerpo. Y cada vez que lo hacía le pasaba las tetas de derecha a izquierda y de izquierda a derecha delante de la cara del seboso notario. Si su intención era librarse, estaba consiguiendo lo contrario, excitando a nuestro jefe cada vez más. Y sí intentaba separar su culito, pero cada que lo intentaba la manaza de don Honorato la hundía otra vez hacia abajo.

–¡No me viole! ¡No me viole!

Platz, platz, platz, platz, platz, platz, platz, platz, platz…

–Se está… se está aprovechando… de… de que… de que… estoy tan, tan mojada… ¡Está abusando de una pobre chica inde…

–¿Indecente?

–Inde… inde… ohhh uuouhhh!!! ¡Indefensa, don Honorato! ¡Indefensa!

Se la estaba follando. Yo dudaba si intervenir. Teresita me había insistido una y otra vez en que no me precipitase. A lo mejor yo, con mis celos, me estaba pensando lo que no era.

–Lo siento, lo siento… –jadeaba mi santa esposa

Bueno, al menos pedía disculpas por haber ido a la notaría tan provocativa.

–-Lo siento tan adentro… ¡Joder! ¡Cómo lo siento! –casi chillaba, sacudiendo la cabeza, echando hacia atrás, con su melena cayendo sobre su espalda, desecho el recogido, su pelo suelto, libre, desatado.

Aulló. Como una loba, como una hembra en celo por fin satisfecha… Vaya, se me había pasado el momento de entrar… No hubiera podido. Yo también me había corrido dentro de mis pantalones. Pensé que era el momento de embocar la puerta de salida de manera discreta.

5. Tú nos dijiste que la muerte no era el final del camino

Todo lo que vino después fueron sorpresas. Primera sorpresa: Teresita me exigió el móvil… y no me lo devolvió. Segunda sorpresa: se lo dio a mi madre. Tercera sorpresa: cuando se lo pedí a mi madre me dijo que se le había caído y que lo había llevado a reparar un tienda de pakistaníes del barrio. No es que me hiciera gracias precisamente que aquellos musulmanes, que siempre miraban a mi mujer con ojos perversos cuando pasábamos frente a su establecimiento de telefonía tuviesen acceso a un terminal en la que se guardaba un vídeo tan caliente de mi joven esposa. Pero no me atreví a explicarle a mi madre mis verdaderos temores, claro.

Cuarta sorpresa: de manera mágica, mi madre recuperó todas las propiedades que la Orden había arrebatado a mi padre antes de su muertes. Se las devolvieron a mi madre. Había, pisos, terrenos… incluso un par de almacenes en las afueras de la ciudad. Una fortuna. Por lo que pude entender, la cesión estaba en uno de los legajos que firmó don Honorato el día fatídico.

Yo iba a enfadarme con Teresita por haberme manipulado así. Pero en vez de eso dejamos la notaría. Don Honorato amenazó con denunciarnos hasta que al día siguiente recibió por mail una parte del vídeo.

–¡Uhmmmm! ¡¡Mmmmmmm! ¡Santa Virgen! ¡Pare! ¡Pare! ¡Me está violando!

(…)

–¡No me viole! ¡No me viole!

Platz, platz, platz, platz, platz, platz, platz, platz, platz…

Faltaba el principio, faltaba el final. No volvimos a saber nada de don Honorato. Ahora podíamos vivir de las rentas. Sin lujos, sí… pero sin trabajar. Los remitentes era un mail fantasma creado por los pakistaníes. Desde el punto de vista legal estábamos cubierto. Y el iracundo de don Honorato pilló el mensaje.

Tres meses después mi madre me dio lo más parecido a una excusa… Estaba en su lecho de muerte.

–Perdóname, hijo. Pero tenía que liberarte. Y para liberarte a ti primero debía liberarla a ella.

Y aquí estoy ahora. En el entierro de esta gran mujer. Al final aseguró mi futuro, nuestro futuro, ya que por suerte no me quedo solo. Mientras el féretro bajaba a la tumba… Teresita me apretó la mano y me murmuró al oído.

–Te quiero. Y en todo momento seré quien tu quieras. La ingenua Teresita… o la otra. La que más te guste en cada momento.

Tiré un puñado de tierra sobre el ataúd. Volví a mi sitio. Era el turno de Teresita. Eran sólo seis pasos. Fueron lentos, cadenciosos. Cada uno de ellos fue una oscilación de su cadera con un vestido negro tan, tan ceñido que cortaba la respiración. Tacones altísimos, medias negras con lunares. Cogió el puñado de tierra y para lanzarlo se inclinó hacia la fosa poniendo el culito en pompa. ¿Me lo parecía a mí o se estaba regodeando en el momento? Parecía que las costuras del apretado vestido iban a rasgarse en cualquier momento. Podía sentir las miradas de todos los hombres presentes en el sepelio clavadas en aquellas nalgas… No era sólo yo… eran los vecinos, los colegas de tute de mi madre, nuestro parientes del pueblo. Incluso un par de pakistaníes de la tienda que habían aparecido en el último segundo… Todos intentando escudriñar si esa marca correspondían a unas diminutas braguitas o esas otras a un liguero de media… Me pregunté qué Teresita era aquella… ¿la ingenua o la otra? Dudaba sobre cuál de las dos me gustaba más. Tendría que investigarlo. Por suerte descubrirlo me llevaría largos años, tal vez toda la vida.