La imaginación está en la punta de los dedos

Mientras seguían al coche, Lorena no podía dejar de imaginar aquellas manos por encima de sus pechos, pellizcando sus pezones.

Lorena caminaba por la calle observándolo absolutamente todo. Observaba lo que le gustaba y también lo que no. Había comprendido que para valorar cuánto te atrae has de conocer cuánto rechazas. Lorena daba una rápida ojeada los pies de las mujeres, miraba  con el rabillo del ojo los cuellos de los hombres, lanzaba un vistazo distraído a las manos de los niños y observaba con curiosidad las rodillas de las ancianas. En algunos momentos Lorena escogía a cualquier hombre al azar y le seguía a una distancia prudencial, se fijaba en su manera de caminar, en como balanceaba sus brazos o en como movía los hombros. Entonces llegaba a un semáforo y se ponía a la altura del hombre, mirándole de reojo. Y también entonces decidía si aquel hombre iba a pasar a formar parte de sus recuerdos o simplemente escogía otro. Si sucedía lo primero, volvía a casa, se desnudaba y se masturbaba furiosamente recordando la piel de aquel hombre, el vello de su nuca o sus labios Apretaba los dientes al recordar cómo eran las manos de aquel hombre y su memoria se aliaba con su imaginación para conformar un escenario de sexo donde aquellas manos recorrían todo su cuerpo. Lorena tenía una gran imaginación pero necesitaba activarla con recuerdos. Los que no entienden cómo funciona el ser humano confunden si la ficción es fruto de la imaginación o viceversa.  La ficción siempre es fruto de la imaginación pero, en determinadas personas como era Lorena, necesitaba de la realidad para alimentar esa imaginación.

La tarde en que todo sucedió, Lorena salía del trabajo para dirigirse a su casa que estaba insultantemente cerca, apenas a diez minutos a pie. Los días en que estaba excitada por cualquier motivo (siempre por algún impulso visual) tardaba más de media hora en llegar a casa. En una ocasión había seguido a un hombre durante casi una hora.

Lorena se detuvo junto a un hombre alto, corpulento, vestido con una especie de gabardina, grandes gafas negras y una bufanda al cuello. Un tipo corriente que habría resultado invisible para la mayoría de las mujeres (e incluso para los niños o los perros) excepto para Lorena quien se detuvo a su lado y observó sus grandes manos. Unas manos oscuras, de dedos largos y gruesos, con vello en el dorso, brutas pero con las uñas perfectamente recortadas.

Lorena apretó las piernas al imaginar de repente aquellas manos hurgando en su sexo. ¿Qué estaba sucediendo? Nunca se había sentido así antes, nunca en la calle.  Cuando se recuperó se dio cuenta que el hombre estaba al otro lado de la calle subiéndose a un taxi. Lorena levantó el brazo y paró otro taxi.

-Siga a ese taxi –dijo medio avergonzada y con las mejillas ardiendo.

-¿En serio? –preguntó el taxista

-Sí.

-Siempre quise que alguien me dijese eso –dijo el taxista con una sonrisa antes de ponerse en marcha.

Mientras seguían al coche, Lorena no podía dejar de imaginar aquellas manos por encima de sus pechos, pellizcando sus pezones. Imaginar esos dedos grandes (casi gigantes) entrando y saliendo de su sexo. Lorena metió discretamente los dedos por dentro de su pantalón y con la punta de los dedos pasó por encima del vello corto hasta tocar su sexo. Estaba completamente  mojado. Apretó los muslos y no despegó la vista del otro taxi hasta que quince minutos mas tarde se detenía frente a un hotel. Lorena siguió hasta el hombre hasta recepción, sin poder despegar la vista de sus manos. Esperó a que el hombre se registrase y cuando le daban la tarjeta de acceso escuchó el número de su habitación.

Diez minutos más tarde Lorena estaba frente a la puerta de la habitación 1515 con el corazón en la garganta y el sexo inflado como una isla rodeada de un mar de flujos. Las sienes le palpitaban hasta el dolor, tenía la boca seca y notaba los pezones erectos bajo la tela de los sostenes.

Entonces hizo lo único que podía hacer, se dio la vuelta, fue al primer lavabo que encontró y se masturbó con fuerza, imaginando las manos de aquel hombre. Introducía  Lorena los dedos en su sexo, primero uno, después dos, incluso tres. Frotaba su clítoris y pellizcaba sus pezones. Y fue entonces cuando Lorena tuvo uno de los orgasmos más importantes de los últimos meses. Un orgasmo que la atravesó de lado a lado y de arriba abajo. Un orgasmo que la hizo gritar y luego echarse inmediatamente a llorar. Puro placer culpable, inesperado y maravillosamente voraz.

Un orgasmo que aquel hombre nunca habría sido capaz de proporcionarle.