La hostoria de un maricón. Capítulo 4º

Aquellos terribles años de la Dictadura

Capítulo 4º

No tuve más remedio que acostarme con Lourdes.

Después de aquellos besos aparentemente tan apasionados; a Lourdes no le cupo la menor duda de que estaba enamorado de ella; y yo estaba pagando las consecuencias de mi cobardía. Eso de jugar a ser "macho" siendo marica, tenía esas consecuencias.

Tener veinte seis años y no "meter mano" a la novia, era algo, que por muy decente y mojigata que fueran la mayoría de las novias, no podían entender que sus novios no llegaran a realizar ese tipo de tocamientos.

Y lo peor, que ya no podía dar marcha atrás en mi decisión de no declarar mi homosexualidad públicamente; así que me propuse vencer todos los repulsas que me causaban los cuerpos femeninos, y actuar ante ellos como actor que ha de representar un papel de cine o de teatro.

A los pocos días, Lourdes que ya se consideraba novia oficial mía, empezó a hacer proyectos para los dos. ¡Joder! y eso si que lo llevaba fatal. Darle un beso, era ya algo rutinario y que me costaba muy poco fingir un amor que no sentía; pero el tener que poner interés de novio que desea casarse, no podía representar ese papel de forma convincente.

-Cariño, me decía, no te veo muy entusiasmado con nuestro futuro, ¿Qué es lo que te preocupa?

-Nada cielo, no me preocupa nada, pero... ¿No crees que llevamos muy poco tiempo de novios?

-¡Ah! ¿Pero es que no estás seguro de nuestro amor?

La cara que me puso al decirlo si que me causó una terrible preocupación, por lo que desde ese momento empecé a buscar la forma de cortar esa relación que podría llegar a hacernos mucho daño.

-Sí, cariño, estoy tan seguro de nuestro amor, que haría por ti lo que me pidas.

-Mira que bien me viene tu ofrecimiento, precisamente quería pedirte una cosa.

-Pide por esa boquita cariño, que te será concedida. Le dije pensando que sería una nadería.

-Quiero que me hagas el amor. Así me lo dijo, de corrido y sin cortarse un pelo.

Seguro que en ese año de 1966, un millón de novias le piden a sus novios, que se acuesten con ellas, novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve, hubieran dado saltos de alegría. Ese novio que no dio saltos de alegría, que falta para completar el millón, era yo.

Besarla me había acostumbrado, y ya no me costaba nada hacerlo como lo hacen los actores de cine; que parecen que besan con pasión, pero igual se detestan. Como esa pareja de moda de los años cincuenta; Fred Astaire y Ginger Rogers, que parecían enamoradísimos en el cine, pero que se llevaban fatal en la vida real. Contaba Fred, que en las escenas de amor con beso, comía ajos para echarle el aliento a Gingers.

Lo que no superaba, era cuando en el cine, Lourdes se abría de piernas en la butaca de "la fila de los mancos" para que le tocara el chumino.

¡Joder! que asco me daba "esa cosa" tan babosa, parecía que estaba tocando un bicho asqueroso. Menos mal que en la oscuridad del cine no podía ver la cara que ponía. Pero al momento, con la excusa de que me estaba meando, iba al servicio a lavarme las manos.

Y lo peor, que no podía imaginar por lo más remoto que era una polla; por eso cuando me dijo lo de hacerle el amor, me temblaron las piernas. ¡Qué caro estaba pagando mi cobardía!

Si hubiera afrontado ante Dios y los hombres mi homosexualidad, hoy estaría aunque despreciado por aquella sociedad homófoba, no estaría pasando "el calvario" de ser algo que repudiaba con toda mi alma: ser hombre.