La hormiga
La noche me confunde, ¿o será mi mente ?
Bajas del autobús nocturno. Agarras con fuerza el bolso y, tragando saliva, miras la soledad que lo invade todo. Te calmaría ver algún coche rodando por cualquiera de los ocho carriles, algún anciano paseando el perro, pero sabes que son las cinco de la madrugada y mejor no encontrarse a nadie; cambiar el taxi por copas ahora te parece una estupidez y más en tu primera salida desde… pero no, aquello pasó hace meses y no eran ni las ocho de la tarde.
Aceleras el paso, no quieres correr, porque sabes que, de hacerlo, entrarás en pánico y llamarás más la atención. Tu mente imagina individuos apostados tras las sombras, preparados para agarrarte y manosearte.
Haces un esfuerzo por alejar los temores, como has aprendido, y ellos insisten en regresar. El parque se acerca y las horribles ideas acuden con más fuerza. Los setos, los parterres y los naranjos resultan aterradores.
Un brazo sale de las sombras y agarra con fuerza tu mano; intentas gritar, pero de tu boca entreabierta no sale ningún sonido, porque unos labios te la tapan.
La corteza se clava en tu espalda y una lengua desciende hasta tu cuello. No te atreves a defenderte e, inmóvil, sientes la humedad apoderándose del lóbulo de tu oreja y las manos levantan tu camiseta, dejando tu sujetador al aire.
No puedes ver sus ojos, pero los imaginas atisbando en la oscuridad tus duros pezones, que se introduce en la boca. Entre el árbol y tu espalda desciende una catarata de cosquilleos que, a tu pesar, no puedes detener.
El pantaloncito cae hasta tus tobillos y el tanga le sigue deteniéndose en las rodillas, que tiemblan con cada contacto de sus dedos en tu piel. El aire de la noche se deja sentir entre los vellos húmedos y un escalofrío se inicia entre tus piernas.
Escuchas la cremallera y apoyas la cabeza contra el tronco, aguantando la respiración.
Se acerca, rodea tu cintura con sus manos y entonces, justo cuando lo sientes entrar en tu interior, ves una mirada que te sosiega y le devuelves el beso sin aquellos miedos del pasado.
Lento, profundo y sin parar de besarte el cuello, como a ti te gusta.
Una legión de hormigas invade tu vientre y sucumbes aferrándote con brazos y piernas, dejándote llevar en el momento que todo comienza a acelerarse.
Tu culo golpea contra la rugosa corteza mientras enredas los dedos en su pelo y las embestidas te llevan al infinito, ahogando un grito:
—Así, sí –jadeas, consciente del poder de tu mente, para transformar aquel recuerdo tan doloroso.
Abres con sigilo la puerta de casa, tus padres duermen y corres a tu habitación, hacia la protección de tu cama y el calor de tu pijama.
Sonríes al quitarte el húmedo tanga. “Pues el pensamiento positivo sí anula los miedos irracionales”, comprendes, recordando las horas de terapia en mi consulta.
Llevas una mano al picor de tu nalga y, al retirarla, observas la hormiguita correteando por tu palma, ¿irracionales?