La horma de sus zapatos (II)
Las historias continúan.
Al día siguiente, después de lo sucedido en la noche anterior, Carmen prácticamente no le dirigió la palabra y pocos días después, aumentó sensiblemente en el trabajo su fama de huraño.
Pero la apacible vida de Carlos terminó exactamente el mismo día que Marta entró a trabajar en la empresa. Marta era una ingeniera técnica de unos treinta años, que venía muy bien recomendada de sus anteriores trabajos. Aunque inicialmente no iba a colaborar en el equipo del que formaba parte Carlos, unos cambios de última hora en algunos proyectos, hicieron que la destinasen allí.
Marta era el reverso de la moneda que Carlos en lo que a la relación entre la vida profesional y la vida personal se refiere. Le encantaba eso de mezclar la amistad personal con el trabajo y se preciaba de que no había tenido un compañero de trabajo en el que hubiese puesto el ojo, que luego no hubiese puesto el chocho y por eso en uno de sus anteriores trabajos la llamaban la “Tirofijo”.
Cuando el jefe de equipo llamó a Carlos a su despacho para presentarle a Marta, Carlos se quedó sin palabras. Rubia, ojos verdes, guapa, más de 1,75 de altura, 95 de pecho, 90 de caderas y visitante habitual del gimnasio. Nunca había conocido a ninguna mujer que le produjera una impresión tan especial. Por su parte, Marta se prometió que aquel tío sería suyo, fuera como fuese en menos de dos semanas, o dejaría de llamarse “Tirofijo”.
El jefe de equipo le comunicó a Carlos que Marta colaboraría con ellos al menos durante el próximo mes, después Marta pasaría a otro departamento. A partir de cierto momento, Carlos fue incapaz de seguir lo que le estaban diciendo, ya sólo tenía capacidad para evaluar los ojos de Marta, la boca de Marta, las tetas de Marta, el culo de Marta. Volvió al mundo real cuando el jefe le dijo que podía marcharse y que le dijera a Carmen que fuese al despacho para continuar con las presentaciones. Durante el resto de la jornada no volvió a verla, pese que a cada momento levantaba la vista del ordenador a fin de volver a contemplarla cuando saliera del despacho del jefe.
Al llegar a casa por la tarde Carlos seguía dándole vueltas al tema de Marta. Realmente ahora se le había puesto difícil mantener su máxima de separar la vida laboral y la vida personal. No recordaba haber sentido un deseo tan fuerte por ninguna mujer. Esa noche había quedado para cenar con Inés, una buena amiga a la que no veía hacía algún tiempo, y en la que depositó grandes esperanzas para salvar la situación en que Marta lo había dejado. Lamentablemente no fueron así las cosas: en el primer plato Inés le comunicó que se había echado novio y durante todo el resto de la noche tuvo que escuchar toda clase de maravillas sobre ese novio. Al terminar la cena pagó la cuenta, él la había llamado, y cada uno se marchó a su casa.
Marta no perdió el tiempo. Tras las presentaciones había salido a tomar algo con Carmen, a la que preguntó por Carlos, englobándolo con el resto de la gente del equipo de trabajo. La respuesta de Carmen fue demoledora para sus intenciones: Carlos era una persona muy huraña, que casi no se relacionaba con nadie del trabajo, pero, si quería su opinión más sincera, ella creía que era homosexual, que mantenía una doble vida, y que por ello no quería tener trato con ninguno de los compañeros. ¡Vaya! Eso si que no se lo esperaba, se le iban a poner las cosas difíciles.
Al despedirse de Carmen se volvió a mirarla y, aunque le gustaban más los hombres que las mujeres, se dijo para si misma que Carmen también estaba bastante, bastante, rica. Se alegró de haber cambiado de trabajo, en el anterior las reuniones de equipo le parecían un concurso de feos y eso no lo podía soportar.
Los primeros días de trabajo pasaron rápido y, pese a la dificultad que le suponía, Carlos se mantuvo alejado en lo personal de Marta. Sin embargo, no podía evitar quedarse admirándola cuando creía que ella no se daba cuenta, ni dejar de percibir como ella se dirigía a él con una especial deferencia, algo rayana en lo meloso.
El jueves de su primera semana de trabajo Marta propuso tomar una cerveza a Carmen y a Carlos, cuando salieran por la tarde. Carmen aceptó inmediatamente, pero Carlos se excusó alegando que ya había quedado.
Era verdad, Carlos había quedado previamente para tomar algo esa noche con su amigo Juan. Carlos y Juan eran amigos desde el instituto, al entrar en la Universidad, dejaron de verse con frecuencia durante unos años, pero desde hacía un par de ellos habían vuelto a verse con asiduidad. La sexualidad de Juan era un enigma para Carlos –no sabía si era homosexual, bisexual o intersexual, pero lo cierto era que siempre que quedaban, Juan aparecía con dos o tres amigas, diferentes cada vez, pero que normalmente estaban buenísimas y venían con ganas de fiesta.
A las nueve de la noche se encontraron en un bar del centro. A Juan le acompañaban dos auténticas macizas, Paula y Mónica. Tras unas cuantas cervezas Carlos intentó un primer acercamiento, que resultó fallido. Pasadas las once decidieron pasar al trago largo en un local cercano que propusieron las chicas. El local era un auténtico antro llamado “Garlochí”, en el que, entre figuras y cuadros de Cristos y Vírgenes, olor a incienso y música de Semana Santa, abundaban parejas y grupos de hombres o mujeres con un aspecto más que sospechoso de pertenecer al Colectivo “Colega” o similar.
Tras pedir las copas Paula y Mónica fueron al servicio, momento que Carlos aprovechó para ir también. Cuando regresaba a la barra, una chica abrió la puerta del servicio femenino y Carlos pudo entrever como dentro Paula y Mónica se estaban morreando de lo lindo. –Esta noche me voy a ir calentito para casa- pensó Carlos, sin poder saber entonces hasta que punto acertaba. Al seguir camino hacia la barra pasó junto a un grupo de hombres que ocupaban todo el pasillo, al cruzar pidiendo permiso, notó perfectamente como uno le echaba mano a la entrepierna, mientras otro se la echaba al culo. No queriendo montar el numerito apretó el paso haciendo como que no había notado nada.
Cuando llegó por fin a la barra se prometió terminarse la copa y salir pitando del antro. Al rato volvieron Paula y Mónica, que venían retocándose el carmín de los labios, bien sabía Carlos el motivo para que necesitaran de un buen retoque. Fue entonces cuando Juan se dirigió también al servicio. Carlos intentó entablar conversación con las chicas, pero éstas no estaban dispuestas a dejarlo intervenir en el tonteo que mantenían y se desplazaron hacia el otro extremo de la barra, dejándolo más tirado que a una colilla. A los diez minutos largos apareció Juan con parte del grupo de los sobadores, que besaron tiernamente a Carlos al realizarse las presentaciones. Para entonces Carlos ya tenía un cabreo sordo de los que hacen época. Cabreo que se fue incrementando por dos motivos: por los gestos cariñosos de los sobadores echándole el brazo a la cintura o sobre los hombros y por el morreo que Juan había iniciado con el más cachas de sus nuevos amigos. Pero para su desgracia la noche no había hecho más que empezar a torcerse.
Cuando logró despegarse mínimamente de las efusiones de los sobadores, giró la vista tratando de comprobar que no había nadie que pudiera conocerlo. Nada más comenzar la ronda se encontró con los ojos de Marta y de Carmen fijos en él y con unas sonrisitas en la boca mucho más expresivas de su pensamiento que un cuadro de Munch. Se intercambiaron un pequeño saludo, mientras Carlos trataba de pensar que sería mejor: dejar las cosas como estaban o acercarse a ellas y deshacerse en excusas y justificaciones. Finalmente se decantó por la segunda opción, más que nada por separarse de los sobadores que ya sin recato le estaban tocando la entrepierna a la vista de todo el antro, pero especialmente de Marta y Carmen, que no perdían detalle.
- Que casualidad que nos hayamos encontrado –comenzó diciendo Carlos al acercarse a ellas, mientras oía como Carmen le decía al oído a Marta: “no te había dicho que era rarito”-.
- Pues si que es casualidad, pero por nosotras no te preocupes, que ya nos vamos. Vuelve con tus amigos, que te están esperando. –Marta dijo esto señalando con la cabeza hacia donde estaba el grupo. Carlos miró instintivamente hacia ellos y el espectáculo hizo que se le cayera el alma a los pies: Juan y el cachas seguían morreándose como posesos, mientras que los otros dos sobadores lo llamaban exhibiendo y moviendo sus largas lenguas-.
Cuando de nuevo volvió la cabeza hacia sus compañeras de trabajo, estas ya no estaban. Abrumado fue hacia la barra, pagó su copa y salió corriendo del local en busca de Marta y Carmen, pero ya no pudo verlas. La vuelta a casa fue tremenda, sobre todo porque se enzarzó en una pelea callejera con un grupo de “canis” que, al verlo salir del antro, le llamaron: “¡MARICONA!”.
Marta y Carmen, aun cuando tenían pensando dejar ya las copas y retirarse, entraron en otro local, pues a ambas les resultaba imposible irse a dormir sin haber comentado largamente lo sucedido. Carmen se vengó con saña de la noche que la había sola en su habitación, mientras Marta se lamentaba internamente de su mala suerte, ya que Carlos la ponía a cien cada vez que lo veía y ahora resultaba que era ¡MARICÓN!
La decepción que había sufrido Marta hizo que se le quitaran las ganas de tirarle los tejos a Carmen, como había venido pensando durante toda la tarde, así que se despidieron y se fue a casa dándole vueltas a la cabeza. Pese a su evidente homosexualidad, Carlos seguía poniéndola. Ya en la cama pensó que le fuesen los tíos no quitaba que también le fuesen las tías. Al poco de dormirse comenzó a soñar que hacía un trío con Carlos y con uno de los amigos con los que estaba esa noche. Se despertó muy excitada con un calentón que no la dejaba dormir. Pensó que o se daba una ducha fría o se masturbaba. Sacó el brazo fuera del edredón y comprobó que todavía no hacía tiempo como para ducharse con agua fría. Se quitó el camisón, quedándose completamente desnuda. Encendió la luz de la mesilla, cogió un libro que guardaba en el fondo de la pequeña estantería del dormitorio, “Los secretos del masaje sexual”, y se levantó por un frasco de aceite corporal. Se miró en el espejo del baño y se puso todavía más caliente al verse desnuda y comprobar que tenía el chocho empapado. De vuelta en la cama comenzó hojeando el libro por donde explicaba como dar los masajes a los hombres, para luego leer las distintas formas de masturbación masculina. Se imaginaba tener entre las manos la polla de Carlos y sentía como iba creciendo, engordando y poniéndose dura gracias a como ella la manejaba con las manos y con la boca o como le magreaba los huevos y le sobaba el ano con sus dedos húmedos. Cuando el calentón que tenía ya no podía seguir creciendo, se frotó las tetas, el vientre y el coño con abundante aceite corporal y comenzó a rozarse el clítoris con una mano, mientras que con la otra se masajeaba las tetas y se tiraba de los pezones. Sentía entre sus manos la descomunal polla de Carlos y sus huevos hinchados y calientes, oía como suspiraba y le pedía que siguiese apretándola y bombeando con más fuerza. Se introdujo primero un dedo y luego dos en el coño, mientras seguía acariciándose el clítoris cada vez más rápido. Finalmente, se corrió dando gritos e imaginándose que Carlos eyaculaba a grandes chorros sobre ella, desde el pelo hasta los pies. Después apagó la luz y durmió, ya tranquila, hasta la mañana siguiente.
(Continuará).