La hora sin sombras
Es la hora sin sombras, y tú me esperas en esa esquina...
Son las doce en punto del mediodía. La hora en que el sol se alza en vertical sobre las cabezas de la insignificancia de la humanidad. Es la hora sin sombras. La hora de los duelos en las películas del oeste. La hora en que el sheriff se lía a tiros con los bandoleros mientras Mae West contempla la escena desde la puerta del "Saloon". Es la hora a la que enloquecen los termómetros y el calor rodea los cuerpos que reptan sobre el asfalto.
Son las doce en punto del mediodía y tú me esperas en la esquina que dijiste. Te apoyas en la pared, dejando que tus piernas caigan en indecente ángulo sobre los adoquines de la calzada. Tu minifalda marrón desfallece lánguidamente por tus muslos, ocultando lo que tanto he deseado durante tanto tiempo. Tu vientre deja escapar el destello de un piercing a la altura de tu ombligo. Tus redondeces se adivinan a través de ese top blanquinegro que se ajusta a tus bien formados pechos. Tu cuello de cisne aparece perlado de ligeras gotitas de sudor. Tus labios ¡Ah, tus labios! ¿Qué podría decir de ellos que todavía no te hayan dicho los poetas de la historia? Perfectos. Tus labios son perfectos. Tu nariz tú piensas que tu nariz es demasiado pequeña, pero a mí me gusta así. Tu nariz resalta el candor y la magnificencia de tus ojos verdinegros. Tus ojos que me hacen despertar en altamar, en un barco perdido entre los leones de la Cibeles. Y por último, tu pelo. Tu pelo que es el más bello manto sobre el que jamás humano alguno soñó dormirse. Creo que eres la única pelirroja a la que le queda bien una larga melena. Tu pelo es de fuego, es de fuego como tu sexo. Es de fuego como tu sangre, por que toda tú eres fuego.
Tus veinticinco años despiertos me esperan en la esquina. Me ves venir y me sonríes, yo te sonrío. Llego hasta ti y te planto un beso pasional, lascivo y poderoso, con el cual rodamos hasta el centro de la calle. Los viandantes se nos quedan mirando. Decididamente no somos el modelo de pareja que muestran los carteles. Nunca nos escogerán para mostrar la típica pareja española en las pancartas del PP. Tú tan guapa, yo tan negro, y los dos juntos en pleno paseo de la Castellana juntando nuestras lenguas en un beso tan lleno de pasión que las abuelitas que pasaron por nuestro lado clamaron al cielo pidiendo la decencia y la hipocresía franquistas. Despegamos nuestras bocas con gran esfuerzo y no podemos impedir que se vuelvan a juntar esta vez en un beso más corto, más casto, pero igual de bello. Avanzamos juntos, abrazados, por la vena yugular de Madrid.
Nos marchamos a mi casa, caminando como dos adolescentes enamorados, juntando nuestros labios en cada esquina. El sol desahoga toda su ira y envidia en forma de un calor sofocante sobre la arrogante Madrid de principios del siglo XXI. La reja del portal se abre con un ligero empujón, invitándonos a entrar. Antes de hacerlo inspiramos un poquito del aire viciado de la capital, tus pechos se hinchan y me dan ganas de comerlos tal y como tantas veces te he dicho. Tiempo habrá, tiempo hay.
Subimos las escaleras, tú delante y yo cerrando la procesión. Me quedo mirando, hipnotizado por el bamboleo de tu melena sobre tus nalgas que asoman semidesnudas a cada escalón gracias al vuelo de la falda. No puedo contenerme y alargo mis manos. Te toco el culo, lo manoseo, lo pellizco y lo amaso entre mis dedos gordos y negros. Te giras con una sonrisa y me besas, mientras tus manos alumnas de las mías comienzan a imitarlas en mis propias posaderas. Nuestras manos conocen nuestros culos con ansia de aprenderse cada uno de sus centímetros. Tus manos se internan tras la tela de mi vaquero para tocar la piel de mis glúteos, mientras mis dedos torpes bucean por tu falda y se deleitan con la calidez de tu piel.
Llegamos besándonos al umbral de mi puerta. La abro con una mano mientras la otra se niega a abandonar el refugio de tu espalda. Pasamos adentro. Intento colgar las llaves en el clavo, pero caen al suelo con un repiqueteo furioso y dolorido. Poco me importa. No pienso en otra cosa que no seas tú. Después de tanto tiempo por fin conoces mi casa. Ya la conocerás entera, de momento nos interesa el dormitorio. La puerta está abierta, las cortinas echadas, y las sábanas nos llaman, ansiosas por envolvernos en su suave abrazo.
Nuestros labios se rebelan y deciden que no se quieren separar. Empezamos a quitarnos la ropa como podemos. Con un gran esfuerzo, separamos nuestras bocas y las camisetas vuelan por la habitación. Nuestros labios reclaman a sus congéneres y vuelven a atraerse como un imán. Noto en la boca sabor a carmín. Delicioso sabor a carmín. Tu sujetador no tarda en suicidarse desde tus pechos, dejándolos al aire. No puedo evitarlo y voy bajando la boca, mientras mis manos acompañan encantadas a tu falda y tus braguitas al suelo. Te alzas desnuda ante mí, viva imagen de la belleza. Mis labios gruesos absorben la longitud de tus pezones, enterrando tus pequeñas aureolas en mi oscura boca. Tan oscura como mi piel. Quizá más. El hermano del pezón sabroso que bucea entre mis labios llora silencioso lleno de envidia. Mis dedos viajan hacia él, tras un breve paso por mi boca que los moja levemente. Mi lengua sigue su recorrido por tu cuerpo, dejando los dedos de la otra mano como sustitutos en tu pezón duro. Mi cabeza baja despacio por tu vientre, dejando una estela ligera de saliva. Llego a tu ombligo y jugueteo un poquito con el piercing antes de bajar y adentrarme en la selva rojiza de tu sexo. Me encuentro con un chocho húmedo, caliente y ansioso de algo de hombre en él.
Recorro esa sonrisa vertical con una leve caricia de mi lengua que te hace temblar las piernas. Te llevo hasta la cama, sin empujarte, sino dirigiéndote físicamente. Te obligo a sentarte al borde para poder seguir degustando ese rico manjar que es tu sexo mojado. Mi boca abarca toda tu hendidura cuando la abro y la cierro para acariciar tu sexo. Vuelvo a sacar la lengua entre mis labios carnosos, y se introduce en tu húmedo rinconcito. Paseo mis dedos, negros y gruesos que parecen embutido, por tus labios sensibles. Cada vez gimes más alto, excitando a ese ser que pelea por respirar dentro de mis pantalones. Mi boca arranca de tu grácil cuerpo un orgasmo violento, que hace que mi cabeza quede aprisionada entre tu sexo, tus piernas, y tus manos que me empujan hacia ti, como queriendo que me introduzca en tu vagina hambrienta. Mis manos pelean con mi cinturón para desabrocharlo y desnudarme completamente. En plena excitación, lo consiguen, y me deshago también de mis pantalones y mi slip, que se ahogan en el suelo al lado de tu sujetador.
Mi verga se alza, desafiando las leyes de la gravedad mediante la magia del sexo. Miras esa parte de mí que todavía no conocías. Por tu mirada pícara comprendo que no es menos de lo que te imaginabas. Coges de la superficie mesita un condón y lo metes en el cajón. No hay temores. Me encanta. Mi corpachón africano se acerca al tuyo, me tumbo encima de ti, entierro tu piel blanca bajo mis carnes negras. A diez centímetros de tu cara, siento como si estuviera flotando. Veo mi propia cara reflejada en tus ojos, que brillan pletóricos de excitación. Me dejo caer, suavemente, dulcemente, lentamente, dejando que sean tus manos blancas las que guíen mi torreón hacia tu interior. Siento el abrazo caliente y estrecho de tu obertura intentando abrirse al invasor. Tu cuerpo blanco no está diseñado para albergar mi carne oscura. Me detienes cuando sólo unos centímetros han atravesado tus labios. Tu cuerpo intenta adaptarse al poderoso cañón que le ataca. Vuelvo a besarte, tapo con mis labios tu boca y en medio del beso... Un golpe. Veintidós centímetros acaban dentro de ti. Intentas gritar, pero mi boca se traga tu grito. Tus ojos miran ahora con un destello de rencor, pero pronto pasará. Me quedo quieto, esperando que tu sexo herido se amolde al mío.
Rodamos por la cama, encajados. El rencor desaparece de tu mirada, y lo sustituye un ligero sentimiento de agradecimiento cuando tu cuerpo comienza a moverse encima de mí, tu corazón desciende hasta tu sexo y comienza a latir allí mismo. Cada latido golpea mi miembro llegándome al cerebro. Comienzas a gemir con mi torre incrustada. Los gemidos suben de volumen hasta que, en algún punto incierto, se convierten en gritos que hacen temblar las paredes. No hay temores. Los vecinos están de vacaciones. Madrid se muere cada verano y tú y yo lo aprovechamos como nadie.
Cambiamos de posición. Te tumbas boca abajo en la cama y alzas tus caderas para que pueda seguir penetrando en tu jungla rojiza. Lo hago. Vuelvo a hundir mi sexo, mojado de tus fluidos y los míos, en ti. Vuelves a gemir al volver a sentir esa puñalada en tu interior. Agarras las sábanas con fuerza. Sábanas azules, como el cielo azul. Bonito contraste. Blanco y negro sobre azul. Blanco y negro, día y noche, Dios y el Diablo, Amor y Sexo, Tú y Yo. Blanco y negro. Tu cuerpo se convulsiona debajo de mí, recibiendo otra potente llamarada que me hace arder por dentro. Siento que mi cuerpo anuncia el pronto envío de una hornada de placer. Efectivamente, siento que mi cuerpo se acelera solo y arrancándote otro grito de placer, acabo en tu interior. Nos quedamos tendidos, agotados después del ejercicio. Una al lado del otro, tu cuerpo blanco apoyado sobre mi cuerpo negro. Jugueteo con tu melena rojiza metiendo mis dedos en ella, buceando en ese mar de color sangre. Sin embargo, la curiosidad me puede:
- Una pregunta - digo, con una voz cansada- ¿Cómo te llamas?