La hora de la luna
Una mujer madura reflexiona sobre su nuevo amante y el sexo...
LA HORA DE LA LUNA.
Sonaba The Future de Leonard Cohen, y ella se encontraba una vez más ante el espejo. Al pasar lentamente la lengua por su labio inferior, pensó que prefería ser una adolescente de cuarenta años que una inmadura de veinte, aceptaba el paso del tiempo. Lo vivido, vivido. En el labio superior, su lengua se recreó un instante, esparciendo el pintalabios de color pastel, casi imperceptible, entre las comisuras.
Había dejado de representar desde hacía mucho tiempo. No necesitaba ser otra, alguien le había descubierto que sólo siendo ella misma podría alcanzar un paraíso, que no era otra cosa que un lugar donde sentir plenamente fuera posible.
Al fin había descubierto a su compañero, tras largos años de incomprensiones estúpidas había conocido a su hombre. Su mago, su domador, su amante. Luna brillante, así se sentía con él y no quería, o no podía, ser de nadie más. Sólo hay un sol, sólo una luna.
Disfrutaba preparándose pare él, como una novia enamorada o como una puta el día de su boda; así se sentía en sus brazos, en su proximidad, en la intimidad que aquel hombre inventaba para ella. Con él también había conocido la sensación de ausencia como con nadie, a excepción de su hijo. Le llegaba a doler la distancia entre ellos. Le necesitaba como un niño a Dios.
Cuando volvió a fijarse en su cuerpo, descubrió sus senos, tensos y tersos, reconoció una vez más que le agradaban; sus pezones dispuestos invitaban a la exploración. Le gustaba prenderlos entre sus dedos índice y corazón cuando su amante la miraba, dejándolos sobresalir lo suficiente para que él pudiera lamerlos y succionarlos. Cuando el los tomaba entre sus labios revivían, con ese latido propio de la excitación. Crecían hasta sentirse independientes, hasta perder todo control.
Como disfrutaba sintiendo la excitación que producía en su hombre, cuando él se empequeñecía ante sus pechos, cuando ella podría decirle: "te gustan, eh, tómalos, cómelos hasta que me duelan, quiero ser tu nodriza y que tu seas mi niño". Era entonces cuando podía mostrar la punta de su lengua itinerante y trémula, anticipadora de otras delicias. Se le escapó un suspiro liviano que se esfumó como un duende. Pensamientos, sensaciones. Siguió arreglándose.
No, realmente no le gustaba pintarse, y se dio cuenta cuando extraía el rimel de su neceser. ¿Para qué?, ella sabía que su poder, su magia, no estaba en su belleza física, sino en su arte, en su pasión, en su juego. Pero todos los idiotas adolescentes que había conocido preferían una cara bonita, un cuerpo esbelto, un culo prominente y unas tetas de silicona. Estúpidos imbéciles. Tenían ante sí a la mujer más maravillosa y no lo percibían. El si, ella supo desde el principio que él si se daba cuenta.
Ella podía valorar la estética, hasta considerarla como el desenlace de una ética. La imagen no era nada, algo que se puede comprar, comparar, controlar, medir, pesar. Vano y material. Lo veía todos los días cuando a su consulta llegaban extraños seres que pensaban que cambiando su imagen cambiarían sus vidas, que no sabían que sólo cambiando sus vidas, es decir, viviendo, se sentirían cómodos con lo que eran. Ella si lo sabía, él le había ayudado a comprenderlo.
Por que él había cambiado su vida. Cuanto más le conocía, más admiración sentía por su hombre, su macho, su domador. Era un cabrón inteligente, que sabía jugarla y juzgarla como nadie. Ante él se sentía como una niña, buscaba su regazo. Quería darle todo su amor. Sólo quería eso, nada más. El también lo sabía, con él se sentía reconocida por primera vez.
El sujetador le quedaba bien, si, a él le gustaría la blonda, los encajes, el color musgo. Las bragas haciendo juego no durarían mucho en su sitio. Sentir que alguien apreciaba su gusto le sorprendía. Cuando estaba con él, cuando su amante le hacía sentirse única, más cuenta se daba del coro de mediocres egoístas que habían visitado su cuerpo, y reconocía lo mal que pudo haberse sentido para permitirlo.
Recordó entonces que un día se juró a sí misma que nadie más le pondría una mano encima sin merecerlo, ni borracha como una cuba permitiría que la volvieran a vejar hasta sentir aquella sensación de vacío tras hacer el amor, aquella sensación que le desgarraba por dentro, que la destruía más. No volvería a suicidarse follando, nunca más.
Ella sabía lo que él buscaba, y también sabía que nadie más podría saberlo. Su domador se lo había dicho, ella había entendido el mensaje. Lo supo cuando el no quiso que se quitara las gafas al hacerle una de aquellas inolvidables mamadas. La quería a ella como un vampiro loco, como un niño quiere a su peluche o a su madre, como un sediento busca agua. La quería para hacerla a la medida de sus sueños, que por arte de magia se convertían inmediatamente en los suyos, tal vez fuera una simbiosis.
Ella quería que él la construyera, quería identificarse definitivamente en esa creación. En esta arquitectura del placer, ella se sentía cantera y él sería la maza que le daría forma de amor, hasta que su cuerpo fuera un continente de deseo.
Recordó entonces el sabor de su semen, espeso, sabor amargo y cambiante. Se lo tragaba, por supuesto, aceptaba a su macho, lo que su macho le daba. Si, por primera vez quería que en su cuerpo entrara un hombre, asimilarlo hasta que se mezclara con su sangre, hasta que visitara su cerebro, hasta que descansara en ella, en su hembra. El parecía saber todo esto, ¿pero cómo lo podía saber?. Otro enigma más. A él le gustaban los enigmas.
Al ponerse las medias, mientras las deslizaba por sus piernas, pensó en la polla de él, eso le hizo darse cuenta de que estaba comenzando a humedecerse. Chiquilla, se dijo, no sigas por ese camino que te pierdes. Le gustaba la polla de su amante, todas las pollas eran diferentes, había conocido algunas, no demasiadas, pero tampoco se trataba de hacer una clasificación de diversidades.
Las había más largas, más gruesas, más curvas. Cerraba los ojos cuando chupaba, pero siempre se fijaba en ellas un poquito, por el rabillo del ojo, como para reconocerlas en una peritación. La de su amante era normal, una más; pero tenía algo diferente, era el puerto que le permitía llegar a él, el lugar por donde podía invadirle, conquistarle.
Sabía como conseguir que se estremeciera de placer, sobretodo cuando sus labios se aferraban en la mitad de su glande y lentamente se acomodaban en un movimiento constante, primero despacio, y a medida que crecía su miembro más rápido hasta extraer sus jugos. Se sentía como una partera, alumbrando la vida.
Con él, una felación era una experiencia singular, le encantaba su actitud algo adusta de permitirle lamerle su polla, aquel "ahora" implícito que él le daba, aquel "ahora vas a demostrarme por que se que eres tu la única que entiende a mi polla". Recordó cuando el le leía párrafos de libros mientras se lo hacía. Las inflexiones de su voz. El penetrante deseo que sentía en su coño palpitante e inundado. Mmm.
Es cierto, a ella le gustaba explorar las pollas hasta entenderlas, paladearlas, descubrir donde eran vulnerables a su lengua, a sus labios, a su calor húmedo. Podría presentarse a una oposición a feladora si hubiera ocasión. Una fila de hombres sin rostro, desconocidos, tal vez veinte o treinta, y ella iría lamiéndoles uno a uno, sabiendo al instante las características de cada una de las vergas y de sus portadores. Podría entender a los hombres por los latidos de sus pollas en su boca. Sólo él lo sabía, sólo su amante conocía que ella habría sido la mejor cortesana del París del rey Sol. El era sol, ella era luna.
Con las medias bien asentadas, debería ponerse un vestido apropiado, pero pensó que daba igual cual fuera, sabía que sólo con que llevara una falda y esas medias él se excitaría como un semental. Tan despacio iba aquella historia que los hechos más simples alcanzaban el grado de provocación, vivirla lentamente, beberla despacio para que no se agotara, aquello sabiduría oriental de su monje tibetano. ¡Como le amaba!. ¡Como le comprendía!.
Limpió sus gafas, un calor espontáneo las había empañado. A él le gustaban, pero ¿por qué?. Ella no lo sabía, era acaso un fetichista. No lo parecía, pero quien sabe. Se le ocurrió que tal vez fuera un capricho, en él había algo de sibarita, de jugador de lance.
Algún día ella descubriría que no quitarse las gafas era para él un gesto erótico, un lugar en el que podrían detenerse ante la desnudez de sus cuerpos para tomar aliento, una aceptación completa de ella como ser humano, una negación de la estúpida estética en la que había caído cuando aún no podía saber lo que realmente deseaba, un gesto de superación, de elevación ante la miseria tramposa de la perfección, en fin, un recuerdo de la civilización en el momento en que iba a ser más animal que humano. Se percató de que le amaba por eso, por que con él las cosas simples se volvían maravillosas.
Si, ella se estaba preparando para que la follara, como una puta se ajusta la ropa ante un cliente importante, se sentía mujer, mejor dicho hembra mojada, en celo. Advirtió que su braga estaba empapada, su sexo se estaba anticipando para recobrarse del largo vacío. Unas ligeras contracciones espontáneas le advirtieron de su disposición.
Había algo que la molestaba, ¿por qué él la había tocado tan poco?, y sin embargo, como había conseguido que se estremeciera de placer, que se encharcara de deseo. El lograba más con su fugaz tacto de cirujano, que otros habían alcanzado con su torpe dedicación de proxeneta. Por su piel discurrió en ese momento una sensación de electricidad estática. Se estaba iluminando como una luciérnaga.
¿Por qué no quería tocarla, acariciarla, allí en su sexo, en su clítoris?. Sí, se lo había lamido en alguna ocasión, pero fue tan breve como la primera vez de un colegial asustado. Lo suficiente para presentarle a su lengua. Le había metido los dedos en la vagina, y ella había pensado que sentiría si tuviera dentro su polla. Oh dios. ¿Por qué no quería poseerla?. El podía hacerlo, el sabía hacerlo, y no quería.
Sin embargo, con él se había masturbado hasta recordar su cuerpo, hasta sentirse dueña de sí misma, hasta no necesitar con vehemencia un hombre. Antes lo había hecho en escasas ocasiones, pensando casi en que tocarse era como una afrenta, como una demostración de que no era capaz de meter a un hombre en su cama y en su coño.
Pero con él, tocarse era un triunfo existencial, un "lo puedo hacer y lo quiero hacer", "lo hago por que él quiere que lo haga", "lo hago para sentirme suya". Acariciarse con su voz, a su señal. A su dictado, sus dedos se volvían locos, en una mecánica primitiva de lujuria. Se estaba agitando, solo de pensar.
El le había devuelto la imaginación en toda su plenitud, como un preámbulo necesario para la acción. Su entrenador la preparaba para la competencia consigo misma, la adiestraba como una "madame"de burdel de lujo, la domaba para él. ¿Se podían educar los sentimientos, los deseos?. Sí, ahora lo sabía, se podía y se debía.
Como había cambiado todo desde que le había conocido, desde que se convirtió en su amante. La masturbación que el le inducía hacía que se sintiera mejor consigo misma; había descubierto que ya no tenía que pagar el peaje de halagar a otro para sentir placer, para colmar su deseo. Ella lo hacía por que se sentía suya, por qué él estaba con ella. Era una extraña forma de hacer el amor, en la que ella se sentía libre, libre para ser de él.
Sabía que la razón de no haberla penetrado endiabladamente no era ausencia de deseo. Si la deseaba, pero ¿por qué no se había acostado con ella?. Algún día sabría por qué. Algún día podría comprender que el quería liberarla por completo, hasta que ella pudiera sentirse quien realmente él la consideraba.
En el arte de amarla que él se había propuesto, ella era la mujer significado, la única mujer a la que el le permitiría visitarlo en su cueva platónica, en su cárcel racional, en su sueño de esperanza. En su interior más inexplorado e íntimo. El la había elegido para fundirse por primera vez en otro ser humano.
El quería concluir algún ciclo, cumplir las etapas de su obra. No se podía permitir el error de anticiparse al destino, eso sería una disculpa para eludirla, para evitar la consolidación que anhelaba.
El quería enseñarle el arte de amar, como Ovidio, el camino del amor que concluye en dos cuerpos entrelazados en una cama. No había otra conclusión que un principio, comenzar el amor, para no detenerse jamás. El era el capitán Hajak y ella era Moby Dick, en una persecución implacable e interminable.
Aquella noche ella iba a su encuentro para ser cazada definitivamente. Conocía el arpón que iba a clavarse en lo más profundo de sí misma. El la había hecho libre para hacerla suya en la eternidad de un instante. Ella quería entregarse, mezclarse por primera vez y no quería nada más. El quería que lo supiera, que lo sintiera, que lo viviera. Nada sería igual después, por eso importaba el antes.
Se imaginó cuanto tiempo tardaría en ser penetrada, tras haber recorrido aquel largo camino. Como la tomaría, que le diría. En ese momento comprendió aún mejor el gran juego de su amante, el había condicionado su deseo, la había ahormado a su criterio, su excitación, su humedad, respondían a sus palabras, a sus insinuaciones.
Había aprendido a amarle como él quería ser amado. El había penetrado en su mente antes que en su sexo. Loco genial. Con él había dejado de pertenecerse, se sentía de él. pero al mismo tiempo nunca se había sentido más libre. Era como una posesión permanente e ineludible. Se sintió domada, y absolutamente feliz.
Pero él no sabía aún todo de lo que ella era capaz. En este juego de erotismo inteligente, ella había reservado sus mejores artes de seducción, sus habilidades más diletantes, su inteligencia sentimental; ella también había ahorrado sensaciones y deseos para poder derrocharlos con él.
Quería sorprenderlo, enardecerlo, entreverarlo de pasión hasta los límites de la locura. El se quedaría en ella, no había más, ninguna mujer sabría colmarlo de forma tan sublime. El todavía no conocía nada sobre el significado de su amor, traducido a placer, a gozo, a orgasmos cósmicos. Si él era inigualable en la teoría, ella era única en la praxis. La fortuna les había hecho encontrarse y nada, ni nadie, podría separarlos jamás.
Se arregló el pelo, ajustó sus gafas y salió a la calle. Que bien se sentía. Hacía un día magnífico. Un sol espléndido, comenzaba a ocultarse en el horizonte. No hacía viento, pero las hojas de los árboles parecían moverse. Ahora, por fin, era su hora: la hora de la luna.